Año 1972. Debo empezar como él. Otoño, mediados del mes de octubre. Mi padre está sentado en un banco del Parque de los Viveros y hace apenas un mes que yo he nacido. Sé que piensa en ese mundo que ha comenzado a conformarse de otra manera. También en el viaje misterioso que cumplió en febrero por Italia para encontrarse con Ezra Pound. Hace apenas veintisiete días que es rey en la medida en que él concibe ese título; rey de otro mundo, porque yo he nacido; porque entonces él está ahí, envuelto en el frescor de la tarde y el susurro de los árboles, a solas en un banco, junto a un pequeño camino de grava; y ha llegado a ese estado medio de extrañeza y fortaleza tan intenso. Se siente fuerte y a la vez no quiere volver todavía a casa. Nada existe en esa España de principios de los años setenta, en ese período agitado de la década, que pueda ponerlo en jaque o alterar ese equilibrio impreciso.
Un hombre como él puede ser soberano, alcanzar también ese cuerpo eterno, ahora dinástico, que percibe. Una continuidad que tiene algo de sagrado, aunque mi padre no pueda pronunciar todavía esas palabras, tal vez ni siquiera ahora.
¿Qué es lo sagrado al fin y al cabo?
O quizá me equivoque, y no me doy cuenta de que entender el significado de las palabras no es la única forma de comprender esa trascendencia que él siente recostado ligeramente en el respaldo del banco. Es posible que sí haya percibido que es Rey como yo lo veo cuarenta años después, porque está sumido en una trascendencia posible. Tal vez lo que yo busco es encontrarme con ese instante. Llevarlo al texto que entroniza y consagra, que nada tiene que ver con la repercusión en verdad, ni siquiera con el aplauso, solo con la exigencia de que las frases puedan atrapar esa expresión de Rey. Ha cumplido una armonía del orden del mundo. Es una trascendencia, como la de los Borgia o la de Ezra Pound; una especie de cuerpo inmortal a pesar de lo anodino de su aspecto allí sentado, anocheciendo. Y sabe aun así que es mortal, quizá más que antes. Y esa angustia lo sobrecoge, esa parte funcional, esa finitud que irremediable envuelve a ese cuerpo, a ese Rey a punto de ser una sombra nocturna en un parque público ya medio vacío, en un tiempo de nubes y esperanza. Nadie pensaría que es un Rey, pero ha descubierto algo sagrado. Ahora, como si debiera haber llegado hasta aquí, el texto pretende alcanzar esa seguridad: lo sabe, sabe que es un Rey, y quizá no por aquellas razones que conformaron ese carácter sólido, concienzudo, hasta convertirlo en alguien constante, de fiar.
Ezra Pound viste uno de esos anodinos abrigos negros o azul marino oscuros que se ven en tantas ciudades en invierno. Le tiembla la mandíbula ligeramente e incluso babea a veces. El Rey -todos los reyes conscientes de la trascendencia- es finito a pesar de su imponente cara real. Una cosa es que haya comprendido en qué puede perpetuarse, que lo haya alcanzado o pueda hacerlo, esa consciencia de una continuidad posible, y otra muy distinta que mi padre no pueda olvidar los ojos vidriosos y enrojecidos del poeta, su debilidad extrema, su patética resistencia a la muerte física. Y en Ezra Pound, de repente, ve la nariz ancha y ridícula de Elliot en esos últimos años de su vida; esa nariz de mentiroso, esos ojillos achinados frente a esa anchura nasal de vejez. En Pound ve al discípulo llegando en esas fotografías a una misma decadencia inminente. Pero también reconoce que en Pound, en sus ojos tristes y enrojecidos, se hallaba lo otro. Se hallaba eso que él percibe que yo represento en su existencia. Que él no tiene todavía que temer a esa finitud y debe disfrutar de esa inesperada trascendencia recién comprendida. Y tal vez piense que su padre -mi abuelo- jamás podrá entender ni expresar lo que él percibe en ese momento.
Pero nadie fotografiará ese instante, no habrá una imagen para la eternidad. Y a pesar de ello será una trascendencia similar, porque es posible que en ese momento justo intuya que yo, el que nació veintisiete días atrás, llegaré tarde o temprano a ese crepúsculo y a ese anochecer, a esa soledad ensombrecida del parque, a él. Y entonces comprendo porque Tolstoi es Rey, o porque lo es Thomas Mann, y que el texto debe serlo, debe alcanzar esa esperanza de mi padre, esa comprensión de la trascendencia que le impide volver a casa a la hora que toca. Y todo porque he nacido. Yo he nacido de él. De un lugar que nunca conoceré lo suficiente. De una imagen perdida, inasible, que él sí conoce.
Merecería una fotografía en blanco y negro, a sus treinta años de vida, con ese pelillo repeinado y probablemente con restos de la gomina de la mañana; una imagen con toque clásico, de destello de fósforo y olor al Paris de los años treinta. Así quiero ver su rostro, la pose. Los brazos extendidos, agarrando el borde del respaldo, las piernas cruzadas, el cuerpo recostado ligeramente; su rostro joven, su mirada perdida en un horizonte que no ve, sumido en esa rara extrañeza de haber comprendido algo de la trascendencia. Y en ese momento, el que miro, el que he visto de reojo, justo cuando su cuerpo se va a incorporar del banco y va a caminar decidido por el sendero amplio de gravilla que conduce a la salida, y cuando salga del recinto del parque y sea consciente de que le quedan apenas cinco minutos de buen paso para llegar a casa y encontrarse conmigo, con aquello que ha construido, me doy cuenta de que significa algo importante para mí. Que es causa de algo, de eso que yo he percibido como la inquietud. O mejor, que de ahí nace eso, el significado de lo sagrado que se guarece desde hace años en mi espíritu. Que viene de ahí, y de esa otra historia de Juan El largo. Que me ha hecho comprender esta exigencia de que el texto anhele eso, ese latido. La misma coherencia que nos parece surge de cualquiera de las fotografías de Ezra Pound que mi padre y yo hemos visto a lo largo de toda nuestra vida, el mismo brillo en la imagen, algo de maña y oficio, sí, pero retratando en ese viejo al que mi padre se acercó esas dos esferas de lo humano, la simultánea aparición del cuerpo creador y de su breve finitud física, el resultado de esa brevedad comprendido y expresado en un puñado de versos alentados por esa trascendencia, por eso sagrado, y la putrefacta revelación de la implacable vejez. Todo ello lo veo en esa imagen. En la misma imagen nunca fijada que el texto pretende.
Y entonces comprendo algo de su engaño. Un engaño inocente, benévolo e incluso generoso. Porque él sabe esto que me encontraré tarde temprano, que me encuentro ahora, esa imagen percibida en un guiño, en un silencio, en un trago de vino tinto que alarga la magia. Es la infancia retomada de una vida perdida que alcanza a regenerarse en mí. Lo mismo que yo comprendo en Mateo. Y es Rey por comprender eso. Ha ganado esa consciencia a pulso. Sabe también que con él, en todo lo que tiene que ver con él, resulta más fácil enviar ese mensaje recogido aquí y ahora, justo cuando cruzaba la valla de ladrillo del recinto y se acercaba a la casa. Entonces era joven, estaba fresco, soñaba, con ojos azules cristalinos, limpios; la ilusión del fuego bajo sus manos y de la frialdad de la resistencia en su mirada; es él en ese instante. No lo sabe cierto, pero por unos minutos ha sido consciente de que esa imagen, esa fotografía nunca realizada de su paso cansino desde el camino hacia el alto y amplio portalón de piedra y rejas metálica coloreadas de verde musgo, va a llegar a mí. Y lo mejor es que no le importa que esa fotografía anhelada exista, se haga. Aunque sea hermoso verlo allí, contemplar su paso ágil y decidido, el cuerpo bien formado, con una ligera hinchazón del vientre, bajo de estatura, y aún así guapo; es bello en ese desplazamiento. Ya me ve más alto, más largo y esbelto que él mismo, quizá le importe poco lo guapo que yo pueda ser, pero sí que poseo eso que él cree necesario.
Ahí todavía no se percibe la vejez demoledora, la lágrima fácil y el paso delicado; no veo el dolor, tampoco el cansancio, allí no, allí, en esa trascendencia comprendida, sigue vivo. Si existiera una foto veríamos al rey, y yo podría transformar el lento deambular imprevisto del lenguaje con una imagen; no mejoraría quizás nada, es posible, pues tengo que ser muy preciso para describir esos últimos pasos hasta el patio iluminado, haberme acercado en exceso a una precisión del lenguaje, a una capacidad de sugerir suficiente para asegurarme que no me haga falta la imagen que he compuesto de mi padre en ese banco de los Viveros, de su posterior itinerario hasta nuestro antiguo piso. Toda la creación posible de su existencia concentrada en esa ilusión de mí, en ese reencuentro conmigo, en ese deseo de perdurar en mí. El texto que pretende alcanzar ese momento y esa razón y traerlo hasta aquí para intentar saber algo más. La fotografía que nunca se hará de ese deslizar ágil por las escaleras que conducen al ascensor. Esa España que me parece de color sepia, que surge de repente en algunos lugares, cada vez menos frecuente. El mundo va demasiado deprisa y en veinte años se borran los rastros de lo otro, de la infancia que perdimos, de la nada del presente.
¿De todo lo contado, de tal visión biológica o de esa extraña concordancia entre lo que sucedió ese atardecer de otoño de 1972 y mi propia vida y mi escritura, será consciente mi padre? ¿Acaso lo fue ya en ese paseo al anochecer?
Desconozco esa verdad, pero estoy seguro de que lo que el texto conduce es cierto. Hay algo que me dice que no va a hacer falta la imagen para que me crean. Tal vez sea esta letanía breve y algo obsesiva la razón, y no la imagen acumulada de ese día de 1972 en el que no pude ver a mi padre abrir la puerta de casa, o antes sentado en el banco de los viveros dejando pasar el tiempo. La madre no deja esa huella porque esta hecha para la vida; sólo expresa la vida. O por lo menos mi madre. Algo esencial para comprender al final esta existencia, para poder soportarla e incluso disfrutarla. Pero mi padre es el que se niega en redondo a matar el texto. Aunque no sirva o simplemente sea una confusión, o peor aún, una imperfección. Aún así se niega a hacerlo.
Mi madre no está aquí. Y él, padre, se niega. Y entonces en ese preciso momento en que ya lo veo asomado al quicio de la puerta, y medio dormido sonrío, -otra imagen de él, no puede ser mía con apenas un mes de existencia-, oigo esa retahíla de pequeños tesoros esparcidos, cuya utilidad no es otra que lo sentimental que representan y lo que se acomodó inconscientemente en mi memoria, en mi interior, ese instante en que existió una concordancia completa entre el origen y el futuro, entre la causa y el efecto, como nunca más se dio, que sólo pudo suceder a partir de entonces en esporádicas ocasiones cada vez menos frecuentes.
Mi padre era consciente tanto del límite como de la posibilidad a mi alcance. Sabía el mundo posible que podía pertenecerme, y ya conocía el otro, ese del que jamás formaría parte me fuera como fuese en la vida. No hay ahorro pequeño, no despilfarres ni dinero ni energía, gasta siempre menos de lo que ganes; la humildad no es una sumisión, sino una resistencia… veo ese eco, esa imprevista procesión de consejos; también ese desprecio frente a la vanidad, el abuso o la injusticia, eso también, padre; y el mundo rural de aquellas sierras impregnado para siempre en su piel, vivo, sin tristezas; la vida que ríe a pesar de todo en un latido infundado de dolorosa incomprensión y pena acumulada. Tengo que interpretar todos esos gestos que vi de niño y no entendí. Y tú aquello que falló, y todo eso que sí trascendió, que sí pasó, llegó. Este texto que intenta atrapar eso. Y él no va alargar la mano para alzar una copa de whisky, ni para encender un cigarrillo con aire masculino y heroico, no va a representar ningún papel, ninguna farsa, no está dispuesto a hacerlo; su camisa será la misma de siempre, y el gesto de alzarse las gafas con la mano o el de sacar la lengua al hacer cualquier pequeño esfuerzo no cambiará por esa foto, y eso me debería parecer una fortaleza. No lo necesita ni lo anhela. No requiere de ese aire de icono contemporáneo, de producto masivo de seducción y consumo, de reflejo del éxito. No existió ese fotógrafo que debió disparar la cámara hasta que yo hallase la imagen con palabras. Los signos terminan por abrazar el eco. La luz se disipa en esta primavera con lentitud. Hay algo real en la forma de llorar al pensar que ya no puede ayudarme. Real de rey, por supuesto.
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