Tanger huele a especias y a meado de gato. A té de menta y a agua estancada. También, como una ráfaga fresca e inesperada, a jazmín y a azahar, a mar.
No sé a estas alturas por qué vine a aquí y en el fondo me importa un comino. Si lo supe, he deseado inconscientemente olvidarlo todo. Las cosas fueron así y ya está. No hay que darle más vueltas.
Desde entonces la vida ha cambiado mucho.
Soy consciente de que existe una frontera permeable entre mi mundo interior y el exterior, y cuando se resquebraja porosa y blanda, en esos momentos de la ebriedad o la locura, o en esas explosiones emocionales que me embriagan tan a menudo, la realidad queda después impregnada de una niebla, de un manto inconsolable de tristeza e indiferencia, hasta que todo se iguala en intensidad y vivo por inercia, muchas veces por cobardía. He llegado a pensar que esa es en verdad mi propia identidad: una desolada llanura yerma y silenciosa, tan oscura; un paisaje de Cumbres Borrascosas, de la Siberia de La casa de los muertos. No sabría delimitar con exactitud el lugar de esa frontera o incluso su razón de ser, pero a lo largo de mi existencia, en algunos periodos de desilusión y de inmovilidad espiritual, he tenido la sensación de estar viviendo al otro lado, lejos de mí en cierto modo, en esa irrealidad familiar que, en el momento de ser experimentada, ha ido deshaciendo la consistencia de mis pasos, el sentido de lo que hacía o lo que pensaba, dejando un poso, un rastro difuso que sólo el tiempo posterior, la memoria insistente, tramposa, dotó de sentido.
A veces pienso que he vivido una continua falsificación.
En el viejo Riad de dos alturas se ven los tejados de la Kasbha cuando me asomo a las ventanas del piso superior o desde cualquier lugar de terraza.
Todo era demasiado grande para nosotros, para la vida allí, para mis ojos, y sin embargo solía dirigirme fascinado en otro tiempo hacia el enorme laberinto urbano de calles entrelazadas y recovecos invisibles, de puertas pequeñas y oxidadas, y comerciantes ruidosos que no cesaban de parlotear. Aquel fue el Tanger de Paul Bowles, de los Rolling Stones y de la Beat Generation. Eso pienso. Fue un buen motivo para venir aquí tal vez. De repente murmuro esos nombres aunque a estas alturas sea una estupidez reconocer esa inconsistencia. Creo más bien que fueron los pasos de una mujer, sus mitos y sus decisiones. Qué buscaba una mujer aquí. Eso era. El rastro de un mito femenino reflejado en las líneas imposibles de la ciudad, en la posibilidad incluso de ver España desde la costa, en esos viejos edificios esporádicos de nuestro antiguo imperio ya deshechos, ajados, surgiendo como setas inesperadas entre el fragor de las fincas, en ese rastro hispánico en medio de una urbe árabe. Puede que los cuentos de Ángel Vázquez, pues los escribió aquí, cuando había más libertad que al otro lado.
Sé que antes Tanger se organizó en tres protectorados y fue ciudad internacional, ocupada por soldados y elegante personal diplomático. Aquí, el español todavía se habla, aunque nunca pensé que fuera importante para mí ese hecho, o al menos al principio. La verdad es que a veces acompaña, y mucho, oír tu lengua materna, el silbido de la eses y la dureza de las erres y las jotas cuando uno esta largo tiempo lejos de su tierra. El exilio posee esa fuerza extraña que transforma. Esa inercia que siempre abandona una inquietud en los ojos y en el pensamiento, que busca sus particulares refugios y métodos para hallar lo familiar necesario, como si a pesar de que sucedan cosas habituales después de tanto tiempo en la ciudad, uno aún sintiera que no está en este lugar en verdad, sino que es el reverso de la verdadera vida abandonada allá, tanto en la posibilidad de la aventura como en la de la pérdida.
Cuando era más joven, cada viaje era otra nueva vida. Ahora ya no lo sé.
En verdad vine aquí por ella, por Helene y sus ojos verdes y sus labios gruesos, por una voz y un cuerpo, por una piel y una sensibilidad. Por esa belleza aprehendida, por sus senos y su sexo, por un olor inolvidable y una inteligencia. Por una mujer y una pasión. Entonces escribía, como si el deseo fuera tan consistente que fuese capaz de sostener la vida y la escritura a la vez. El sonido del mar llegaba hasta las torres en cuanto anochecía y la ciudad descendía su vibración sonora. El mar siempre me es necesario. Esa eternidad similar, sus movimientos constantes, repetidos. Nací en el mediterráneo. Surgió todo de las sombras apacibles, de esas suaves olas, aunque no las frecuentara demasiado o las confundiera con ese exceso de los turistas abotargados y enrojecidos en la playa, con el olor de la fritanga y la vulgaridad masificada. Pero necesitaba el mar, y lo supe cuando viví en ciudades de interior, aunque fuera simplemente en el gesto inconsciente de echar de menos la brisa y la suavidad de los inviernos, y en Tanger eso existía, lo tuve. Como tuve el amor.
Cuando se vive algo así, la vida se expande, pero corre el riesgo de disgregarse tarde o temprano. Nada aguanta la misma intensidad siempre, y ese es uno de los problemas esenciales. Todo se disgrega en esa intensidad. Somos inconstantes y frágiles en la felicidad, y proyectamos el futuro con una ceguera estática y una perfección imposible. Revivimos el pasado sin comprender qué sucedió en realidad, y algo nos impide aceptar el tiempo, sus señales y decadencias.
He tomado tantas decisiones a lo largo de mi existencia que a menudo me sucede que no sé si lo que estoy viviendo es el paso correcto o si realmente no es más que un sueño y en cuanto despierte estaré en otra parte, con otras personas, en otro rincón del mundo. Un sueño o un error. Y tantas veces, de refilón, como un brillo inesperado, esa sensación de cumplir las expectativas de otro, ser heredero de los sueños de mi padre y de mi madre, tal vez de mi abuelo o de algún antepasado aún más lejano e inverosímil; o simplemente del mundo, de sus inercias inabarcables e incomprensibles, de cada corriente y cada línea de fuga expresada antes por millones de seres humanos, que me obligó a decidir, a situarme frente a las circunstancias y una y otra vez elegir. Toda esa libertad ya no me pesa. No es una renuncia, es una comprensión absoluta de lo azaroso de casi todo, de cómo ejercer la voluntad no es más que una consecuencia de un proceso inalcanzable para un hombre, inasible y al tiempo necesario.
A eso me refiero con lo de más allá. Con lo intangible que nos rodea, nos limita y nos empuja. También escribo -o escribía-, y el mundo se bifurcaba en infinitas posibilidades aparentes que, sin embargo, nunca dejaban de salir de mí mismo. En el fondo, a pesar de su presunta irrealidad, las reconocía en mí tarde o temprano. Cada prolongación de mis pasos no fue más que una proyección de mis propios pensamientos, pensamientos por otra parte tantas veces ajenos, adquiridos con una inconsciencia asombrosa, entrechocando con la realidad una y mil veces, hasta conformar el camino.
A veces me despierto con el sonido de los rezos de la mezquita y me parece estar no en Tánger sino en la Sierra de Gúdar o tal vez en París, a punto de apagar el despertador y sumirme en una vida convencional de verdad. Es inútil. Todo el aleteo que pugna por convocar las sombras y sus luces, y ofrecerme la seguridad de un paso firme sobre el suelo frío, o los sonidos de este Riad que es mío y que parece a estas alturas una tumba, está lleno de todo lo que he vivido, de todo lo que podré vivir, de lo que soy, expresado una y otra vez en sus límites.
Hassan abre la puerta exterior y el sonido de los cerrojos se extiende por toda la amplitud de la casa. El aire es fresco. Cada espacio de estas curiosas construcciones está hecho para evitar el bochorno de afuera, para aislar las dependencias y aligerar el calor hasta dejar esa suave humedad de sombras. Pronto correteará por la planta baja, guardando cacharros y platos, arreglando los desaguisados de mis noches interminables de alcohol, de ese dolor que palpita en mi pecho y que él presiente en cada cosa que ordena, en cada uno de los pasos que lo llevan de una punta a otra de la vivienda. A veces odio su distancia de mis infiernos, su simpleza ante el vacío que contiene mi mirada, aunque sepa que su presencia es esa compañía inesperada e interesada que me recuerda la vida y la posibilidad de aceptarla, e incluso de modificarla despacio.
En ese duermevela el miedo se agudiza. La penumbra convierte el pensamiento en una especie de nebulosa catástrofe que me envuelve. Sólo tengo una vida y es esto. Semejante idea me duele hasta provocar en ocasiones lágrimas. Es como si esa antigua culpa acudiera, como si me sintiera por completo responsable de todas mis decisiones y siempre errado en el tino.
Esta habitación oscura me recuerda a muchos amaneceres, no solo allí, en Tanger, sino a todos los dormitorios que a lo largo de cuarenta años he habitado. También el despertar de cada uno de los personajes que inventé o los que leí, atropellados, imprecisos en ocasiones, como hijos perdidos. Ese duermevela siempre me abruma, siempre lo hizo, a mí y a todas mis invenciones. Se me hace insoportable hasta que salto de la cama. Y ahora más tal vez, porque al extender el brazo y palpar la amplitud del colchón, la frialdad de las sábanas al otro lado no ocupado -yo duermo en la parte izquierda, como una superstición-, me doy cuenta de esta soledad que antes no fue, no existió.
Como tantas veces quiero abrazar esa soledad que ahora duele, y me preguntó por qué ahora sí y antes no. Qué es ese eco que hace trascender otra emoción hasta alcanzar ese estado.
Una vez, un viejo ciego sentado en una mezquita alzó la cabeza bruscamente a mi paso y comenzó a parlotear. Me llamaba acurrucado junto a la puerta y no pude hacer otra cosa que detener mis pasos y acercarme. De esto hace ya mucho tiempo, pero lo sucedido cobra mayor fuerza con los años. Hacía apenas unos meses que nos habíamos instalado en Tánger.
El anciano hablaba en árabe y por entonces yo no entendía ni una sola palabra de ese idioma. Cuando sus ojos se cruzaron con los míos me di cuenta de que carecían de brillo, parecían los de un pez plateado que se ha secado al sol hasta dejar una superficie clara y traslucida, con dorados distintos, cubriendo un arco cromático impreciso, variado. Eran de un gris claro que tendía por momento al azul, y la pupila carecía de movimiento. Sé que vi el futuro en sus ojos pero no por que apareciera una imagen concreta, un rostro del porvenir, ninguna escena que pudiera representar nada coherente. Era sólo una sensación intensa, algo que me produjo una tristeza paulatina, apacible en cierta manera, pero sin perder el vacío inevitable de toda tristeza. Extendió la mano y en un francés imperfecto, sin verbos ni sujeto preciso, habló de la luz que se apaga. La luz se apaga. La lumière sort. Luego volvió a agachar el torso, su cabeza quedó escondida entre sus brazos y pareció que dormía.
El lento deambular de los minutos en la penumbra hace que cobren forma los colores familiares, que surja de repente hasta el calor inolvidable de esos cuerpos que durmieron entrelazados a mí en esta cama y en muchas otras. La luz que se apaga. Un aviso que no entendí frente al viejo.
Mi enfermedad y mi salvación siempre fue la piel. La piel de esa divinidad de carne que reconfortó tantas veces mi dolor, la ausencia prolongada, tan a menudo incomprensible. Una luz que se apaga.
Y entonces no presté atención a esas palabras, me hicieron reír, no significaron nada más allá de esa breve anécdota que conté en uno de mis libros, y luego, más tarde, fue creciendo, ocupando más espacio, fijando en la memoria menos consciente y más profunda todo lo sucedido esa mañana.
Cuando desciendo las escaleras la sonrisa de Hassan me parece una burla. Son ojos llenos de condescendencia. Es como si la antigua admiración personal y material, la distancia antigua respecto a la vida en aquel Riad con Helene, las visitas de amigos llegados de medio mundo, las largas conversaciones y tertulias celebradas durante años en los salones, se hubiesen reducido ahora, pasado el tiempo, a esa forma de mirarme, no exenta de compasión, desde luego, pero también condescendiente e irónica.
La ironía es un fruto de la inteligencia, y en Hassan, la inteligencia existe de otra forma que en mí, aunque se trata del mismo don, en su caso carente de referencias o de cultura enciclopédica, pero viva en cada uno de sus actos o palabras. Siempre fue una especie de aviso esa constancia, la posibilidad de que, tal vez, la inteligencia sea una cuestión innata y no un proceso de aprendizaje libresco, cultural o científico. Si el antiguo sirviente hubiera poseído la capacidad asociativa que durante décadas yo cultivé a través de los libros, su evidencia hubiese sido dolorosa para mis mitos. Era una especie de acierto en cada elección que tomaba, en cada palabra que decía, también una extraña coherencia entre sus gestos, sus palabras y sus pensamientos. A veces sus expresiones en francés no eran las más adecuadas, y sin embargo su sentido se sostenía en esa sonrisa, en sus ojos, en los movimientos del cuerpo o en la reflexión en apariencia anodina que esbozaba con la intensidad de un filósofo, aunque tratara temas menores entre comillas, o asuntos sin demasiada enjundia intelectual. Pero era inteligente, no podía manipularlo o mentirle sin más, arengarlo con alguna patochada ruidosa o abrumarlo con mis conocimientos. Hassan era a veces hasta vibrante en sus respuestas, agudo, ácido ante mis exabruptos de miedo y tristeza, ante mi vacío. Era como si aquel jovencito al que quise ayudar y enseñar se hubiese dado cuenta de que los conocimientos del maestro no servían para vivir cuando la existencia se había vaciado de sentido. Y tenía razón. Nada podía llenar el imponente hueco que Helene había dejado en mi camino, y eso, había que reconocerlo, era una verdad poco inteligente.
Tengo mareos a menudo, y las resacas son día a día más insostenibles. Lo peor es ver reflejada en sus ojos la compasión. Porque él me vio en otra vida tantas veces, al menos durante los cinco primeros años que viví en esta casa. Sé que al principio fui su salvación, la cercana posibilidad de salir de la pobreza y el silencio. Después, cuando se dio cuenta de qué estaba hecho todo ese ruido, cuando comprendió que admiraba y envidiaba al principio ese esplendor, el cuerpo desnudo y despreocupado de Helene mojando sus cabellos en la jofaina con agua del pozo, esa sensualidad que le hacía achinar los ojos y mirarla con disimulo, excitado como un mono, y que luego quiso poseer todo lo que significaba esa presencia, su carácter cambió, sus ojos se ensombrecieron paulatinamente, la forma de tratarnos se transformó en una fría distancia, en un acecho inquietante, hasta que en mí surgió entonces la desconfianza.
Una vez nos sorprendió haciendo el amor en el amplio sillón del salón, una madrugada de ebriedad en la que llegamos a casa de día, borrachos como cubas, besándonos apasionadamente en cada rincón de la Kasbha, desnudándonos nada más cerrar la puerta tras de sí. Helene se agitaba sobre mí, espléndida en aquel desliz de luces primerizas, con los cabellos revueltos y el rostro extasiado de deseo. Y Hassan abrió la puerta despreocupado como cada mañana, y entonces, al irrumpir en el pequeño pasillo de la entrada, nos vio. Ella empezó a reír a carcajadas y yo también. Hassan se había quedado petrificado al principio bajo el primer arco del pórtico, y tras superar esa impresión desconcertante y sensual de contemplar la desnudez de Helene decidió tal vez lo menos conveniente o lo más difícil, que fue continuar con sus tareas programadas mientras ella se derramaba a gritos.
Aquel antiguo sufrimiento de Hassan es lo que me traslada cuando me recibe con el café caliente recién hecho y mira de reojo, con la distancia condescendiente de sentirse mejor que yo, más feliz.
A Helene le divirtió que alguien la contemplara gozar, es posible que hasta la excitara.
Años después, al encontrarme todos los días con los ojos turbios de Hassan, al comprender su consistencia, su equilibrio, he visto muchas veces el odio, el rencor de haber sido testigo de esa belleza constantemente, de ese desparpajo y esa falta de pudor que la hacía tomar el sol desnuda en la terraza superior del Riad y bajar las escaleras así, sin considerar que Hassan, a parte de empleado, era un hombre. De alguna forma, con esa actitud, Helene lo despojaba de su sexo, parecía querer reducirlo a un eunuco que limpiaba y ordenaba nuestro Riad, sin darse cuenta que la deseaba con locura, que su sexo reaccionaba, que la atracción erótica dio paso a un amor similar al que yo le profesaba a ella.
Pero no puedo despreciar lo vivido como si tal cosa, y de alguna forma toda experiencia debe ser una forma de continuidad de cualquier vida, un paso más hacia alguna parte o un sentido escondido, dispuesto a revelar algo esencial. Tal vez incluso exija, aunque nunca lleguemos a comprender ese orden, de una coherencia, de una línea consistente que una lo que fuimos, cada una de esas etapas, con lo que somos, a pesar de ser poco, o convertirnos al final en lamento, ruina y tristeza, en melancolía, y así debemos seguir, o truncar de raíz todo, cesar alguna vez, cuando las cosas no tengan ya ninguna razón de ser.
Todas esas palabras las murmuro para mí en la cocina, con Hassan recogiendo los platos y los vasos del salón. Se mueve ágil y eficiente por la planta baja del Riad. Hay algo en él que me exaspera y que al tiempo envidio. Esa especie de libertad que le lleva a soltarme sin complejos que tuvo que pegarle a un hombre la noche anterior, cerca de las termas. Su extrañeza ante el mundo es en el fondo mi propia condena. En su aparente simpleza se acumula esa complejidad de lo natural, de lo deseado con inocencia infantil, justo todo lo contrario de lo que sucede en mí, acostumbrado a una artificiosa construcción verbal e intelectual, a una especie de retorcido mundo sentimental, hecho de demasiadas memorias. Y aún así, no puedo distinguir quién tiene razón, si él o yo, cuando me confiesa que lo ha hecho muchas veces, para llamar mi atención, bajar a las termas para ganarse un dinero que no tiene.
En una ocasión me llevó a los baños. Lo recuerdo mientras el café amarga el paladar y deja el rastro dulzón del azúcar impregnado en la lengua. Miro la taza y siento deseos de vomitar.
Hassan me pidió que le acompañara, que necesitaba explicar esas cosas. Tiene ese don de la sinceridad que al principio me fascinaba. Cómo decir siempre la verdad o al menos intentarlo. Quería mostrarme como se ganaba unos dírham nocturnos cuando le hacía falta para alguno de sus caprichos. Me lo pidió por que de alguna forma quiso insistir en que esa vida no le gustaba. Quería demostrarme cuan sórdida podía ser la existencia de la pobreza, la vida de las termas y los extranjeros que pululaban por esa zona al anochecer.
-El tipo quería algo más, señor. Se le metió en la cabeza. Tuve que pegarle. Eso es todo. Hoy me quedaré en casa todo el día si no le importa. Necesito esconderme unos días por si las moscas.
Asiento y alzo la taza. Un ángel de la guarda pequeño, con los dientes grandes y unos ojos negros enormes. Cuando sirve más café recuerdo las fotografías que Helene tomó la primera vez que vimos a Hassan. Cocinero excelente, era por entonces joven y decidido. Nos conquistó con su amable sinceridad, con ese modo de afrontar la vida y esa conmovedora inocencia con la que examinaba el mundo. Pensaba en nuestra riqueza y en Helene, y en el fondo anhelaba algo similar, convencido de que todo ello podía ser eterno o posible.
Los muros del Riad poseen esa eternidad que la fugacidad de la existencia jamás alcanzará, y si no una eternidad, al menos cientos de años que contemplaron y contemplarán sus paredes, la escalera que serpentea hasta la azotea, la terraza superior donde tomo el sol y a veces leo bajo el toldo violeta y azul que ella instaló.
-¿No subirá hoy a tomar el sol?.
-No.
Y esa pregunta siempre es la misma. Subir arriba y ver de frente ese vacío, la ausencia de su cuerpo bronceado, de la cadera poderosa y los pechos oscilantes, el vello púbico enmarañado, los pies estirados sobre la toalla. La literatura en el fondo, aquello que me había traído hasta allí, que me había acercado a ella, no podía celebrarse a solas de igual forma. Como cuando un escritor fumador deja de fumar y su literatura acaba sin saber la razón, o se reduce, o se transforma de una forma imprevista, o cuando un hombre henchido de amor es abandonado y se desinfla en un paulatino descenso a la amargura y al silencio.
Porque yo la amaba. Yo la amo.
En el café todos me conocen. Son muchos años pasando muchas mañanas y tardes allí, observando el paso acelerado y nervioso de los turistas primerizos, conociendo a los rateros de poca monta, a los pequeños traficantes de hachís, a los chaperos jóvenes del barrio, a las mujeres que bajan al mercado y al zoco. Todos esos olores de la ciudad que surgen sentado en esa mesa -la que suelo llamar mi mesa-, sobre el estrado de piedra, en medio de la plazoleta, están tan dentro de mí que no soy capaz de marcharme, hasta repetir sin razón, una y otra vez, los mismos gestos y hábitos, a fin de que mi presencia disipe la extrañeza en medio de la ciudad árabe. Podría volver si quisiera. Podría hacerlo y dejar todo esto, pero el café del día, y luego ese otro nocturno tan a menudo, a la orilla del barranco, en un local que aparece en todas las guías lleno de referencias e historia, conforman una realidad sólida, terrible, como si mi propia soledad no pudiera adquirir otra forma, otra posibilidad. Se lo digo a Hassan muchas veces pero ni siquiera me mira. O no me entiende o tal vez no quiere hacerlo.
Las conversaciones suelen ser las mismas. El té de menta huele igual día tras día. Esa pátina dulzona e insistente en el aire, a veces hasta la nausea al mezclarse con la gasolina llena de impurezas. Lo único que se transforma son los rostros, también el mío. Una delgadez endurecida pugna por evitar las antiguas redondeces del cuerpo. Eso me predispone para el sexo, aunque la fatiga y el alcohol muchas veces me sometan a una lánguida impotencia que ahonda en esas grietas anímicas crecientes. Todo es barato todavía aquí. Es curioso que la vida en estos lugares sea la misma que en cualquier otra parte -y tan distinta-, y que el precio que hay que pagar por ello sea sin embargo menor en casi todo. No entiendo entonces la exactitud del mercado pese a ser economista de formación. El precio es el capricho de quien lo fija y la actitud de quien quiere adquirir algo y establece lo que está dispuesto a pagar por ello a menudo de forma irracional.
A veces pienso que si ella estuviese lo tendría todo. Si ella se moviera agitada por la casa, me ofreciera su deseo, la sensualidad que durante algún tiempo fue un elixir de vida, de juventud, tal vez no dudaría de todo como ahora. El espejismo fue pensar en esa eternidad improbable que nunca alcanzaremos.
Los rezos se extienden por la llanura. No quiero parecerme a Jules Michel, que todavía vaga por las callejuelas del viejo zoco, como ha hecho más de diez años, buscando a su mujer, envejecido, roto en pedazos, solicitando limosnas a los turistas, a los extranjeros que vivimos en esta ciudad, porque ya no tiene nada. Está vacío, roto, con un Riad deshecho y a menudo con hambre, hasta que su cara parece una especie de dibujo enmarañado, prescindible, que se olvida al instante. Sólo sus ojos, si se miran con atención, fríos en esa azulada desesperación, brillan de vez en cuando.
-Se vengó de mí. Es normal.- Suele decir sin darse importancia, sin acritud ni temblores, como si contara algo ajeno, lejano.- Se vengó de mí.- Repite una y otra vez.
Jules Michel fue ingeniero en Lyon, muchos años atrás. No dudaba de sí mismo entonces. Ganaba mucho dinero y su vida social era intensa. Tuvo varias amantes. Su soltería afilaba el rostro y agudizaba los sentidos, desafiando de alguna forma al tiempo venidero.
-Eso le pasa a muchos hombres. Que no miden su energía y además pierden la suerte. No es fácil medir lo dura que puede ser la realidad.
A lo largo de todos estos años en Tanger, esa historia se apoderó de mí hasta provocarme esa falta de aire al encontrarme con él. Incluso cuando volvía a oírla al menos una vez a la semana, me provocaba el mismo estremecimiento a pesar de su falta de novedad. El ángel turbio y alcohólico, monsieur Jules Michel, haraposo y barbudo, pedigüeño y fatídico, se inclinaba en el suelo, o se echaba directamente sobre el césped del pequeño jardín de la plazoleta y miraba al cielo mientras los turistas se decían qué demonios hacía allí tumbado ese europeo desharrapado y flaco, con los brazos extendidos sobre la hierba, farfullando palabras ininteligibles, y que de vez en cuando gritaba un nombre de mujer.
Una vez me contó que su nombre y apellidos salían en una conocida guía norteamericana. Su sonrisa beatífica me provocó ternura. Se había convertido en un mito, en otro reclamo turístico de Tanger. Era un reto encontrar a Jules Michel vagando por el zoco.
Creo que siempre he sido consciente de que en toda vida hay un momento en el que no se puede volver atrás. A veces es simplemente la consciencia del tiempo que ha llegado, que ha cubierto la ilusión, la ha embadurnado de su negrura hasta dejarnos indefensos sin espacio posible ni salida. Todo es una larga caminata hacia adelante, hacia la muerte futura.
Él se enamoró de esa mujer pero fue incapaz de ofrecerle esa paz necesaria para que la existencia común mantuviera algún equilibrio, o quizá fue ella la que no pudo. Nunca podré saberlo.
¿Cómo hacerlo? ¿Él, que había aleteado como las mariposas de flor en flor, medido cientos de veces su potencia, seducido, como un cazador ante su presa, a todas esas mujeres que conoció y se sintieron atraídas por su alma?
-Ella poseía esa consistencia del empecinamiento. Debí verlo. Estaba desvalida y sola, herida de muerte ya por otro amor u otra vida de la que no supe. Y no lo vi. Y ese es el peligro, amigo…-.
Eso decía a veces en sus representaciones. Porque después de oírle repetir con exactitud una y otra vez las mismas frases, la misma historia, uno tenía la sensación de que actuaba, de que cumplía el papel adquirido, con el aliento impregnado de whisky y el pitillo de liar humeando arrugado entre los labios. El gran showman. La historia viviente que era una leyenda.
-Debí haberla matado.
En el Riad, la luz al mediodía es la más intensa del día. Desde la torre, en el segundo piso, los ventanales dejan entrar los rayos del sol y la claridad provoca una especie de alumbramiento, de intensa luz primigenia.
Sé que no podré revivir nada de lo existido y el deseo se ha ido evaporando. A veces el corazón deja de reaccionar ante la posibilidad de la ilusión o el amor. Todo fruto del deseo se ha extinguido y la postración es terrible. La repetición de la imposibilidad abandona incluso esa punzada de la impotencia, de la desolación y la renuncia. Es como tensar la cuerda tanto que ya no vuelve a su sitio, sino que alcanza otra forma, otra maleabilidad mayor sin tensión. No es posible apurar la vida sin que deje rastros en el alma, en ese lugar misterioso donde se aglutina nuestra identidad humana. Se sabe poco de ese latido extraño donde acumulamos eso que nos define incluso aunque intentemos ocultarlo, negarlo. Esa trascendencia es peligrosa. Ser consciente de todo ello, permitir que todo lo que sucede alrededor resbale sobre nosotros sin dejar huella, es iniciar inmediatamente el periodo de declive.
Hassan, que prepara un zumo de naranja mientras los primeros vasos de vino blanco y fresco mojan mi garganta, habla siempre de la inmovilidad del duende, una especie de guiño flamenco destinado a hombres como yo. Hombres que ya no desean, que parecen sólo fluir con el viento sin más, sin esperanza ni anhelos.
¿Qué le sucedió a ese hombre, al antiguo cónsul honorario francés de esta ciudad ante esa mujer?
Hassan no se cree esa historia. Esos dos años encerrado en un cuarto bajo llave.
-¿Nadie conocía entonces a Jules Michel en esta ciudad para no echarlo de menos tanto tiempo?.- Se pregunta. -¿No había nadie que no supiera donde estaba, que no se cuestionase las razones de su desaparición? ¿Nadie que no preguntase por él, que no lo echara de menos?
Todo ese tiempo, decía el hombre, lo pasó desnudo en esa habitación con una sola ventana cerrada desde el otro lado.
-¿Por qué no grito? ¿Por qué no salió de allí?
La mirada de Hassan siempre es el testimonio inexorable de lo cotidiano, una especie de notario del sentido común y lo práctico, el efecto sobre la trascendencia de aquello que no posee esa dimensión, como si Sancho Panza hubiese comprendido que la locura del Quijote no lleva a ninguna parte, no sólo que percibiera el absurdo de sus pasos, sino incluso que no creyera absolutamente nada de ese afán de perdurar, y no cumpliera sus huidas y sus proverbios desde el miedo o la ignorancia, desde la inocencia, sino más bien desde un lugar anodino en el que la vida cobra una realidad distinta, amable y plácida.
Amar es creer que se es especial porque la persona amada lo es también. Es creer en lo extraordinario. Hassan nunca lo ha creído. El amor sensual es para él una cuestión de francos suizos o dólares; un desahogo del cuerpo, una polución nocturna como las que cumple en las termas. Una utilización del otro por parte del que menos ama. Su aparente simpleza trasmite sin embargo ese sentido común popular que tanto me exaspera, porque tengo a veces la extravagante sensación de que en el fondo, muchas veces, tal vez tenga razón.
Pero yo no puedo concebir que alguien logre vivir una vida entera sin haber conocido ese fulgor, sin haber sido de alguna manera Jules Michel. No me refiero a los detalles morbosos de su historia, a la obscenidad de muchas de sus anécdotas, sino a esa dependencia que rodea en ocasiones al amor, a ese desvalimiento, a esa totalidad de amar. El francés estuvo encerrado casi dos años en un cuarto sin luz, sometido a vejaciones y carencias, obligado a escuchar las salvajes y despiadadas exhibiciones sexuales de la mujer que amaba, los ensordecedores orgasmos de su esposa en brazos de otros, los gruñidos masculinos cambiantes, repetidos noche tras noche, tan sólo para verla una vez al día, a veces a lo sumo un rato cada dos días. Aguantar todo eso para ser bendecido por esa felicidad de contemplarla pasear desnuda por la sala para él. Toda esa humillación a causa de esa posibilidad para Jules Michel milagrosa de admirar apenas unos minutos la belleza de su mujer.
A veces, ella gozaba de tal manera frente a esa patética postración, ante esos ojos absolutamente desposeídos de voluntad, disfrutaba de tal modo ante la entrega fascinada que le regalaba esa mirada, que reía y se dejaba llevar por ese vértigo de la adoración. Le pedía que lo hiciera. Que la adorase. Le insultaba mientras seguía allí, danzando sobre la alfombra, provocando a ese deshecho humano, escuálido y enfermo, que abría los ojos enrojecidos por la oscuridad de su celda tan sólo para verla. La excitación de la mujer crecía en esa servidumbre. Se abría de piernas sobre una silla sin dejar de reír. Le contaba como sus amantes la hacían gozar. Describía la fortaleza de un falo y unos testículos que la llevaban a derramarse una y otra vez. Llegaba a tal punto de delirio, que ella se acercaba a la luz y le ofrecía todo su cuerpo a la vista para que él pudiera desearla hasta el dolor, hasta extinguirse, para amarla tan incondicionalmente que fuera capaz de renunciar a su identidad, a su alma. Agachado a sus pies como un perro, encorvado y dolorido, sumido en ese éxtasis de la entrega completa que conduce a ese gozo de la humillación y la renuncia. Cuántas veces la orina sobre su cara. Cuántas la masturbación de esa diosa inalcanzable que llenaba la esperanza de Jules Michel de un terrible deseo que no sería correspondido jamás.
Cuando trato de justificar alguna razón para aceptar eso, surge inmediatamente una pregunta. Si tal vez yo hubiese hecho lo mismo de poder elegir que Helene se quedara a mi lado. Si el corazón de Helene no sólo dejase de amarme sino que hubiera querido vengar las antiguas afrentas, las infidelidades, el dolor infringido, como la esposa de Jules Michel hizo con el antiguo cónsul. Sin saber por qué, y es algo que hablé alguna vez, en aquella época en la que todavía tenía ganas de hablar con algún turista, encontraba algo excitante en esa actitud de absoluta entrega. Estoy seguro de que la historia de Jules Michel provocó en más de una persona un estremecimiento sensual.
-Voluptuosa humillación poder contemplar atado a la pared, tras unas cortinas verdes con ligeros agujerillos, como mi mujer copulaba con un hombre velludo, desconocido, grande, ante mis ojos, para ofrecerme una pasión desconocida para mí hasta entonces. Porque, queridos amigos, a pesar de todo, pude por fin contemplar la inmensidad su deseo, la locura de su placer….
Y el cónsul sonreía satisfecho, aunque supiese que ese deseo que ella le ofreció fue el insulso arrebato de la carne sin más, tan distinto a su propia pasión, a su anhelo de verla, de contemplarla, de tenerla, tocarla y poseerla. De amarla.
Fue él, Hassan, quien un día me dijo que las mujeres como Helene no eran para un hombre sólo. No creo que fuera un comentario malicioso, ni siquiera un aviso, sino más bien una consciencia de su propia imposibilidad de llegar a amarla pese a hacerlo con toda su alma. Tal vez la amó incluso más que yo y nunca lo dijo. Sabía que era inútil siquiera pensarlo. Reconoció el amor, lo irrealizable del mismo, y salvo alguna visión esporádica y breve, erradicada al instante, no llegó nunca a proyectar sueño alguno ilusorio más allá del anhelo constante de poder mirarla, de sentir su presencia. Contemplarla -como hacía Jules Michel con su mujer- deslizarse delicada y armónica por el Riad. Sufrir esa sensualidad espontánea. Quedar atado sin remedio a esas caderas anchas y esos muslos bajando las escaleras centrales, los pechos oscilantes a cada paso, la fascinación del vello púbico escaso anunciando la vagina, la humedad. Vivir para esos gestos despreocupados de mi mujer echada en el sillón con las piernas extendidas leyendo sin otra esperanza que esa mirada fugaz.
-No es mujer para un sólo hombre.
Y lo dijo muchas veces. Lo dice todavía. Ahora, el muchacho aquel que Helene y yo conocimos con apenas diecinueve años, ha crecido. Ha engordado ligeramente y en sus ojos vive una tristeza lánguida, delicada pero constante. Incluso la atisbo cuando algunos sábados decide ir a las termas y cumplir una noche salvaje hasta la madrugada. A pesar del guiño que me invita a ir con él, a vivir la noche de Tanger y conocer mujeres, sigo percibiendo su tristeza. La siento cuando me adormezco en el sillón muchos días después de comer y me mira conmovido. Adivino incluso su impotencia, su lástima, y al tiempo su desprecio ante mi forma de bajar los brazos y dejarme caer. No soporta ese deterioro en un ser humano al que vio fuerte y feliz apenas un lustro antes. Sabe que mi pena ensucia el Riad, tiñe las paredes de esa negrura, me invita a una borrachera perpetua que lo único que consigue es abrir más las heridas, hacerlas más profundas.
Me habla de mujeres hermosas. Me invita a menudo, casi siempre, a no ser que tenga un plan ya fijado de antemano. Insiste. Quiere mujeres, como yo, mujeres que puedan al menos hacernos olvidar a Helene aunque sea por un rato, y a pesar de que el dinero cada vez escasea más le pido que las busque. Él sabe donde encontrarlas. Conoce la ciudad de arriba a abajo. Cada rincón del Zoco. Quiere lo mismo que yo, que lo femenino vuelva a traer la vida a este viejo Riad que huele a humedad y a tierra. Él sabe donde acudir para que a eso de las diez de la noche un murmullo devuelva la alegría a la calle de la Kasbha, para que el olor y el aire marino de afuera cruce el umbral y se impregne en los muros. Porque aunque sean casi siempre prostitutas del barrio elegante, siguen oliendo a mujer. Él nunca participa. Nunca hemos hablado del asunto aunque siempre le pido que traiga dos mujeres. Hassan sólo sonríe, nos sirve las bebidas y la comida, y luego se sienta en una silla y sigue observando incesante mi declive, mis borracheras descomunales y constantes que me postran en el dormitorio, con las persianas y las cortinas selladas para que no entre ni una sola mancha de luz durante dos o tres días, los problemas de erección que comienzan a ser demasiado frecuentes. Se sume en esas consciencias entumecidas y tristes que revelan el punto de deterioro al que llegan los hombres sin amor. Porque sabe que por más que lo intente nada es como Helene. No basta con esa ebriedad incesante que al menos una vez cada dos semanas se celebra en las salas del Riad, en los dormitorios del piso superior. Él vigila que las invitadas no se lleven nada, que todo quede en su sitio cuando termina la velada y el amanecer inunda con su luz el patio central de la casa. Y en esos duermevelas que duran días, con la cabeza a punto de estallar y la boca perpetuamente seca, me pregunto una y otra vez por qué sigo aquí, por qué dejo que Hassan sea testigo de mi paulatino hundimiento. Me lo pregunto a veces sin cesar. Por qué continuo en esta especie de guarida de lobo herido, en esta inmovilidad, en Tanger, donde me quedo impasible esperando la muerte lenta y futura sin expectación, inmóvil, sin verdadero deseo, sin escribir una sola palabra.
Hassan tiene miedo de que un día me rebele contra esa muerte lenta. Se opone a cualquier cambio aunque verme sumido en esos abismos acongoje su corazón. El miedo es superior al afecto que pueda tenerme. Miedo a volver a las calles, a vivir la vida de muchos de sus antiguos compañeros del barrio. Hay temporadas que me parece que envenena mis comidas e incluso manipula el hachís para que no pueda moverme durante días. Sé que no es capaz, pero en mis delirios llega a obsesionarme esa idea. En muchos sueños lo veo reír. Aparece a menudo con forma de duende diminuto que insiste en protegerme encerrándome allí, en sus dominios. Y en el fondo es dependencia, eso es. Dependencia en ambos sentidos aunque contenga toda esa inmensa tristeza. Su sonrisa inesperada en ocasiones, cuando lo sorprendo cuidando con esmero las plantas del pequeño jardín trasero, me estremece. La insistencia de su mirada me hace pensar que un día, si me viera hacer las maletas, me mataría. Lleno de amor tal vez, y sobre todo de miedo, pero lo haría.
Cuando pienso en los años que lleva en el Riad, desde aquella lejana primavera en la que llegué con Helene, y lo que cambió la vida de Hassan en todos los aspectos, comprendo su temor. Se ha acostumbrado a una vida de ropas de marca, de comida abundante, de dinero en los bolsillos, de apacible consistencia. Ayuda a su familia. Dispone de tiempo incluso para visitar las termas y los locales del barranco muchos sábados. En su caso, comprendo en mayor medida de qué está hecho ese sentimiento terrible que es como un amor desolado y dependiente.
Hassan sonríe cuando le amenazo con la idea de que un día me marcharé de aquí. No dice nada pero sé que piensa en mi imposibilidad de abrazar la vida de nuevo, de levantarme y caminar otra vez. En su mirada veo esa ironía, esa constancia que lo reconforta. Mi desgracia puede que le duela, pero es mucho más fuerte su instinto de conservación.
-No diga tonterías, señor ¿Dónde va a estar usted mejor que aquí?
Ya no pienso en el amor, no queda espacio en el cuerpo ni en el corazón ni en ninguna parte de mi alma para ese sentimiento. Los años se extinguen y ya no escribo. Tal vez no quede ni deseo, sólo esa memoria. Esa extraña memoria de tardes bochornosas y húmedas, de aire estancado. El lugar exacto del Riad donde Helene fijaba su hamaca de esparto acolchada en verano y desnuda por completo se pasaba horas leyendo sus libros, asegurando que ese era el rincón más fresco de la casa. El recuerdo obsesivo de su cuerpo pegado al mío. Del amor queda poco, la verdad. No me acuerdo de lo que es ser amado, sólo tengo la constancia del deseo que me atormenta a menudo y me obliga buscar lo que ya no encontraré. Quedan imágenes, momentos muy concretos a lo sumo. También un deseo que sólo es lascivia, ímpetu, anhelo de regreso impotente y anónimo. Otro deseo distinto al que me unía a Helene, tan cercano a la máxima felicidad que he podido concebir.
Por qué se evaporó la escritura es algo que ya no me pregunto. No está en mí ese afán, como si la realidad hubiese engullido para siempre esa ilusión del papel en blanco y sus figuras irreales, construidas de mimbres esporádicos e inaccesibles, de experiencias perdidas y sensaciones acumuladas sin orden ni concierto, sombras que cobran forma en la ficción con una coherencia que me fascinaba entonces, llena de ecos y reminiscencias de lo inconsciente. Hilos, ramificaciones neuronales, estremeciéndose y estirándose de repente, abriendo espacios nebulosos de la memoria para convocar la narración. No sé vivir sin ello, y aunque se lo he contado mil veces a Hassan, él no lo entiende. No comprende que esos garabatos en los papeles, esa lucha antigua que me sumía durante horas y horas en un silencio autista, distante, algo que Helene no soportó, como si tuviera celos de ese espacio interior, ha sido durante décadas mi vida, el equilibrio necesario de todo lo demás. Helene no debió arrancarme también éste deseo. No puedo echarle la culpa de semejante vacío, de tal ausencia de sentido directamente, pero su huida me despojó de esa fe que requieren las empresas esenciales de una existencia. Ella debió comprender que podía marcharse, abandonarme, dejarme en este islote de tiempo detenido, en estas calles inamovibles, aspiradas sin cesar por su agresividad exótica, pero no arrancarme la literatura. Lo peor es que no puedo traspasar la responsabilidad de esa dejadez ni a ella ni a Hassan. Sólo los trazos de su pubis afeitado, o tal vez el leve temblor de un pecho al darse la vuelta en la cama, los cabellos revueltos y húmedos después del amor, el olor de su piel excitada, generan imágenes obsesivas y recurrentes de cierta belleza, algunos versos esporádicos que repito una y otra vez con ligeras variaciones, como un eco insistente e inconsciente, limitado por mi lamentable estado, lleno de amor frustrado, roto. Lleno de todo aquello que se fue.
A menudo se toman decisiones a ciegas, con motivaciones secretas, escondidas en cierta incapacidad, disimuladas por la voluntad esgrimida o cacareada, sin que nos demos cuenta. Decisiones cuyo significado se comprende tiempo después, cuando empezamos a valorar eso que se llama popularmente escuchar al corazón y atisbamos las consecuencias, o nos sumimos en ese otro remordimiento de comprobar que en aquello que tanto valoramos realmente no había nada auténtico, íntimo, nada fértil para nosotros.
Casi siempre a ciegas.
Una de tantas mañanas Hassan irrumpió en la cocina algo más temprano que de costumbre, malhumorado. Pensé enseguida en algún contratiempo desagradable sucedido en las termas la noche anterior. Había llegado muy tarde, de madrugada, con el día clareando, pasadas las seis de la mañana. Ojeroso y taciturno lo vi dejar sobre la mesa, sin mediar palabra, la taza de café.
Cuando está así no le pregunto nada, absolutamente nada. Comprendo su distancia inaccesible. Conozco ese desdén por todo lo que le rodea, especialmente su indiferencia hacia mí, el dolor que de vez en cuando siente por aquello que lo ata y lo alimenta.
Si yo a veces, supongo que en otras épocas incluso aún más, cuando Helene ejercía de anfitriona en esta casa, y los invitados reían y hablaban por los codos sumidos en ese ambiente que solo ella era capaz de generar, percibía cómo Hassan la miraba de reojo, como si fuera una diosa a la que se teme y se odia, y ante sus estados de somnolienta distancia nunca hice nada, nunca intenté mediar o preguntar a qué se debían esas ausencias, ahora, en nuestra soledad, lo hago menos aún.
No será por ella, tal vez pensé, y por eso buscaba justificaciones a su malestar que me dejaran la conciencia tranquila, asuntos de las termas o de dinero, algún disgusto de la familia o cualquier incidente con los comerciantes del zoco. No quería saber más del mundo interior de Hassan, en la medida en que despreciaba mi propio interior, agujerado, vacío, insostenible en esa desolación. En el rostro desganado y taciturno que en silencio recogía platos y vasos, fregaba la cocina, o regaba las plantas del patio y la terraza superior, sólo era capaz de encontrar líos amoroso en los baños, sórdidos encuentros sexuales, esporádicos y sucios, una especie de transformación de la admiración hacia ella que lo llevaba a querer sentirse poseído como ella podía ser poseída, como yo la poseí tantas veces.
Estaba convencido de que su malestar tenía que ver con la imperiosa necesidad de desear convertirse en ella.
La única vez que lo eché de casa fue hace unos seis meses. Le conté que mi editor venía a Tanger en un viaje de placer con su familia y me habían invitado a comer en el Riad donde se alojaban. Llevaba más de tres años sin enviar un sólo texto a la editorial, sin escribir absolutamente nada en ninguna parte, pero un extraño arrojo me empujó a aceptar la invitación. Tal vez sentirme querido, percibir que alguien esperaba algún escrito mío, adquirir un compromiso en firme, podría animarme a volver. Supongo que en voz alta le dije a Hassan que llegaría tarde.
Lo cierto es que la comida fue agradable, pero a eso de las cuatro de la tarde, después de mucho vino ingerido y de dos gin tonic finiquitados en un abrir y cerrar de ojos, comencé a sentirme muy cansado. Me despedí sin dar pie siquiera a una breve conversación profesional con el editor, de forma brusca. Temí de repente verme obligado a volver a escribir. Caminé muy despacio al salir del restaurante por las callejas de la ciudad, sumido en un desasosiego molesto, hasta llegar a la muralla. No eran siquiera las cinco de la tarde cuando entre jadeante en el Riad. Quería echarme un rato en la cama, dormir profundamente y arrancarme esa intranquilidad, esa fatiga desoladora y triste que me dominaba. Me sentía culpable de mi desmotivación, de no haber intentado nada, ni siquiera pedir un adelanto por algo, adquirir alguna fecha, algún compromiso, nada.
Cuando entré en el dormitorio Hassan estaba mirándose en el espejo, con polvos de maquillaje en el rostro y uno de los vestidos de verano más hermosos de Helene puesto. Los labios pintados y los tacones dispuestos en sus piececillos. Me resultó grotesco, patético. Aquello me pareció un sacrilegio, una burla. Mis gritos debieron oírse en los Riad cercanos. Le empujé. Le arranqué la ropa. Llevaba puestas hasta las bragas y el sujetador de Helene. Le desgarré la ropa interior y le abofeteé la cara dos veces. Se zafó de mí a duras penas y mostrando aquel sexo infantil rasurado, acoplado entre sus pequeños testículos, salió de la habitación llorando desconsolado. Desde la barandilla del primer piso le grité que no volviera jamás a esta casa, que tenía dos horas para recoger sus cosas y marcharse para siempre.
Sólo mucho tiempo después comprendí algo de su actitud, de su relación con mi mujer. Hassan guardaba en su interior un sentimiento amoroso complejo y vivo, una emoción que se había vuelto perversa e inaccesible.
Me pidió de rodillas volver al día siguiente y acepté.
Hace ya mucho tiempo que no sé quien depende más de quien. Las cosas no podían ser de otro modo. Él se ha erigido como testigo de mi propia decadencia. Lo necesito tanto como él necesita el Riad y mi dinero.
Hace apenas unas semanas, al bajar al café de la plazoleta, percibí cierto revuelo entre las mesas. Falhur, el camarero, se asomó a la terraza visiblemente nervioso y al verme mostró un gesto preocupado.
-Han detenido a Jules Michel….
-¿Por qué iban a detenerlo?
Ashadulla, el comerciante de cuero, surgió de entre las sombras de las estrechas callejas a paso ligero. Se sentó en la mesa contigua a la mía, me miró con los ojos abiertos como platos y confirmó la noticia de Falhur.
-Detuvieron a Jules Michel.
El rumor se fue extendiendo por la plaza y el zoco. Los turistas eran ajenos a ese hecho imperceptible que en nada modificaría sus recorridos dirigidos por los guías o sus libros de viajes. En todo viajero hay una resistencia a la inercia que pretende descubrir una esencia particular en medio de un paisaje desconocido, algo que revele la necesidad de ese viaje, pero en los turistas no, la inercia es una energía de lugares comunes e itinerarios prefijados que hacen del visitante una cámara de fotos y no un viajero. Para cualquiera de esos pánfilos japones, ingleses o alemanes, esa detención incluso tal vez fuese algo exótico que en su estancia en los lugares míticos de Tanger les sucediera. Una sorpresa para recordar que a su regreso pudieran contar a cualquiera de sus amigos o conocidos. El misterioso Jules Michel, el cónsul que aparecía en varias guías de viajes retratado como uno más de los atractivos de la ciudad no había aparecido en su recorrido porque fue detenido precisamente cuando ellos estaban allí.
Pienso en Jules una vez más, en su locura, en su exilio interior. También en su Riad decadente, en las hierbas altas del jardín, en el silencio que suele impregnar el alma cuando uno atraviesa la estrecha calle y se detiene frente a esa puerta nada más descender desde la plaza de la muralla.
-Siempre se oye el tintineo de botellas.- Llegó a decir Henry con una sonrisa irónica. Henry, el millonario americano al que le gustan los jovencitos. No los niños, sino los adolescentes de entre dieciséis y veinte años. Habló de ese tintineo constante de la botella escanciando el elixir de la soledad y olvido.
Antes no fue así. Jules era un hombre apuesto, de ojos azules muy claros, al que consultaban numerosos comerciantes y ciudadanos franceses sobre negocios y adquisiciones de inmuebles en la ciudad. Un hombre elegante, algo mundano incluso, y risueño. Buen conversador, muy lúcido y amable.
¿De qué estará hecha toda esa energía dilapidada? ¿Adónde fue esa vida que apenas surge entre la ruina del pobre Jules, ahora detenido?
Por la tarde, al despertar de la siesta, me sobreviene una erección gozosa. Cuando toco mi cuerpo en la cama, como si necesitara acompañar el grosor inesperado del sexo con esa sensación de estar vivo, comprendo que estoy hecho de carne y hueso, y que tengo hambre de carne, siento deseos de fornicar, de ser acariciado, de sumirme en el placer. El sucedáneo de las prostitutas no puede llenar a alguien como yo mucho tiempo. En otro tiempo supe lo que era la seducción, la pasión amorosa, el amor. Las mujeres que de dos en dos Hassan trae hasta aquí, no son más que un sucedáneo de ese sentimiento que conocí y que sin esperanza intento revivir. Un simple pasatiempo para llenar los días. Nunca se hace el amor con una puta o con una amante surgida de la voracidad de la noche como con una mujer enamorada. Es el castigo de lo femenino, y así se lo he dicho muchas veces a Hassan, tal vez con la intención de herirle. El pequeño marroquí se ríe y afirma que yo he tenido suerte de poder buscar y hallar ese amor. Que él no entiende de ese amor. De otros tipos de amor sí, pero de ese no. El día y la noche. El eco de lo entregado con la libertad y el deseo frente aquello que sólo es contrapartida de un pago. Siempre la insinceridad que surge de la convención, de lo estipulado en un imaginario e irrompible contrato mercantil. El dominio frente al intercambio. Nada que ver, pero aún así, a veces, una diminuta chispa de ese deseo me ilumina, hace que salga de mí mismo.
Cuando me incorporo en el borde de la cama las sombras del dormitorio cobran una fuerza terrible. Es como si el olor antiguo estuviese aquí, detenido en el cuarto, y tal vez por eso me he despertado con la verga henchida y esa sensualidad tan poco habitual. Oscila la ligera gasa de la cortina impulsada por la rendija de aire que se cuela por el ventanal entreabierto. El ambiente es fresco y cada una de las cosas que conformaron hace muchos años esa habitación está en su sitio. No llego a sentir deseos de escribir, pero mientras me visto me acude alguna idea. Jules y su pérdida inconsolable. Jules y esa mujer que lo encerró durante tanto tiempo en una diminuta habitación sin ventanas, ofreciéndole a cambio tan sólo una sensualidad amarga, ajena, la posibilidad de atisbar su deseo en otros.
¿Cómo se soporta esa tortura cuando uno ama?
Reflexioné otras muchas veces sobre las razones de ella. En el origen de su despiadada venganza. Ofrecerle el deseo a ese hombre pero a través de otros hombres, de cópulas de sucia entrega indiferente y cruel de las que Jules Michel fue testigo.
¿Qué le hizo el francés a esa mujer para que ella le dedicara esa refinada forma de extinción durante dos o tres años hasta su partida definitiva?
Le costaba imaginar esa maldad en un ser humano cuerdo. Ver ese rostro enrojecido y esa agitación de todo el cuerpo frente a las exhibiciones de la mujer con otros amantes y jamás con uno mismo.
La figura de Helene cobra frente a esa mujer una dimensión noble, o al menos piadosa, a pesar de abandonarme. Lo sano es marcharse cuando el desamor llega. Entonces atisbo la idea de que tal vez, en el caso de Jules Michel, fuera una solicitud de él ante el desamor de su mujer. Una concesión del amor a pesar de su crudeza.
¿Y si fue un juego consentido, solicitado?
Hassan dirá que no poco después, mientras tomo un té de menta sobre el sofá del salón y él pasa el aspirador en la sala de estar. Me mira y parece guardar algo que yo no sé. La luz declina ahora en noviembre demasiado pronto, adquiere una pátina rojiza a menudo, un ligero aire de decadencia.
No sé si Hassan es capaz de comprender esa palabra. Consentido.
Muchas veces me dijo que para nosotros la existencia tuvo libertad, y que la malgastamos sin ton ni son. Que fuimos caprichosos e inconscientes. Esas frases duelen. Asiento digiriendo esa punzada.
Él no eligió, afirma. No pudo. Tuvo suerte en algunas cosas, en muchas otras no, pero no eligió más allá de un puñado de insignificancias.
El principal periódico de Tanger publicó al día siguiente la noticia en primera plana. Durante semanas no se habló de otra cosa en todo el zoco. La señora Sara F. fue asesinada en su casa del norte de Tanger, junto a la playa. Fue violada en varias ocasiones y posteriormente golpeada brutalmente hasta la muerte.
-Sara…- Me dije hojeando el artículo de prensa.
Hassan curioseaba sin disimulo detrás de mi hombro leyendo el artículo. Jules Michel detenido.
A él siempre le han fascinado esos detalles escabrosos, las infidelidades publicas, los asuntos de honor, el eco de los enamorados fijados entre las líneas de cualquier periódico o revista, el morbo del detalle. Encima se trataba de Jules Michel, con el que se había cruzado cientos de veces entre las callejuelas del barrio antiguo, en el mercado, en la plazoleta de los cafés.
La mujer fue golpeada probablemente con las manos y los puños al principio. Luego, sangrante y magullada, penetrada con una agresividad terrible. Encontraron rastros de semen abundante en la vagina, según el forense de varias eyaculaciones. En la reconstrucción de los hechos llevada a cabo por la policía se hablaba de veinticuatro horas al menos de tormento. Violada cada vez que surgía alguna erección. Tardó siete horas en morir. Los golpes fatídicos se realizaron después con un objeto contundente, duro, tal vez una lámpara de noche de metal o quizá con un objeto metálico de peso.
Más violaciones incluso con el cuerpo inerte, en coma, sin respuesta posible.
En voz alta le dije a Hassan que todo eso me parecía una salvajada y dudaba de que el pobre Jules hubiese matado a esa mujer.
-¿Y por qué lo detienen entonces?.
Los ojos maliciosos de Hassan brillaron de repente en la apacible quietud del salón.
Hay algo en él que siempre me ha resultado inasible. Una expresión que lo separa de mí y me hace incapaz de acceder con precisión a su identidad. No cambia con el tiempo. Jamás modifica un ápice su actitud o su pensamiento más allá de sus enfurruñamientos y sus pequeños disgustos y alegrías. Es como un disco rallado que repite una y otra vez las mismas cosas, a veces tópicos fatigosos, otras esas ideas que surgen espontáneas, al amparo de cualquier hecho externo que atraiga su atención. También un punto de fría inhumanidad que hace que le brillen los ojos ante la desgracia ajena, incluso sonreír en ocasiones. Nada de lo que dice o hace parece surgir de verdad de dentro. Esa antigua ficción tan europea, tan occidental, de la conciencia, la piedad e incluso la empatía, se deshace en él a menudo. No quiero decir que no sea capaz de conmoverse por algo, o que esté desposeído de afectos verdaderos, sino más bien que, ciertas circunstancias lo llevan a un lugar distante y cínico, en el que da por hecho saberlo todo y se ríe de ello. Hay pocas cosas que traspasen esa piel bronceada, que puedan hacerle reflexionar sobre sí mismo más allá de la descripción superficial de las cosas que acontecen a su alrededor o que afectan a sus actos cotidianos, al contacto superficial que diariamente tiene con el exterior.
-Pero tenía motivos para hacerlo.-Dijo de repente.
-Muchos.
-¿Y usted?
Uno cede a la tentación del sueño, a esas proyecciones que el ser humano cumple sin rechistar, sometido a esa presión incesante de la mente que dibuja el diseño del porvenir y lo anticipa, casi siempre con sus angustias y sus miedos impregnados en el alma.
Cuando él preguntó eso me estaba inquiriendo por la posibilidad de que yo guardase el odio suficiente como para matar a Helene. Aún reconociendo que ese pensamiento ha surgido muchas veces a la largo de todo este tiempo, que tal vez era mejor negar o aplastar una existencia que aceptarla lejos de uno sin nuestro consentimiento, lejos de nuestras propias proyecciones, del sueño deshilvanado y deshinchado que quedó como una burla del destino, como una carcajada terrible, creo que nunca hubiese sido capaz de hacerlo. Como tampoco creí en ese instante que Jules Michel cometiera ese crimen a pesar de la humillación y el dolor constante que la existencia de su mujer provocó en su desventurada existencia.
Tal vez en otra vida, o en esos sueños que le queden al antiguo cónsul, la matará una y mil veces, y yo tendré que acostumbrarme a que Helene no exista, a pensar que no existirá nunca más en mi vida. Ese duelo que expresó Hassan tantas veces lo acoge sin sentido y entrecierra los ojos. A llegado el momento de marcharme cuando le oigo susurrar.
-Yo la habría matado…
Y en ese instante mi voz se entrelaza a la suya. Lo hago sin darme cuenta, como si afrontara para siempre mi destino y hubiese decidido regresar para olvidar. No se puede dilapidar una vida por un amor frustrado. Se puede parar dos veces, tres o cuatro, tal vez diez a lo largo de una vida, pero no malgastarla por completo.
-Me voy. Dentro de unos días me voy.
Y no veo en los ojos llorosos de Hassan la percepción de lo que suponen esas frases en la soledad del Riad. Aquí se puede uno morir sin que nadie se entere durante meses. Es difícil destruir los sueños de otro, romperlos en pedazos, erradicar esa concepción del futuro eterno arraigada en el corazón de otro ser humano por la voluntad propia.
-Usted no se va.
Pero hay un mundo más allá, una expresión de la existencia que somos capaces de afrontar y vislumbrar, hasta dejar la vida en otro lugar tras un largo proceso de asimilación. Basta con que ese lugar nos pertenezca, posea algo propio, para que esos pasos que uno da, obvien de un plumazo aquello que nos ata al presente y a una vida concreta que se percibe como extinguida. Eso es un esfuerzo, pero a veces hay que hacerlo para hacer rodar los engranajes del orden secreto de la existencia, del mundo.
Se oye un viejo reloj de pared marcar los segundos. Me incorporo en la sala de estar y me preparo para hacer las maletas esa misma tarde. Hassan volverá a decir que no es posible que me vaya y no le escucharé. Tal vez me he despojado de mi última culpa. Noto el latido de mi maltrecho corazón mientras subo las escaleras. La incoherencia constante de la vida parece haber cesado aunque el miedo me acongoje. Tengo pánico a la muerte, a la soledad, a la decadencia y a la renuncia. Terror que tira de mí y me empuja a decirle a Hassan que todo es una broma, que ese Riad me pertenece como una segunda piel, como Tanger. Ese miedo detiene cientos de voluntades. También evita derrotas desoladas, aventuras quijotescas sin destino y muchos cantos de sirena. Uno debe sentir el latido para discernir esa tensión. La supervivencia solitaria, la fuerza que llega desde las entrañas y la carne para anunciar la continuidad de la vida y nuestro papel en ese escenario, y esa felicidad de saber que no se pisa en falso aunque no sirva para nada, aunque ciegue ese diminuto e inesperado fulgor de la existencia. Ese miedo que nos anuncia el placer de no decidir, de no asumir. La tranquilidad de no arriesgar más que lo justo, tal vez lo esencial. Ese miedo es tan poderoso como el grito que me empuja a sobrevivir, el que me sostendrá. Hassan corre hacia el cajón de la cubertería y tras buscar unos segundos empuña el cuchillo del pan. Es el mismo miedo, pero tal vez sostenido con insistencia por la vida. Para él es más terrorífico quizás, pero el vértigo es similar.
Me detengo y veo la tumbona en la que Helene se sentaba muchas tardes. En las perchas del último piso quedan todavía algunos sombreros. Sé que debo ayudarle y haré todo lo posible para que siga allí. Le diré que tiene que dar un salto. Si no me entiende le hablaré en ese castellano popular: no hay mal que por bien no venga. Explicaré la dimensión vital y verdadera de esa frase en una vida que a menudo jamás podrá medirse en términos morales por completo. La sirena hizo pagar su melodía. Butes se lanzaba al mar después de tocar su arpa. Yo me marchaba de Tánger. Hassan merecía otra vida.
EPILOGO
La veré muchas veces atravesar el paso de cebra en el Boulevard Saint-Michel, avanzar apresurada hacía la conocida librería con el mismo pelo y la misma forma de andar. No sabré si es ella o una jugada del inconsciente. Algo la hace permanecer. Renace de nuevo de vez en cuando. Me dice de donde vengo y explica una parte de lo que soy fundamental. Comprendo la grandeza de la existencia mientras imagino que Hassan ha logrado alguno de aquellos antiguos sueños secretos. Que piensa en mí con cariño al menos. Sé que algo fundamental para la vida humana está agazapado en todo eso; en las apariciones frecuentes de Helene en Paris y en la necesidad de imaginar a Hassan feliz. También en la continuidad de la existencia que sobrevive cumpliendo otros deseos. Es algo del amor. Es una esencia que no se puede olvidar, que revive una y otra vez esos momentos fugaces. Y esa felicidad esporádica puede continuar a intervalos, de vez en cuando.
Doy un paso y supero el último peldaño. La vida se sostuvo en ese segundo en el que mi pie subió ese escalón.
Hassan no me matará. Debe intuir que ese es su destino.
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