Para cualquiera de las maneras que han surgido y que podrían haber determinado la materia y las palabras de este relato, sucede de modo similar a cómo se articula la vida, sus caminos entrelazados de relaciones, infinitos y enrevesados en su aparente insignificancia, que van fijando la biografía, sus lazos y sentidos, sus lógicas inaccesibles y aquellas que, por un instante, a veces tan sólo por unos segundos, nos son reveladas. Porque ahora podría seguir contando lo que mi hermano me dijo unos días después de que la nueva alumna apareciera en el aula del Lycée Jules Froman de Pontarlier hace ya tantos años. El sol primaveral entraba por el amplio ventanal e iluminaba la figura nerviosa de la muchacha, de pie sobre la tarima. Daniel me confesó que la hija del diplomático Devereaux le gustaba, y que había pensado invitarla a tomar unas cervezas en Besançon. Cuando mi hermano del alma y de sangre, sujeto a mí por pactos y experiencias acumuladas desde la infancia, me reveló ese afán, me contó su intención, supe que toda nuestra existencia iba a quedar removida de arriba a abajo, que todo cambiaría en poco tiempo, y él y yo dejaríamos de ser esa especie de totalidad que habíamos sido el uno para el otro. Tuve la percepción de que un final, un camino, una mutación inevitable, estaba teniendo lugar mientras se refería a lo mucho que le fascinaban los labios carnosos y los ojos verdes de la nueva compañera; su cabello enmarañado y largo, la forma de sus senos adivinados bajo la camisa de seda o la elasticidad esbelta de las piernas enfundadas en sus pantalones vaqueros estrechos. Supimos, y ella también, que antes de que sucediera todo, todo había cambiado ya. No era ningún flirteo en ciernes del liceo, ni siquiera un capricho de testosterona adolescente o juvenil, tampoco una inquietud seminal, sexual, sino una modificación de la vida, el fin de la adolescencia.
Pero no deja de haber aquí una teoría literaria. Una forma de contar particular e inasible. Una fase de la historia de la literatura que asoma y se excede, otra que censura y corta de raíz excesivos adjetivos, o demasiado pocos, o aquella lírica frase que intenta alzarse como un caballo desbocado, o esa otra tan corta que apenas late y cierra el deslizar del lenguaje.
En el año 1933, un hombre helado, enfundado en un abrigo de pelo raído y agujereado, intentaba calentarse los dedos en un lugar inhóspito de la Siberia soviética. Nikolái Ivanovich Ashmerin tenía sobre la cama el cuerpo congelado de su mujer, Ivana Asmherina, medio desnudo, rígido como un cubito de hielo, amoratado y pálido. Le había cerrado los ojos dos tardes atrás, o eso creía, pero esa noche los ojos estaban abiertos de par en par, la mandíbula a su vez también, la expresión de la cara estaba desencajada, como si fuera a gritar en cualquier momento. Nikolai no sabía qué hacer con el cuerpo. Era excesivo dejarlo sobre las montañas de nieve cercanas y esperar a que quedase cubierto por completo sin señal alguna. Tenía miedo de hacerlo porque no era algo humano, y porque tal vez alguien podría culparle de esa muerte cuando el deshielo revelara todo lo escondido por la nieve durante el invierno y se agravara su ya penosa condena. Temía encontrarse además con ella meses después, sobre todo si las corrientes no alejaban el cadáver en exceso de la aislada cabaña en la que vivían y el agua hacía surgir el cuerpo putrefacto en la primavera. A pesar del frío y del ligero rastro de hielo del bigote, del temblor del cuerpo estremecido una y otra vez, levantaba con los dedos rígidos una pluma que mojaba en un bote repleto de tinta. De hecho, una semana antes de morir, Ivana le reprochó que hubiese comprado tanta tinta y papel en vez de la comida necesaria para esos meses tan duros del invierno. Y tal vez fuese verdad. Se había equivocado, y sobre la mesa, al lado de esa muerte segura que le esperaba también a él, junto a la muerte cumplida y salvaje que había extirpado el movimiento y el calor de su mujer, había un grueso manuscrito atado con cuerdas y cubierto por raídas capas de piel de vaca, donde estaba depositado todo lo que Nikolai sabía sobre la literatura aprendido a lo largo de una vida intensa. El libro se llamaba Teoría de la narración.
También sabía Nikolai que su caída en desgracia frente al régimen comunista había condenado para siempre cualquier intento de editar ese libro. De repente, mientras escribía que tal vez la literatura fuese un flujo natural del pensamiento humano, que escribía el inconsciente con el control de la razón y la lógica, y corregía el consciente con los prejuicios y la preeminencia del inconsciente inaccesible, notó como una lágrima se deslizaba por su mejilla, se mezclaba con la moquita que le caía, se precipitaba hacia el labio, y colgando de su raquítica y estrecha barbilla, mojaba el suelo de piedra de la cabaña. No sabía exactamente si lloraba por la muerte de su mujer o por la suya próxima, por ambas, o por esas palabras que en medio de aquel frío desolador e insoportable intentaban surgir de sí mismo. Tenía en su cabeza todo lo que había escrito, pero las relaciones entre los conceptos, los libros, con sus recuerdos, requerían de textos que había perdido, ensayos estudiados durante años, referencias exactas a otros autores, a otras corrientes, todo aquello que, desde el inicio de su castigo allí, en esa cabaña, le faltaba. Había pretendido escribir de memoria, pero sabía que para el mundo académico al que había pertenecido durante dos décadas no era posible.
La teoría de la narración se editó cuarenta años después en una pequeña editorial francesa de La Var. Sé que con los años comenzó a gestarse una sociedad secreta en torno a aquel libro misterioso. Se le consideró inspirador de otros insignes teóricos de la literatura como Todorov y su escuela sin que nadie lo mencionase. Su nombre fue borrado. Por aquel entonces, me refiero a la época en la que Helene Deveraux apareció en el aula del Lycée y fue presentada como la nueva compañera que llegaba a mitad de curso, tanto Daniel como yo necesitábamos una mística, un símbolo, una dirección. Recordábamos de memoria aquel párrafo de Nabokov, capitulo IV de Ada o el ardor, sobre la mejor manera de reconstruir el pasado lejano. La sintaxis de Vladimir, a veces enrevesada y barroca, serpenteante, sus requiebros e incisos, sus exageraciones y digresiones inesperadas, nos excitaba. Esa era la palabra que utilizábamos a conciencia en esa edad. Una excitación que todavía nos hacía familiar en la incomprensión la erudita sabiduría que Nabokov nos provocaba con su literatura.
Realicé un experimento no hace mucho con una nueva edición de la novela. Los años habían agudizado la capacidad que tenía como lector para evocar las historias incesantes y maravillosas que se sucedían en Ada o el ardor. Debo decir que el título y su erótica portada fue uno de los acicates principales para que en la librería Paris-Livres de Besançon, ya desaparecida hace bastante años según me cuentan, comprase una edición francesa de los años setenta y a veces junto a Daniel, y otras a solas, llegara a leerla con tanta emoción y fascinación. Al volver a adentrarme en sus páginas por tercera vez, pasadas ya dos décadas, sabedor además de los prejuicios del aprendizaje académico y los numerosos ensayos literarios devorados, conocedor además del papel en la historia de la literatura del siglo XX de monsieur Nabokov, la primeras veinte paginas del libro me provocaron una sensación de rigidez, de rocosa artificiosidad. La exuberante y sensual prosa del maestro había perdido aquel discurrir brillante ante mis ojos, parecía almidonada, ajena a los tiempos, y tardé algunos días de lectura en comprender la razón. Al principio me dije que tal vez yo era un lector experimentado y un escritor tan frecuente y fatigado que los trucos de esa narrativa que de joven nos deslumbró a mi hermano Daniel y a mí ya no me impresionaban. El juicio fue ufano y distante, y la sensación ciertamente desconcertante, casi llena de desasosiego. Lo que recordaba como gran literatura, me ofrecía ahora un texto de otra época, un discreto lamento de una década en la que la literatura tuvo otra importancia y otra fe, y su destino mayor relevancia social e intelectual. Pero al igual que sucede con muchas de las emociones que acontecen en mi existencia, no sólo en el presente, sino tal vez desde siempre, comencé a comprender que quizá el problema no era Nabokov y su novela, tampoco que en los años en los que Vladimir se dedicó de lleno a escribir y concluir semejante obra las letras alcanzaran cierta repercusión impensable en nuestro tiempo, un hecho reseñable que la sociedad aguardaba. Concibo que el lector de los años sesenta o setenta fuese más agudo que el de ahora pero no me pareció una razón suficiente. Llegué a pensar que la literatura en verdad había evolucionado influenciada por la necesidad de aprovechar sus espacios y marcar otros territorios frente a tantos ocios alternativos, hacia derroteros distintos que hacían de aquellos párrafos sublimes leídos en la juventud apenas esbozos de cierto estilo rococó, lúcidos en los detalles y recargados en la expresión. La teoría de la inutilidad del arte de Nabokov me pesaba demasiado. En ese momento empecé a entender que quizá era yo el que había cambiado con los años para mal, que llevaba demasiado leyendo otro tipo de novelas a causa de mis propios ensayos que abastecían discretos mis cuentas bancarias. Me había alejado en verdad de la literatura que amé al principio, no sólo porque la época hubiese transformado la vida, que lo había hecho, sino porque mi yo lector había perdido el gusto por el detalle y el matiz, la fascinación de la frase construida por un impulso artístico, por la belleza del aleteo de una mariposa o la reverberación de la sintaxis que en manos de un autor como Nabokov provocaba reacciones en cadena, entrelazadas y complejas, referencias eruditas interminables para gozar, y una riqueza de significados para las que mi edad adulta, o mi lector adulto, cansado y desilusionado, tal vez incluso vencido por los sueños no cumplidos y los silencios separados de ciertas décadas ya repitiéndose, no lograba disfrutar por igual.
A Nikolai Ashmerin, la desnudez congelada del cuerpo de su mujer, su brillo azulado sobre la cama de la cabaña, le producía emociones encontradas. Su propia muerte estaba cambiando aquellas ideas que sustentaron durante una década La teoría de la narración. Había escrito sobre la sensualidad de la prosa. También sobre el efecto de la muerte en la literatura. Distinguió de repente que todo aquello debía estar entrelazado, pero no lograba escribirlo; las provisiones de comida que quedaban en la cabaña en medio de aquel interminable invierno y el frío intenso que envolvía como un manto de muerte su cuarto provocaban temblores constantes que se unían a los violentos retortijones en el estómago, lo empujaban al desagüe de afuera a expulsar aquel líquido amarillento y doloroso, y a la vez aparecían reacciones imprevistas cuando en medio de la desolación observaba lascivo los muslos de su mujer, y la desnudaba, y contemplaba el sexo cubierto de espeso vello negro, y recordaba el esplendor de esa figura que antes fue cálida, que antes poseyó y quiso ser poseída, y que ahora parecía un maniquí de cera a punto de deshacerse por la congelación. No lograba precisar nada, no se concentraba. Ashmerin, tantos años después de haber leído aquel manuscrito, me vino a la cabeza incluso por encima del Curso de literatura europea de Nabokov a la hora de discernir por qué Ada o el ardor no había comenzado en esa nueva lectura con el mismo sabor intrépido y deslumbrado de la primera. No era lo mismo sentir una erección para Nikolai cuando el cuerpo de su mujer pleno y bronceado surgía del aire cálido en aquella casa de Crimea que alquilaron en 1910, y se acercaba al ventanal del dormitorio desnuda y sonreía, que la mirada terrible, a punto de la muerte, de la misma erección contemplando el cadáver congelado y desvestido sobre la cama empapada.
Cuando comprendí que para releer en condiciones Ada o el ardor debía de alguna forma revivir la vitalidad que había perdido, mantener esa chispa vital o al menos su memoria, cuando fui consciente de que por el camino me había ido muriendo despacio y tal vez era necesario hacer algo para despertar de ese letargo, me di cuenta de que la literatura nunca deja de ser literatura cuando es sólida, cuando posee eso que sí tenía Nabokov en cada párrafo y en cada frase. Lo que en un principio me había resultado incomprensible era un problema mío, una carencia personal, una necesidad de cambiar de vida, de aires, de intentar otra cosa, de recuperar la ilusión que poco a poco se había ido apagando sin remedio en mí. Entonces Van, Ada, Marina, Aqua, Lucette, Blanche, Mlle. Larriviére, Daniel Veen o Demon Veen comenzaron a resplandecer de nuevo como un milagro.
Para empezar a contar esta historia he aguardado un milagro parecido. Además creo que lo he esperado a conciencia, con la misma intuición con la que el desgraciado Nikolai Ivanovich Asmherin intentó que sus ojos devolvieran la vida al cuerpo de su mujer, que aquella imagen del pasado y el presente quedase reflejada en su interminable manuscrito sobre la narración antes de morir. Quizá Vladimir Nabokov lo entendió a su vez.
A eso me refiero, a lo que escribió Nabokov. El modo apropiado… de traer los recuerdos de su infancia realmente significativos para él… que reaparecían en diversos periodos de su adolescencia y de su juventud, era el de verlos en yuxtaposiciones imprevistas que, al reavivar los detalles, vivificaban el conjunto. Esa es la razón de que su primer amor tenga aquí prioridad sobre su primera herida o su primera pesadilla. (Ada o el Ardor. Vladimir Nabokov. Año 1969)
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