(Quiero agradecer a Antoine Ferdinand la posibilidad de haber promovido un texto como éste y pretender su edición teniendo en cuenta su extensión y su complejidad. Especialmente a Sevérine Lavigne por la fatigosa traducción al francés y por sus valiosas apreciaciones que dieron un giro al ensayo y cierta amenidad necesaria. A Daniel Ariño por esas conversaciones nocturnas en la sierra de Gúdar que fueron tan importantes para confrontar la solidez de algunas apreciaciones osadas. Pido disculpas a los posible lectores por la extensión del texto, pero adentrarse en una teoría de la creación literaria con cierto rigor me exigió aunar disciplinas y saberes ajenos a la literatura y entrelazarlos con el espíritu de esta tradición milenaria. Aprovecho para colgar el texto en PDF a fin de que pueda ser leído en otros formatos más cómodos que la pantalla de un ordenador -de momento sólo habrá en breve edición francesa en papel-, tal vez convencido de la necesidad de ofrecer una lectura que permita a cualquier lector adentrarse en un universo fascinante que si bien la literatura siempre reveló, es ahora a través de la ciencia que cobra una relevancia demostrativa e incluso irrenunciable. Tengo la sensación de que el equilibro debería inclinarse a nuestro favor a poco que se instaure la superstición de la medición científica en todos esos saberes de la literatura que los escritores intuyeron desde hace siglos, convencidos de su poder mágico y su aliento espiritual incuestionable. La hegemonía científica debe servirnos por fin para algo. Por último darle las gracias a Antonio Tello por su inconsciente inspiración, por ese aliento que nunca sabré agradecerle. Y por supuesto a Isabel Vila, que junto a Jorge Volpi y su libro El cerebro y el arte de la ficción, despertaron hace algún tiempo este renovado interés por la neurolingüística y su inevitable relación con la historia de la literatura. Y más que a nadie, gracias a Mateo… porque él fue la motivación principal de éste intento de sostener un mundo en el que sigan existiendo las palabras libres de la literatura.)
Demasiado tiempo lejos de estas páginas, hasta que la vida y la literatura ofrecen extrañas lecciones y uno necesita contarlas.
Porque éste texto iba a tratar sobre la escritura, también sobre la pasión por la lectura, cuando empezó a fraguarse allá por el mes de mayo. Terminaba de pasar un extraordinario fin de semana con Antonio Tello en Sitges y a la vez iniciaba el aliento de una nueva vida sin darme cuenta, justo ese sábado y ese domingo. Los misterios de la poesía, diría Don Antonio, con esa sonrisa irresistible y esa inteligencia viva reflejada en sus ojos. Metáforas del fin y del comienzo, de la extinción y el nacimiento. Conforme me adentraba en ese proceso recurrí a varios libros que pensé reflejaban con mayor precisión lo que deseaba contar. Libros a los que siempre vuelvo. Los procesos de fragua para la vida o la literatura son lentos, pero llegados a un punto surgen de forma abrupta, necesitan ser expulsados, desarrollarse, expresar su intensidad y su sentido. Pero me faltaba algo más, quizá la constancia de un conflicto, y a poder ser un conflicto vital.
Esta es una historia de escribir y leer. Pienso en el sutil latido de este arte. También en la pátina sombría de ciertos efectos acumulados, sus capas superpuestas y sus quejidos existenciales, los que he ido sufriendo a lo largo de todos estos años de lector empedernido, como si en todo lector consciente pudiera revivirse la historia de la literatura. El despertar lento y paulatino cuando sobrevienen las primeras luces del día y el mundo se abre a través de las palabras, y ese particular afán de pronunciar alguna vez que no se es nada más que esa esencia, el latido que construye la frase, el límpio ritmo de la sangre que fluye entre las palabras y las une. Eso era lo que anhelaba.
Que la vida fuera el empeño del verbo por crear la carne de la ficción.
Fue por estas fechas. Julio sofocante y húmedo en Valencia, de una sensualidad excesiva; las gotas de sudor por el cuello y el pecho, el cansino paso del tiempo y la falta de hambre que endurece la piel en apenas semanas. Verano de hace tantos años que me cuesta precisar la fecha: tal vez el año 96 o el 97, cuando la vida era todavía una promesa. Será el 96, por algunas pistas que acuden. Estaba a punto de orientar sin consciencia este mapa a medio recorrido, de darle ese giro irreversible que impide a la vida cambiar radicalmente, que sólo acepte a partir de ese momento pequeños sobresaltos o tibias grandezas, y siempre ese temor al pensar que en vez de ese diminuto progreso llegue el dolor, el auténtico e insoportable dolor.
Un mes después de terminar ese primer esbozo de ensayo, me fui encontrado una y otra vez con referencias que deseaba introducir, hasta que las primeras veinte páginas fueron engordando y construyendo un texto amorfo, demasiado pleno y amplio, a la vez impreciso, excesivo. La historia que quería contar había derivado en tres o cuatro que se entrelazaban. En vez de una argumentación sobre la creación literaria, había iniciado casi una novela cuyos caminos alargaban sus efectos incesantes hasta dejarme una aguda sensación de descontrol y exceso.
Así que comencé a pensar que me había equivocado, y que faltaban algunos elementos que dotaran de cohesión a todo lo que deseaba contar.
Primero afirmé sin pudor que había tenido suerte. También que, de alguna forma, cuando menos importancia pública tiene tal vez, había comprendido algunas esencias de la literatura y unas cuantas, muy pocas, de la vida. O al menos de mi vida, que al fin y al cabo es mi única responsabilidad absoluta.
El transito de Antonio Tello, su poesía, su excepcional ejemplo vital y humano, habían despertado caminos inesperados, largos trayectos que estaban en mí mucho antes, pero que tal vez no se revelaron tan nítidos hasta ese momento. Pensé en los miedos y pánicos inconcebibles que había sufrido, también en esas valentías inesperadas, bellas hazañas cumplidas, en la esperanza que mantenía en vilo mis cuitas e ilusiones. Porque era eso: la ilusión. Esa luz que nos habita, que nos permite aprender, creer y expandirnos, sentir, avanzar conscientes. Lo que también contiene a la sombra oriental, a su elogio de la penumbra rasgada de luz, haces iluminadores de frescura y aire limpio. Mi querido Tanizaki.
Porque esa luz no es la luz cegadora y extensa, la luz en esa condición del brillo y el color, sino la luz secreta e invisible que habita en todo ser humano, tan a menudo hecha de sombras como de intensa y deslumbrante claridad. Escribí convencido que la existencia había sido soportable, a menudo hermosa, por algo que a veces me aterra: nunca he sentido ese dolor desgarrador que anega toda vida posible.
Tal vez, entre los pliegues de ciertos párrafos del Ulyses de Joyce, una oración en latín se apoderó de mí hace tantos años. La endiablada agitación verbal de Joyce, esa prosa que, al igual que dijera de Dante Umberto Eco, de su Divina Comedia, precedió a la red, la sinuosa reverberación de un objeto que cae al agua y extiende esa onda, ese ligero expandirse circular en la superficie. Joyce provoca esa reverberación con una amplitud enorme, y eso que el tiempo es ya lejano: aquella Irlanda de principios del XX. Esa última gran oración laica, la última fe totalizadora de la literatura para adquirir su decadencia paulatina, el reconocimiento posterior de sus límites y sus siguientes escondites y sombras.
Omphalos de letras en estos templos ruinosos que todavía sostienen el tiempo. Buscaba también eso entonces, que la reverberación de algún texto manuscrito pertrechado en los años anteriores lograra esa extensión que Joyce alcanzó en su arte literario; ese modo de revelar en cada párrafo una onda de significados y referencias capaces de construir un mundo autónomo, real a la vez, rituales de fe verbal que retaran al tiempo lineal. Pero en aquel verano lejano no estaba preparado para ello, tal vez ese fue el error, aunque fuera consciente de lo que deseaba.
Escribiendo este texto, con el que pretendía regresar al blog después de los meses dedicados a corregir y terminar Eclipses y La luz, pensé que el anhelo de aquel estío del año 96 y el que me empujaba a componer estas palabras era el mismo. Adentrarme en esa totalidad mágica, tan dificil de explicar al profano, al que no cree en el espíritu. Ese espíritu que entreví también como una herencia milagrosa, de siglos a nuestra espalda y antepasados punzantes llenos de osadías y culpas. A su vez de intenciones inconscientes que nos hacen ser lo que somos o lo que anhelamos ser. Entonces y ahora, tenía la intuición de que la literatura era el código capaz de descifrar la totalidad del secreto o al menos acercarse a él. Que, en efecto, había otros modos de hacerlo, pero quizá no con esa capacidad globalizadora, completa, extensa y fabulosa, hecha de la materia prima del pensamiento: la palabra. Cada palabra clave, cada aliento hecho de palabras, cada idea que quiere ser expresada. Tal vez quería regresar al lugar en el que los médicos chinos en épocas milenarias antiguas recetaban la música de los versos como remedio curativo y terapia. Eso que supo Marcel Proust de su padre, médico y divulgador de hábitos saludables. No sólo historias o imaginación, sino ese ritmo sanador de la prosa o la poesía elevada que nadie logra explicar con suficiente precisión.
Entonces, en una cena veraniega hace apenas un mes, un viejo amigo lúcido, a veces excesivo, que no lee literatura, me miró a los ojos y me dijo que para comprender la vida había que vivirla.
Uno guarda en su interior muchas cosas, las utiliza cuando puede, esgrime sus espadas y sus afectos, tratando de componer con la historia vivida algo coherente. Cualquiera que escriba siendo consciente del significado de ese acto aunque sea tan sólo por intuición, ese punto sin retorno en el que el ser humano se ve abocado a cumplirlo pase lo que pase o tenga la repercusión que tenga, sabe que lo que alimenta cualquier intento literario es la vida. Lo que enseña a escribir, me refiero a la utilización de un lenguaje preciso o correcto, el aprendizaje de las estructuras y estilos literarios, eso que permite contar de otra manera o de mejor manera, alcanzar la posiblidad de componer un texto digno o una idea acertada o hermosa, es la literatura, pero el verdadero aliento de cualquier escritura es la vida.
Medio ebrio por una botella de Calvados apurada hasta la parte de los ángeles, las palabras de mi amigo provocaron un breve conflicto, siendo sin embargo una perogrullada de haber sido pronunciadas ante alguien como Joyce o Dostoiesvki.
Tal vez como lector, además del placer estético desmesurado que a partir de cierto momento obtuve de la literatura cuando aprendí a leer, me topé de bruces con la constancia de que una vida es limitada por más que la ampliemos por encima de nuestras posibilidades o nos adentremos en ella a conciencia, aprovechando cada segundo y cada instante, cada oportunidad y cada camino que surge, algo improbable incluso para el más valiente, decidido y hábil de los humanos que pudiéramos imaginar, lo que me empujó a buscar el testimonio de otras experiencias, reflejos sinceros de esas vivencias, variadas y profundas, que me permitieran ser más consciente de mi propia existencia y la del mundo que me rodeaba. La literatura conseguía un diálogo profundo con seres humanos alejados en el tiempo y el espacio, también con contemporáneos, conversaciones humanas dificilmente alcanzables en la vida real, donde apenas profundizamos vagamente en nosotros mismos y desde luego demasiado poco en los demás. Utilizaba a su vez la materia prima de nuestro pensamiento: la palabra. Y poseía la estructura más corriente que tiene a su alcance el ser y los pueblos para expresar su propia esencia: las historias, los ejemplos, las anécdotas, las parábolas, el relato más o menos simbólico de los hechos.
La novela hizo posible que comprendiera aquellos mecanismo emocionales o humanos que no me pertenecen, ponerme en la piel de un hombre poderoso o sentir la miseria de un ser deshecho, marginal y roto en pedazos, sin necesidad de vivir esas vidas, sin posibilidad de hacerlo por factores humanos, suertes o herencias de mis antepasados; entender los condicionantes sociales y biográficos de cualquier hombre, adentrarme en lugares y rincones de la tierra, incluso en épocas muy lejanas, en civilizaciones desconocidas, sentir la pasión desmesurada y el dolor insoportable que todo lo anega, abrumarme con el miedo, asimilar el heroísmo extraño que a veces ocurre, solicitar un grito moral en medio de siglos de historia toda ella condenando a los hombres que la vivieron a la muerte. Era la palabra literaria aquella que esbozaba con su brillo particular, tan raro, tan sólo pleno en algunos autores capaces de construir con las frases un ritmo y una cadencia extraordinarias, de hacer que de la ficción surgiera la turgencia de la carne, la exhuberancia de lo sensible.
Ya sabía entonces de la dificultad de alcanzar esa majestuosidad en la escritura, común tan sólo a ciertos clásicos, esa mezcla inconsciente entre las palabras elegidas, el punto de vista escogido y la profundidad del significado incluso cuando se describe la más anodina de las acciones humanas. Eso que se nota al leer y comparar entre una obra maestra y un texto tan sólo correcto, mutilado de esa magia, de ese latido tan a menudo inexplicable. Leer unas páginas de Saul Bellow frente a cualquier párrafo de Michel Crichton o de Jorge Bucay: esa diferencia. Una inmersión en la señora Dalloway mientras se lanza una mirada escéptica hacia cualquier texto de Lucía Etxebarria o al Diario de Bridget Jones.
Ulyses de nuevo.
Ahí estaba. Cómo un hombre afeitándose en lo alto de una torre -una especie de faro- podía revelar rituales centenarios de la Iglesia católica que dirigieron el mundo durante siglos, acercarse a los griegos con una sola mirada al mar, entrar de lleno en el significado de la muerte, pero no sólo en el significado general de esa extinción, sino su efecto en la identidad y su relación con la aparición edípica para ser y devenir, y encima provocar la sonrisa, la jocosa sensualidad de la luz frente a las olas, el arrebato existencial de unos personajes de ficción construyendo un mundo deslumbrante y vital.
Esa belleza inexplicable que uno llega a sentir ante el latido del lenguaje literario.
A eso me refiero: dos personajes iniciales en el Ulyses, uno que se afeita y otro que mira esa rutinaria actividad, terminan por establecer un eco universal, aunque sea incomprensible para quien no tiene la intención ni la curiosidad de adentrarse en el poder esencial de la literatura. Curiosidad e intención de adentrarse en uno mismo tal vez. Ese miedo a mirarnos en el espejo, como la incomodidad de Dedalus ante el cristal partido que refleja su rostro. Esa es la diferencia entre la historia de la literatura y la infantil narración simple de los hechos. Eso que se ve tan poco, que resulta tan complejo de explicar con estos lenguajes envilecidos, acortados, sesgados, manipulados y balbuceantes.
Siempre entreví en esa literatura perdurable un hálito de libertad.
Eso quise decirle a mi amigo, al que siempre he querido y respetado. Contarle que hay hombres más inclinados que otros a la acción, es verdad, o que tal vez todos somos un compendio necesario de los extremos que a veces desconocemos o que incluso detestamos. Que su afirmación era cierta porque yo mismo, hace mucho, pensé que para escribir era necesario no sólo leer sino vivir. Pero que la amplitud o el complemento que podía suponer la lectura de la gran literatura para un ser humano fuera cual fuese su condición, temperamento, inteligencia o circunstancias, era inmenso. Incluso me hubiera gustado decirle que el placer que los dos sentíamos ante la complejidad de un vino tinto como los que terminábamos de degustar, era similar al deleite estético que a partir de cierto momento lector uno experimenta con la literatura.
Poco más de siete años antes, en el año 89, como si el ciclo tuviera que alcanzar un cifra impar, alguien dijo de esta prosa entonces balbuceante que lucía pizpireta y sonora, y de aquellos versos entreguardados, con olor a pan viejo y a mantequilla caducada, que valían la pena. Fue una editorial hoy ya desaparecida, evaporada como tantas cosas de la vida, la que alumbró con papel reciclado y tosca portada mi primer libro editado: El espejo salvaje o las formas de no volarte la cabeza.
Hoy en día me arrepiento de aquello sin flagelarme, me refiero a que reniego tozudo de esa edición, tal vez por vanidad o por exigencia quizás, y sólo la constancia de su insignificancia, de su escasa repercusión, me alivian las rojeces en las mejillas en cuanto mis ojos reconocen esos versos. Era un poemario tan malo como otros muchos que se publicaban entonces y se publican ahora, pero para mí era el cúlmen de un proceso vital azaroso y vívido que concluía un periodo y provocaba el aleteo de una mariposa desatando maremotos en los mares del sur, el fragor descarnado de una tempestad y la música ruidosa de un desvirgamiento lozano y prepotente, más tarde tímido y avergonzado. Demasiada vanidad creo, y poco contenido, y eso lo supe ya en esos años más tarde, en el transcurso de ese verano que inicia este relato, cuando me empeñé en convertirme en la letanía sólida del discurso literario, en su balanceo sagrado, en la espesa lateralidad de una música secreta e inaccesible, apenas rozada de uvas a peras con un esfuerzo desmesurado.
Intentar eso era una especie de quimera terrible que sólo podía traerme cierta deformidad, cuando en ese año 96 me dispuse a repasar el fruto de mis antiguas exposiciones editadas en la decada anterior. En esos años había aprendido ya que la literatura era otra cosa que la retahíla intermitente y banal de ciertos regocijos de la autobiografia, que el yo-yo vacilante no daba para más y que El espejo salvaje o las formas de no volarte la cabeza tenía un vuelo demasiado corto para semejante titulo.
¿Y qué elegí?
Porque en la elección está la cuestión esencial, una elección que depende de los años que uno arrastra juntando palabras, pero también en parte de una inexplicable inspiración, o algo que viene de la madurez, o de la interpretación de esa voz interior que todos llevamos dentro y que desea expresarse de la mejor manera posible: entonces aún aguardaba ese imposible destino, llegar a entresacar ese aliento particular que dotaba a las palabras de una música perdurable.
Convencido, en ese día o dos en los que fui preparándome para el encierro, me di cuenta que el poemario de 1989 era mediocre, sin embargo, tal vez recosido y reajustado por el tiempo y el oficio que creía tener en esa época, podría ofrecer el espejo de un tiempo, el lugar de donde venía esa imagen del único poema que salvé con los años y que me acompañó durante décadas: Los perros de la lluvia.
Un puente de piedra ligeramente abombado y de color gris blancuzco, escoltado sino recuerdo mal por cuatro estatuas y al menos cuatro salientes para tomar asiento; los muchachos al amanecer renaciendo; la larga noche en vela, esa niebla de excesos y testosterona alterada, ese gris graduado de variedad cromática pero siempre gris, y esa comparsa adicta cruzando el puente; y yo detrás, fijo en ese deambular incomprensible por un instante, entre las risas, las canciones y los rituales familiares; el amor deslizándose entre mis dedos, la soledad absoluta de ese instante acompañado en que lejos de ser protagonista, era el testigo que a pocos metros miraba y escribía sin tener lápiz ni una hoja en blanco.
Uno escribe siempre si nace con esta maldición.
Sentí la desilusión de leer esos poemas antes de comenzar su resurrección y encontrar que les faltaba esa sangre, ese ritmo, ese río o esa corriente latiendo. Tratándose de literatura quedaban pocas opciones, como le sucede a la vida tarde o temprano, como si lo predeterminado nos delimitara hasta dejar apenas oportunidades: se escribe para alcanzar la belleza o expresar de forma precisa y profunda la metáfora de una idea, de un sentimiento, de una obsesión. También para superarla.
¿Qué me obsesionaba entonces, en el 89, y después en el 96, y ahora, dicecisete años después?
Ahora creo saberlo, y tengo la sensación de haberlo sabido siempre. Esa frase que, al igual que una formula matemática compleja y exacta, pretende llegar a englobar en su enunciado el orden del mundo. Dan ganas de reír, pero así era. Ese deseo de comprender el orden inalcazable que rige el universo y que nos contiene, que a la vez forma parte con sus designios prefijados de nuestra propia identidad y que es común a cualquier vida incluso a la más osada y estúpida existencia hecha de la ignorancia o de la voluntad.
Así sea. Como ese Mulligan afirmaba en la torre joyceana.
Admiro a quienes desde la ciencia siguen buscando ese orden y se inclinan por el cerebro, por ese misterioso lugar químico en el que aletean todas las ideas y emociones humanas, sus sueños y pesadillas, su imaginación y sus proyecciones, la memoria de la humanidad heredada generación tras generación, paso a paso, biografía a biografía. Esa ciencia adquiere rigor por su inmensa curiosidad intelectual. Me despeja del escepticismo lógico ante la medición, cuyos excesos resuenan tan sombríos en el mundo contemporáneo después de un siglo largo de predominio de la tecnología y la ciencia frente a cualquier otra forma de sabiduría humanas. Y no somos más felices, a lo sumo ligeramente distintos. Tampoco somos mejores, sólo eso, algo diferentes.
El viejo escritor que aparece en Eclipses durante algunas páginas, justo tras su muerte a la orilla de un camino embarrado, fue mi modesto homenaje a una persona que conocí hace mucho. Hay tres cosas de él que no he podido olvidar. La cantidad de cigarrillos que podía fumarse en una hora, también todos y cada uno de los poetas que amaba, cuyos libros fundamentales me fue regalando en el transcurso de los tres años que lo frecuenté, y sobre todo lo que me dijo una vez paseando a la orilla de la playa, un atardecer oscuro de otoño.
-No creo en casi nada, Jimarino, por no decir descaradamente que en nada, pero la verdad es esa. Cualquier parafernalia simplona de usos y rituales para alcanzar la felicidad o los objetivos de la vida agreden mi capacidad intelectual, no sé si me explico bien. No quiero decir por supuesto que yo sea feliz o que me sienta capaz de ofrecer nada de mi existencia que pueda servir a otros. No, nada de eso. Sólo que la vida es lo que es, y no existe ningún manual de uso ni ninguna religión ni doctrina o teoría que me convezca de lo contrario. Eso sí, y te puedo asegurar que le he dado muchas vueltas a ese asunto. Cuando una persona llega a percibir que la literatura recorre a lo largo del tiempo la historia del hombre y contiene su interminable discurso humano, sus anhelos e invenciones, la imaginación y los dolores insoportables esparcidos a lo largo de siglos y siglos de miserias y humanidad hacinada, descubre que tal vez no existe un arte igual, que cualquier forma literaria escrita anhela expresar el modo en que los hombres pensaron y sintieron para diseñar espejos del mundo y del espíritu, y en eso sí creo. No me venden otra cosa que el placer de la lectura y de la comprensión. El manual no existe, pero si el interminable río de vidas y experiencias que nos preceden, a nuestro alcance…
El diálogo lo adapto, ocurrió hace mucho, pero la idea central fue esa: el viejo escritor y amigo que moriría pocos meses después, un hombre íntegro, divertido, ligeramente amargado por el amor y la humanidad, que llevaba más de diez años pretendiendo ocultarse para mirar mejor, habló de todo eso. Luego insistió en que, no en vano, la religión no fue otra cosa que una especie de aplicación práctica de la literatura, cuando la historia de la literatura todavía era un camino corto, comprensible y recién nacido. El relato imaginativo de lo humano, el susurro del hombre frente a los movimientos descomunales de la historia hecho uso. Un anhelo de escritores en el fondo. Que la obra literaria alcanzase en un proceso imparable de repetición y oración, templo de la incertidumbre convertida en carne, en grado de ritual, y que se extendiese entre cientos y cientos de miles de seres humanos. Eso fue la religión, una metafora convertida en templo, en construcción, en norma, rezo y costumbre.
Tiempos oscuros como los nuestros generan eso, mala literatura pretendiendo al fin y al cabo lo mismo, con la inevitable distorsión de la existencia. A veces ni siquiera mala literatura, sino tristes simulacros de sabiduría demasiado corta y con escaso vuelo. Hemos perdido, y los síntomas son claros, lo que no quiere decir que bajemos los brazos.
Mi respuesta ante esa afirmación que el amigo pronunció al fin y al cabo para defenderse de mi excesivo apasionamiento por la literatura debió haber sido otra distinta, parecida a la que trato de argumentar ahora. Frente a las simplonas metáforas anhelando explicar el mundo mediante gestos y actos, la respuesta tenía que ser clara y positiva. Su propio descreímiento era una frase literaria demasiado manida, una sentenecia de usos adheridos a su identidad desde siglos y generaciones.
Eso ya estaba en la literatura expresado, desde hace tiempo, pero no lo miramos, o no queremos hacerlo. Se busca el alivio de una vez y a un grupo de gente cumpliendo el mismo quehacer. Eso tranquiliza. Cualquiera hombre avispado y convencido puede ser un gurú, y los libros de Dostoiesvki o La Divina Comedia de Dante, o ese Ulyses que dia a día me fascina más, huelen a polvo viejo, a estante desvencijado, a olvidada hilera de libros en papel y cartón sustituida por un futuro de flamantes kindle o E-book electrónicos, por una luminosa tablet en la que situamos todo al mismo nivel: el triste solitario de windows y La metamorfosis de Kafka, a punto de la yema erizada, envueltos en una creencia, que casi es superstición, de que allí está todo.
Pero volviendo al asunto del que no debería desviarme tanto al abrir estos caminos, como si deslizara ventanas informáticas y ecos de google, lo cierto es que decidí justo lo contrario a lo que los pragmáticos postulados del pensamiento limpio, de la programación neurolingüistica, aconsejarían. En vez de programar racionalmente, quise ampliar los espacios mentales, tratar de alcanzar esa parte atávica, secreta, misteriosa, que siempre será la horma de zapato de lo científico por más que expurgue, delimite y diseccione el cerebro o cualquier órgano o expresión de lo humano. No deseaba reunir fuerzas cognitivas para empujar aquellos malos poemas antiguos y convertirlos en algo mejor, siempre controlado por el consciente, sino romper las barreras que separan el pensamiento racional de la expresión onírica, indirecta y determinante al tiempo de cualquier ser. Deseaba despojarme de la razón para alcanzar ese ritmo que había percibido en los grandes maestros de la prosa y la poesía, esa diferencia entre un libro cualquiera y un libro que sirviera para descubrir un hecho esencial del hombre a través de una metáfora hermosa -que no complaciente-, de su latido vivo, de esa sangre hiperbólica y lingüística.
Estaba convencido de que, despojándome de las barreras racionales que ataban el destino del ser humano a su cerebro utilitario, podría encontrar en verdad una voz similar a la de esos escritores que admiraba. Creía empecinado que la inteligencia práctica, la paulatina especialización y la reducción constante de las aptitudes intelectuales humanas hacia tareas o ámbitos concretos, especializados, era contraproducente sino se acompañaba de un movimiento contrario, de una necesidad de comprender y percibir el mundo en su globalidad, unido a su vez a ese intento afanoso de la literatura por ahondar en el secreto de lo humano. Al fin y al cabo, de esa mezcla está compuesta nuestro cerebro. Que el origen de esa grandeza y esa sabiduría, era un misterioso lugar de nuestra identidad que ellos, los grandes escritores, lograban entresacar de modo natural, al violar las ataduras del yo consciente y dejarse llevar por el fragor determinante del inconsciente.
Me fijo mucho en los niños, en el proceso por el cual atrapan el mundo y construyen su identidad. En ellos, la línea entre su esencia interior, la magia humana y el aprendizaje racional de la realidad, está difuminada, se confunde, o mejor, es permeable; lo fantastico y lo imaginario tienen la misma intensidad que los hechos reales o los actos automáticos o aprehendidos maquinalmente de sus mayores, y, sin embargo, distinguen la realidad de la ficción. Además, el niño aprende más de los gestos inconscientes que ve o intuye en los adultos que le rodean que realmente del discurso consciente con el que tratamos de hacer que se defiendan de la vida o esquiven el peligro. Mucho más de lo que escondemos que de esas ideas sobre el mundo que expresamos y nos parecen sólidas a fin de adherirlos a nuestras causas. Lo inconsciente es lo que marca su actitud la mayor parte del tiempo incluso cuando fijan la atención en actividades prácticas o se concentran en habilidades manuales. Miran más allá de la explicación directa o la argumentación racional en la que nos empeñamos los adultos, astiban la emocionalidad, el tono, la importancia inconsciente de nuestros consejos expresada en lo que no es verbal únicamente.
Siempre he creído que para avanzar en la neurolingüística era necesario conocer la historia de la literatura, porque en sus palabras están parte de las claves del proceso. Lo mismo que le sucedió al psicoanálisis hace ahora más de cien años. Al fin y al cabo, cada libro perteneció a un contexto lingüístico, ideológico y social, a una manipulación del lenguaje concreto en todas las épocas en las que la obra literaria pretendió siempre resistir, a un código de palabras clave propias de cada tiempo, siempre como una resistencia del individuo y del lenguaje libre, hecho de tradición y también de presente, contra lo estipulado, insincero o artificial, contra lo dominante o lo impuesto por la fuerza. Y a su vez, cada uno de esos autores sobresalientes quiso trasmitir aquello que creyó común a todos los hombres y en todos los tiempos de la humanidad, para que ahora, tantos siglos después, los griegos se nos aparezcan todavía cercanos, reconocibles e incluso contemporáneos. Las palabras de los griegos; Psique, Ego. Es muy complicado pretender fijar una letanía verbal positiva sin haber atrapado y degustado las grandes palabras de la mayor creación linguística e intelectual inventada por el hombre, representada por un puñado de obras maestras que recorren la vida en la tierra desde hace siglos.
Era inocente todavía, lo reconozco. El largo camino no había hecho más que empezar, y de alguna forma, la fortuna, como sucede hasta hoy, nunca me fue adversa del todo, sí a veces esquiva o cuesta arriba, o empecinada en no dejarse ver, pero nunca adversa por completo, hasta que cruzo los dedos en éste cálido amanecer de agosto, mientras escribo.
Hay que agradecer a lo divino, al orden secreto, semejante concesión, y yo decidí buscar ese agradecimento en mí mismo. El viejo poemario ajado, con olor a naftalina, a mis ojos nublados de entonces. ¿Cómo traspasar esa barrera de la consciencia que el recién llegado mundo adulto convertía en un límite rígido e infranqueable?
Ahora entiendo mejor porqué intenté romper esa artificialidad de ese modo.
¿De dónde viene esa consistencia de la palabra en ciertos textos literarios, la exactitud en la escena o el punto de vista elegidos, su endiablado ritmo que dibuja una realidad que roza lo exacto y lo bello sin saber porqué, sin que las palabras sean necesariamente bellas, sino insertadas en el conjunto de esa forma de sabiduría?
Sabía, sin pensarlo en profundidad, sin razonarlo, que la literatura llegaba de un lugar secreto y oscuro, cuya fijación quedaba marcada por un factor fundamental, un oculto misterio, un aliento heredado, una facilidad desconocida instalada en el cerebro de todos los genios que hacían del inconsciente una herramienta, y del lugar de la escritura una especie de límite oscilante entre la consciencia y el punto del inconsciente en el que se desarrolla la relación entre lo imaginario, lo atávico y lo onírico, y su contacto inevitable con lo tangible.
Ese punto era la clave de la literatura y de la mayor parte de las cosas extraordinarias del hombre, también el lugar de reposo y escondite de sus monstruos y sus pesadillas más insostenibles. El momento en que la mente consciente se adecua al silbido interior y la prosa cobra vida, tan raro a veces el instante, tan dificil de convocar, tan inexplicable.
¿Por qué ese mismo cerebro es capaz en ocasiones de anhelar esa transcendencia de la escritura que avanza y otras apenas puede esbozar la corrección linguistica o sintáctica para adentrarse en la expresión verbal de algo con levedad?
Era la lectura sí, y también la pericia en la escritura después de horas y horas cumpliendo con los rituales de la palabra, pero era algo más, ese punto de convulsa inspiracion verbal que permite desenrrollar el ovillo, que asocia palabras, imágenes, ideas y objetos, hechos, historias, como si en el cerebro cupiera toda esa infomación atemporal y la trajera a un instante presente que permite el desarrollo de la escritura.
Eso buscaba; hallar esos resquicios, llegar a comprender algo de ese proceso.
Había dos momentos preferidos para la escritura. El amanecer, esa luz pálida que desbroza el día, que despeja de brumas el paisaje e ilumina paulatinamente los objetos, las salas, las habitaciones, las calles, los bosques y las playas. El momento del nacimiento, de la luz que baña el mundo. Ese instante en el que nace el día y todo es posible. El momento en el que se inicia la creación.
Frente al amanecer siempre la creación. Porque en 1996 ya tenía cierta consciencia del hecho de escribir, principalmente por las abundantes lecturas acumuladas en esos años, y aunque sentía el desarrollo de la escritura todavía como un proceso abrupto, verborréico e imperfecto, mucho más que ahora, comprendía la magnitud de ese amanecer que se asemejaba sin remedio al efecto de los signos y las grafias que empiezan a llenar la hoja en blanco. La escritura también en el momento en que el amor y el deseo nacen, también cuando quedan saciados. La punzada de sensualidad retenida que inicia la chispa de esa atracción, y posteriormente el aleteo de lo físico, el ejercicio que endurece y el placer que se derrama. Esa fuerza de la sensualidad inconsciente, de la incendiada respuesta de los músculos y los sexos, e incluso después, cuando he deseado morir sobre el sudor de un cuerpo desnudo, de una musculatura agitada y satisfecha de placer hasta provocar el destello de celebración y alegría que el cerebro necesita para afrontar cualquier creación con optimismo y confianza.
Nacimiento y deseo. Y siempre la literatura en ese intervalo, aunque entonces no pudiera explicarlo.
Era una celebración, una fiesta de los sentidos y la inteligencia, un espejo luminoso en el que lo oscuro queda aclarado, a veces sin poder ser argumentado, simplemente surgido de esa intuición de haber asimilado algo necesario. Lo mismo que la escritura. Como una placentera eyaculación y el abundante retozo amoroso, la dicha de ese placer, y entonces esa pausa extraña en la que la cabeza detiene toda su violencia presente y obliga a saltar de la cama y acercarnos al ordenador y teclear hasta que las palabras expulsadas colmen esa excitación vital.
Algunos párrafos de otros tenían la sinuosa sensualidad de un seno o una cadera de mujer. Siempre sentí que la lectura/escritura eran las expresiones finales de procesos cuyo desarrollo se asemejaba a las fases y aprendizajes de la sensualidad, del erotismo, o que afectaban o movilizaban partes similares del cerebro, algo que seguramente alcanzará a saber el hombre tarde o temprano a través de la neurología. Leer con esa atención, tan similar a acariciar con los dedos los objetos, adivinar las texturas, aproximarse al olfato de las plantas y las flores, sentir la temperatura en la piel, el brillo y la penumbra del mundo visible acariciado por la luz particular de cada momento del día. El mismo impulso sensual de acariciar y ser acariciado y la lectura de ciertos párrafos memorables de la literatura universal. Proust, Tolstoi, Flaubert…
El acto de la escritura y la lectura como un acto sensual, capaz de excitar al cerebro hasta su invisible eyaculación de dichosas neuronas atrapando el universo.
Y qué mejor forma de hacerlo que aferrándose a este espíritu que mi generación apuró no sé si como forma de rebeldía o como única aportación posible al mundo. Era como si intuyeramos desde muy jóvenes que no pintaríamos absolutamente nada, que la teoría/presagio de Ortega y Gasset sobre las generaciones, la referida a que cada quince años aproximadamente una generación tomaba el relevo de la otra, y comenzaba una dura pugna y un conflicto que determinaba la derrota de lo anciano frente a lo nuevo, a veces mediante ruptura, otras por medio de acuerdos, se iba a truncar definitivamente. Tal vez por eso la ebriedad, el santo exceso de Blake que desembocó en los mitos del sexo drogas y rock and roll que tantos cadáveres insatisfechos dejó a su paso. Por que esa era la cuestión, sin valorar la parte de culpa que nos corresponde, sin examinar en profundidad porqué varias generaciones dejaron de tener acceso al poder, siquiera pudieron modificarlo un ápice, convirtiendo la madurez en un extraño camino de insatisfacción perpetua, de aleteos de Peter Pan mundanos y melancólicos, con calvicie y patetismo crónico, y el sueño de aquella gloria en un cementerio de hombres e ilusiones.
Yo estaba sólo en esa casa y necesitaba hallar todo lo que tenía dentro guardado de las experiencias de esos años, un sentido posible de la existencia que rescatar de las catacumbas del abismo, de las adicciones y los cantos de sirena. Sentía orgullo de estar vivo, tal vez el único orgullo que con discreción podía defender una vez disipada la tormenta y calmado en apariencia el mar tras el naufrágio.
Tenía un poemario imperfecto y rígido cuyas ideas resumían en verdad una época salvaje a punto de desaparecer, pero su escritura era balbuceante, torpe, llena de mitos banales, de referencias erróneas y escasa enjundia literaria e intelectual. Entonces me dije que debíamos creer al viejo Blake de nuevo, dando otra vuelta de tuerca. Era como si necesitara recuperar el viejo espíritu, no traicionar, aunque fuera por última vez, al mundo que dejaba, pero con otra intención y otra profundidad.
Intuía que tal vez buceando en el exceso podría alcanzar la llave que comunicaba el lenguaje racional, controlado y anodino de diario, con el lenguaje secreto que tal vez yo guardaba en mi interior, mi voz, mi ritmo, mi propia expresión vital. Y no era vanidad, puedo asegurarlo. No quería lectores que se asomaran a mis abismos ni a mis paraísos para aplaudirlos, deseaba más bien poder encontrar en cada una de las frases que escribiera mi propio espíritu y su reflejo del mundo, hacia el mundo, que la frase escrita en verdad expresara algo profundamente mío capaz de alcanzar lo común a todos los hombres. Eso estaba dentro, muy adentro de mí, en lo más profundo.
Me sentía como el minero que desciende a las galerias para seguir cavando y cavando en esa roca oscura, incomprensible e inaccesible desde la superficie, justo lo que el mundo había decidido no hacer. Esta tierra y los hombres que la conforman renunciaron hace mucho a ese afán. No quería los signos externos o superficiales, sino el acervo común y la herencia de siglos, las voces que se acumulaban en mí, las palabras que surgieran de lo más esencial, aunque contase la ficción más alejada a mi realidad, pero que tuviera ese eco de la identidad irrenunciable, eso que me pertenecía y era posible ser expresado y comprendido por otros.
Hice un esquema esa primera tarde de soledad, con el día alargado en el mes de julio y el sudor cayendo a goterones por el torso y la espalda. Sentado en el despacho, frente al ventanal que daba al claustrofóbico patio de luces, oyendo la tos del viejo vecino de arriba, que pese al asma y a los problemas respiratorios violaba la prohibición de fumar fijada por los médicos y su mujer, solicitándome con un susurro hasta la amistad un pitillo salvador que era la muerte, un último placer de la adicción aspirando una calada de nicotina y alquitrán. Oí su tos y entonces escribi bajo ese influjo, a punto de llamarme si me oía, este esbozo que encontré hace apenas dos semanas, buscando entre los más de cincuenta cuadernos de escritura comenzados en el año 1990 y alargados hasta hoy mismo.
No he cambiado mucho, sólo soy mas viejo, mas consciente, más cobarde, menos inocente.
-47 poemas y 126 páginas: El espejo salvaje o las forma de no volarte la cabeza
-32 días previstos
-500 pesetas de marihuana
-botella diaria de vino. Total 32 botellas. 3-4 de reserva.
-botella de ginebra: 1 cada tres días
-tónica, 2 botes al día
-1 gramo de polvo cuando el cansancio requiera de un despejarse, de cierto nerviosismo.
-Algún alucinógeno posible una vez por semana
-una tableta de anfetaminas para las noches que puedan alargarse (tal vez 8-10 pastillas a lo sumo)
-Música preparada para sonar durante horas entre los muros del apartamento, musica lisérgica a poder ser y mucha música clásica.
-Algun opiaceo (rastraer los camellos habituales). Nada de agujas, eso es demasiado marginal y estúpido…
Durante esos días, el teléfono quedó sordo, ni una sola respuesta a nadie, quieto en ese encierro de horas, ebrio, sollozante a menudo, mojado por el húmedo verano, altanero frente a los poemas. Cuarenta y siete poemas antiguos de otro tiempo, que no me gustaban, sumido en la irrealidad de intentar inventar un destino nuevo para ellos. Es verdad que cada latido de lo que había escrito respondía a un impulso que fue real y que, en muchos casos, se mantenía en el tiempo. No era nostalgia -no la uso en exceso-, sino más bien recreación de lo vivido con palabras que fueran capaces de recuperar la vibración y el sentid0 y traer esa época de mi existencia al presente.
Para empezar leía el poema. Si me encontraba demasiado sumido en la realidad, intoxicado de ruido presente, de esa niebla con la que caminamos a veces sonámbulos para poder soportar la existencia, empezaba con el vino blanco frío, tal vez con la marihuana si la noche era avanzada y requería de ese estado de concentración particular. La concentración de la sensibilidad que permite la hierba, el éxtasis de los sentidos, cuando las hojas verdes quemándose nos recuerdan que tenemos un cuerpo y unos sentidos extraordinarios para atrapar la riqueza de cuanto nos rodea, para intensificar lo que sentimos. La concentración de la marihuana es sensual, sensorial, y al fin y al cabo, incluso para los positivistas o aquellos que ritualizan el pensamiento, toda idea proviene de una experiencia sensible, incluso las más técnica o científica, de una intuición que llega, de un contraste entre las emociones y las fabulosas conexiones del cerebro humano.
Ha pasado el tiempo y creo que el mundo es un poco peor que entonces, aunque la verdad, suelo dudar a menudo de mis impresiones. Tal vez sea yo el que lo mira de peor forma, no lo sé.
En ese verano creí ser capaz de adivinar otra posibilidad que sólo era personal, seguramente intransferible y dificil de explicar a los otros, sin más pretensión que alcanzar ese ritmo secreto, propio, original, que debía surgir de la inconsciencia para alcanzar otro orden, otro discurso, un latido mejor construido de palabras más duraderas y esenciales.
En esa niebla irreal que viví esos días, creí ser consciente del lugar del que procedía la literatura. Lo percibí de sopetón, como una revelación que quedó entre la lengua y el paladar, que no pude explicar y quedó guardada en mí sin palabras, más bien como una aceptación silenciosa, intuitiva. Porque la renovada música de las frases surgía de un rincón de mi cerebro que oscilaba entre lo consciente y lo inconsciente, conectaba la memoria y el tiempo, la experiencia acumulada y el mundo onírico y simbólico que me habitaba.
A veces, menos de lo que desearía, escribiendo entro en una especie de trance en el que todo mi ser se concentra sin perturbacciones de ninguna índole en un escritura que surge a borbotones incontrolable para quedar fijada en un instante de lucidez y de expectación para mí sublime, aunque los resultados más tarde nunca sean similares al placer y la satisfacción del momento. Y además, todo ese entramado de relaciones, después de los años lectores acumulados, posee una forma novelesca, narrativa o poética, hecha de lenguaje interiorizado. Es en verdad una especie de hipnosis parcial y autoinducida. Cierto que la corrección es siempre racional, necesita de una distancia y de un juicio crítico que relacione lo escrito en esa insconsciencia parcial con todo lo que uno ha digerido y experimentado con la literatura y la vida, afina las imprecisiones de ese lenguaje desde la sintáxis y la consciencia, pero no lo es el impulso que aletea entre mis dedos y me hace apretar las letras del teclado anhelando un relato.
Lo que las teclas marcan en la pantalla blanca son palabras surgidas de un misterioso rincón de nuestra mente, tal vez un nudo de ramificaciones neuronales en el cual todo lo vivido se entremezcla; elementos biográficos, identitarios e inconscientes, herencias impredecibles y proyecciones adquiridas, escenas tan nitidas y a veces inconscientes de todo lo transcurrido; un punto del lenguaje, pero del lenguaje construido con afán esencial y metafórico, incluso onírico, capaz de la ficción, incluso de la falsificación de la memoria a fin de construir una identidad consistente o satisfactoria, sea de la índole que sea, literatura tal vez, pero también eso: el lugar donde construimos la propia ficción que trata de explicar quiénes somos. Tiene algo de divino o de mágico. Un lugar donde se centrifuga y se mezcla la experiencia humana, agrupándose en un mismo orden, en igualdad de condiciones, simplemente juntando variadas piezas de la percepción, con sus elementos tan dispares, para elaborar una historia propia o todas esas que algunos pretendemos contar. Un recorrido que funciona como un hilo enrollado del que se estira y así se desmadeja el ovillo, surgiendo la asociación.
Teniendo en cuenta que todos lo seres humanos sin excepción, manejan, aunque sea a nivel elemental, el don de contar historias o anécdotas, quizás en ese nudo cerebral esté ya la literatura desde el nacimiento. Los niños las cuentan en cuanto se sienten capaces de manejar el lenguaje oral, su sentido, y en función de su desarrollo ejercen su capacidad de generar espejos de la realidad.
Y en ese instante lo supe. Comprobé que la sinuosa perfección verbal de Proust construía su hálito incansable desde el mismo lugar en el que yo podía imaginar la tersura de unos pechos ladeados en un cuerpo suave de mujer o vislumbrar la luz milagrosa y reconfortante que producen los relatos. La sinuosa perfección de un adjetivo, la reminiscencia exacta de la palabra anhelando su sígnificado, la punzante idea capaz de desbrozar las malas hierbas de la conciencia para dar un salto hacia un diálogo más despierto, más sabio; la emoción de deleitarme con esas escenas que Joyce o Tolstoi escribieron, la presunta facilidad de un párrafo de Chejov diseñando en unas cuantas líneas de papel la mayor complejidad del mundo hasta acercarnos a su idea. El cosquilleo de esa constancia, repentino, seductor, que hace esbozar la sonrisa, llegaba de allí, de ese sitio, en cada cual respondiendo a la medida de su talento, de sus posiblidades. Del lugar en el que lo sensual modela el cerebro. Lo sensual referido a los sentidos y a ese punto tangente con la idea o el pensamiento.
Pensamos desde las emociones, incluso en la razón aparentemente más firme y con visos de voluntad férrea que creemos tener, ésta acude desde las emociones experimentadas sobre todo en la infancia. Para algunos, ese proceso comienza desde el vientre materno. Sentimos primero para luego pensar. El placer sobre todo. También el dolor, como concepto opuesto al placer o a la falta del mismo. Toda esa sensualidad de sentir que obra su climax en el tacto, la vista, el oido, el olfato y el gusto hasta ortorgarnos en un complejo proceso la idea del mundo que sostendremos. Comer con los sentidos y leer. Oler el luminoso paisaje de una primavera en la montaña, en la provenza francesa con su perfume de lavanda y mar, o sea el sobrio horizonte erosionado y verde de la sierra de Gúdar, del Teruel ancestral, envuelto en la cálida satisfacción de que todo nace, crece y muere, y leer. El tacto de la gata bien alimentada, cuyo pelo construye en invierno la seda calida de contacto irrepetible y sedoso, y leer. El gusto y el olor y el tacto y el sonido del cuerpo al que uno cubre de rituales sagrados para la ascensión al placer supremo de la sensualidad; olor entre los muslos, en los pechos y en el vientre, y el tacto suave de la nalga, suavidad de mujer, suavidad rocosa de hombre, y de rostro, y los labios y la lengua, y el sabor de esa hendidura sonrosada de humedad donde lamer o de esa hinchazón caliente y tersa que arrebata el hueco carnoso que es llenado, saciado, ese otorgar el placer de excavar suavemente entre los pliegues, de horadar con la extensa y sanguínea corola de hipersensibles ramificaciones neuronales; y leer. Y escribir como un acto de potencia, jamás constante, imposible, pero en ese ruedo, acto de potencia sensual, en el que surge la tentación masculina de la procreación y la luz en medio de la oscuridad estéril de un mundo agotado, y leer.
Y escribir.
Todas esas cosas quise descubrir en esos treinta y dos días de encierro que comenzaban. No deseaba mirar atrás con la emoción superficial, sino adentrarme en el entramado de ese mundo, en el efecto que había depositado en mí la existencia y sus interminables relaciones, en las asociaciones que conformaban mi identidad, asociaciones complejas, vibrantes, vivas y simbólicas.
Confiaba en las teorías que creía sostener con solemnidad, seguro, no sólo las que comprendí entonces, sino intuyendo las que llegarían después, con los años, con la victoria del silencio y la modulación del carácter orgulloso e inconformista hasta convertir esos arrebatos antiguos, ese sublime incendio de la insanidad y lo oscuro, en una especie de canto silencioso que anhela rincones profundos. Reinventar esos poemas de un tiempo que creí glorioso y que veía reflejado, aunque mal, en esos versos de finales de los ochenta. Cada trago y cada gradación del alcohol quemado, y cada humareda y cada inspiración y expiración húmeda en esa soledad encerrada y bochornosa. Tenía la confianza indirecta de creer que estaba alcanzando esa cima anhelada durante muchos años, sin importarme ni la repercusión ni el final, sólo intentando apurar esa especie de grito que me empujaba a considerar ese acto como algo irrenunciable.
Me daba cuenta de que cada poema no sólo venía del lejano tiempo en el que fue compuesto, de aquella letra fijada y esa emoción antigua, sino que lograba materializarse fragmentariamente en el presente variando su significado, en esa ceremonia incendiaria y delirante de la santa ebriedad y sus oraciones laicas, y su origen resultaba indescifrable y unido a la totalidad del tiempo, un tiempo que se dilataba y se confundía, se entrelazaba al presente, e incluso se contraía en ocasiones, y entonces comprendí que tal vez yo fuera también la eterna insatisfacción de mi padre o las juerguistas pendencias del abuelo correteando por los caminos polvorientos de la sierra en pos de un baile, de mujeres y de esos atardeceres y noches vividos; o tal vez tuviera dentro al otro abuelo represaliado y dolorido, a ese poeta silencioso y grave por obligación que dibujaba puentes, o que incluso la superioridad física del bisabuelo fuera mía, quién sabe -yo ese próspero leñador que tuvo la mala fortuna de caerse de un árbol con apenas cuarenta años-, o la llama jamás saciada de aquella tatarabuela vuida que quiso amar y no pudo, hasta expresar en mí ese deseo sin cortapisas, liberado, capaz de la trascendencia y la levedad a la vez.
Hasta hoy no he perdido ese efecto imposible. El olor del mar que se asemeja al origen de la concha marina fragante y capaz de esconder las olas en su oreja de viento. De proteger el origen del mundo. Los siglos en los que los hombres contemplaron extasiados de dónde venía la vida en ese deleite del sexo femenino.
Nunca olvidaré esos días de verano pretendiendo la absurda anulación de la razón, exagerando las poses y los excesos de la adolescencia y la juventud hasta el ridículo, afilando los dientes en el dolor y la humedad, hasta que la respiración llegaba a entrecortarse y la visión se nublaba, sumido en esos poemas, en esa especie de salto al otro lado morrisoniano. Las puertas de la percepción. Y no crean que me tomaba en serio por completo, no vaya a ser que los graciosos y los cínicos se burlen y con razón. Ninguna pose asegura la escritura, ningún artificio, ningun disfraz. Eso son máscaras para los bailes de carnaval, nada más, aunque el mundo contemporáneo prefiera y consuma lo externo con mayor profusión que lo profundo.
Las palabras provienen de un escondido rincón del hombre que no se puede desentrañar ni con los mitos ni con el empecinamiento moderno acerca de la superioridad de la imagen. Esa escritura no tiene que ver ni con el éxito ni con la admiración de los otros, tampoco con el fracaso o el silencio. Surge en todos los seres humanos que puedan imaginar, hasta en la mirada fiera y avariciosa de un banquero que en medio de su arrebato pecuniario esboza un gesto de poesía, una palabra auténtica que se le escapa sin darse cuenta. Esa liberación del yo y de la voluntad que se retrata en un sentir a veces áspero, lleno de la condolencia y la celebración del universo. Nada que ver con los roles sociales y sus marcados espejos de exclusión.
Eso sucedió, aunque como era de esperar por lo dicho, el resultado de aquellos días lejanos no fuese el esperado.
Porque no bastaba para alcanzar esa literatura anhelada comprender la relación entre la vida y la literatura que entonces quedó fijada y nítida en mi memoria, en mi existencia, entre mis obsesiones. El origen estaba allí, lo que hace de ciertos párrafos un gesto no sólo de la inteligencia o del placer completo, sino actos de salud. La salud del cerebro que avispea en esa seda lingüistica: el verbo que se hace carne -eso era-, verbo vibrante que construye en la mente aquello que debe ser el placer y el reto de la inteligencia, la razón y la emoción confabulándose en ese describir el mundo, en esa profundidad de la visión que los maestros nos dejaron, como el cimbreante y sensual movimiento de dos cuerpos entrelazados por el baile de la cadera y el erótico acomodo de la humedad y la piel en un verano bochornoso como aquel.
Es evidente que no pude aguantar ese régimen 32 días. Mi duende se fatiga en exceso, vaguea, hace su aparición cuando le sale de las narices, se esconde una temporada, resurge ante una emoción inesperada que lo empuja a exigir la escritura, incluso aunque la convoque a menudo sin suerte todos los días del mundo, de buena mañana.
Pero no aguantar fue lo mejor que me pudo pasar. De haber cumplido ese itinerario suicida, mi vida hubiese sido otra cosa, porque aquel fue el final de los excesos, no por completo, pero sí con la medición del sentido común. Una madurez que tuvo su reflejo en el resultado, o que comenzó en ese punto y final. El exceso no podía ser un fin en sí mismo, sólo una limpieza de esa claridad que tanto perjudica a los escritores, que los convierte en castradores, en caricaturas de sí mismos alejadas de lo oscuro. Eso sí: la felicidad -como la desesperación-, nunca fueron buenos críticos literarios. Era imposible pretender alcanzar lo que buscaba en ese estado, el río claro y transparente, ese ritmo de las corrientes subterráneas que debían construir la literatura. Los nervios afilados por la ebriedad y el calor, los dolores musculares que todas las mañanas punzaba mi carne, los calambres intensos que me empujaban a saltar de la cama y pisar el suelo aullando de dolor, me conducían al cansancio perpetuo y a la confusión. Las horas encerrado que fueron modificando mi lenguaje, sin nada que pudiera corregirlo. La falta de sueño perpetuo que las drogas nerviosas provocaban hasta hacer de los días un veloz duermevela continuo, demasiado oscuro, inaccesible y, en cierto modo, tenebroso. Beber y beber en ese zambullirme en las palabras y aguardar el sentido escondido.
No podría expresar el valor de esto a nadie que fuese un lector superficial o que no leyera o no escribiera, o que estuviese poco familiarizado con la historia de este arte, de este oficio misterioso que irremediablemente asociaba entonces semejante anhelo con la marginación. La literatura requiere de cierta moda perdida, de algo que la convierta en tema de conversación cotidiano, de una importancia en una sociedad cargada de carísimos y variados ocios que le roban terreno, cuerpo, que le exigen transformaciones, sufrimientos, silencios prolongados, no de excesos incomprensibles para la gente normal si es que hay alguien normal, o mejor para la gente con menos capacidad para comprender las abruptas tempestades de lo humano, esa tendencia a salirnos del tiesto, a retar las normas y vivir de otro modo, que suelen producir juicios solemnes, prejuicios argumentados, miedos inconfesables
¿A quien podía yo entonces contar sinceramente que pensaba pasarme 32 días escribiendo y alcanzando la completa sensualidad de la ebriedad y la soledad, para que esa escritura torpe de años atrás alcanzara el latido interior libre de lo racional y los prejucios, y lograr así una presunta grandeza similar a la de los escritores que adoraba?
Parte de este arte es incomprensible, bastaría corroborarlo con echar un vistazo a muchas de esas vidas que conforman con su mitología la liturgia de los escritores. ¿Por qué ese afán tan lleno de abismos, qué sentido cultivar un arte cuya repercusión, y más ahora, es tan pequeña otorgando tanto de uno mismo a cambio? ¿A qué se deben las horas, los esfuerzos y el empeño por algo tan pequeño en el fondo, tan desmitificado? ¿No resulta grotesco?
Y sin embargo, para mí, entonces, no lo era.
Ni siquiera los sobrios editores, o esos escritores instalados por entonces en el establismenth oficial, que solían dirigir las corrientes en este país en función de sus parcelas de poder, sus adscripciones políticas y sus insostenible entregas con la cabeza gacha, con sus ventas importantes en esa época, con sus apariciones televisivas y su aprovechamiento de los medios, escritores profesionales que en las fotografías parecían expresar ideas fundamentales y acertadas sobre el mundo y sus congéneres, eran una referencia para ese intento, para que aquel hombre a punto de romper con su juventud pretendiera hallar la esencia de este arte en el exceso, a solas, sin importarle nada, o tan sólo ese intento de alcanzar el ritmo, la exactitud, la profundidad. Era tan pretencioso que deseaba diálogar con el pasado. Pretencioso e inocente. Lleno de mitos.
Bien podía ser eso: mitos de la cultura acumulada, por esos autores fetiches de juventud, los que recuperaron la voraz pasión de la niñez por leer aunque luego quedaran demasiado lejos de los que adoro de verdad: Bukoswki, Jack Kerouack, Henry Miller, Anaïs Nïn, William Burroughs, Allen Ginsberg, Poe, Baudelaire y Verlaine, Rimbaud, Blake, Malcom Lowry… escritores destruidos por una intención estética, destrozados muchos de ellos, o viviendo la mitificación del éxito como una constancia de su acierto sin darme cuenta de lo circunstancial de todo. Escritores arrebatados como yo en esos días -y ahora, aunque con mayor mesura y algo de sentido del humor que tanto protege- por la literatura y el dolor, todavía lejos de ese temible dolor que puede enterrarnos en vida, saliendo del huevo para encontrarme con el mundo a través de las palabras libres y despojadas de miedo, y descubrir algo que muy pocos podían llegar a asimilar. Esa era la ambición.![crack]()
El experimento fue un fracaso, pero indirectamente aprendí que ningún arte valía una vida. Que la sensualidad de la literatura tal vez tuviera más que ver con la vitalidad luminosa de una mañana soleada en el monte, a solas bajo un poderoso cielo azul, o con la salud del cuerpo y la chispa vital de una lectura atenta con la cabeza despejada, que con aquellos abismos mitificados y adorados hasta el fanatismo.
Los cadáveres nunca escribieron.
Aquellos días fueron mi línea de la sombra, el cruce inevitable entre los viejos tiempos y los nuevos a través de un poemario que reescribía y que trataba de hallar la esencia de esa época llena de naufragios y despedidas.
Sostenía esa imagen de los muchachos correteando por el puente, profiriendo gritos, rodeados por esas piedras milenarias y esas estatuas que a duras penas habían resistido el paso de los siglos, la ligera inclinación en la acera de granito, una leve ascensión que abombaba el firme a mitad del puente, la luz del día surgiendo para dejar sin sentido a esa vieja comparsa de noctámbulos sin rumbo, a Los Perros de la lluvia que aullarían para siempre en esa visión eterna que convertí en palabras, hasta hacer de esos versos los únicos perdurables del libro, el único poema que no me avergüenza incluso hoy, que se sostiene en esas palabras que valoro precisamente por comparación y por entereza.
LOS PERROS DE LA LLUVIA
(Valencia, 1989)
Ebrios,
cogidos de los hombros.
Sombras.
Una rueda de vértigo e inconsciencia,
un compás alterado.
Por el puente de los perros de la lluvia
la absurda comparsa se desgañita
al antojo de los signos.
¿Qué señales aguardan?
Ahora lo sé.
En el puente de los perros de la lluvia
llueve cuando sale el sol
o al revés.
Copyright Jimarino1989
Pero lo cierto es que comprendí muchas cosas de aquel fiasco, que lejos de durar treinta y dos días, apenas aguantó quince a duras penas, hasta que ese mediodía, al despertar de una siesta mortecina y sudorosa a eso de las cuatro de la tarde e intentar posar un pie en el suelo, noté un agudo dolor en la pierna izquierda -un dolor que todavía me acompaña de vez en cuando para recordarme los caminos que no debo escoger-, e inmediatamente una punzada inesperada en el estómago, un pinchazo virulento, y enseguida comencé a vomitar todo lo que había tragado durante dos semanas y un día, toda esa literatura mediocre que quise transformar en ese latido breve y conciso de la poesía, esa que sé a estas alturas que jamás encontraré en los versos, y que sólo acariciaré a veces en alguna prosa, en algún párrafo iluminado.
Vomité pastillas, humo, alcoholes de distintas gradaciones, comida basura, sudor tragado, desobediencia, memoria, bilis, impotencia, mitos, dolor, hambre y amor, mucho deseo mal dirigido, todo eso. De golpe de una sola vez. Pálido como un muerto, tembloroso y débil, avancé hasta la ducha sin mirar atrás, a punto de caerme varias veces en los dos o tres metros del trayecto. Tenía en los labios eso que ahora sé. Pero entonces, lo que me provocó esa reacción, esa constancia, fue un agudo malestar sin explicación, una sensación irremediable de pérdida de tiempo. No iba a ser capaz de renunciar a la vida por la literatura, sobre todo cuando el resultado podía ser tan pobre como el que obtuve en esos días, y entonces no sabía ni por asomo la bendición que supuso semejante fracaso para mi existencia.
Vivir, por Dios. Vivir por encima de todo. Leer como una forma de vida y escribir lo que se pudiera, cuando me apeteciera o el impulso fuese intenso, cuando me dejaran.
Bajo la ducha empecé a recordar que de 47 poemas había reescrito treinta y cinco, y me dije que los nuevos eran tan malos como los primeros que edité en aquella editorial hoy enterrada y desaparecida. Que mi nombre seguría siendo el mismo, aquel Jimarino que adquirí en los tiempos de ese Madrid de principios de los noventa, cuando Fruta Fresca, cuando El canto de la tripulación y Heterogénea en Valencia o Cavidades en Barcelona. Cuando el chico popular llevaba del brazo a la mujer más hermosa y pensaba que la tierra cobraría forma para adaptarse a mis sueños más luminosos y felices.
Un personaje de Cormac McCarthy aseguraba en la novela Ciudades de la llanura, que la gente más miserable que había conocido era aquella a la que todo le había salido bien en la vida. Dudo que a alguien le salga todo bien en esta existencia cuyas energías, sin remedio, juegan a un equilibrio entre las partes, pero entendí lo que quiso decir ese personaje de McCarthy. A los triunfadores frecuentes, como a los eternos perdedores, siempre les falta algo. Al fin y al cabo no somos más que un compendio de equilibrios universales como los que sostienen el mundo. A veces nos sobra de una cosa porque seguro nos falta de otra, y así eternamente, como sucede en la tierra, que sigue sobreviviendo a pesar de la maldad, como si la bondad pusiera siempre límites poderosos aunque nunca gane del todo, y no dejara que el horror fuese constante y eterno hasta hacernos sucumbir a todos. En la miseria siempre hay alguien que sonríe, lo mismo que en la exhuberancia y en el placer, en el poder y en la alegria, alguien, siempre, siempre, llora.
En este camino que concluye, me encuentro con Saul Bellow, escritor norteamericano y Premio Nobel de literatura. Con Bellow me ha sucedido como con las señales del misticismo o las supersticiones de la casualidad: siempre aparece cuando más lo necesito. La primera vez que leí Herzog comprendí que la literatura era algo más que aquel exceso aventurero que mi imaginación construyó en la niñez, otro momento clave en el que apareció con su chistera mágica. Algo similar aconteció cuando hace apenas siete años leí Las aventuras de Auggie March, Ravelstein o El diciembre del decano.
Elaborar una teoría de la creación literaria es una tarea árdua para un texto de estas dimensiones. Los avances científicos, la neurolingüistica, los estudios semiológicos o la lingüistica tradicional, excenden mis capacidades, pero actuar como un novelista tiene sus ventajas. La metáfora, o tal vez mejor, la inteligencia asociativa que sostiene la literatura, que surge en el desarrollo de la narrativa, supone un campo amplio si tenemos cierto rigor y sabemos enriquecerla con otras disciplinas de la ciencia o el saber humano. Supongo que por eso releer los cuentos de Bellow, adentrarme en su literatura para continuar este texto.
El prólogo de Janis Bellow sobre su marido, que encabeza la selección de sus relatos en la edición española de bolsillo, alcanzó a revelarme aquellos detalles inesperados que uno halla de bruces en este misterioso arte cuando más los necesita.
Bellow es norteamericano y judío. En apariencia, hasta que no leí Una historia de amor y oscuridad, extraordinario libro de de Amos Oz, no entendí con suficiente profundidad lo que suponía cargar a las espaldas con una herencia tan onerosa, antigua y compleja como la judía. Amos Oz se acercaba al suicidio de su madre rastreando a través de una amplia biografía de su familia expresada mediante la literatura, reconstruyendo una herencia, un presente, y el efecto posterior de semejante acto en él mismo. Es posible que sea uno de esos libros que expresan sin darnos cuenta todo el poder sanador, empático e iluminador de la literatura, sin necesidad de filtros o demasiada argumentación teórica, y al tiempo se insertan con un lenguaje propio y una solidez duradera en el devenir de una tradición que no sólo es literaria sino en este caso participa del desenlace de un pueblo entero.
Si en aquel verano lejano comencé a ser consciente del profundo lugar del cerebro en el que la literatura extrae su sentido, su contenido, tan a menudo su razón de ser, todavía no podía expresar algo coherente al respecto.
Porque Bellow se sentía norteamericano, y sin embargo había nacido envuelto por una vieja cultura europea incrustada en su herencia judía. Su respuesta al pesar de una comunidad religiosa como la judía es distinta al lógico tremendismo europeo tras todas esas persecuciones y horrores que llegaban de una historia terrible y desgraciada. En su caso, se acercó a todo ello con una fina ironía intelectual y humana, unos elementos de lucidez y entusiasmo que poblaban su literatura y eran muy propios de la joven cultura americana, hasta conseguir que en Bellow el drama se conviertiera en una sonrisa que trató de sostener a toda costa en medio del avance vertiginoso y alocado que convirtió a su país en la primera potencia mundial.
Su mujer afirmaba que, mientras escribía, pasara lo que pasase, siempre sostenía un cielo azul luminoso, y en aquel proceso en el que se sumía poseído, fueran cuales fuesen sus circunstancias, parecía manejar bolas luminosas como un prestidigitador que asociaba en sus juegos malabares hechos, historias, leyendas, noticias, la vida propia, hasta conseguir que, elementos y luces dispares, brillos y sombras inesperadas, distintos colores, tonalidades e intensidad, conformaran la gota esencial de sus escritos, como si el escritor fuese un alquimista de lo acumulado en el cerebro, no sólo en la experiencia vital directa, sino en una serie incesante de relaciones mentales, a menudo físicas en ese proceso de composición, espirituales, capaces de generar personajes, acciones y espejos del mundo. Su metafórica descripción no lo parece en su breve introducción.
Eso es lo fascinante, que Janis describiera ese proceso con palabras narrativas, que en realidad lo que nos cuenta sucedía, lo mismo que cuando revela que en la época en que su marido escribía uno de sus relatos más conocidos, un maltrecho Bellow a causa de una caída, un golpe, y ciertos problemas de salud, se quedaba detenido frente a la máquina de escribir durante horas, incluso con la nariz sangrando, la camisa manchada, despojándose paulatinamente de ropa ante la energía que surgía incesante. Era como si fuera capaz de sentir el desplegar constante de la luz alrededor de Saul, que en verdad ella era capaz de observar todo eso a su alrededor, o incluso de examinar los cambios de temperatura, las punzadas neuronales que acompañaban a Bellow en su teclear frenético frente a la máquina de escribir.
Esa introducción entroncaba directamente, de un modo muy sencillo, con los mecanismo de la creación literaria, con la forma en que un escritor extraordinario como Saúl Bellow se adentra en la escritura de ficción, y los resortes que se ponen en marcha en cuanto el folio en blanco comienza a ser rellenado de las palabras que conforman las historias. Janis Bellow indagó en ello con inocencia pero a su vez con exactitud. Ese Bellow alto y flaco, con la nariz sangrante, cubría las hojas de papel con palabras inconscientes, en momentos de absoluta concentración, casi una especie de éxtasis, que le provocaba reacciones físicas -los calores que le acudían y le obligaban a quitarse prendas-, e iba más allá de las meras impresiones superficiales, de los gestos que ella atisbaba en él mientras escribía. Además, al adentrarse en las referencias reales que construyeron la estructura narrativa, los personajes y los hechos de ese famoso relato, podía hallar historias vividas de primera mano por ella y Saúl, junto con noticias de prensa, leyendas familiares y ecos de la genealogía, relatos de otros, de amigos, o de conocidos, referencias librescas, elementos históricos, conversaciones en apariencia anodinas con personas no muy próximas que surgían como nubes en el cielo, que se entremezclaban para construir un mundo imaginario sólido y coherente.
La colonización cultural americana es inmensa, constante, absolutamente desmedida, pero los ojos literarios de Bellow miran de otro modo: es una norteamerica más erudita, más profunda y sabia. Sus cuentos recogen el eco del ascenso y sus particularidades aventureras. El vertiginoso recorrido de un país grandilocuente, poderoso y joven. De alguna forma su literatura se opuso a la idiosincrasia esencial de la literatura norteamericana por esa extraña herencia que lo habitaba, la que a veces él mismo negaba con su propia nacionalidad reinvicada a pesar de su sentido crítico. Sin embargo, las historias de Bellow llegaban de una larga tradición, no sólo derivada de su adscripción a la historia de la literatura, sino incluso sobrevenida de su pertenencia al pueblo judio, de sus referencias familiares, de los relatos acumulados en su memoria, o el cúmulo de acontecimientos vividos a lo largo de su extensa vida.
Los héroes de Bellow son distintos, jocosos, rídículos a veces, llenos de dignidad otras, a menudo confusos personajes, nada que ver con los valientes adalides de la conquista y la liturgia incesante del individuo sobreponiéndose al destino tan propia de la literatura de los USA. Es además uno de esos autores que sólo hablan a través de su literatura. En su aparente normalidad plena de hechos extraordinarios se erige el sentido. Su mundo de ficción esta compuesto de variadas asociaciones temporales y humanas.
Su inteligencia le permitió escapar casi siempre a esa exageración tan propia de los americanos. Su mirada es judía, irónica, pero jamás cínica. Es aguda, plagada de sutilezas y llena de humanidad. La sonrisa que provocan sus textos es similar a la que Bellow ofrece en sus fotos, alto y elegante, espigado como un junco, esa suave sonrisa afable que sabe pero no quiere que se note. Es una sonrisa amable. No es una literatura de ruido, sino de pausa y silencio. A veces recargada sin embargo, llena de detalles psicólogicos y evoluciones espirituales que no debemos pasar por alto, porque en ocasiones parece que en sus novelas no pasa nada -sus cuentos son más dinámicos, con más acción sin saber el motivo de esa diferencia-.
Sin miedo a equivocarme, Bellow es uno de los grandes escritores del siglo XX norteamericano, con permiso de Fitzgerald, Capote o McCarthy, tal vez por eso que yo buscaba durante aquel verano de exceso programado, por algo inconsciente que conforma en su mente un universo amplio, rico, dotado de capacidades de relación extraordinarias, por hechos inconscientes que acompañan su pasión por contar, por supuesto también derivado de su voluntad de hacerlo, de su sabiduría de historias, por ser judio en parte a su vez y escribir desde una historia y una tradicción, por ser norteamericano y mirar con ojos agudos el presente y lo que acontecía en su existencia, por acumular toda ese bagaje que en él conforma una varita mágica capaz de iluminar la existencia. Nada programado sin duda, a excepción de su curiosidad intelectual y humana, y su evidente voluntad de utilizar la novela y el relato para tratar de acercarse y explicar lo que supo de la vida.
De alguna forma el joven que quiso encerrarse más de un mes en una urna de cristal etílico y alucinógeno, a punto de atravesar la dura traza entre la perpetua adolescencia tan común en nuestra época y en mi generación, y la nueva madurez despiadada que acudía, había comprendido que el lugar de la literatura era de una brevedad dolorosa, un orden de la consciencia detenido para siempre en el sinuoso despertar de un párrafo, y que además debía ganarse al lector, de una u otra manera una tarea titánica, tremenda -cómo hacerlo-, ajena por supuesto al hecho ensimismado del arte, sino más bien unida al brote perpetuo de esa capacidad humana que hace surgir ideas, belleza y emoción.
Bellow escribió un breve epílogo para la primera edición de sus cuentos reunidos, esa maravillosa colección de relatos que recorrían Estados Unidos desde los años treinta hasta el principio de los ochenta, como si a partir de esas fecha, con la vejez instalada, el mundo que le había sobrevenido ya no le interesara. Eso pasa a veces, y estoy seguro de que él hubiera reconocido que a partir de cierto momento todo se le hizo ya dificilmente comprensible.
Esos cuentos, mejor novelas breves, concisas, extraordinarias, tenían como colofón un corto ensayo sobre la brevedad y la precisión del lenguaje. Bellow afirmaba que el escritor se enfrenta a un ruido ensordecedor, a cientos de ocios alternativos, llenos de luces atractivas y deslumbrantes, a la prensa escrita que hoy va perdiendo peso pero entonces había logrado ese lugar de poder necesario, a la publicidad, al mundo de la imagen, televisores y pantallas gigantescas, al cine. Ahora sería a los ordenadores y el sinfín de aparatos tecnológicos que nos subyugan en un costante deambular de la vista, la atención y los dedos. Un mundo abocado a la ceguera por exceso e incontenencia decía él, que hace inevitable una selección, una pausa, un orden capaz de detener esa voragine, sobre todo porque las masas deciden dejarse llevar por ese fragor incansable y determinan el destino con su consumo y sus preferencias, como si nada sólido pudiese quedar atado a la tierra mucho tiempo, y todo quedara al mismo nivel, ese de usar y tirar, y volver a comprar para expulsar, en esa pretendida modernidad de la renovación perpetua, de la juventud resistiendo, una ilusión enfermiza e instisfactoria a todas luces, y regresar una y otra vez a la vida nueva hasta la muerte. Los aparatos que fueron vanguardia tecnológica quedan obsoletos a los pocos años, a veces apenas unos meses después de proclamar su imperiosa necesidad. Lo mismo que los músicos de moda, o los pintores, o las películas más taquilleras que se van transmutando en otras igual de extrañas y malas en cada una de las carteleras de los cines, pero su ruido es constante, ensordece sin criterio, sólo por apabullamiento. Siempre un intento de hacer perdurar la misma infancia adormecida y simplona, que no es infancia de esencias o de cartografías sólidas, bien asentadas, sino simulacros de vida superficial, poco probable.
El sutil argumento de Bellow en ese breve texto era susurrar que la literatura podía englobar en función de la inteligencia y la capidad del escritor todo ese caos, su explicación o al menos un intento de clarificarlo, de graduarlo. Incluso resguardaba en su seno las absurdas teorías que ensayan ahora sus consignas de la felicidad y el comportamiento positivo como si descubrieran un hecho esencial jamás pensado o argumentado a fin de alcanzar la posiblidad de fijar la orientación de la vida, de convertirla en un manual que ofende por su escasa enjundia intelectual y su limitada profundidad vital. Es poco probable que alguna de esa doctrinas en apariencia innovadoras, mezclas chirriantes de ingredientes religiosos, positivismo sin muchas luces y el más básico sentido común, logren aliviar de un plumazo con sus renovadas simplezas el triste lamento del hombre contemporaneo, que parece un lobo atrapado, cuyos gemidos son similares al aullido del lobo arrinconado, anhelando un tiempo en que el espíritu, o la vida profunda, no fue el deshecho mundano que convertimos ahora en carne de psiquiatrico, de forzada espiritualidad o en latido de autoayuda y de gurús sinvergüenzas o inocentes como conejos en el bosque.
Saul Bellow pregonaba la brevedad por una simple razón de supervivencia. Ellos, los norteamericanos, siempre piensa en cómo sobrevivir. Eso sí: sabía que hay gentes más capaces que otras de desbrozar la maraña y hallar un sentido a la pulsión del mundo. Ese deseo era su escritura. Eso que provoca que el lector asegure que leer al escritor valdrá la pena. Ese instante en que un novelista o un narrador fija la existencia a través de las palabras y conmueve e ilumina a un tiempo, sin saber cómo, sin ostentaciones ni intervenciones innecesarias, porque al fin y al cabo, lo que hace es eso, sólo eso: escribir. Escribir con rigor. Nada más y nada menos.
Bellow sabía perfectamente que detrás de este oficio había una magia; se puede observar en sus historias, en sus personajes. También un destino, mezcla de humildad por ser tan poco en una tradición de siglos, y de ligera vanidad o confianza en uno mismo para poder seguir alimentando el espejo y la historia con minúsculas del mundo. Pero el destino debía ser longevo y la escritura concisa. Era consciente de que las personas menos educadas se saturan con enorme facilidad con las nubes de gas tóxico de la opinión, la creencia o la mentira. Se trataba de mantener y sostener el orden interno en una escritura que no tuviese vanidad -o que no se note- ni ecos de manipulación, ni titubeos innecesarios, ni afirmaciones redundantes o de corto recorrido.
Después de esa ducha volví al dormitorio. Ese dolor del exceso es productivo si se sabe reposar, si se logra detener a tiempo las veleidades adictas del cuerpo. Me eché sobre la cama con temblores y fiebres. No llamé a nadie, ni siquiera a mi hermano o a mi madre. En esa época confiaba en mi salud, en la regeneración de las células, en la reacción del cuerpo ante el avance tóxico. A nadie.
Dormí durante dos días seguidos, con algún intervalo breve de insomnio extasiado. Pesadillas, calenturas hasta la aparición de pupas en los labios. A veces me despertaba entre las brumas de aquel calor gaseoso e infernal que me hacía sudar y toser, que dificultaba la respiración y me estremecía de frío sin embargo, cuando aquella humedad se enfriaba y se apoderaba de la piel. Abría un ojo unos segundos, silbaba, pronunciaba mi nombre para saber que estaba vivo, y volvía a dormirme. En los sueños se entremezclaron los mitos de la literatura más arraigados en mí, sus argumentos y símbolos, con el paisaje onírico entrescado de mi propia existencia. Asi ha sido desde hace mucho, hasta el punto de que, años después, en una mudanza, mientras prepaba las casi veinte cajas de libros que tuve que trasladar, fui capaz de asociar la mayor parte de las novelas que depositaba despacio en los embalajes con periodos concretos de mi existencia, con amigos de cada época, con amores y lugares geográficos en los que viví, e incluso con estados anímicos muy marcados. La vida y la literatura se unieron en algún momento de mi devenir y quedaron igualadas en un largo diálogo consciente y a un tiempo inconsciente.
Al tercer día desperté. Un creador escuálido que no llegó al séptimo, que esbozó una mueca de fatiga y decidió regresar al mundo y abandonar la absurda idea de reconstruir el pasado mediante el lenguaje.
Cuando una semana después de aquel sueño reparador me decidí, recuperado físicamente y lleno de temor, a leer lo que había escrito, me di cuenta de que el poemario no sólo no era mejor que el original editado, sino que probablemente podía considerarse peor. La soledad y la ebriedad habían generado un híbrido monstruoso en el que casi ningún verso podía sostenerse ante la verdadera luz del día.
La búsqueda de mi voz, a pesar de los mitos y la juventud contenida en aquella nube gaseosa que surgió de la nada para deshacerse en un simulacro a todas luces infructuoso, debía cambiar de orientación. No puse en duda que mi verdadera vocación, ese sentido que siempre aletea en todos nosotros y que trata de apoderarse de todas las demás prioridades de la existencia, sean ilusiones interiores o actos externos que prolongan nuestra presencia, era la escritura. La esencia de cualquier cosa que veía y vivía, que oía o veía con mis propios ojos, no era otra que acumular el acervo de experiencia suficiente para conquistar esos símbolos que, tal vez de origen, quizá en en ese proceso de la infancia en el que la personalidad queda delimitada, me pertenecían, y era posible que pudieran ser expresados e incluso transcritos tarde o temprano para alcanzar algún rango de universalidad capaz de provocar que alguien tuviese interés en leerme.
Todo escritor termina por regresar a su infancia tarde o temprano, ese único momento del hombre en el que la literatura, el relato, la historia, el cuento, se entrelazan en igualdad con la experiencia. Pero entonces apenas había empezado a leerme con atención. Al final, tal vez leerse a sí mismo sea lo único importante de este oficio; encontrar el mundo ficticio propio capaz de establecer un diálogo con nuestra esencia, hallar ese espíritu que es capaz de trasmutarse en historia, de revelar sus interioriedades más abruptas o su biografía secreta incluso en la ficción más ajena a la realidad de su autor que puedan imaginar. Un acto de autismo que a partir de cierto aprendizaje logra ser inteligible para los demás, a poco que muestren interés por leernos.
La literatura permite ese entrar y salir del inconsciente en la racionalidad del lenguaje, y a su vez rastrear en esos espejos complejos que las palabras ofrecen para la comprensión profunda de la realidad. Tal vez entendí ese proceso entre lo consciente y lo onírico en el hecho de escribir, no sólo como lector en las aventuras literarias de otros sino en la recurrente emoción que acontecía al poco tiempo de componer un cuento o un poema o una narración larga, o incluso alguno de estos ensayos híbridos que tantas alegrías me han dado y con los que tanto disfruto: estos revelaban en sus profundidades una verdad que estaba ya en mí o que era importante para mí, pero que no había podido ser desvelada de otro modo consciente ni quedar desentrañada por completo con la pálida razón.
Siempre recordaré la frase de Goya: los sueños de la razón producen monstruos.
No se trataba de posibilitar la pulverización de los limites racionales para llegar a los símbolos, sino un proceso que exigía precisamente de ambas expresiones de la personalidad, por tanto necesaria la lucidez y la consciencia tanto como los símbolos, la herencia o la capacidad metafórica que alberga la experiencia.
Leer literatura es en el fondo extraer las metáforas simbólicas, poéticas y esenciales, que cualquier acto humano, hecho real o gesto entrevisto, cualquier idea argumentada, anécdota o vivencia, conllevan en su interior, al ser una respuesta humana, y al estar el hombre conformado por territorios oscuros que pueblan hasta la mayor de sus claridades, ocultos entre las emociones y por supuesto en el lenguaje. En el fondo anhelaba comprender el orden del mundo, esa era la cuestión, escribir y leer para acercarnos a ese orden que tal vez es matemático, pero que sólo podía revelarse a mis ojos a través de esas piezas delicadas entresacadas de la vida con las que los escritores juegan para saber, para entender, para acercase al sentido. Tenía claro que la delicada estructura que conforma la identidad humana, es la misma que la que define al mundo.
Había comprendido que la búsqueda de mi voz no estaba en ese aleteo oscuro por los delirios del abuso y el exceso, aunque estuviese hecho también de todo ello. Pero era algo más. Que tal vez en la luz dispar de la mañana en la que el viejo ávido de cigarrillos que vivía arriba, aun amenazado por la muerte, solicitaba un pitillo más como si llamara al barquero que nos conduce por el último lago, fuera en el fondo el recodo en el que debía estar el escritor para alcanzar alguna de esas palabras concisas de Bellow capaces de ordenar por un instante el caos y la confusión. También que lo esencial de cualquier literatura respondía en el fondo a una madurez no sólo estilística o sintáctica, sino humana. Las buenas novelas, los mejores cuentos, la literatura más perdurable que parece siempre seguir hablándonos, es aquella escrita desde la madurez, lo que no quiere decir desde la vejez. Esa madurez puede ser espontánea, innata, indescifrable. Siempre hubo jóvenes, no muchos es verdad, que desde la inconsciencia o la intuición, por un talento inexplicable, lograban ese efecto, desenterraban las corrientes de la vida antes, y eran capaces a su vez de comunicar esos hallazagos con palabras.
Este héroe sollozante de entonces, alcohólico y volcánico, que había despreciado de un plumazo la madurez por considerarla una renuncia, entendió que esa palabra significaba algo distinto a lo que dictaba a gritos la sociedad, eso que parecía un simulacro de vida insulsa como tantos de los que contemplaba a diario.
Mi hermano, con esa vida tan particular y al tiempo intensa, suele burlarse en las reuniones de sus viejos amigos de los consejos que le dan. Treintañeros a punto de inclinarse hacia la cuarentena que esbozan sus torpes balbuceos sobre la existencia, le dan consejos, le piden una claudicación y la toman por madurez, y a él no le hace falta. Mira esas vidas extenuadas, machacadas, fatigadas, y se ríe. Él no soporta esas fatigas, soporta otras mucho más onerosas, pero esas que piden que acepte no.
La madurez no tiene que ver con la seriedad, ni siquiera con tomarse a sí mismo en serio, o alardear de las responsabilidades o considerar cualquier acto que se haga con la vanidad imbécil de la importancia. La madurez que despreciaba tenía mucho de esa seriedad empecinada de ciertos niños, con sus pedantes intentos de copiar las expresiones de los adultos sin comprenderlas. La madurez que había descubierto, sin embargo, se hallaba en todas las obras maestras de la literatura que admiraba.
Fue en ese instante cuando decidí vivir de nuevo para poder escribir. Vivir de verdad. Nada que fuera un ideario concreto, o un itinerario marcado a fuego, sin resquicios, que diseñara el camino. No era eso. Se trataba a mi juicio de mantener los sentidos despiertos, impregnarse de las cosas hermosas de la vida, también comprender emocionalmente los abismos y el dolor, sin recrearse en ellos. Vivir es estar despierto, sentir que todo puede ser susceptible de enseñar algo, que cualquier persona guarda en su seno metáforas capaces de hacer la existencia más plena. Vivir así para seguir descubriendo. Al fin y al cabo, escribir no era más que licuar con palabras y simbolos el líquido escaso, transparente y límpido, que se extrae gota a gota de la existencia. Ese goteo intermitente y esporádico, tan irregular a veces o tan constante otras, que mana del hecho de existir.
Intentar aprender.
Tuve la sensación de que tal vez no importa darle a la teclas cada vez que alguna emoción desmedida o una idea intensa y veraz surge, que todo tiene un poso y el peso de esas vivencia es ordenado desde el interior, de modo inconsciente. La literatura, esa destilación de la gota a través del lenguaje y los códigos de la ficción, respondía a un proceso imprevisible y fascinante, a una elección constante de las emociones y los actos.
Tras esa debilidad de varios días, cuando decidí de verdad despertarme, pegarme una ducha que me quitara el sudor impregnado en el cuerpo, vestirme y salir a la calle al encuentro de la luz del sol, comprendí que áun debía aprender muchas cosas.
Aún veo la sonrisa irónica de Bellow, burlándose de su heredero, incluso de sus pedantes hijos literarios, bajo esa ducha que no me despertó todavía, pero que al menos me reveló que estaba muy lejos de la frase viva y límpida de esa literatura que deseaba alcanzar, del ritmo sanguíneo de esa prosa curativa que deseaba obtener. Llegar a conseguir que mi literatura pudiera sanar, algo que sólo se consigue con salud de espíritu, con esa entereza en la mirada y esa comprensión delicada de la vida. Me faltaba un largo camino y supe que no era un camino sólo literario, o sobrevenido por arte infuso desde el genio. Pero tampoco se trataba de la ebriedad o el exceso en sí mismo, ni siquiera del sexo o la voluntad sin más, sino que estaba muy adentro, mucho, y obtener esa posibilidad requería pasos concisos, pequeños retos de envergadura asumible, una lectura más atenta, una nueva visión, alejada de todo lo que no fuese mi percepción, sin nada que ver con lo exótico o los mitos oscuros, ajeno a la nada ruidosa del mundo luminoso o de la soledad monacal de los últimos monjes de clausura silenciados.
La cartografía de un mundo tenía que empezar, y ya no sería desde la vida de otros, sino desde la propia. La vida que se alimenta de la realidad y la experiencia en la misma medida que de la ilusión, la imaginación y el sueño. La vida que fue siempre la misma aunque a menudo no lo creamos o pensemos que somos los primeros en alcanzar algo, los ilusos descubridores de una nueva realidad. La vida que tuvo en el silencio y el grito la misma extensión devoradora que ahora, esa que a lo largo de los siglos, en un relato discontinuo y disperso a veces, en ocasiones voces perdidas en medio de gigantescos desiertos de espacio y tiempo, solitarias plegarias sin atender, fue contada por los escritores. Ese testimonio, esa impresión verbal que conformó la idea del tiempo transcurrido, la aspereza y el gozo, y cuando los titanes aplastaron a los hombres ese respiro, esa sensualidad de las palabras que esbozan la existencia, hasta rescatar esa dicha de vivir y hallar la suave cadencia de un sentido, de un motivo. Porque a veces, existieron hombres que no pudieron elegir. Tal vez por eso leer, porque tarde o temprano algo similar sucede en cada vida. Por eso la lectura como un alivio y una luz. La escritura como un acto de resistencia que a pesar de su invisibilidad tan a menudo hiriente, siempre nos recordará que somos hombres, hombres con voz, con vida dentro de nosotros -quizá con toda la vida de la humanidad dentro-, capaces de negar la negrura y construir la esperanza.
A veces es necesario la vida para aprehenderla. Pero vivir sin más, a menudo ciega. Y la literatura, tarde o temprano, cuando alcanza ese aliento revelador, siempre, siempre, transforma algo.
Fue entonces cuando le dije a mi buen amigo que se parecía cada vez más a Hemingway, y que al final todo era una cuestión de literatura.
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