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Channel: jimarino – LOS PERROS DE LA LLUVIA
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jose antonio labordeta en Jorcas-town

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Cuenta mi madre que uno de los momentos más emocionantes de su vida sucedió en 1975 si no se equivoca en el año. En la plaza de Jorcas, un pueblecito insignificante y modesto de Aragón, atrapado en un valle montañoso de laderas y quiebros de las Sierra de Gúdar y Teruel,  se arremolinaba la gente en la plaza expectante por ver a José Antonio Labordeta. Mi abuelo materno había sido admirador de la poesía de su hermano, Miguel Labordeta, poeta poco conocido de una calidad extraordinaria, que murió joven y se perdió entre las brumas del franquismo ensordecedor. José Antonio tenía un disco grabado en Francia entre cuyas canciones se encontraba El Himno a la libertad. Música clandestina en una época oscura llena de ilusiones futuras. Aquel vinilo ahora rallado y polvoriento fue durante años hilo musical discreto entre las paredes de mi casa. Yo nací en 1972, y francamente tardé años en entender porque mis progenitores adquirían ese aire solemne cada vez que aquellos versos que llegué a aprender de memoria surcaban los vientos del salón surgiendo de aquel viejo tocadiscos color crema de los años setenta.

Mi madre me confesó años después que nadie esperaba aquella reacción, aunque todo lo sucedido, aseguraba, poseía un aire nebuloso en su memoria, una especie de mitificación inevitable. Mi padre, tesorero de aquella mítica comisión de fiestas que inició la recuperación de las celebraciones estivales a lo largo y ancho de la sierra, hasta extenderse como la pólvora años después por todas las poblaciones cercanas, y al igual que el resto de los que dirigieron aquella extraordinaria iniciativa cultural y lúdica en una España inquieta que ya atisbaba el final del régimen y se nutría de expectativas y sueños dorados, sabían que había una lista de canciones prohibidas por la delegación del gobierno, una lista que caía como una losa sobre el repertorio del cantante. Ella no recordaba cuanto tiempo permaneció sobre el escenario o si cantó cinco o diez canciones, sólo percibió ese hermoso cosquilleo que desde el interior de la plaza milenaria inundaba los corazones: veía a los jóvenes alborotándose a la orilla del tablado, se escuchaba el rumor incesante de los asistentes, la mirada torva de los que todavía defendían lo indefendible y de los que condenaban la llegada de Don José Antonio -un rojo de mierda-, por entonces tan joven, con ese bigote eterno y ese vozarrón tan ronco y terrible. Entonces sucedió, me dijo mi madre, y fue como si la luz del atardecer se convirtiera en furia solar de mediodía. Pasó que aquellos acordes sencillos y poderosos anunciaron el inicio del Himno a la libertad. Labordeta se pasaba por el forro la lista y las prohibiciones y entonaba esa letra que todos aguardaban, y aquella maraña de gentes comenzó a alzar los brazos y a ponerse en pie, unieron las manos en el aire y entonaban juntos, imagen tan hermosa  en labios de mi madre, y tan distinta a casi todo lo que acontece ahora, no sólo por la estética del instante, sino por la enorme necesidad del momento, por esa espiral de energía que anunciaba el cambio inminente.

Sonaron esas palabras antes de que la guardia civil  reaccionara  a tiempo.

Habrá un día en que todos, al levantar la vista, veremos una tierra que ponga libertad…

Por Dios!. Mi tía Magdalena, beata lúcida y algo anticlerical desde que el padre León le sugiriera sin éxito que le cediera las mejores tierras que poseía para fervor y gloria de la Diócesis turolense en 1958, se llevó las manos la cabeza en el balcón de la casa de la plaza. Mi abuela se puso a rezar a todos los santos conocidos que recordaba. Mi abuelo paterno se quito la gorra, y mi madre y mi padre tan jóvenes entonces, se sumieron en ese reconfortante orgullo de pertenecer a esa fiesta, a ese hartazgo que expresaba su triunfo frente al escenario, a ese hermoso himno que despertaba la ilusión de otra vida, que reconciliaba a los perdedores de la guerra, a mi abuelo materno, poeta y concejal del frente popular en 1933, sus sufrimientos y represalias, su existencia silenciosa y fragmentada en imposibles revelaciones, a todos lo que habían soñado con otro lugar y otro mundo, con los silenciados y los apartados, y se entrelazaba todo ello con esa juventud ilusionada que comenzaba a corear la letra mágica, con esa claridad estrepitosa y magnífica que retaba al presente cuando el futuro pareció en ese instante una realidad.

El concierto fue cancelado poco después, o al menos es lo que  mi madre contó, y a mi padre y al resto de miembros de la comisión de fiestas los fueron enviando junto a Don José Antonio Labordet a un reservado. Se interrogó al cura del pueblo, quien aseguró sin titubeos que todos esos muchachos eran gentes de buenas familias cristianas y sin malicia.

A veces pienso que yo mismo inventé esta historia, pero me gusta contarla de vez en cuando y mi madre no suele censurarme, forma parte del imaginario familiar. Pensé muchas veces en mi padre, tan modesto y discreto, pasando unas horas en compañía de ese hombre entonces mucho menos conocido de lo que luego sería. Fue valiente José Antonio, de eso estoy seguro al menos.

Durante años desfiló por esa plaza mayor en la que yo caminaba todos los veranos, entraba en las casas, se paseaba por la tasca del pueblo y charlaba con las gentes  que se encontraba a su paso. Tenía ese don de llegar al mocerío, ese interés sincero por los ancianos y sus vidas, conocía su tierra de primera mano y siempre agradeció a  este pequeño pueblo, a Jorcas, el haberle permitido cantar cuando entonces todo eran dificultades.

Después su éxito creció, llegó a dejar temporalmente su plaza de profesor de historia en un instituto y, sin embargo, regresaba a la Sierra de Gúdar, volvía cada verano a ese lugar al que dedicó una hermosa canción sobre un atardecer nublado y una mujer que lo miraba cantar entre los rostros del público.

Unos días después de la muerte de Labordeta, mi padre me dijo que la primera vez que actuó en Jorcas, lo hizo subido en un remolque improvisado envuelto en la bandera cuatribarrada de la corona de Aragón. Hace unas horas descubrí la fotografía en un periódico aragonés y ese detalle que mi viejo reveló me llenó de orgullo. Todavía hoy en día, en el transcurso de las fiestas de la Virgen de Agosto, fiestas que ya nada tienen que ver con aquellas de los años setenta y las primeras de los ochenta, en la fachada lateral del ayuntamiento puede leerse esa frase memorable de una de su canciones: Esta tierra es Aragón.

De niño aprendí muchas de su letras y aún hoy en día sigo recordándolas: Somos, Esta tierra es Aragón, Arremojate la tripa, el Himno a la libertad, Banderas rotas. Labordeta fue esencial en el aquel proceso de aprendizaje, más que nada porque había sido importante para todos los que me rodeaban, y el recuerdo de niño poseía una admiración y un afecto inolvidable. Tenía esa dignidad compleja de definir, esa mirada serena y plácida que rara vez se agachaba. Recuerdo su sonrisa, incluso siendo muy niño la recuerdo, esa sonrisa entre los bigotazos, esos gestos que luego extendió de pueblo en pueblo en aquel maravilloso programa Un país en la mochila. Años más tarde descubrí que era un lector empedernido de poesía, que además ejercía de poeta de tanto en tanto, algo previsible oyendo sus letras.

Cuando se transformó en un personaje afamado de la televisión me pareció que aquel quizá era otro José Antonio Labordeta, hasta que un viejo conocido de un pueblo cercano, miembro de la Chunta Aragonesista, el partido fundado entre otros por el cantante, me informó una tarde de los esfuerzos personales de este hombretón, maño inconfundible, por poner en el mapa a su comunidad, su empeño por batallar en esa infausta legislatura de comienzos de los noventa contra la intolerancia , la prepotencia y el vacío, el ingente trabajo realizado junto a su gente para convertir a la Chunta Aragonesista en un partido clave de la región y alcanzar esa posición de bisagra necesaria para influir  en muchas alcaldías o en el propio gobierno de la comunidad.

He leído tantas cosas en los periódicos tras su muerte que me han recordado su proverbial bondad. Muchas tardes me senté frente al televisor en otra época de mi vida simplemente para sentir esa humanidad contagiosa en sus paseos por los rincones de España, y lo hacía porque necesitaba otro discurso a mi alrededor, otra actitud, aunque fuera en las forzadas representaciones del fraudulento mundo televisivo, incluso a pesar de las críticas de algunos maliciosos que denunciaban cierta falta de espontaneidad en sus actitudes o que insistían sin posibilidad de saberlo en que preparaba como si se tratase de un actor cada uno de sus encuentros con los lugareños. Para mí seguía siendo el mismo tipo sencillo y afable que caminó tantas veces por el antiguo empedrado de Jorcas, el mismo hombre campechano y cercano que se colgaba la guitarra al hombro y desafiaba las tormentas de verano encaramado al escenario que desde aquel viejo remolque oxidado terminó por alcanzar un rango digno, tablado de madera y hierro, con una altura suficiente para ese aragonés ilustre.

Ayer mismo me adentré en You Tube buscando imágenes del viejo profesor. Entre las grabaciones guardadas encontré un concierto multitudinaria de Labordeta. Finalizaba la actuación anunciando como despedida El Himno a la libertad. Se trataba de un recital reciente, ya alejado del origen de aquellos versos que alimentaron la ilusión de mi madre en 1975 y de los conciertos en la plaza de Jorcas en los que tantas veces le oí cantar esa canción. Me emocionó volver  a escuchar esa melodía, el viejo Labordeta con escasos cabellos canosos, las ojeras oscuras bajo las cejas pobladas, el gesto adusto y solemne, ciertas arrugas, con sus sempiternas gafas ovaladas y su bigote blanco, entonaba de nuevo esa hermosa letra que tal vez no sería aconsejable olvidar, porque no se hizo contra el franquismo solamente, sino a favor de toda la libertad que diariamente, en cualquier parte del mundo, en cualquier democracia imperfecta, tiranía o infierno que podamos imaginar, nos quitan, nos devoran, nos comen sin que podamos alzar la voz o responder mordiendo. Tchebe entró en ese momento en la habitación y le dije que escuchara esa canción que conocía, que viera las imágenes a mi lado. Lo sucedido después volvió a reafirmarme en algunas ideas sobre esa bella trova y ese hombre fascinante. Una francesa sin raíces españolas, que llegó aquí, a este país canalla, en 1994, escuchaba esa melodía con los labios temblorosos y el rostro demudado, y entonces me acordé del año 1999, si no me equivoco el penúltimo verano en el que Labordeta pasó por Jorcas con su guitarra y su vozarrón. Fue una despedida quizá inconsciente de la que ahora me doy cuenta. La fatiga se aproximaba, y aunque tardó en llegar aún, debimos interpretar aquel regreso como el inicio de un adiós. José Antonio Labordeta vino a tocar a esa plaza en la que había cantado durante más de una década para despedirse de una de las personas de aquella antigua comisión que había muerto joven y en circunstancias desgraciadas, alguien a quien deseaba homenajear en el lugar donde se conocieron, un pueblo en el que en aquellos setenta mediados forjó de alguna manera su carrera pese a las dificultades, un rincón perdido en el mundo donde entonó el Himno a la libertad y vivió esa presunta detención, esa alegría inmensa, ese sentimiento extraordinario que mi madre me revelara muchos años después.

Ese año pasaba el  verano en compañía de Tchebe y de una vieja amiga suya, Coco. Les había hablado tanto de  Labordeta que tenía cierto temor al concierto, tarde de sábado que amenazaba lluvias, cuando ya las fiestas patronales se habían convertido en excursiones alcohólicas y puramente lúdicas, sin aquellas antigua intención cultural, inquieta y rebelde en cierta manera. Los años habían transcurrido, España era por entonces ya un país supuestamente rico a nuestros ojos, los cantos a favor de la libertad habían perdido fuerza amortiguados por el fluir del dinero, la vida se adormilaba en un paulatino proceso de aburguesamiento consumista y cutre, antiguo, demasiado obvio y obsceno frente a nuestra vecina Francia y a la Europa de primer orden. El tiempo nos dio la razón a los incrédulos desgraciadamente, y lo peor es que quizá nos la siga dando a nuestro pesar, pero ese es otro cantar y no quiero ser agorero. Escuchar a Labordeta tantos años después, situarlo en el mismo escenario no ya con los ojos de aquel niño impresionado, sino con la mirada del joven a punto de inclinarse ante la bestialidad del mundo, susurrando de reojo la vieja rebeldía y aceptando las convenciones y la mediocridad a la fuerza, suponía para mí un reto, contemplar cómo todo había ido cambiando al paso de mi derrota, y tener eso ojos franceses a mi lado me provocaban una ligera tensión, como si Labordeta fuera mi padre o yo mismo, y yo respondiera con mi dignidad de su música.

Estoy viendo su corpachón y esa mirada franca, la guitarra colgada de un cinta sobre el hombro y sus dedos gordezuelos rasgando las cuerdas. Pienso en la extraña sensación que se produjo, con la amenaza de tormenta veraniega una vez más sobre las cabezas de los espectadores, repitiendo aquella vieja maldición de los nostálgicos. Qué demonios tenía ese hombre para que todos guardaran silencio en esa plaza siempre bulliciosa en fiestas, para que las miradas quedasen fijas en él, en su guitarra agarrada como un martillo, en su paso algo torpe por el escenario. Era la antítesis de la rock and roll star y sin embargo su dignidad provocaba ese silencio inmenso cargado de respeto. Cuando casi una hora después de comenzar el recital rascó las cuerdas con esos acordes y cantó El himno de la libertad, la expresión de Tchebe contuvo una emoción que a la fuerza tenía que ser ajena al origen de su letra y su intención de aquellos años setenta mediados, y no obstante le estaba diciendo a gritos algo, estaba apelando a su dignidad, y lo mismo le sucedía  a Coco, que chapurreaba español con un acento terrible y con la boca abierta oía ese toque de guitarra basto y poco virtuoso, esa voz profunda que parecía llegar  de las rocas de la pedriza, de la seca piedra caliza de las Peñaroyas como un eco de otro tiempo. Incluso Esta tierra es Aragón quedo en el tarareo gabacho al menos unas semanas después de aquellas largas vacaciones inolvidables.   Supongo que el estío del año 99 fue memorable en aquel recorrido feliz por el Maestrazgo y las sierras de Teruel, Javalambre y Gúdar, por los baños desnudos en esos ríos de aguas heladas y los paseos despreocupados, por esas fiestas patronales deliciosas que aún entonces guardaban alguna esencia del tiempo perdido y su origen, o quizá todavía la guarden para el  mundo aunque yo ya no lo vea, pero de todas aquellas semanas, de la tristeza de nuestra vieja amiga Coco por entonces y  la memoria fértil de Tchebe, 1999 quedó encuadrado en esa hermosa tarde de música y poesía que nos regaló José Antonio Labordeta un 14 de agosto, como un eco memorable de la dignidad humana reflejada en el rostro de ese hombre y de todos los poetas, algo que les hacía pensar a las dos en Brel y en Brassens, en el viejo Moustaki, en Leo Ferré o en Aragón. Coco se rió a carcajadas con la historia del mono y el Juez que Labordeta contó a mitad de concierto con la sonrisa en los labios. Se la oí en otros conciertos pero no me importó.

Once años después, hace apenas unos días, cuando Tchebe volvió a escuchar el Himno a la libertad sabiendo que Labordeta había muerto, sus ojos se llenaron de lágrimas, las mismas lagrimas que inundaron el corazón de mi madre tantos años atrás, la misma sensación de hermandad y rebelión que siempre sentimos en el Aragón desierto de sierras escarpadas y secas, de pueblo vacíos y soledades dignas, esa esencia que Labordeta, de puro amor, siempre expresó en todas partes como si fuera un embajador sin título de una tierra que amaba.

Años más tarde vendría la televisión y sus espectaculares legislaturas en el parlamento. Se hizo aún más famoso, no sólo en el entorno antifranquista de  los setenta o en ese Aragón que siempre lo tuvo presente, sino para toda España. Fue memorable aquel momento democrático en el que ante el pataleo y la burla incesante de aquel partido popular en mayoría absoluta y con el rumbo atrofiado, que boicoteaba su intervención mientras intentaba una y otra vez hablar, su cabreo ante aquel simulacro de congreso, propició su enfado airado, ese a la mierda ante los insistentes gracioso para dar la vuelta al mundo catódico de la noche a la mañana. Quizá demasiado  poco para un luchador de su envergadura, pero lo cierto es que su figura creció, y lo hizo alejada del exabrupto de esa tarde ruidosa. Lo hizo con sus textos de beduino en el congreso y con su literatura, con sus libros de poemas, con todas esas canciones que nos fue dejando a lo largo de tantas décadas.

Ahora, a veces Tchebe canta El himno a libertad a Mateo y tratamos de que posea ese sentido universal y eterno que igual valdría para Aragón o la España del franquismo, para la Cuba de Castro o frente a los sucios tejemanejes de la extrema derecha norteamericana, para los especuladores del populismo barato y falso, o para los aprovechados y los corruptos de las democracias vencedoras, para los tiranos de tantos y tantos países,  hecha para todos esos seres humanos que por alguna razón sienten o puedan llegar a sentir que su libertad queda coartada por el ruido ensordecedor de la estupidez, la maldad o la historia de los vencedores. Otras entona los conmovedores versos de Banderas rotas, de todas esas banderas que como las suyas y las de otros muchos antes, y tristemente como las que se quebrarán en el futuro en el incierto devenir del mundo, se alzaron entusiastas para quedar rotas por la vida.

Me cuentan que en algunas de sus reuniones con parlamentarios, silenciosas y  discretas, logró unificar a gentes de ideas y mundos opuestos, que hasta el infausto Jiménez Losantos le hizo un hermosa necrológica en su inefable programa de nada y miseria, y que en más de una ocasión mentó en público que el abuelo le ofreció la posibilidad de leer y gratis a la mayoría de los escritores latinoamericanos del boom; que aquellos que compartieron sus ideas en Aragón se citaron con todos los demás en esa capilla ardiente en la que 65.000 personas dejaron sus huellas y el cariño hacia un hombre irrepetible que siempre quiso ser recordado como un árbol caído, como un pájaro herido, como un hombre sin más.

Un viejo amigo de mi padre que asistió hace algo más de un año a uno de sus últimos conciertos en Teruel, le contó que, en una conversación posterior al recital, Labordeta expresó ante un grupo de personas cercanas las ganas que tenía de volver a Jorcas a cantar antes de que todo desapareciera, como si el círculo de aquellos comienzos ilusionantes, aquellos años en la ciudad de Teruel en los que animó e hizo revivir la triste vida cultural de una capital de provincias pequeña y aburrida, algo que fijó su destino en medio de la casualidad para empujarle junto a su voluntad y su bondad hacia lo que luego terminó por convertirse, tuviera que cerrarse en el pequeño pueblo que vio nacer a buena parte de mis antepasados, ese lugar en el que tantas veces fui feliz.

No volví a  verlo en vivo después del año 1999, y eso que en mi primera y fallida novela sobre la educación escribí un capítulo acerca de esa noche en la que acabó en el cuartelillo entre los verso del Himno a la libertad y esa joven y esperanzada comisión de fiestas, tal vez porque su presencia siempre fue importante incluso cuando me alejaba de sus pasos tozudo, envuelto en mi vida maldita y en mis deslices autodestructivos.

Los tiempos cambian pero él me hacía pensar que algo podía quedar de toda esta velocidad ciega, era como si saber que al abuelo estaba vivo me diera tranquilidad, me ayudara a situar las cosas de la existencia en su justo lugar. Ahora siento algo más de de orfandad, y quiero recordar sus paseos por las calles de Jorcas, su voz llenando el vacío en aquella sierra pelada y en extinción que durante los  estíos recuperaba la magia de otro tiempo habitado, su guitarra colgando del hombro, su sonrisa a  los  muchachos en los que tanto confiaba, sus trayectos por los pueblos de España con una mochila a cuestas y ese a la mierda que en verdad representaba a una mayoría de la ciudadanía española en ese momento harta de mentiras y manipulaciones, de prepotencia y cinismo. Me quedo con esa frase que solía decir en público y en privado, como si no hubiera diferencia en el ámbito de una y otra existencia, que se sentía un extraño entre parlamentarios, que no servía para ser diputado porque siempre trataba de decir la verdad.

A mi padre le queda un compadre menos y a mí me desaparece un tío abuelo que adoraba. Nací en Valencia y sin embargo siempre sentí como propia a esa tierra aragonesa tan sobria y resistente. Hoy en día, ante la realidad de la Comunidad Valenciana siento un irreprimible deseo de adquirir la nacionalidad aragonesa para alejarme de todos los Gürtel y sus secuaces, de la maligna influencia del endiosamiento y la soberbia, de la triste corrupción aplaudida, o de ese ruidoso circuito de Fórmula 1 que ensordece las miserias de la capital del Turia. Esta ciudad, como dice Tchebe, ya no es lo que era, ya no guarda casi nada de lo que fue. Tal vez sea el momento de convertirnos en sobrios aragoneses, y Labordeta siempre será una de esas razones que justifican el cambio hasta que haya una posibilidad de regresar -porque regresaremos-, quizá porque en aquel Viento niebla polvo y sol, y donde hay agua una huerta, y al norte los pirineos, en esos límites que siempre fueron Aragón, encontré la calida sencillez de un pueblo austero y silencioso, a veces modesto hasta la exasperación, o incluso distante a ojos superficiales, que de alguna forma se apoderó de mí para reflejarme donde se hallaba mi verdadera tierra.

Su lista de acompañantes, amigos y compañeros de viaje es inmensa, tantos que en los homenajes acontecidos tras su muerte los nombres se me arremolinan inasibles y me cuesta desentrañarlos, gentes con las que cantó, personas a las que acompañó o le acompañaron en cientos de causas y actos sociales, muchas  personalidades famosas de la canción y la política, otras anónimas que como yo siempre mantuvieron esa memoria hermosa, esa agradable anécdota resguardada en el baúl de los recuerdos, una vida de diferentes caras y prismas, unidos siempre bajo una misma personalidad arrolladora y solemne, sincera y llana como pocas, que hizo de Aragón su bandera y de la libertad una lucha constante, obcecada y terrible. Miro entrevistas, leo palabras sobre él, artículos, textos  biográficos y necrológicas emocionadas, y siempre me queda esa misma sensación de haber conocido a la misma persona, ese rostro familiar, esa sonrisa cercana y afable.

Ayer domingo luminoso en la sierra, Lucía, una vieja amiga de José Antonio Labordeta desde sus comienzos en los años setenta, que estuvo en el homenaje principal que se celebró al día siguiente de su muerte en Zaragoza , enumeró algunas de sus anécdotas memorables que compartió a su lado con el rostro solemne, y de repente, a todos los que estábamos a su lado nos contagió esa tristeza y esa alegría irremediable que desprendían sus palabras. De alguna forma algo de él continua vivo en el silencio de esas calles que anochecen en cuanto llega el otoño y se preparan para la dura soledad del invierno. Lo bueno es que en el estrépito del verano, entre esos niños que el 15 de agosto de todos los años alboroten en la plaza, o junto a esos  muchachos ideando el amor entre los ramajes del río, o con esos que charlan sobre la roca, con los que beben sus primeras cervezas escondidos en los portales, junto a eso ancianos que con los años a cuestas cuidan apacibles de los huertos de las veredas del río, frente a la iglesia del siglo XVII o a lado de la Ermita de San José, quizá al final del camino de las Palomas, donde antaño en fiestas se alineaban los coches formando un par de kilómetros de cola a cada lado, junto al ayuntamiento donde siempre rezará ese lema de Esta tierra es Aragón, entre los matojos de secano de la Pedriza o en el tejado de los pajares agujereados, en la tasca de piedra con sus bancos de madera, en los chorros del Gamellón o en la corona de la Muela, cuando lleguen las tormentas del atardecer y el trueno ahogue el fragor de la vida, quizá se oiga entre los cientos de fantasmas de la historia allí reunidos esa guitarra bronca y sonora, la risa contagiosa y la mirada serena, los acordes del viejo himno, la ilusión de levantar alguna bandera que perdure, algún canto perdido que nos diga de dónde venimos y a donde, tal vez, deberíamos ir.

Va por usted, Don José Antonio, para que se arremoje la tripa en cuanto llegue la calor, para que veamos un horizonte hermoso que ponga libertad, para que nada de lo esencial muera y evitar preguntarnos aquello que usted rezaba de vez en cuando: a veces me pregunto que hago yo aquí.

Rosana-Banderas Rotas


Biografía

José Antonio Labordeta nació en Zaragoza en marzo de 1935, fue cantautor, escritor, poeta y político. Editó 16 discos aunque él siempre reconoció que le costó años saber el número exacto. Dice no saber donde se hallan la mayor parte de los manuscritos de sus obras literarias. Murió en Zaragoza, el 19 de septiembre de 2010. A su homenaje asistieron 65.000. personas.

Discografía

 

 

Andros II

1968

Cantar y callar (EP, discolibro en la edición de Fuendetodos)

1971

Cantar y callar (LP)

1974

Tiempo de espera

1975

Cantes de la tierra adentro

1976

Labordeta en directo

1977

Que no amanece por nada

1978

Cantata para un país

1979

Las cuatro estaciones

1981

Qué queda de ti, qué queda de mí

1984

Aguantando el temporal

1985

Qué vamos a hacer

1987

Trilce

1989

Tú, yo y los demás

1991

Canciones de amor

1993

Recuento (Labordeta en directo)

1995

Paisajes

1997

30 canciones en la mochila

2001

Con la voz a cuestas (discolibro de poemas y canciones propios y de otros autores)

2001

Vayatrés

2009

Bibliografía

 

 

 

Sucede el pensamiento

1959

poesía

Las Sonatas

1965

poesía

Mediometro

1970

cuento, incluido en Papeles de Son Armadans

Cantar y callar

1971

poesía

Treinta y cinco veces uno

1972

poesía

Tribulatorio

1973

poesía

Cada cual que aprenda su juego

1974

dos relatos breves

Poemas y canciones

1976

antología

Método de lectura

1980

poesía

Con la voz a cuestas

1982

memorias

Aragón en la mochila

1983

libro de viajes

Jardín de la memoria

1985

poesía

El comité

1986

novela

Diario de náufrago

1988

poesía

Mitologías de mamá

1992

novela

Los amigos contados

1994

memorias, escritos varios

Monegros

1994

poesía

Un país en la mochila

1995

libro de viajes

Tierra sin mar

1995

ensayo

Banderas rotas

2001

memorias, ensayo

Dulce sabor de días agrestes

2003

antología poética

Cuentos de San Cayetano

2004

cuentos

En el remolino

2007

novela

Memorias de un beduino en el Congreso de los Diputados

2008

memorias

Regular, gracias a Dios. Memorias compartidas

2010

memoria


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