Ya no creía en la felicidad. Había visto tal cantidad de formas de ser infeliz, y al tiempo conocido tantos falsos remedios para intentar dejar de serlo, explotados por los espabilados y consumidos frenéticamente por los infelices, que realmente ya no era una cuestión de estilo, sino más bien una idea irrenunciable, dolorosa e irrisoria a la vez. Cuántas vidas desperdiciadas por culpa de la felicidad. Cuánto tiempo malgastado intentando restaurar el frágil equilibrio de lo feliz. Por más que se empeñara no iba a creer en ello ni por asomo. Anna K. prefería aceptar lo que sucedía con una suave ironía. La escasa felicidad que había vivido se parecía a otros presuntos destellos de gracia que creyó atisbar en los otros, y por supuesto, las infinitas formas de ser un desgraciado eran tan inabarcables y frecuentes que casi alcanzaban una comprensión esencial de la totalidad de la existencia humana.
Cuando se enteró de que su andrajoso marido se tiraba a la vecina del quinto mientras ella se deslomaba a trabajar de sol a sol en una oficina, esa mujer, que dominaba con soltura cuatro idiomas y hablaba correctamente al menos tres más, que incluso podía chapurrear frases en yiddish o en kurdo, sintió que todo el peso de la infelicidad se situaba sobre su cabeza. La anodina existencia que había llevado hasta ese momento no le había aportado ni felicidad ni infelicidad. Esa constancia reveló varias cosas fundamentales de su biografía. No había sido infeliz en la medida en que tampoco se había sentido feliz. La verdad es que hacía años que no sentía demasiado. Las lágrimas inesperadas muchas tardes de domingo, o ciertas alegrías insignificantes en algunos momentos de todo ese tiempo casada, de esos destinos prefijados, las había vivido sin comprender nada fructífero, sin darse cuenta de nada, como si hubiese estado dormida. Por otro lado, del amor por ese hombre del que se enamoró tanto tiempo atrás no quedaba ni rastro, pero no por el golpe de enterarse que a su desganado marido picha floja se la ponía durísima la tetona del quinto cuando le movía los pechos y las caderas o hacía ruiditos con la goma del tanga y abría la boca como si quisiera engullir un suculento helado de chocolate, sino porque esa terrible imagen, que se le quedó grabada sin remedio desde el primer instante, había despertado un desamor acumulado de años, una distancia que casi le parecía de siglos, un olvido de sí misma, de lo que le unió a él, concienzudo y constante, un vacío antiguo que quedó revelado con aquella creciente infelicidad.
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