Hace mucho que lo sé. Como lo supo mi padre, mi abuelo, mi bisabuelo, mi tatarabuelo. Todos y cada uno de mis antepasados masculinos, y también la genial Enriqueta, la dama del castillo en el siglo XVIII, y la cortesana Lorena de Hita, que conoció a Goya en la Corte, que tal vez fue algo más que una fervorosa admiradora del pintor. Lo supieron todos al llegar a la madurez, cuando el progenitor más cercano se acercaba al fin de su vida y contaba la verdad. Y nadie lo dijo. Ni siquiera Schiller.
Tal vez ha llegado el momento de romper esa cadena, de hacerlo porque ya no importa. Porque ni siquiera ese secreto tiene ahora algún sentido. Cada uno de nosotros escribió su historia para el siguiente y se encargó de contar años más tarde otra distinta. El dolor de legar una historia así a tu hijo es algo insostenible y doloroso, desgarrador. Por eso revelarla ya en la madurez. Hacerlo en la infancia es despojar a la vida demasiado pronto de esa especie de mística del sentido. He dudado años, he mirado a los ojos al pequeño Mateo intentando dirimir si mi amor por él podía poseer alguna esperanza para no revelar la verdad, o si por el contrario, quizá fuese mejor decir la verdad muy pronto y jamás contar la historia inventada. Después me he preguntado sobre esa verdad. Muchas veces. Junto a Mateo jugando en el salón sobre la alfombra, oyendo sus historias tan frecuentes; a solas en la cabaña, bajo la luz del flexo, tembloroso y roto tantas noches.
Mi antepasado Felicien D´Antiles murió hace algo más de ochocientos años. El afán recopilador de toda mi genealogía nos ha proporcionado a lo largo de los siglos cientos de historias. Es un acervo constante, sólido, imaginativo y deslumbrante. A menudo me he sentido formar parte de toda la humanidad, he vivido con la sensación de haber gozado de cualquier rol humano que surgiera ante mis ojos. Felicien fue el primero de todos, o el primero de quien se da testimonio. Un bardo francés que por alguna razón vivió la mayor parte de su vida en Suiza, en los alrededores de Altdorf. Había llegado allí de joven con una caterva hambrienta de bufones, trovadores, malabaristas y cómicos; desharrapados y al tiempo felices. Él vio todo lo que sucedió pero no lo dijo. Se lo guardó durante sus cuarenta y nueve años de vida, y debió contar esa historia a Felicien su hijo, como yo debería hacerlo a Mateo, el mío, ya mismo, con cinco o seis años, o no hacerlo nunca.
Felicien sedujo tiempo después a una mujer noble de los cantones. Nadie sabrá jamás como pudo romper en esos tiempos esa barrera entre los saltimbanquis y los desheredados y la cómoda opulencia de los aristócratas, desposarse en una provincia próspera con un mujer rica en el plazo de pocos años. Lo cierto es que esa relación ha sido fundamental para mí, no realmente porque llegase un sólo duro o tesoro o joya hasta mi época desde aquellos lejanos años del siglo XIII y XIV, sino porque aquel papel que Felicien representó con su propia vida, tal vez el más logrado y espléndido de toda su carrera, significó un aprendizaje para todos los que le precedieron y por supuesto para mí. Nos hizo conscientes de que, aunque parezca imposible, las cosas puede cambiar, o a veces cambian. Esa constancia la aprendió él para sí mismo y para nosotros, y en su trato con el hijo, y en todos los contactos con cualquiera de sus descendientes que pudo tener en vida les explicó lo que había sido más o menos, lo que quería ser. También sirvió para el teatro. Nunca se olvidó de aquella miseria hambrienta en las regiones del centro de Francia, de la intoxicación del río y las epidemias, de la necesidad de huir para salvar la vida, ni de que su alegría comenzó la primera vez que vio a Garceno de Cose, en algún lugar del mediterráneo francés, en un bosque antiguo muy cerca de la actual ciudad de Saint Tropez.
Garceno, según dejó escrito Felicien, fue el primer socio de la extravagante truope que recorrió Europa hasta llegar a las frías tierras de los Cantones Helvéticos. Le contó por qué vivía allí, junto a los bosques mediterráneos que conducían al mar por sinuosos senderos de tierra, bajo ese sol y ese clima templado. Garceno le confesó muchas veces que había soñado desde niño con esa libertad. Cuando fue rico, Felicien se encargó de que la historia de Garceno quedase escrita para la posteridad. Hizo venir desde el alto Rhin a un monje, a un franciscano políglota que cobraba dinero por escribir las historias que los nobles deseaban ver impresas en cualquiera de las lenguas hegemónicas de Europa. Una especie de primer ávido editor de las narraciones de otros a cambio de un módico precio. Capaz de proporcionar la tinta, el papel, y una digna encuadernación que festejaba año, mes, lugar y vida del autor, mucho antes de la invención de la imprenta. Felicien fundó una primera escuela y albergue de artistas en el pueblo suizo de Bürglen. Donó importantes sumas para asegurar su funcionamiento incluso después de muerto. Intentó dignificar una vida considerada vagabunda, inconveniente, miserable y a menudo triste.
Pero eso no es lo que cada uno de mis antepasados ha ido resguardando. Tampoco crean que se trata de una verdad que vaya a deslumbrarles de primeras o a cambiar el mundo de raíz. Es tan sólo una verdad seca, cortante, tal vez incluso desagradable. Tal vez por eso, todos ellos, la salvaguardaron, contaron otras parecidas, seguimos inventando relatos, fantasías, anécdotas, para mantener aquella otra verdad, para proteger la falsificación. Tampoco creo que mi familia sea la única que conocía esa historia u otras del estilo. Habrán llegado a esa verdad con otras narraciones similares, o por casualidad, o por esa rara y extraordinaria inteligencia con la que lo divino dota a ciertos hombres y mujeres, a muy pocos, a lo largo de los siglos.
Lo nuestro es más bien una historia de herencia. Una necesidad de desmenuzar, de diseccionar nuestra propia tradición, justo ahora, en este siglo XXI que crece, tal vez para entender mejor, para aprovechar ese método científico que nos expulsó de la corriente del mundo.
Mateo me está contando de buena mañana, temprano, una historia de las suyas. Desconozco como esos rasgos particulares de la personalidad surgen de la genética, de la formación de ese cuerpecillo perfecto y suave, de ese cerebro fresco y luminoso que se pregunta y que afirma tozudo a la vez todavía sin saber porqué. Cómo la genealogía se impregna en la carne. Comprendo que ese ha sido el sueño de cada uno de mis antepasado y de muchos otros hombres, conseguir que la herencia intangible, herencia contada y percibida, se transforme en constitución de la carne, los órganos y la sangre.
El pequeño cuenta como todos sus antepasados. Cuenta sin darse cuenta. Ejemplifica su todavía reducido universo emocional -que se ampía día a día con la experiencia- de la misma forma que su padre lo hace a los cuarenta años, o como lo hizo su bisabuelo antes de que la guerra civil truncara todo su futuro.
¿De dónde le viene esa capacidad, ese afán, lo que se enciende en sus ojos cuando la historia, por simple e infantil que sea, se le aparece, le surge, para explicarme algo que él considera necesario contar de ese modo para entender y hacerse inteligible para papa, para mí?
Sobre la palabra verdad he leído cientos de reflexiones. Oscilando sin remedio entre ese “a menudo es mejor no saber la verdad” y ese otro de “la verdad os hará libres”. Si Felicien logró impregnar a toda nuestra tribu de la creencia en la posibilidad de cambiar, ¿por qué no ser el primero en modificar nuestra antiquísima tradición? ¿Por qué no contarle ya a Mateo lo que de verdad sucedió y hacer crecer esa verdad? La vida siempre fue dura, aunque haya mejorado algo en algunos lugares del mundo en los últimos siglos.
Eso me hace dudar.
¿Y si fuera la historia de Felicien uno de los vectores esenciales que junto a otros han ofrecido la posibilidad de transformar la vida a mejor? ¿Y si lo esencial de todas estas dudas no sea otra cosa que la constancia necesaria de renunciar por fin a las historias?
La historia inventada por Felicien fue un motivo de sublevación. Los Cantones Helvéticos reivindicaron su independencia frente a la Casa de los Habsburgo. Es cierto que los héroes ahora son francamente decepcionantes respecto a muchos de los de antes, apenas deportistas triunfadores o estrambóticas cantantes mediáticas, ricas caprichosas u hombres de poder, atormentados artistas modernos con éxito popular o damas de la alta sociedad; pero tal vez, la progresiva y creciente estupidez de esos modelos ha generado un mundo más inocuo, más inofensivo en apariencia en una buena parte de la tierra. Iconos sin metáfora excesiva ni vida más allá de la fama o su relato superficial de superación, pero aún así, su construcción es similar a la invención de Felicien. Son las mismas mentiras, aunque dia a día más infantiles.
Me gustaría poder expresar a Mateo lo que sentí cuando mi abuelo Domingo me contó por primera vez la historia que inventó Felicien. También cómo nuestro originario antepasado logró extenderla oralmente en toda Suiza, hasta convertir su creación en un himno, en un mito, en una aventura de todos fijada en los hechos esenciales de un pueblo y posteriomente en un relato global de independencia, libertad y esperanza. Los científicos intentarían medir el grado de influencia que tuvo en la consolidación de la Confederación, en dotarla de fuerza y mística, de metáfora de desarrollo, de hermoso destino.
Un buen día, Guillermo Tell paseaba con su hijo por la plaza de Altdorf. Caminaba a buen paso entre la gente que se reunía allí por las mañanas. Todo ciudadano de Altdorf debía agacharse ante el sombrero de los Habsburgo. Los invasores de aquellas tierras impusieron como orden incuestionable hacer una reverencia cada vez que alguien pasaban junto al estandarte. Guillermo Tell y su hijo no lo hicieron, no sé sí por despiste o porque no les dio la gana.
Mateo va abrir los ojos ante esa escena como yo lo hice.
-No flexionaron la rodilla ante el emblema del conquistador y fueron detenidos.
-¿Y por qué, papa?
-Porque la ciudad de Altdorf había sido invadida por el ejercito de los Habsburgo. Porque el poder lo tenían ellos y querían recordarles a todo el mundo que el dueño de sus vidas y sus ciudades eran esos hombres y ese reino.
-¿Eran malos Papa?
-No sé si eran malos, pero sí que ansiaban el poder, tenerlo y ser reconocidos por ello.
-¿Eso es malo Papa…?
-No lo sé hijo, no estoy seguro, supongo que sí… ¿Quieres que siga?
-Si papá.
-Los Habsburgo eran un imperio poderoso, mucho. Los cantones sin embargo eran débiles y sin unidad, poco poblados, y además sin demasiados lazos entre ellos.
-¿Suiza es donde vive Nanou, no papa?
-Sí.
-¿Donde dormimos en esa casa que parecía un barco?
-Allí mismo…
-El Gobernador le pidió en público que volviera a pasar bajo el sombrero de la Casa Real y se arrodillase. Nuestro antepasado, Feliciene D´Antiles, estaba allí, en esa plaza. Vio primero como Guillermo Tell pasó bajo el sombrero y no hizo gesto alguno, siguió su paso como si tal cosa, y su hijo hizo lo mismo. Felicien era tu tatatatatatarabuelo…
(Extiendo las manos para intentar expresarle el tiempo lejano en que Felicien vivió y lo entiende al instante).
-¿Más viejo que el bisabuelo de mamá?
-Mucho más hijo, mucho más ¿Y qué crees que hizo Guillermo Tell?
-No lo sé papá.
-Dijo que no. Que él no tenía porque que hacer reverencias ante un sombrero. Guillermo Tell tenía fama de ser el mejor arquero de todos los cantones, y alguien debió decírselo al Gobernador de Altdorf. Entonces ideó sobre la marcha su broma macabra.
A esas alturas Mateo ya estará seducido. Aguardará el desenlace de la historia si he logrado implicarle como suelo hacerlo. No sé si elegiré contar la narración de Felicien a mitad y revelar antes de tiempo la verdadera; o si directamente negaré la existencia de una historia y cuente tan sólo lo ocurrido, sin más adorno ni metáfora. Decirle sin más qué es lo que sucedió en verdad sin posibilidad de invención, obviando lo que supuso esa ficción para la sublevación de los cantones. O tal vez debería narrar la historia falsa primero por completo y luego decirle expresamente que esa es un historia parecida a las que él mismo inventa para explicarme su vida, que lo que sucedió de verdad fue otra cosa aunque lo fundamental para la libertad de los cantones fuese la mentira de Felicien. Todavía no lo sé. Porque la primera o la segunda opción suponen una rudeza demasiado onerosa para un niño. Tal vez la vida no sea tan simbólica y metafórica como yo creo, pero tampoco concibo que albergue tanto horror como el verdadero destino de Guillermo Tell y su hijo. Tengo la intuición de que existen corrientes vitales empujadas por metáforas, y que es necesario desentrañarlas cuando guardan su esplendor.
La tercera opción sería algo así como un experimento. Intentar dirimir si conocer ambas versiones y sus consecuencias, aprender poco a poco sus efectos y su sentido, nos daria una valiosa información sobre lo humano tal vez por primera vez en toda nuestra larga historia. Hacerlo antes de tiempo, cuando somos niños, no después, de adultos. Hacerlo para que el niño sepa que hubo dos versiones fundacionales de la misma historia, una que sucedió y la otra que fue la invención de un hombre. Al mismo tiempo animarle a pensar en la moralidad de cada uno de esos orígenes y a la vez en la justicia de su desenlace. Ser consciente de toda esa complejidad desde su primer aprendizaje.
(Preguntas y pausas medidas que ralentizan todo)
-Sigue papá…
-El Gobernador pensó en un castigo cruel. Lo hizo además retando a Guillermo Tell, al mejor arquero de Helvetia, él, un esbirro de los Habsburgo. Si de verdad era el mejor arquero de Suiza colocaría a su hijo a ochenta pies con una manzana en la cabeza y la rompería en pedazos con una flecha. Guillermo Tell debía acertar desde una distancia imposible. Sintió esa duda por un instante. Si no lo hacía su hijo y él serían encarcelados y entregados a la justicia de los Habsburgo. Perderían su libertad. En caso de cumplir la hazaña todo volvería a ser como antes. Tu antepasado Felicien tuvo que degustar la historia en su paladar ávido de aventuras. Lo que estaba viendo le sugirió poco a poco otra cosa distinta, una metáfora que rondaba su cabeza fue cobrando forma despacio y apoderándose de lo que sus ojos veían…
-¿Por que tenía mucha imaginación como yo?
-Por eso. Imagina Mateo, la enorme responsabilidad de Guillermo Tell. Era una distancia excesiva. Nadie podía hacer algo así. Acertar a una manzana con una ballesta desde esa distancia. Pero era eso o la cárcel, robar el futuro de su hijo y su libertad.
-Con un rifle sí se pude.
-Si eres buen tirador, porque sino tampoco es fácil. Pero además, en la época de Guillermo Tell no había rifles…
-No.
-Aún tardó unos minutos en decidirse. Cerró los ojos y el Gobernador le apremió a que diera una respuesta. De repente alzó la cabeza y se movió, de golpe. Se acercó al Gobernador y le pidió una flecha. Guillermo Tell se dispuso a disparar, pero se paró en seco y solicitó una flecha añadida. Nadie pensó en el motivo de esa petición. Un soldado se la dio. Felicien contaría después que Guillermo Tell se dijo que si fallaba y su hijo moría la segunda flecha sería para el Gobernador. Miró el diminuto blanco durante un buen rato. Sudaba de la concentración que llegó a alcanzar. Le caían gotas desde las sienes y la frente. Calculó la velocidad del viento y su dirección, palpó varias veces la tensión de las cuerdas de la ballesta, midió la distancia llenándola de referentes y relaciones. Repitió mentalmente los miles de lanzamientos que había logrado a lo largo de su vida como ballestero. Toda su existencia estaba allí, apuntando a la manzana que apenas se veía desde esa distancia, sobre la cabeza de su hijo.
-… ¿sino disparaba los mataban papá?
-Algo así hijo… ¿tú que harías?
(Se queda pensativo. Tardará en responder y yo seguiré un poco después mi relato.)
-Tardó mucho rato en soltar la flecha. Debió ser una eternidad el viaje de aquella punta mortal hacia su destino. Toda la plaza estaba en absoluto silencio. Muchas mujeres y hombres se llevaron la manos a los ojos. No querían ver como esa flecha atravesaba la cabeza del niño. Había gente que lloraba desconsolada. La flecha salió disparada silbando en el aire. Hasta el Gobernador de Altdorf se estremeció. Era la vida de un niño a cambio de una apuesta inútil y una reverencia. Puede que incluso se arrepintiera en esas décimas de segundo de su castigo cruel, en ese breve instante en que la punta metálica y cilíndrica volaba en dirección al árbol en el que estaba atado el niño con la manzana.
-¿Ese era malo, no papá?
-Si hijo. El malo. La flecha se aproximó a gran velocidad así, fsssssssss, plok...
Mateo abrirá la boca. Pensará en el impacto de la flecha, el punto en el que se habrá insertado su punta afilada. En sus ojos veré la necesidad de que el niño no muera. Él es el niño y yo Guillermo Tell a sus ojos. No quiere ni pensar en que esa flecha mate al niño. Tampoco concibe que Guillermo Tell, que papá, falle ese lanzamiento en el que tanto se juega. Quiere que la manzana se parta en pedazos, de repente lo sabré en su mirada.
-Papá, papá. ¿El niño no muere? ¿No muere verdad?
-La flecha partió la manzana en pedazos y se clavó en el tronco del árbol, a tres centímetros de la cabeza de su hijo. Imagina Mateo a todo el mundo en la plaza aplaudiendo, cantando, bailando, gritando el nombre de Guillermo una y otra vez. Corrió hacia el árbol para estrechar al niño entre sus brazos. Lo llamaba a gritos; se llenaba de la palabra hijo y reía. Tal vez se llamase Guillermo como él, o mejor, Mateo. ¿Lo llamamos Mateo?
(Una sonrisa inunda su hermoso rostro; modesto asiente sin decir nada, pero quiere que el hijo de Guillermo Tell se llame Mateo, quiere esa valentía y esa confianza en el padre)
-Porque… ¿el niño es valiente papá?
-Claro. Aguanta ahí en el árbol sin moverse ni pestañear, sin llorar. Confía en su padre.
-Claro. Tu eres el niño y yo Guillermo Tell.
(Dice Mateo contento, apretándose contra mi cuerpo en la cama)
Adoro su contacto físico. Su necesidad de cercanía. El olor de su pelo. La suavidad de sus mejillas o de su espalda. Su risa. Me estará mirando emocionado cuando le diga que tenemos que apagar la luz para irnos a dormir. Pero aún no he acabado la historia.
-Pero la historia no acaba aquí, hijo…
-¿No?
-No. Porque en medio de la alegría general, el gobernador le preguntará para qué demonios quería otra flecha si sólo tenía una oportunidad. Tú sabes lo que le dirá, Mateo, para quién era esa flecha que Guillermo Tell había pedido.
-Para el malo, papá… hará así (hace el gesto de coger la ballesta que le he enseñado en el ordenador antes de contarle el cuento, y la sujetará como ha visto en las imágenes de ballesteros; apuntará unos segundos y luego simulará todos los sonidos de la escena)
-Eso es. Y además no se callará.. responderá la verdad ante el gobernador. Esa flecha la pedí en caso de matar a mi hijo. Iba dirigida a usted.
(Mateo aplaude. Luego se queda pensativo)
-¿Sabes lo que hizo el gobernador, Mateo? Mandó a los soldados que apresaran de nuevo a Guillermo Tell y a su hijo. Después decidió que los llevasen al castillo de Küssnacht.
-¿Y por qué no disparó su ballesta papá y escaparon?
-No tenía flechas Mateo, y además había muchos soldados, más de cincuenta.
-Ya…
-El último tramo del viaje hasta el Castillo de Kussnacht tenía que hacerse en barca a través del lago de los Cuatro cantones. La fortuna sonrió a Guillermo Tell. A parte de ser uno de los mejores ballesteros de toda la región, era un magnífico y experimentado navegante. Una furiosa tormenta estalló a mitad de trayecto. Fue tan terrible que los marineros perdieron el control y la nave pareció irse a pique. Tuvieron que desatar a Guillermo Tell para que intentase enderezar el barco. Les salvó la vida a sus verdugos. Lo hizo por su hijo, pero consiguió que nadie muriera y que la embarcación llegase a la orilla. Escapó con su hijo. ¿Sabes lo que contó además Felicien para terminar la historia?.
-No
-¿Te lo cuento?
-Claro papá…
-Dicen que algún tiempo después Guillermo Tell cumplió el destino de aquella lejana segunda flecha. En una emboscada preparada durante meses mató al gobernador de Altdorf con su ballesta… –
Aguardará mi abrazo convencido de que él podría ser Guillermo Tell un día y salvar a su hijo con su extraordinaria puntería. Se va a dormir rápido porque esa es una historia de seguridad. Cómo decirle la verdad a él, a su edad, tan pronto, y despojarle de esa tranquilidad de saber que los buenos consiguen sus propósitos. Cómo contarle que Felicien intentó convencer a todos los presentes allí, incluso al Gobernador arrepentido, que guardasen otra historia. Que contasen lo que él les iba a narrar, lo que había imaginado a partir de lo visto con sus propios ojos. En medio de la desolación de la plaza, con el niño muerto atado al árbol. Con el padre destruido, arrasado, arrodillado en el suelo deseando morir una y mil veces y no ser consciente. Felicien lo consiguió. Era muy valiente. Pidió a gritos, gesticulando, moviéndose sin parar entre las gentes que llenaban la plaza, acercándose a los soldados, que la historia verdadera no era necesaria, que no servía. Que debían contar que Guillermo Tell no falló su disparo y destrozó la manzana con una flecha de su ballesta a una distancia de ochenta pies. Que la flecha se clavó en el tronco del árbol tres centímetros arriba de la cabeza de su hijo, que el niño no sufrió ni un rasguño. Felicien gritará que esa historia es la que sirve una y otra vez. Les contará un final tan feliz que sentirán alivio. Los dejará con esa imagen hermosa y conmovedora de un padre y un hijo viviendo en libertad, orgullosos uno del otro. Dirá que se abrazaron bajo el sombrero de la Casa de los Habsburgo y no cumplieron ninguna reverencia.
Pero la verdad es que Guillermo Tell atravesó el ojo de su hijo con esa flecha. El niño murió en el acto tras al crujido de huesos y el impacto en el tronco. La historia de Felicien era falsa, pero los Cantones Helvéticos lograron poco después su independencia.
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