Todos los veranos una casa para alquilar o prestada por algún amigo. Siempre casa de otros. Los verano cálidos, a menudo bochornosos, incluso aquel año en que vivieron una semana en la casa-barco de Berna. Siempre una casa que ocupar, buscando la señal que les indicase que ese era el lugar. A principios de los años noventa empezaron a viajar juntos con cierta frecuencia, disponían de dinero y aprovechaban las vacaciones a conciencia, la mayor parte de las veces los dos solos. El resto del año podía ser para compartir con los amigos y la familia pero ese periodo de tres semanas estivales era de ellos. Nada de hoteles, sólo casas, fuera el país que fuese al que se desplazaban querían una casa, un espacio que tuviera esencia de hogar. En Marraquesch cambiaron el lujoso Riad que habían alquilado desde Francia por la sencilla razón de que era un alojamiento sin personalidad para turistas no una casa. Deseaban ocupar hogares, viviendas que pocos meses antes al menos hubiesen sido habitadas por sus propietarios o inquilinos.
Cuando en internet descubrieron páginas de intercambio de alojamientos para el verano se inscribieron convencidos. Era la perfección dejar tu casa a otros que te prestaban a miles de kilómetros la suya. Ese era uno de los mayores placeres de cualquier viaje y solían decirlo. El amplio piso de doscientos metros cuadrados en Praga. La hermosa casa con viñedos y campos de lavanda cerca de Aix en Provence. El pequeño palacete en las afueras de Florencia. La acogedora casita de pescadores en Creta. Eran viviendas de otros, donde quedaban objetos, enseres, cubiertos y mantelerías, colgaban cuadros en las paredes, había libros, cajones con secretos, manchas en el suelo que recordaban la vida que allí existió, olores, recuerdos de otros, fotografías y películas. Habitar esas casas por un tiempo, lo suficiente como para aprender algo de esas vidas con las que se cruzaban. Adentrarse en esa intimidad que les permitía imaginar cómo vivían el resto del año esas gentes, sus posibilidades económicas, su vida cotidiana, la sexual, la existencia corriente.
No podría explicar cuando empezó todo, por qué ese imperioso deseo de adentrarse en las casas de los demás ha perdurado hasta ahora. Un verano más, y ya van veinte si no falla la cuenta: otra casa les aguarda. Ahora viene el pequeño Julien y la perra Duna, pero el impulso es el mismo.
Él quiere que algo de aquellas primeras veces regrese. La unión es mayor si cabe: el niño que sonríe, el niño de rostro hermoso, que posee los labios de ella, los ojos de él, unas facciones propias que recuerdan a ambos, a la hermana de él y a su madre, al padre de ella y a ella mismo. Esa carita con hoyuelos que se agita con la sonrisa, que expresa todo cuanto es en su alegría.
La noche anterior trasnochó. En verano suele ser así. Algunas visitas que alargan el periodo estival y sus veladas calurosas e insomnes. El vino tinto, cierta distensión y el alivio del trabajo constante. Los años transcurren veloces, no es como en aquel cuento que él escribió hace mucho, ese de una pareja que conforme avanzaba en su relación y se adentraba en las obligaciones de la vida adulta dejaba de verse, y tan sólo lograba comunicarse a través de mensajes, post-it fijados en el blanco lechoso de la nevera, migajas en la mesa del salón, en la cocina, pero el tiempo pasa demasiado veloz, crece como el niño, como Julien, que mira con curiosidad a sus padres, los examina, vislumbra en los pasos inconscientes de la existencia quiénes son.
Sabe que van a otra casa. A él le gusta eso, dormir en sitios distintos, en habitaciones desconocidas. Se acostumbró desde bebé. A los seis meses había subido en avión, antes de cumplir un año en barco y en tren. Cuando le preguntan cuántas casas tiene, Julien responde con su vocecita que muchas. Enumera la casa de la sierra de Madrid, la de los abuelos paternos; la casa de Frejus de los abuelos maternos, la de Lyon, donde viven todo el año; el piso en Madrid, la casita de la montaña que compraron hace ya unos años; también viviendas de amigos a los que visitan de vez en cuando: Manuel y Sara, en el pueblo, junto a los lagos, el piso de Eduardo en Almansa, que tanto le gusta por la funda de leopardo que tiene el sillón y por Luna, la perra del viejo amigo de la familia. Recuerda alguno de los lugares en los que en los últimos cinco años, desde que nació, pasaron al menos una semana. Habla de la piscina en Denia, donde se alojaron hace un par de años, un agradable mes de agosto, en compañía de dos familias francesas, amistades de mamá, con cinco niños algo mayores que él, con Junot, a quien admiró desde el primer día por sus chapuzones osados en la piscina, por sus bravatas de niño a punto de adentrarse en la adolescencia. Ha heredado ese mismo gusto por las casas de otros, así que esa mañana en la que bajan los trastos por las escaleras, las maletas y los bolsos, esta contento. Sus padres se lo han dicho.
-Julien, cambiamos de casa tres semanas.
Tres exactamente. Una nueva casa que en las fotos carece de brillo pero tiene piscina. En la región vive Silena, una niña de su edad a la que ha visto desde que nació al menos cuatro o cinco veces al año. Mira todo lo que le rodea de un modo conmovedor el pequeño. Siente esa alegría del viaje, ese adentrarse en la existencia de otra forma.
-Papa no trabaja hoy ni mañana.-Afirma feliz. Sabe que estará disponible a todas horas, incluso aunque se ponga a escribir por la mañana él caminará hasta el rincón que elija y conseguirá que le haga caso.
Él piensa que no puede vivir una nueva decepción. Necesita de la sensualidad de esa existencia, comprende que no puede ser igual que antes, pero en silencio, mientras arranca el coche para ponerse en camino, piensa con insistencia en ello, en recuperar algo de esa antigua vida, tal vez no lo externo o lo superficial, sino esa ilusión de la sensualidad, de la existencia física, de la expectación nocturna y en cierto modo exhibicionista. Unos días atrás le reprochó que buscase vacaciones llenas de compañía cercana y no la antigua soledad de sus viajes.
-Tienes miedo de mí…
-No digas tonterías.- Respondió ella.- Pienso en Julien, en que se divierta con otros niños… al fin y al cabo no quisiste tener más, por lo menos hagamos feliz a este…
Pero falta ese brillo, esa interacción con el deseo que alimenta la durabilidad de cualquier pareja. A veces piensa que algo ha muerto en él. Y ella hace tiempo que aprovecha el tiempo sin contar con su presencia. Mira de reojo a su marido girar el volante hacia la izquierda para enfilar la avenida. Todavía es un hombre atractivo, puede que más que antes, pero ella necesita esa dureza de lo masculino, no su suave feminidad que a simple vista pudiera resultar adecuada para cualquier mujer pero no sacia su ansia de ser poseída, porque al final ella pronuncia a solas esa condición, ser poseída, con un estremecimiento en los labios y ese particular brillo delator en los ojos.
No hace ni tres días tuvo entre sus manos el sexo endurecido de otro hombre. Sostuvo la polla enhiesta y gruesa y dejó escapar un gemido de gozo. Sintió ese sexo que había acariciado dentro. Sabe elegir a sus amantes. Reconoce en los rostros masculinos esa fiereza que hace apasionante el sexo, como lo fue con él al principio. Cierra los ojos mientras Julien pide agua. Ella no contesta. Esta extasiada sintiendo en su piel la aspereza de unas manos masculinas. Casi siente por un instante como el falo tratar de horadar su vagina.
-En marcha.
-En marcha.- Repite el pequeño.- Quiero agua mamá…
Este año han elegido un pueblo a unos trescientos cincuenta kilómetros de la ciudad en la que viven. Tal vez una casa menos aislada que la de los últimos veranos, sin saber exactamente la razón. Se pusieron de acuerdo desde el principio con el lugar, una vez quedó descartada la idea de alquilar el mismo chalet que unos seis años atrás disfrutaron en las Alpujarras. Ella comprendió que tal vez esa fue la última vez en la que de verdad trataron de salvar el matrimonio sin necesidad del pequeño Julien ni de la inercia de la existencia, sino como una apuesta convencida para intentar recuperar aquello que habían perdido. Ni siquiera imaginaban por entonces que tendrían un niño. Él había comenzado a escribir textos por encargo. Por primer vez en casi diez años volvía a aceptar hacer pública su literatura. Tenía que leer Nuestro hogar es Auschwitz de Tadeus Borowski. Eran sus dos prioridades, escribir sobre ese libro y tratar de recuperar esa parte del deseo machacado por los años de convivencia, las separaciones dolorosas y la vida en sordina.
Pero fue imposible volver a Granada. La casa que alquilaron había triplicado el precio que pagaron seis años antes, y las temperaturas del mes de agosto -la otra vez llegaron a finales de junio- podían alcanzar en esa zona los cuarenta grados casi todos los días. Tuvieron que cambiar los planes. Ella tal vez no deseaba volver a ese lugar, como si su vida posterior hubiese borrado definitivamente todo aquello y no quisiera revivirlo, ni siquiera intentarlo.
Este año algo se ha transformado en ella. Desea una sensualidad ajena a el. No es sólo evitarlo, o alejarse de su cuerpo cuando se aproxima, aferrándose con todas sus fuerzas al pequeño Julien, sino realmente arrancarlo de su propia sensualidad. Ha descubierto de nuevo el placer y la violencia de la masculinidad desconocida, anónima. La belleza de los cuerpos que no se aman y que solo se exprimen. La gozosa obscenidad de entregar su sexo sin miramientos a cualquier hombre que le atraiga sexualmente, que le parezca capaz de permitirle imaginar que será lo suficientemente osado para desearla y poseerla.
Él no le hace falta para eso, en su marido busca otra cosa, y se lo ha dicho a sí misma muchas veces, conforme el remordimiento sufrido tras los primeros encuentros sexuales esporádicos fue desapareciendo. No busca amor, eso lo tiene con el pequeño Julien, incluso con el marido a pesar de la distancia que de alguna forma él ha comenzado a establecer entre ambos, una distancia física, profundamente física, pero que alarga sus efectos hacia la totalidad de la relación.
Ella busca que el deseo surja animal y desnudo, que sea compartido. No quiere otra inteligencia que la del amante apasionado y hambriento. Que la deseen por su cuerpo y el placer que puede dar ese cuerpo única y exclusivamente, y no por otra razón. Y luego no saber nada, salir de ese hotel, de ese dormitorio, y olvidar el rostro y el nombre si es que se ha pronunciado, quedarse con las imágenes de la sexualidad. Su cuerpo que comienza a envejecer pero mantiene todavía un estado envidiable, delgado y afilado, las nalgas endurecidas por el ejercicio, los pechos más grandes desde que pariera, los muslos firmes y la piel suave.
Si durante años mantuvo una cierta asexualidad consciente, sin hacer el amor más que tres o cuatro veces en trescientos sesenta y cinco días, sin masturbaciones escondidas ni deseos turbios, en los últimos ocho meses algo se ha despertado en ella de un modo ansioso, terrible. Le recuerda a ese instante en que todo su ser le exigió procrear, quedarse embarazada, una llamada intensa y poderosa que amplió sus caderas, hizo más acogedor su sexo, la empujó sin remedio a buscar que su marido la colmara de semen para dar la vida. A sus cuarenta y dos años una nueva etapa que le recuerda a lejanos días de su juventud, cuando estudiaba en la Sorbona de Paris, la obliga a buscar ser saciada. No termina de entender el porqué. La razón de asumir ese riesgo, siendo madre, esposa, mujer ejemplar, por qué aferrarse a esa caza tan masculina, y sólo contempla una especie de venganza, no contra el marido ni contra nadie en concreto, sino un grito de rabia, de siglos de mujeres a su espalda mutiladas psicológicamente e incapacitadas para el placer. También el goce la empuja, el goce que anticipa y la conmueve y la estremece. El goce entre los brazos de un hombre.
No podría explicar la transformación racionalmente, ni su premura, a lo sumo ha contado impresiones superficiales a su vieja amiga Carla, le ha dicho que necesitaba otra cosa antes de envejecer, pero tampoco cree que sea eso, que esa actitud es más bien cosa de hombres, hombres que se asoman a la decadencia y atisban la posibilidad de seguir inseminando para siempre mujeres. No puede sostener que su afán responda a ese aproximarse a la vida de nuevo antes de que la decrepitud invada sus células y arruine la carne.
Ha tomado a Carla como testigo y como coartada. Salidas nocturnas que siempre justifica su vieja amiga del instituto. Muchas veces, las dos juntas, como si estuviesen poseídas por el mismo deseo, intercambiaban horas con otros hombres. Se protegían, se cubrían en toda circunstancia. Él no puede sospechar ni por asomo de esa relación alargada en el tiempo, esa amistad que conoce y sabe sólida y frecuente. Las dos, en esa cuarentena que casi parece masculina, no quieren amor.
Eso le habría sorprendido caso de saberlo. Mujeres que ya no quieren amor; en el caso de su mujer tal vez porque lo tiene a él; en el de Carla, quizás una batalla contra la soledad empecinada que desde su divorcio dos años atrás planea entre la alegría de la liberación. Más vale sola que mal acompañada, suele decir a menudo. Mujeres sin amor y, sin embargo, embriagadas de deseo, de sexualidad. Pero mientras conduce, él no puede saber hasta qué punto su mujer se adentra en esa realidad perversa. Ni siquiera lo ha imaginado un sólo segundo en esos veinte años juntos. Imposible hacerlo, él, que dice conocer de lleno la identidad femenina, y habla de una sexualidad sentimental en todas ellas, como un dogma de fe. Ante su mujer lo afirma. Delante de esa Sophie fría que no puede consentir hacer el amor sin sentirse al final saciada, saciada de placer, de orgasmos. Placer para eso: tener orgasmos, uno tras otro, hasta quedar exhausta y colmada. A veces, mientras le lame el clítoris ella lo sujeta con fuerza de los cabellos para que no se desvíe y la estremezca de placer más tiempo.
Desde que comenzaran sus salidas sexuales ha descubierto que aquella antigua pasión por el clítoris, esa obsesión que tiñó las dos relaciones más largas de su vida, con Simón primero casi siete años, y posteriormente con Malic, ha desaparecido sin saber por qué. Ahora necesita más bien ser llenada, de otro modo. Sí busca esa explosión de placer final, esos espasmos que la hacen gritar de gozo y agarrar las sábanas con los dedos crispados y estirar el cuello, pero es algo secundario. Su pasión es desde hace un tiempo una afirmación de poder, una seducción que la lleva a querer ser empotrada contra la cama, aplastada por un cuerpo masculino horadando en su interior, sentir una polla gruesa abriendo su carne con la pericia de un amante experto, con ese modo particular y placentero de penetrar que tienen ciertos hombres maduros.
A veces, ha pensado que le diría Malic si la viera así, como se ha visto en tantas ocasiones, reteniendo su propia obscenidad y la de sus amantes, abierta y ebria de placer, en ocasiones reflejada su entrega o su poder en un espejo, ella sobre la cadera de un hombre, agitando los pechos y las caderas hasta provocar el gruñido animal del amante; otras con las piernas entrelazadas en la espalda del otro, gozando del roce continuo, de la bestialidad contenida por la vagina y su vientre, igual que si se aferrara a un salvavidas en medio de un terrible naufragio. Qué pensaría él.
Sophie ha descubierto que adora esa obscenidad, contemplarse así, entregar con la grupa alzada su sexo, sus nalgas, dejarse agasajar, sudar, que los pechos queden después de la agitación embadurnados de saliva, de semen, de esa avaricia masculina, eso le gusta. La vuelven loca los gemidos de placer de cualquier hombre capaz de gozarla, su propio rostro contraído en una mueca dolorosa y rígida que se expande con el placer, con el orgasmo que la quema y la estremece. No sabe desde cuando ama eso por encima de todo, ese delirio de la carne, esa chispa que la lleva a perder la consciencia. A menudo, cuando en un momento apacible piensa en lo que ha hecho, revive esas escenas, siente un ligero rubor, encuentra vergonzoso e inútil semejante esfuerzo físico, hasta que algo la llama, le exige hacerlo, cumplir esos rituales, volver a gozar de esa forma.
Mira a su marido en el retrovisor. Un hombre guapo, incluso es posible que más atractivo que antes, cuando lo conoció. El cuello formado, el mentón todavía duro a pesar de sus cuarenta y tres años; los brazos día a día más fuertes sin saber la razón -ni hace deporte ni falta que le hace, deben ser los nervios constantes, la falta de sueño, la agitación que llena sus gestos, su conversación, sus movimientos corrientes-; la piel tersa, joven todavía. Un hombre que sabe darle placer, siempre fue así, y sin embargo, desde hace un tiempo, no es bastante.
Conduce, sin saber nada, absolutamente nada de lo que ella lleva un tiempo cumpliendo. La infidelidad tácita, el arrojo cornudo que la lleva a esa traición que ella no percibe como tal. Maneja el volante como ha hecho tantas veces, dirigiéndose a una nueva casa, una más de las muchas que han ocupado a lo largo de su vida juntos.
Lo más característico de esa mirada a la belleza de su marido es que está despojada de todo remordimiento. Podría dudar de si esta enamorada o no, aunque cree que sí, que Malic es el hombre de su vida, pero no cuestiona ni por asomo que tenga esa necesidad de salir con Carla y follar con otros hombres. Algo así como afirmar que a él no le gusta la pizza y una vez por semana ella se va a un restaurante a comer pizza sin su compañía. A Sophie, después de darle vueltas al hecho los primeros meses, le resulta algo parecido, aunque el origen sea el silencio acumulado entre ambos, la falta de comprensión después de años viviendo juntos, la comunicación rota en algún punto que les impidió ahondar en aspectos de su vida poco esclarecidos, la ausencia de ese vértigo que enardece a los amantes y los empuja a la osadía, a la ilusión de encontrarse, a la hondura del deseo aprovechado en cualquier parte.
Veinte años de relación son muchos años, demasiadas posibilidades para el rencor, la desilusión y la decadencia, aunque sean personas alegres, lúcidas, capaces de comprender sus emociones, las cosas que suceden a su alrededor. Sophie piensa en esas traiciones sospechadas de años atrás, en los silencios de Malic que tanto daño le hicieron. No quiere odiarlo, borra de un plumazo ese malestar antiguo hasta hacerlo ahora insignificante. No es una venganza sino una vehemencia, una pulsión que palpita en ella y la motiva. Piensa que en algún momento fue necesario ampliar la distancia, alargar la cuerda que les ata a la casa, jugar, divertirse lejos de esos abismos que no son capaces de colmarse uno al otro. También el cansancio y el olvido, nada más y nada menos.
Por un momento quiere afirmar que sí él hubiese llegado a entrar en ese juego tan necesario ahora, si lo hubieran compartido cuando estaban a tiempo, las cosas serían de otro modo. Pero no puede saberlo, es imposible. Tal vez el amor no de para más. Está hecho de la imposibilidad de atrapar al otro por completo, de imágenes falsas acerca de una felicidad estática que nunca tiene en cuenta la oscuridad del ser humano, sus caprichos y veleidades, el paso del tiempo. Ella quiere gritar de repente que todo en el amor está sobrevalorado, que así es como nos engañamos unos a otros, hasta que la realidad rompe el cuento de hadas, pero las cosas no deberían ser así. Sigue queriendo estar con él, compartir una nueva casa, cuidar de Julien a su lado.
Él sí. Malic quiso muchas veces volver a enamorarse otra vez. Primero siempre de ella, recuperar ese deseo por ella y evitar la experiencia de la frustración, la repetida insistencia de la negación y la distancia. Eso quiso y quiere: enamorarse de nuevo. Volver a desear intensamente a alguien de quien está enamorado. Volver a sentir ese vértigo, la distancia entre un roce y un gesto que conduce a la carne, la admiración recibida y la entrega con sólo mirar al otro, la contención y el deseo expulsado. Quiere el amor, todo lo que lo conforma. Amor de pareja, sensual, sexual, afectivo, cómplice, tierno y salvaje a un tiempo. Malic necesita eso. Está convencido desde hace muchos años que entre él y Sophie ha muerto algo, y es ahora, a su edad, cuando comienza a comprender que tal vez es el momento de marcharse.
Aprender a terminar.
Siente desilusión y frustación. Una confianza que se resquebraja cada vez que sueña. Espera un espontáneo recibimiento y al final todo le parecen migajas que ella le entrega para mantenerlo a su lado. Que ella no siente deseo por él, que hace mucho que es así. Quiere comparar como él la mira, y se lo dice, y como ella no le mira. No sabe cuánto la ama, o de qué modo. Hace tiempo que el contacto físico carece de intensidad, que consiste en una repetición y un desahogo. Piensa que les falta la sensualidad del deseo que une a dos amantes, y tampoco se siente con fuerzas para volver a las andadas; salir de caza y llevarse a la boca cualquier presa incauta, follar sin amor y abrazar la antigua y absurda pulsión de la promiscuidad.
Y a veces, muy pocas, ese brillo con ella. Esa noche perturbadora en la que atisba la humedad del sexo de Sophie, que siente como la penetra y el hielo se deshace, y cuando oye sus gemidos piensa que estarán allí para siempre, hasta que suceda precisamente lo habitual al día siguiente, que sea otra frustración, que no haya continuidad. Quiere volver a amar con todo lo que esa palabra significa en la convivencia de una pareja, con todo lo que produce y empuja hacia la vida. Y a poder ser, amar a su mujer.
Piensa mucho en el pequeño Julien y en la imagen que le producirán sus silencios, su extraño sopor, su continua tristeza. La disimula como puede, pero tiene la sensación de que no es bastante. Los niños perciben todo ese lenguaje inconsciente, y aunque no lo comprendan siempre lo perciben y lo asimilan. Él no quiere ser un hombre triste.
Nota en ese instante, mientras sale de la autopista y guarda cola frente a los peajes, como ella lo mira. Su amor. La mujer con la que decidió arrastrar sus huesos media vida. Le viene a la cabeza demasiado a menudo la escena a la orilla del desierto que leyó hace mucho en El cielo protector. Esa pareja trágica hecha a partes iguales de amor y de secretos inconfesables.
El verano empieza triste. Tiene mal sabor de boca, el niño duerme y aunque Sophie lo mira con suma atención apenas a dicho nada en todo el camino.
Se pierden en dos ocasiones al llegar a las inmediaciones del pueblo. Sophie le dice a Malic que aparque mientras en ese instante el pequeño Julius abre los ojos y se despierta de su largo sueño. El sol intenso, mediodía luminoso y deslumbrante en esta región. El calor es bochornoso, de una humedad insufrible. De las axilas de Sophie brotan dos ligeras manchas de humedad que oscurecen la tela de su camiseta roja. Malic suda en abundancia. Las gotas de sudor le brillan en la frente en cuanto sale del coche y se aleja del aire acondicionado tres pasos.
Mira las montañas que envuelven al pueblo. Escucha de refilón, sin perder detalle, la breve conversación telefónica de Sophie con la dueña de la casa. Su mujer repite las instrucciones que le da la otra. Se mueve en círculo, chupando con avaricia un cigarrillo de liar que ha preparado en un santiamén pocos segundos antes de que Malic detuviera el coche. Una hora y media sin nicotina provoca ese afán de los dos por fumar. Malic un Camel y ella tabaco natural.
-Un semáforo a la derecha… gira y coge la carretera que bordea el pueblo hasta llegar al supermercado… se ve… de acuerdo… pasado el supermercado una pequeña ruta en dirección a V., perfecto… el camino de la piscina ahh… está señalizado… una subida, apenas cincuenta metros, sí, y ahí está… muy bien…
A apenas cuatro o cinco minutos del lugar en el que se encuentran.
El pueblo se alza sobre la ladera de la montaña. El núcleo urbano no es demasiado grande pero las urbanizaciones de veraneo surgen como setas a lo largo y ancho del pequeño valle. Malic imagina por un instante cómo debió ser antes el lugar, y como las hileras de hermosos chalets de paredes blancas y cúpulas azuladas fueron ocupando el espacio de los árboles centenarios y los refugios de los animales. Aún así se percibe cierto respeto por el ecosistema. La masificación ha sido comedida, al contrario que en otros lugares. Se percibe la flora mediterránea. Los edificios son bajos, apenas sobresalen de las copas de los árboles y de las rocas que los envuelven como si pretendieran que nadie olvidase el origen, que durante siglos aquella extensión abrupta fue tierra de acogida, de cuevas, con alta vegetación mediterránea, hasta que un grupo de colonos fundaron la población junto al barranco por el que antiguamente debió brotar el agua en abundancia.
Al girar por un camino estrecho de asfalto irregular se encuentran con la portuezuela cerrada y el número indicado en el correo electrónico. Un hombre y una mujer les hacen señales desde el otro lado de la valla. Son una pareja antigua.
-Una nueva casa.- Se dice Sophie mientras sale del coche y observa como se acercan.
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