El pasado mes de agosto, mi suegra, como saben conocida escritora francesa, y yo, iniciamos a las nueve y media de la mañana un largo peregrinaje alcohólico y literario hasta Hyéres, hermosa ciudad de la Côte D´Azur, a apenas cuarenta kilómetros de Saint Trôpez y Port Grimaud. Nos aguardaba allí a las once un viejo amigo de Chantal, Monsieur Frédéric Chellin, también escritor y director de la prestigiosa y elitista revista de Aix-en-Provence Litteratures.
Entre las diez menos cuarto y las diez y treinta y cuatro, en un agradable café con vistas a la bahía, bebimos tres Campari con hielo, dos Ricard bien fríos escarchados de cubitos y una copa deliciosa de rosé de la región. Cuando me dispuse a subir al coche mi somnolencia y el sopor etílico eran tan notorios que estuvimos a punto de cancelar la excursión. La promesa de un baño marino sumidos en ese aire cálido atraía como si las sirenas silbasen desde el pliegue final de las olas. Aún así nos atrevimos finalmente a viajar, tal vez porque esa era la última oportunidad del verano para encontrarse con Fredéric.
Tardé una barbaridad de tiempo en recorrer los doce kilómetros desde Le Mourillon hasta Hyéres, concentrado en no salirme de la vía y atento a los colores y la luz del mediterráneo que pugnaban por despistarme. Todo mi espacio visual se llenó de nubes cristalinas que flotaban ingrávidas frente a mis pupilas dilatadas. Llegamos tarde y medio borrachos, como era de esperar. Chantal me dijo que, por un instante, había pensado en aquel viaje que casi un siglo antes celebraron Fitzgerald y Hemingway. Insultamos con vulgaridad ebria al machote de Ernest y volvimos a brindar para pasmo de Fréderic con un Campari nada más sentarnos en una terraza de la plaza principal de la ciudad tras los saludos de rigor. Los dos empeñados en ser Fitzgerald escribiendo ante el asombro de Monsieur Chellin, pero con aquella vieja resistencia a la bebida del otro, así que los papeles no estuvieron claros en ningún momento y propiciaron una absurda discusión ventilada con otra ronda más.
Semejante ebriedad a las once y media de la la mañana tenía un motivo, no se crean que somos alcohólicos sin más. No en vano, mi suegra es una atractiva señora de sesenta y cinco años, con pasiones deportivas en cuanto tiene la ocasión, autora apreciada por la crítica, con ocho libros publicados, muy bien conservada para su edad hasta el punto de que muchos, al mirarla de espaldas, la toman por una treintañera de buen ver, y que, además, escribe como los ángeles. Denota respetabilidad por doquier, ese ha sido parte de su destino, ese aire suficiente y burgués. Yo tengo peor diagnóstico, pero guardo con bastante elegancia las apariencias a poco que me esfuerce. Quiero decir, en resumidas cuentas, que teníamos una buena razón para semejante exceso mañanero.
![marguertie en hyeres 001]()
Le dijimos a Fredéric que por el camino interminable en coche -una temeridad que no acabó con nuestros huesos en una comisaría de la police français por mi matrícula española- habíamos hablado largo y tendido del panorama literario mundial y nuestras últimas lecturas, aunque a veces el discurso fuese un balbuceo y un pesado regusto a alcoholes de graduación respetable. Sobre todo, y a partir de cierto momento, de Franzen y su Libertad, que nos había fascinado, aunque la escritura de Jose Dónoso (yo El lugar sin límites, y ella, casi en éxtasis, El obsceno pájaro de la noche) situaban a la literatura norteamericana en esos lugares privilegiados de la narrativa pura, y al chileno en ese lugar sagrado de los artistas de las letras, punto de partida que nos permitió divagar un buen rato. Fredéric se limitó al poco a soltar con su sobriedad habitual una sonora carcajada.
-Dos gallos incendiados -afirmó-, cacarean en este corral-.
Se calló de inmediato ante el desdén que mostramos sin tapujos mi suegra y yo. Al fin y al cabo Fredéric bebía zumo de frutas del bosque natural, sin azúcar ni conservantes, y siempre fue un tipo bastante soso.
-¿Porqué esa distancia?.- Se repetía Chantal por lo bajo.- Entre Michon y Phillipe Roth, entre Juan José Saer y Paul Auster? ¿Y porque a pesar de todo nos gustaba tanto Libertad de Franzen? ¿y tanto El lugar sin límites o El obsceno pájaro de la noche?
Vargas Llosa nos había decepcionado a ambos con El sueño del Celta; escrita con una torpeza inusual en un autor de su rango. Chantal se había cansado de mi querido Vila-Matas sin saber exactamente la razón. Tras aquel flechazo de un par de años atrás que la llevo a enamorarse de Don Enrique el sentimiento se había convertido en una ligera decepción. Habló de Sebald y de Quignard, que mantenían el tipo. Yo le dije que me había fascinado la escritura de Elifried Jelinek, pero no su insoportable mala ostia.
-Premios Nobel, premios Nobel.- Murmuró Fredéric sin añadir nada más.
El sol era bochornoso a medio día. Se intensificaba el calor con el alcohol que habíamos tragado. Mi suegra pidió de buenas a primeras un Sauterne mientras esbozaba una teoría sobre las técnicas literarias utilizada por Döblin en Berlin Alexanderplatz. Aseguró que era impecable la escritura, pero el libro le había resultado frío y desagradable, muy lejos del Ulysses de Joyce a pesar de la insistente comparación de la crítica literaria alemana.
-Suis d´accord ma belle mere… esa Alemania que tanto nos irrita, que tanto ha perjudicado a éste continente…
Luego acudió a mi mente la fascinante lectura de Gracq y la fijación por varios pasaje de su novela Los ojos del bosque. Me fascinaba la historia del teniente francés. Su soledad humana, los paseos por ese bosque húmedo y extenso, aguardando la guerra. Ese hombre que visitaba a la hermosa y desinhibida joven que habitaba la casa del pueblo. Les confesé que había tenido exuberantes sueños eróticos leyendo la novela, e incluso recordado pasajes sensuales de mi vida enterrados gracias a la magia de esa escritura, a ese sutil recorrido del lenguaje por las fibras y resortes de la memoria y sus ecos agazapados, adentrándome en esos bosques frondosos que fijaban la frontera, en la hermosa historia imposible entre un oficial del ejercito y una hermosa lugareña en un village evacuado. Había leído en éxtasis esa prosa clásica, hipnótica, precisa y al tiempo poética, que se encaramaba a mis ojos y me cegaba con su ritmo y su belleza. Otra prosa excelente para la salud. Los paseos del oficial hasta el secreto cálido de ese caserón. La hoguera encendida, el olor del café y el té, del pan. El cuerpo desnudo de la jovencita que contrastaba con la rudeza alcohólica de los soldados hacinados en el búnker, aguardando una cercana batalla que nunca llegaba. La sensualidad de esa soledad de la espera en el refugio, su decadencia de óxido y humedad, ese ambiente masculino, obsceno, que enseguida quedaba exhausto, anegado ante los despertares sensuales del teniente y la muchacha en el dormitorio, contraste sublime. Tuve la sensación de enamorarme de ella, de gozar de sus pechos y sus caderas, de esos actos de amor gozosos, de esa extraña libertad en medio de una guerra, de la desnudez y la alegría sexual y vital de la chica. Fueron gozosos momentos de lectura.
Chantal me guiñó un ojo. De alguna forma la vida nos ha construido a través de la literatura con semejanzas que combaten la diferencia generacional y cultural: ella francesa, sumida media vida en el mundo editorial y elegante de la Francia literaria, y yo un español hijo de la democracia, en un país embrutecido y teniendo que lidiar diariamente con el sector más antropológicamente salvaje y obsceno de los existentes en el mundo contemporáneo a pesar de su aparente sofisticación. Nos unía, pensé de repente, Proust y Virginia Woolfe. También Marcel Schwob e Italo Calvino. Cesare Pavese y Onetti. Baudelaire tan a menudo, tan afín a nuestra negrura disimulada, y Apollinaire y Camus, y Bolaño. Últimamente. Bolaño. Donoso ocupaba muchos de nuestros recientes pensamientos.
–El lugar sin límites-. Repetí de repente, que me remitía a una novela corta magistral de Onetti. No llegué a pronunciar el título cuando Chantal gritó: Los adioses.
![marguerti rue saint benoit 001]()
Pero sobre todo nos une ese viaje de la mano de Fredéric. Hyres, los lugares en los que a finales de los años setenta Marguerite Duras paseó su diminuto cuerpo y su cara abarrotada de hermosas arrugas.
Marguerite, Marguerite. Pasión desde diciembre del pasado año para mí. En tres meses leí y releí toda la literatura que guardaba en mi biblioteca de la Duras, compré las obras que me faltaban traducidas al español, y me empeñé en leer en francés L´amour y La Douleur. Esa misma Duras que a mis diecisiete años consideré falta de interés, prosa demasiado femenina según mi notas -imbécil que fui-, la que amaba mi querida hermana o Helene, aquella de la que dije que escribía novelas demasiados breves para mis gustos monumentales de entonces, en un estilo demasiado minimalista, casi ausente; la misma a la que menosprecié por los títulos de sus obras.
Dios, la adolescencia, a estas alturas, casi me parece una enfermedad a superar, aunque tal vez será por está madurez que se avecina intolerable y terrible. Ya no lo sé. Pero allí estábamos, con Fredéric, en Hyéres, bebiendo como cosacos y a punto de la santa ebriedad despreocupada y expansiva, por ella, por Marguerite. A pesar de las burlas inocentes de Vila-Matas, que años después de mis exabruptos contra ella me harían concebirla como una abuelita entrañable, inocente y famosa. Ella, que ahora sé que fue la gran dama de las letras francesas con permiso de Simone de Beauvoir, Nathalie Sarraute o aquel fenómeno moderno y fugaz que fue Françoise Sagan; mi Marguerite, a mis ojos de letras por encima de la académica Marguerite Yourcenar.
Fredéric se reía, él, el mayor especialista que conozco de la vida y milagros de la Duras, capaz de cumplir desde la terraza donde seguíamos Chantal y yo liquidando alcoholes como si estuvieran de rebajas el recorrido diario de aquella pequeña fuerza de la naturaleza en aquellos lejanos días de 1979, en Hyéres. Se reía porque mi suegra quiso conocerla durante treinta años sin suerte. La siguió como si Marguerite fuera un gurú ofreciendo el paraíso, lo hizo desde sus artículos de prensa, sus películas, sus guiones memorables, sus obras de teatro o todas esas novelas que nos regaló. No se perdió nada de ella, e incluso en el año 1994, cuando comenzó a publicar regularmente sus propios libros, estuvo a punto de aceptar el encargo de escribir su biografía, que una conocida editorial parisina planeaba por entonces, proyecto que llevo a cabo cuatro años más tarde Laura Adler. Mi suegra hubiera escrito una biografía a mi juicio mucho más literaria y vibrante; el libro de Adler siempre me pareció frío, lleno de datos sin alma para un corazón como el de la Duras.
Cuando pudo conocerla, ese día en que la cercanía llegó a ser un roce vanidoso y posible, en la entrega de un conocido premio literario en Lyon, Marguerite se murió. Yo sólo era esa mañana en Hyéres un advenedizo que regresaba al redil. Aquel antiguo diletante, cargado de furia, que hizo pasar a la gran escritora europea de las letras contemporáneas por sus ojos enrojecidos de jovencito díscolo como un pluma fugaz sin atender a esa voz en verdad, a esa extraordinaria y sublime voz. Porque si estábamos borrachos era por ella, siguiendo aquellos rituales que tanto le costó abandonar a pesar de la vejez y la enfermedad. Campari en los tiempos de Los caballitos de tarquinia, con esa maravillosa novela sobre el amor en el sopor del verano italiano. Vino siempre. Porque aquel dolor de la anciana Marguerite aferrada a la botella siempre fue nuestro dolor sin saber exactamente la razón; el miedo a esa vida despiadada y terrible, la necesidad de traspasar con la santa ebriedad las barreras del miedo y el silencio. Siempre igual, ebriedad, dijo Chantal, tan sobria en ese instante de desnuda borrachera, y Fredéric contó como la vio entonces, como la sintió en esos lejanos días de 1979.
![marguerite paris 001]()
Y entonces, cuando Frederic comenzó a hablar, y se interrumpía de vez en cuando para mirarnos con cierto desprecio, comprendí que tenía miedo, miedo a que no pudiéramos seguir el relato más importante de su vida. Los ojos de Chantal se cruzaron con los míos, y entonces me di cuenta en ese instante de que habíamos atravesado esa barrera imperceptibe que nos situaba en un lugar de letras alcoholizadas, entre esos nombres pronunciados hasta la saciedad con la solemnidad y el respeto de lo que se admira con las entrañas; ya éramos uno a partir de ese momento, no como la antigua camaradería que nos suele acompañar en nuestros desmanes lectores, sino junto a Marguerite en esos mediodías ebrios con las gafas de sol puestas y los vasos recogiendo los rayos de sol. Fue un gesto cómplice y al tiempo individual. Una especie de salto a otra dimensión, a otro tiempo. Todos los libros de Marguerite estaban ya en nosotros como recién leídos. Yo con la premura del lector tardío, casi posterior, con el filtro de las tradiciones, casi siempre insuficientes para una prosa como la suya: mi suegra extasiada de aquella persecución que la hizo leer a la Duras de la A a la Z desde los años sesenta, leerla en los libros y en las revistas, en la prensa, escucharla en la radio, ver sus películas, tratar de conocerla, vivir como si lo hiciera por ella. Cada cual con esas palabras, con el efecto de sus novelas y sus imágenes, de sus ensayos y sus artículos de actualidad, seducidos por ella, la gran alcohólica, la gran escritora, la lolita sensual que devino mujer de apasionado deseo, de muchos amantes y decenas de cópulas desesperadas, la gran mujer que supo envejecer a pesar de la tercera persona vanidosa y extraña y del éxito final, aquella explosión de los años ochenta que El amante provocó convirtiéndola en una celebridad mundial mas allá de las fronteras de Francia, calificativos que sabíamos sin mediar palabras que Fredéric rechazaría, ese Fredéric y su amable sobriedad, su cultura suave como los colores de los jardines con palmeras que bordean la carretera de Hyéres, con esa cordialidad constante y esa bondad reconocida tal vez en todas partes, por nosotros desde luego allí, en ese cruce del tiempo en la Côte d´Azur, en esa terraza iluminada por el sol. Fredéric era prácticamente abstemio, y eso era una diferencia de consideración.
Supongo que Chantal tuvo que decirlo en ese momento degustando a la Duras.
-Te faltó el abismo querido Fredéric, siempre lo mismo-. Eso pronunció mi suegra, a punto de la carcajada.-El abismo para entender por completo a Marguerite-.
Nuestro rezo fue literario, sin excesos ni parafernalia a pesar del alcohol. Prosiguió mi suegra excitada como un devoto ante sus iconos.
–En un jardín no se está sólo. Pero en una casa, se está tan sólo que a veces se está perdido. Ahora sé que he estado diez años en la casa. Sola. Y por escribir libros que me han permitido saber, a mí, y a los demás, que era la escritora que soy. ¿Cómo ocurrió? Y, ¿cómo explicarlo?. Sólo puedo decir que esa especie de soledad de Neuphle la hice yo, fue hecha por mi. Para mí. Y que sólo estoy sola en esa casa para escribir. Para escribir libros que yo aún desconocía y que nadie había planeado nunca.
Chantal chascó la lengua, brillante y feliz. El párrafo entero es de la Duras, memorizado, como todo ese libro, Ecrire, reconstruido en su prodigiosa memoria, lleno de resortes que producen su salida exacta, sus palabras extraídas como rollos de papel ante el tirón del lenguaje, de una sola palabra a veces. En ocasiones pienso que vio en ella algo más que su extraordinaria literatura.
La luz caía sobre la mesa. Me veía reflejado en sus gafas de sol mientras Chantal alzaba la cabeza y afirmaba que un escritor siempre necesita un lugar, aunque se trate de un viajero inconsolable o de un alma sin raíces, siempre necesita el espacio de la escritura si es escritor. Cuatro paredes, una puerta tal vez, que en ocasiones es el cielo, el mar, el desierto, puertas naturales en el fondo, una ventana por la que mirarse a sí mismo, con persianas que propicien el encierro necesario cuando se convocan las palabras de la literatura.
Es ahí donde ella encuentra esa soledad de la escritura, también la de la vida, igual de inexorable y terrible pese a la compañía de los afectos, del amor y la amistad, tan llena de la misma luz. Sus ojos húmedos me fascinaron de repente, tal vez vi su rostro de joven entre la vejez controlada de ahora, ante el deterioro irremisible de la piel y la carne que he visto avanzar despacio con los años en ella.
Pronunció todas esas palabras con una solemnidad que celebró el jolgorio alcohólico que nos embriagaba sin alardes. Esta sagrada borrachera de Duras y alta graduación.
Ahora estaba sola, mi suegra, sin Fredéric y sin mí, tal vez con la Duras en esa casa de Neuphle a la que me llevó una vez, hace unos años, en una de mis frecuentes visitas a Paris: primero la Rue San Benoit y más tarde el peregrinaje hasta Neuphle.
El hecho de la escritura es una pregunta solitaria a uno mismo, sin importar la repercusión. Es hallar nuestro libro desconocido, el poema del que nada sabemos y que debe brotar porque está ahí, agazapado en algún lugar de nosotros. Entre cuatro paredes, siempre, ventanas cerradas o medio cerradas, una puerta que franquea la salida al exterior cuando todo es demasiado insoportable, cuando necesitamos el alimento de afuera, tal vez las voces de los niños, las risas de los amigos, el beso delicado u obsceno de los amantes.
-Hay hombres y mujeres de un sólo libro, o de una sola idea, pero eso no es importante, lo importante -añadió, provocando un cierto pasmo en el bonachón de Fredéric-, es que la soledad de la escritura esté siempre ahí, que la necesitamos siempre, aunque no escribamos.
-Rulfo.-Dije de repente.
-Rulfo.-Asintió Chantal.
![marguertie escribiendo 001]()
El sol cubría Hyéres. La luz del mediterráneo rompió esa soledad que se instalaba en el rostro de mi suegra, su sonrisa todavía aguantó la alegría en el movimiento de los labios y el gesto del cuerpo removiéndose en su silla. De repente se estremeció sobre su asiento. Las palabras hacía tiempo que se habían arremolinado en torno a un vocabulario esencial, porque llegar a la esencia de una palabra es un esfuerzo sobrehumano, y se llega a pocas lo largo de toda una vida intentándolo, a unas cuantas que terminamos por dominar después de años acercándonos a ellas. Estaba buscando en ella misma a Marguerite, aquello que la unió a su imagen y a sus libros, a su mundo de ficción. Buscó la soledad que acompañó siempre a la Duras de las primeras novelas. Sin esa soledad no se escribe, incluso en la desapacible sensación de no hacerlo se encuentra la pulsión inconexa o fragmentada de la soledad: a veces fructifica en el papel y la tinta, otras difumina la intención de hacerlo aunque persiste esa escritura, su objeto al menos.
-Es una separación de los demás, nada aristócrata aunque pueda parecerlo superficialmente, absolutamente ausente la mistificación o el exceso, en su justa medida, sino una separación que también es propia, en la que la experiencia cede, la compañía se disipa, y entonces se anhela esa soledad de la escritura, aunque sea mentalmente. Me pasa en un museo, en mis clases, en cenas con amigos, en los viajes con Michel o Milena. Es un instante inevitable, imprevisible, en el que la soledad me sobreviene; es el lugar de la literatura que llevo dentro, también del diálogo con el tiempo, con los otros escritores.
Apuré la tercera copa de rosado provenzal y y me acudió un deseo imperioso de insultar a Fredéric, a su tibieza vital, sin saber porqué, pese a ser alguien tan bueno y cercano, que siempre estuvo allí, desde que colaboré en su revista dos años atrás, en todos mis viajes a La Var que cumplo irremisiblemente cada verano y guardo una cita para él, para recibir su hospitalidad y hablar de libros. Es un extraño sentimiento de encono, a pesar de que es un lector fabuloso que me ha descubierto numerosos autores franceses, canadienses y belgas, ecos de esa lengua maravillosa que toda mi vida he adorado. Este es un lugar terrible en verdad, egoísta sin pretenderlo, de alguna forma cruel. Si se quiere escribir de verdad, ese aislamiento puede llegar a convertirse en rencor. Muchas veces, en períodos insostenibles, escribir es lo único que ha llenado mi vida, escribir y el amor, como si ambas pulsiones tuvieran una dinámica similar siendo tan distintas, y han sido las únicas que jamás me han abandonado. Escribir es más una forma de deseo que una forma de amor, y en eso estaría de acuerdo conmigo nuestra querida madame Duras.
Marguerite dijo que la escritura nunca la abandonó. El amor si, aunque sustituyera un amante por otro, decenas de veces, el amor sí. Sin poder explicarlo ni afrontarlo, el amor se le fue, volvió, de otra manera, pero una parte de aquel antiguo enamoramiento se evaporó para no volver.
![marguertite et le piano 001]()
A pesar de todo Frederic no cesaba de darnos detalles, anécdotas, hechos, ajeno a la ligera antipatía que me sobrevenía. Quizá sabe más de aquello externo que rodeó a Marguerite a lo largo de su vida que nosotros. Puede admirar a la Duras e incluso a Chantal, -a mi apenas me ha ha leído, solo ese puñado de colaboraciones en su revista en el 2010 y el 2011-, pero aseguró que esa extraña mística que mi suegra y yo ensalzamos sin darnos cuenta nunca le pareció convincente, que siempre le resulto lo más flojo y accesorio de la Duras.
Esa fue su venganza, su demostración de que su agudeza nos adivinaba. Chantal le respondió que desde que el hombre tuvo la facultad del lenguaje, siempre quiso contar, y que la lengua escrita además, siempre fue no sólo un modo de contar sino un lugar en el que expresar algo más íntimo, algo más esencial.
-La excusa es contar. Contar es el medio en que hacemos inteligible aquello que nos parece innombrable e inexplicable. Contando llegamos a algo, es una iluminación de nosotros mismos que adquiere, en función del talento y la habilidad, una esencia universal, que se asemeja a los fuegos de artificio. Siempre estamos a punto y nunca llegamos, pero hemos visto esa luz de repente, sobre todo leyendo, y a veces escribiendo.
Marguerite en mis labios, como una degustación sonora del misterio, de repente. En su soledad necesitaba escribir. La oí decirlo a mi lado: un fantasma me susurraba a la oreja esas palabras. Puedo decir lo que quiera, pero nunca descubriré, aunque viva mil años, porqué se escribe ni cómo se escribe.
De la terraza bañados por el sol, Fredéric nos lleva a rastras, ruidosos, tambaleantes, hasta un bodega del centro de la ciudad que Marguerite, en su breve estancia en Hyéres, solía frecuentar. Nos dice que el local ha cambiado mucho. Pasamos al tinto Côte Provence entre las sombras húmedas de la madera que cubre los muros y la ligera humedad que nos recibe.
A menudo mi suegra me sorprende. Tanta contención que lleva un tiempo aflorando en forma de exceso, a su edad. La veo un día de repente dar un portazo a su vida burguesa y tranquila, a sus bienes acumulados, a su marido, perdiendo el norte en la maraña de carreteras comarcales de la hermosa Europa, buscando huellas de un continente que desaparece, o al menos su esencia, su historia. Su pesimismo es una forma de rebeldía que a cierta edad cobra una forma más lúcida y al tiempo más virulenta.
-La soledad siempre tuvo un significado claro para ella: o la muerte o el libro. Tal vez también el whisky, eso significaba…
Su lengua se soltó entre las sombras que nos envolvían. Fredéric quizá se sintió alguna vez así. De repente tuve la sensación de que la escritura fue para ella el lugar de la pasión. De la pasión fugaz e intensa de la vida, de su efímero fulgor, de lo que nos sostiene. Que sucede lo mismo en el amor apasionado; la obscenidad del éxtasis cobra a veces una trascendencia muy superior de lo que creemos, y esa obscenidad es a la vez la desnudez de la literatura, su falta de pudor, aunque una cosa se haga con palabras y alma, y corazón y razón, y la otra se construya con la piel, la lengua, la hermandad, la saliva, los flujos, los humores del cuerpo.
Marguerite, eso pensó mi suegra alzando la mirada, escribía por deseo, no por amor. Una razón de ser, oímos en sus labios húmedos. Lo que te obliga a apretar un cuerpo desnudo contra ti, a sentir el sexo pleno, saciado, la saliva, el sudor, a morder, siempre fue una razón de ser que había que concluir, como un libro. Tan insatisfactorio al terminar, tan necesario como un libro. La Duras aseguraba que nunca había hecho un libro que no fuera ya un razón de ser mientras se escribía, y eso sucedía, fuese el libro que fuera.
Creyó que escribía pero nunca pudo acercarse a ello desde un punto de vista intelectual -era demasiado poderosa e inasible la idea-, aunque participara tan a menudo de la vida política y cultura de su tiempo. Tuvo una fugaz iluminación cuando Lacan escribió un artículo al leer El arrebato de Lol V. Stein. No debe saber lo que ha escrito. Porque se perdería. Y significaría la catástrofe. Para ella, esa frase se convirtió en una especie de identidad esencial, en un derecho a decir absolutamente ignorado por las mujeres…
-Lacan.- Dije mojándome los labios con el vino tinto. -Ahora, eso esencial, mi querida suegra, me parece algo también ignorado por los hombres, qué curioso…
Tengo la sensación de que Chantal siempre me ha ocultado a mí y a su hija, a su marido, a muchos de los que la han conocido, a sus lectores más fanáticos, el contenido de su esencia; esa misma que a Marguerite le pareció descubrir en las palabras de Lacan, en aquella larga entrevista memorable de dos horas que la Duras y el psicoanalista más famoso de su tiempo celebraron en un café de París, simplemente porque él había quedo absolutamente conmovido y seducido por El arrebato de Lol V. Stein.
Fredéric intentaba seguirme a duras penas cuando dije en mi francés de andar por casa, ebrio e inconexo por el alcohol ingerido y los efectos del cambio de temperatura entre el sol abrasador de la terraza y la oscuridad de la bodega, que Marguerite casaba mal con los tiempos que vivimos. Que en España tan sólo se leía una parte reducida de su obra; El amante, El amante de la China del norte, algunos textos secundarios, que muchos de sus libros estaban descatalogados. Que me parecía demasiado grande para que toda su escritura no estuviese editada en bolsillo, intolerable que no se estudiase más, que no se hablara de ella demasiado; un derroche que sus películas no se encuentren por ninguna parte. Tenía la sensación de que los tiempo estúpidos y analfabetos la borraban.
De nuevo hablé de las traducciones: muy difícil traducir sus silencios, sus desmanes con la sintaxis, sus palabras fundamentales que tal vez no encuentran correspondencia en otros idiomas. En Francia se celebraban aniversarios de su obra. Le Monde editó un especial hace un par de meses. Se anunciaba una nueva biografía, se reeditan textos sobre ella. También textos escritos por ella.
![marguerite 001]()
La Marguerite que se casó con Robert Antelme es muy distinta a la viejecita encabronada que disfrutaba las mieles del triunfo y el dinero tras la publicación en el año 84 de El amante, a esa mujer endiosada, tal vez hasta demasiado pagada de sí misma que hablaba de ella en tercera persona. De esa Marguerite antigua que vio como su marido regresaba destrozado de los campos de concentración alemanes medio muerto, con el cuerpo y el alma destrozados, y odió, y expresó ese odio una y otra vez con la misma precisión y talento con el que narró el amor o el deseo.
El deseo. Esa historia sexual y salvaje de “L ´Homme assis dans le couloir” era igual que su odio ante lo que un país, una nacionalidad, una raza como ellos decían, había destruido en Europa, lo exterminado en una comunidad humana religiosa como la judía. No podía perdonar, de la misma forma que no podía evitar sentir fascinación por la violencia del falo, por la explosión virulenta de la eyaculación, por las luces del deseo entre los brazos de una carne y un sexo húmedo. Esa violencia era la suya, aunque vivieran muchos años y se olvidara aquella pasión por otras.
-El deseo se mantuvo siempre en su escritura.
Y mi suegra sonrió, porque tal vez también estuvo alguna vez de ese modo entre sus manos. Por un instante la veo desnuda por el bosque, años atrás, con un hombre, otro hombre distinto a su marido y a todo lo que conozco, un hombre salvaje, con el sexo henchido, persiguiendo la eternidad de esa cópula, de ese ritual sagrado hasta que le falta el aire, para luego alcanzar la soledad de la escritura, para escribir, para vivir tal vez.
–Hallar en un agujero, en el fondo de un agujero, en una soledad casi todo, y descubrir que solo la escritura te salvará. No tener ningún argumento para el libro, ninguna idea del libro es encontrarse, volver a encontrarse, delante de un libro. Un inmensidad vacía. Un libro posible. Delante de nada. Delante de algo así como una escritura viva y desnuda, como terrible de superar. Creo que la persona que escribe no tiene ni idea respecto al libro, que tiene las manos vacías, la cabeza vacía, y que, de esa aventura del libro, es cómo nace la escritura seca y desnuda, sin futuro, sin eco, lejana, con sus reglas de oro, elementales, la ortografía, el sentido.
A veces pienso que todo lo llevo al territorio de mis pasiones, pero en verdad con Marguerite es casi inevitable, lo mismo que le sucede a mi suegra. Los años de exceso, la sensación de libertad acumulada para alcanzar una soledad posible, debieron ser comunes, salvo la distancia generacional de cada época, con los abismos de la Duras y posteriormente, unas décadas después, con los de mi suegra. El espacio de lo oscuro. Esa negrura que siempre necesitamos para alcanzar una luz. Luz que ella expresó. La Duras, que quedó respirando en ese limbo, como ausente, como si toda su obra no fuese otra cosa que un profundo psicoanálisis de sí misma destinado a ofrecer una solución de alegría y paz a los demás.
¿Por qué sus infiernos me apaciguaron tanto al releerlos hace unos meses, alejado ya hace mucho de mis lugares siniestros, de mis adicciones y mis tristezas?
Ella dijo una vez que en la vida llega un momento, y creo que es fatal, al que no se puede escapar, en que todo se pone en duda: el matrimonio, los amigos, sobre todo los amigos de la pareja, los otros también. Lo único que no ponía en duda era la maternidad, la paternidad. El hijo. Los hijos.
-El hijo no se pone en duda. Y esa duda de todo lo demás crece alrededor de uno. Esa duda está sola, es la de la soledad. Ha nacido de ella, de la soledad. Ya podemos nombrar la palabra. Creo que mucha gente no podría soportarlo, que digo, huirían. De ahí quizá que no todo hombre sea un escritor. Si. Eso es, esa es la diferencia. Esa es la verdad. No hay otra. La duda, la duda es escribir. Por tanto, es el escritor, también. Y con el escritor todo el mudo escribe. Siempre se ha sabido.
Todo el mundo que la lee. Y esa soledad es la potencia del deseo. Fredéric me miró cuando dije esto. La soledad como potencial deseo, el lugar en el que se entremezcla ese deseo necesario para la escritura. La duda también. Porque la duda es poner todo en jaque, revolverlo todo, hasta lo cómodo o confortable. Pienso en ese día triste en el que los lectores no escriban con Marguerite, no se adentren en esa soledad -en ese deseo y esa duda-. Frederic me acusó de pesimista pero yo le pedí que mirase a su alrededor.
![marguerite et jean moreau 001]()
El bodeguero sirvió otra ronda de vinos. Fredéric aceptó al primer alcohol de la mañana, adujo que ya era hora de violar sus preceptos, de trasgredir ese fascinante autocontrol. Ese orden en sus quehaceres trastoca su admiración por la Duras, precisamente una mujer muy ordenada, obsesionada con que la cama estuviese hecha o las cosas de la cocina cada una en su sitio. Sé que Chantal pensó: ¿como es posible que se adentre en Moderato Cantabile, en Ecrire, en Ojos azules caballos negros, en Los caballitos de Tarquinia o en El dolor, y sea tan sumamente metódico, tan timorato hacia lo que es incontrolable, tan ajeno a esa oscuridad necesaria para su luz?
Hemos hablado tantas veces de esa oscuridad cada vez que las novelas que leíamos eran capaces de despertar esa fascinación terrible, desmesurada. Porque en el fondo, o al menos es lo que pienso, comprendíamos como Marguerite que llevar a cabo un libro es un acto difícil, tanto como la vida cotidiana. La dificultad de una novela exige de una especie de fe, a no ser que uno sea un inconsciente o un ignorante. Cualquier atisbo de creación conlleva un esfuerzo. La escritura tiene además componentes muy estrictos: la soledad que tanto llenaba los labios gruesos de la Duras, pero también el dominio de la sintaxis, el encuentro con el modo de contar, el contacto real de esa escritura con la emoción y la idea, la extraña inconsciencia con la que se celebran los puntos de vista de la narración hasta conformar algo sólido. Un camino tortuoso y difícil, hasta el punto de que Marguerite solía decir con una leve amargura en el rostro que si no hubiese escrito se habría convertido en una incurable del alcohol.
Bebía mucho, eso es cierto, tal vez porque no se puede escribir siempre, porque el estado de ansiedad que genera la escritura requiere de pausas, de silencios, otras veces de vida necesaria alrededor. Ella decía que temía ese estado práctico: estar perdido sin poder escribir más. Era ahí donde aseguraba que se bebía de verdad. Como uno está perdido y ya no tiene nada que escribir, que perder, uno escribe. Mientras el libro está ahí y grita que exige ser terminado, uno escribe. Está obligado a mantener el tipo.
Marguerite no podía soltar un libro siempre antes de que estuviese completamente escrito, o eso decía; sólo y libre de ti, que lo has escrito. Le resultaba tan insoportable como un crimen. Cualquier humor al respecto me resulta cínico. Chantal diría que no hay muchos escritores así, que abarquen esa especie de mística del escritor con tal sinceridad, naturalidad, coherencia y calma. ¿De donde viene la obsesión de los textos?.
Por eso tal vez Lacan quiso conocer a la mujer que había compuesto El arrebato de Lol V. Stein, porque su extrañeza y su curiosidad fueron monumentales: sintió que todo lo allí escrito llegaba de un lugar profundo, un abismo arrebatador y verdadero, con una escritura que parecía una especie de lámina sutil capaz de adentrarse con su silencio hasta rozar muy de cerca la totalidad de un sentido, de una locura. Marguerite no creía posible que un escritor de verdad pudiera quemar su manuscrito. O bien lo que estaba escrito no existía para los demás -no tenía esa necesaria pretensión de alcanzar el sentido que pudiera ser comprendido por los otros- o no era un libro.
Uno siempre sabe lo que no es un libro: el mundo está lleno de novelas que cubren estanterías de librerías y no son libros.
-¿Cómo te defiendes tú del miedo, hijo?.-Dijo de repente Chantal.
Su sinceridad alcohólica me suele provocar pasmos. Retrocedí al instante ante esa pregunta; tenía la frase de Marguerite acerca del miedo, también el eco de Lowry o los cuentos de Pavese en la cabeza. Pero me vino de Marguerite, tal vez porque ahora el Campari volvía a brotar de la mesa para pavor de Fredéric.
Fredéric convierte el miedo del escritor en una organización ficticia, en una voluntad conmovedora. Yo no sé lo que hago para convertir ese vértigo, que se parece a todos lo miedos humanos, pero que encima posee un doble peso. Miedo al papel en blanco, a no ser, no llegar a escribir lo que deseo, lo que necesito, lo que me devora por dentro y tiene que salir.
Al no contestar, mi suegra prosiguió afirmando que tal vez se defendió del miedo con una respetabilidad distinta a la de Fredéric, pero no por ello menos ficticia. Las cosas nos defienden relativamente de ese miedo, pero no bastan. Los objetos, las casas, lo tangible. Los hijos, aunque provocan otros miedos. La nada.
-La Duras solía contar que cuando se acostaba se tapaba la cara. Tenía miedo de sí misma. No sabía cómo ni porqué. Y por eso bebía alcohol antes de dormir. Para olvidarse, a sí misma. Enseguida el alcohol, escribía, me pasa a la sangre y luego uno duerme. La soledad alcohólica es angustiosa. El corazón se nota, si. De repente late muy deprisa sino llega el sueño.
Fredéric, al que había animado el vaso de tinto, sacó de su pequeño bolso Ecrire. Entonces leyó en voz alta, quizá para acallarnos, cansado de esa complicidad que lo dejaba fuera frente a su excursión, sugerida por él, tras los pasos de Marguerite en esta bella ciudad de Hyéres, en la Côte D´Azur, a orillas de la Provenza.
Cuando yo escribía en la casa todo escribía. La escritura estaba en todas partes. Y cuando veía a los amigos, a veces no acertaba a reconocerlos. Hubo varios años así, difíciles, para mí, si, diez años quizá, quizá duró diez años. Y cuando amigos incluso muy queridos acudían a visitarme, también era terrible. Los amigos nada sabían de mí; me apreciaban y acudían por gentileza creyendo que hacían bien. Y lo más extraño era que no me importaba. Eso hace salvaje a la escritura. Se acerca a un salvajismo anterior a la vida. Y siempre lo reconocemos, es el de los bosques, tan antiguo como el tiempo. El del miedo a todo, distinto e inseparable de la vida misma. Uno se encarniza. No se puede escribir sin la fuerza del cuerpo. Para abordar la escritura hay que ser más fuerte que lo que se escribe. Es algo curioso, sí. No es sólo la escritura, lo escrito, también los gritos de las bestias de la noche, los de todos, los vuestros y los míos, los de los perros. Es la vulgaridad masificada, desesperante, de la sociedad. El dolor; también es Cristo y Moises y los faraones y todos los judíos, y todos los niños judíos, y también lo más violento de la felicidad. Siempre. Eso creo.
![margeurtie cafe 001]()
Nos quedamos sobrios, apagados. El jolgorio dio paso a una suave caída. Cuando Fredéric propuso ascender hasta la parte alta de Hyéres, por los barrios que se adhieren a la montaña y ascienden hacia el castillo, salimos disparados. Necesitábamos el aire, el extraño rumor del aire cálido, del sol, para recuperar cierta entereza. La ebriedad era intensa y confortable, una suave ceguera que erizaba la sensibilidad, me cegó los ojos. Casi me tambaleaba entre los escalones de piedra que cubrían algunos pasajes. Me sorprendió la resistencia de mi suegra, que se cogía al brazo de Fredéric para sostenerse, pero en el rostro no se le notaba nada, al contrario; su disimulo era conmovedor. Me puse a su altura al imaginar a la Duras con medio litro de Campari en la sangre subiendo la cuesta. Igual o peor que yo tal vez.
-La escritura tiene ese reverso. Su luz siempre nos hace ir muy lejos, a veces la oscuridad. Hasta que uno la remata. Otra vez Marguerite en la luz. De repente todo cobra un sentido relacionado con la escritura, es para enloquecer. Dejamos de conocer a la gente que conocemos y creemos haber esperado a quienes no conocemos. Sin duda se trataba simplemente de que ya estaba cansada de vivir, un poco más cansada que los demás. Era un estado de dolor sin sufrimiento. A veces es estremecedor leerla, hijo. No sé si tú podrías llegar a entenderla Fredéric, con tu optimismo eterno. Ella decía que no intentaba protegerse de los demás, en especial de quienes la conocían. No era algo triste. Era desesperación, la que he sentido tantas veces en mi vida. Eso lo escribió Marguerite cuando estaba embarcada en el trabajo más difícil de su vida: el amante de Lahore, escribir su vida. Mientras escribía El vicecónsul.
-Se pasó tres años para terminar el libro.- Contó de repente Fredéric, sin hacer caso al comentario de Chantal sobre su actitud vital. Marguerite no podía hablar de él porque la menor intrusión en el libro, la menor opinión objetiva, habría borrado todo su sentido. Otra escritura, corregida, habría destruido la escritura del libro y mi propio conocimiento del libro; dijo. Esa ilusión que tenemos -y que se ajusta- de ser la única persona que ha escrito lo que hemos escrito, sea nulo o maravilloso.
Le pregunté a Fréderic, que parecía conocerlo todo sobre la biografía de Marguerite Duras, porqué ella mintió sobre la veracidad de lo sucedido en El amante, porque lo hizo, sabiendo además que una historia mucho más cercana a la verdad, salvo que el personaje del amante era europeo y no un chino, ya se hallaba en Un dique contra el pacífico. Fredéric se encogió de hombros.
-No lo sé… vanidad, tal vez un juego, una venganza inconsciente. La Duras estuvo diez años casi olvidada por la crítica. Sus escarceos con el cine la habían apartado de establishment literario. Se dio cuenta pronto de que sus nuevos lectores leían El amante como si fuera un texto biográfico, escandaloso, sensual. La película que se hizo después ofrecía una imagen de un chino hermoso como un Dios. La verdad había perdido sordidez, ya no era una especie de prostitución ideada por la madre y el hermano mayor para conseguir el dinero del amante millonario, sino una sensual y espléndida exhibición del deseo femenino, del amor físico entre un hombre y una mujer…
Cuando vi esa famosa entrevista con Pivot, quise entender la burla de Marguerite, sólo cuando el público la aclamaba comprando masivamente su libro, tomando El amante como una vivencia real de la autora, vio la posibilidad de ajustar cuentas con su larga existencia como escritora. Eso lo pensé en la ebriedad fatigosa de nuestro paseo, cogidos ahora Chantal y yo del brazo de Fredéric. Una especie de revancha. Una solicitud de engaño, de distancia y de burla, tal vez harta de demasiadas cosas. La Marguerite que vendió millones de copias de esa novela, exploraba la mentira de los tiempos, tal vez por primera vez en su vida. No sé si de modo consciente, pero lo cierto es que entrevió ese lugar de falsedad en el que participó, y que nada tenía que ver con la verdad de la ficción. Era una escritora de ficción, y por tanto escribía novelas, sin embargo aceptó el reto de mantener una verdad imperfecta de su biografía -deliciosa de su extraordinaria literatura- adornada, dulcificada, inclinada hacia una de sus pasiones, el deseo, la sensualidad, hasta convertir una historia miserable en una especie de reivindicación del amor carnal. Podía ser lícito; los escritores son despreciados, o empezaban a serlo por entonces: inventores de mentiras, de ficciones, en un universo de realidad inamovible. Palabras libres, insignificantes, en medio de la dictadura del lenguaje de masas, mediático, manipulador y obsceno. Demasiado poco un escritor. La palabra realidad había cobrado una forma terrible, tiránica y preeminente, como sucede hasta ahora. La búsqueda de la realidad objetiva es una especie de lucha perdida de antemano como sabe la historia de la literatura, que, sin embargo, alcanza con una mediocridad insostenible una preeminencia desesperante en nuestros días.
![marguertie Lámant 001]()
Chantal añadió algo. Palabras de la Duras otra vez, mientras sudábamos en la ascensión, nos deteníamos ante un hermoso mirador y veíamos como la ciudad de Hyéres descendía extensa hasta el límite de mar.
-Un escritor es algo extraño. Es una contradicción y también un sin sentido. Escribir también es no hablar. Es callarse. Es aullar sin ruido. Un escritor es algo que descansa, con frecuencia, escucha mucho. No habla mucho porque es imposible hablar a alguien de un libro que se ha escrito y sobre todo de un libro que se está escribiendo. Es imposible. Es lo contrario del cine, lo contrario del teatro y de otros espectáculos. Es lo contrario de todas las lecturas. Es lo más difícil. Es lo peor. Porque un libro es lo desconocido, es la noche, es cerrado, eso es. Un libro avanza, crece, avanza en las direcciones que creíamos haber explorado, avanza hacia su propio destino y el de su autor, anonadado por su publicación: su separación , la separación del libro soñado, como el último hijo, siempre el más amado…
Estas palabras que acabo de pronunciar me hacen llorar, no sé por qué.
-Eso es lo que escribió Marguerite después de ese párrafo. Su consejo me fascina por su ambigüedad y al tiempo por su exactitud: escribir a pesar de todo, pese a la desesperación. No; con la desesperación. Qué desesperación, no sé su nombre. Escribir junto a lo que precede al escrito es siempre estropearlo. Y sin embargo hay que aceptarlo; estropear el fallo es volver sobre otro libro, un posible otro de ese mismo libro.
Mi suegra se detuvo y miró el horizonte. Estábamos a pocos metros de una casa en la que Fredéric nos aseguró que Marguerite Duras pasó varias horas aquel año que estuvo en Hyéres. Su sonrisa era enigmática, como si ocultara una parte del relato a propósito. Es su pequeña venganza, aunque no nos interesase saber qué hizo allí la Duras. Chantal se tambaleaba, la ebriedad era de alguna forma ya incontrolable.
A veces pienso que guarda en ella toda la contención de una vida, agazapada, sólo aireada en su enrevesada ficción, en sus mundos literarios, tan alejados a menudo de su propia realidad que describe en una especie de enigma que a menudo me cuesta desentrañar. El rastro está ahí, tal vez en esa borrachera mañanera, en ese físico fibroso y ágil a pesar de la edad que le antecede, que podría fatigarla sin excusa, en las sombras de sus ojos cuando alza la vista y trata de esbozar una sonrisa alegre entre la respiración entrecortada.
Aún recuerdo sus palabras una noche fría de Noviembre, en su balcón de Paris, los dos arrebujados bajo una manta, de madrugada. Atacados de insomnio. Ninguno podía explicar porqué a las tres de la mañana, a cinco grados bajo cero, estábamos allí, encendiendo un pitillo tras otro. Fue ella quien trajo el vino, la manta y una par de cojines, y entre aquella humareda que se entremezclaba con la niebla sobre la ciudad congelada, me contó palabras que luego leí en Marguerite, y que me permitieron de alguna manera comprenderla, quizá incluso comprender una parte de mí llena de desasosiego. Me dijo, como si fuera la Duras quien le susurraba al oído, que se está solo frente a una novela que va a comenzar, que ese instante en el que empieza a crecer en uno mismo es similar al primer sueño de la humanidad. Nunca pudo encontrar algo similar a esa sensación, a excepción de la emoción de la maternidad y esa ilusión parecida proyectada en el futuro de ese feto que llevó en su vientre, o en el deseo, en la sensualidad de un amante deseado con toda el alma, alargado ese anhelo largo tiempo hasta ser degustado finalmente.
Es estar sola en la escritura aún yerma. Escribió Marguerite Duras.
Cuando me preguntan porque atisbo esa diferencia tan enorme entre lo que creo entender por literatura y esas novelitas cualquiera que se leen incesantemente sin saber el motivo, remaches de muy poca calidad que mal imitan la tradición narrativa del siglo XIX sin su pausa ni su profundidad ni su precisión, y lo hacen tal vez con la necesidad de zaherir a esa extraña consciencia de pertenecer a una tradición de siglos, de agujerear la escasa confianza en el futuro o en las posibilidades de una escritura de esa índole, fuerzas que a menudo me vencen hacia el desánimo, me someten aunque no viva de esto ni lo haya hecho nunca más allá de un puñado de euros, algún premio, y de colaboraciones esporádicas que alientan la ilusión de seguir, pienso en Marguerite. Podría burlarme como otros ilustres lo hicieron de su ensimismamiento, de su extraño ritmo, de esa sintaxis imposible, rota, a veces tan ambigua que exige tomar partido, de su solemnidad excesiva tal vez. Pero no lo hago, como no lo hice esa noche con mi suegra, en esa pose de ambos tan mitificada e incluso estereotipada, dos humanos congelados en un balcón de Paris en plena tempestad de invierno, insomnes, trascendentes hasta el patetismo. Pienso en esas palabras que todavía me acuden, incluso en sueños alguna vez, frente a la insistencia de las masas por borrar la magia.
La escritura ha existido siempre sin referencia alguna o bien es… Sigue siendo como el primer día. Salvaje. Diferente. Salvo la gente, las personas que circulan por el libro, nunca las olvida uno en el trabajo y el autor nunca las echa de menos. No, estoy segura, no, la escritura de un libro, el escribir. Pues es siempre la puerta abierta hacia el abandono. El suicidio está en la soledad de un escritor. Uno está solo incluso en su propia soledad. Siempre inconcebible. Siempre peligrosa. Si. Un precio que hay que pagar por haber osado salir y gritar.
![marguertie y el cine 001]()
En pleno inicio del siglo XXI, este oficio, este sacerdocio, parece extraño, ajeno al devenir del mundo. Exige una pausa consciente, casi necesaria, un sentido del tiempo espaciado, ruidoso y al tiempo sordo, inocente. Requiere lectores atentos que ahora no tienen tiempo. Soledad, que a pesar de que no se ha ido ni se irá nunca, o de que incluso es más incierta y desolada que nunca, parece sin embargo hecha de ruido incesante, de excesiva compañía. Todo parece comunicado pero cuesta mucho encontrar esa comunicación profunda de la que hablaba Duras. Por qué seguir, dijo mi suegra, llena de furia. Por qué seguir a estas alturas, ella sobre todo, por edad, por tener todas las necesidades cubiertas, por tener tiempo disponible, por qué seguir con ello.
El universo de lectores futuros parece una barco improbable al que nos aferramos como lo haría la Duras si tuviera que empezar a escribir ahora, como susurra Michon, como lo piensan muchos otros. Dónde reside la necesidad de esta trascendencia salvaje que vive constantemente en las obras maestras de Cormac McCarthy o Coeezte.
Marguerite escribía todas las mañanas. Sin horario alguno. Nunca. Puro arrebato. Puro deseo apresurado, aunque luego sus correcciones fueran interminables, constantes. Toda su vida fue así, a excepción de lo referido a la cocina, en la cocina siempre supo cuando había que ir para que tal cosa hirviera o tal otra no se quemara. En los libros, más tarde, también lo sabia. Podía jurarlo: nunca mintió en un libro, eso dijo. Ni tampoco en su vida. Excepto a los hombres ¿Cómo les mintió a los hombres? ¿En qué?
Quedó la carcajada de Chantal en el aire. ¿De qué modo lo hacía? Y ella volvió reír, como si supiera en verdad que clase de mentiras cumplió con ellos en medio de su deseo, de sus arrebatos amorosos. No me lo confesó ni a mí ni a Fredéric, porque sería rebelar tal vez algo insoportable.
Entonces, si no hay respuesta, necesito cambiar de tercio. Sé que a la Duras también le mintieron esos amantes y amores acumulados; Mascolo, sobre todo Gerard Jarlot, todo ellos escritores inferiores a ella, mucho mejor Antelme, que siempre fue modelo de hombre de una pieza, de una ética irreprochable, como Camus. Y entonces les cuento que cuando voy a una librería pienso siempre en unas palabras que ella escribió. Esas en las que les reprochaba a los libros, en general, es eso: que no son libres. Que se ve a través de la escritura que están fabricados, están organizados, reglamentados, diríase que conformes. Una función de revisión que el escritor desempeña con frecuencia consigo mismo. El escritor, entonces, se convierte en su propio policía. Entiendo, por tal, la búsqueda de la forma concreta, es decir, de la forma más habitual, la más clara y la más inofensiva. Sigue habiendo generaciones muertas que hacen libros pudibundos. Eso me gustaba cuando ella lo escribía. Libros pudibundos. Incluso jóvenes. Libros encantadores, sin poso alguno, sin noche.
Chantal miró de reojo a Fredéric y a sus novelas impecables, tan asépticas. Dicho de otro modo, escribió la Duras: libros sin auténtico autor. Libros de un día, de entretenimiento, de viaje. Pero no libros que se incrusten en el pensamiento y que hablen del duelo profundo de toda vida, el lugar común de todo pensamiento. Y cuando Marguerite se refería al dolor profundo de toda la vida no era para referirse a libros dramáticos, desoladores, sino porque es común ese duelo, incluso hasta para los más inconscientes e ignorantes. Se refería a esa verdad irrefutable que, además, es origen del pensamiento, aquello que debemos pensar para llenar eso, la profunda tristeza que simplemente por su finitud y sus interminables despedidas conlleva vivir. Ese dolor.
No sé qué es un libro. Nadie lo sabe. Pero cuando hay uno, lo sabemos. Y cuando no hay nada, lo sabemos como sabemos que existimos, no muertos todavía.
![marguertie ecrire 001]()
Me fascinó esa escritura de Ecrire, ese hermoso testamento de frases precisas, de palabras necesarias, cumbre de su lenguaje, decía la Duras, espacios donde todo se eleva para hablar lo más rápido y preciso posible de todo lo que puede hablarse con las palabras de la literatura. Ni siquiera en sus sombras, en sus ocultamientos o amabilidades hacia sí misma encuentro algo en verdad reprochable.
Cada libro, cada escritor, tiene un pasaje difícil, insoslayable. Y debe optar por dejar este error en el libro para que siga siendo un verdadero libro, no una falsedad. La soledad no sé en qué se convierte luego. Aún no puedo decirlo. Creo que esa soledad se torna trivial, a la larga se convierte en algo vulgar, y que es un gran acierto. …algunos escritores están asustados. Tienen miedo de escribir. Lo que ha ocurrido en mi caso, quizás haya sido que nunca he tenido miedo de ese miedo. He hecho libros incomprensibles y han sido leídos.
Fredéric habló de las razones por las que Marguerite necesitó a partir de cierto momento el cine, más allá del interés que mantuvo por ese lenguaje artístico a lo largo de toda su vida. Hiroshima mon amour entre los dientes, todas esas palabras esparcidas en esa cama de hotel, entre la desnudez de los amantes. El cine era una proyección de las obsesiones de la escritura que compartía con un grupo. En el fondo la soledad de la literatura, ese proceso de ahondamiento de sí misma que la llevaba a adentrarse en cada una de sus novelas y sus obras, quedaba ligeramente aliviado al compartir con los actores, con las personas con las que habitualmente filmaba, sus obsesiones.
Chantal asintió, reconocía esa superioridad de la biografía que Fredéric, con tan sólo un vaso de vino tinto y toda una vida dedicada a los milagros de la Duras, expresaba. Tanto mi suegra como yo nos acercamos a la esencia de sus libros de ficción o sus obras de teatro. Entrevemos al autor en cada uno de los pliegues de las hojas rellenadas por la tinta, en la endiablada sintaxis, en los diálogos y gestos descritos para cada uno de sus memorables personajes. Pero él conoce esa exactitud, la buscó, rastreó por los fondos de su legado, vio una a una todas las películas, habló con quienes la conocieron, hasta dejar en el aire esa vida que nunca se atreve a afrontar, y de la que guarda cientos de libros y documentos en un enorme estante de su biblioteca. Siempre nos dice que no se atreve, tal vez como me ha sucedido a mí a lo largo de los meses en los que le he dado vueltas a la posibilidad de afrontar un texto sobre ella. No saber quién era en verdad, si fue el amor o el deseo lo que la empujó a mantenerse en pie, si la escritura tuvo esa pureza cristalina, si su existencia no fue otra cosa que un prolongado engaño, o una especie de sinfonía desafinada que sólo las notas de palabras en cada una de las partituras que fueron sus libros expresaran en realidad su esencia. Cómo hacerlo en medio de toda esa complejidad, en sus ambigüedades y secretos, conocer una vida tan larga, tan rica, tan variada, y más tarde tan falsificada por su literatura sin desearlo, por aquel coqueteo impensable que a partir del año 84 la convirtió en una celebridad no sólo en Francia, donde ya gozaba de prestigio y reconocimiento, sino en todo el mundo, fingiendo que aquella novela, El amante, era un hecho acontecido, tal vez porque el público lector se lo pidió una y otra vez hasta que decidió burlarse, aprovechar esa ingenuidad molesta e insistente, a menudo tan ignorante.
Si hizo cine fue para intentar escapar de esa soledad. Porque ella sabía que la soledad siempre está acompañada de cerca por la locura. La locura no se ve, o al menos no siempre se ve. La Duras escribió que cuando se extrae todo de uno mismo, todo un libro, forzosamente se está en un particular estado de cierta soledad que no se puede compartir con nadie. No se puede hacer compartir nada.
-Uno debería leer sólo el libro que uno ha escrito, enclaustrado en el libro.- Continua Chantal
Hay algo en ella de Dostoiesvki, aunque su estilo, su modo de componer, sea tan diferente.
-¿Por qué de Dostoiesvki?.- preguntó de repente Fredéric.
-Para la Duras -respondió mi suegra- el enclaustramiento en el libro posee una aspecto profundamente religioso. Ella nunca pronunció palabras como las de Fiodor por la sencilla razón de que escribió en la segunda mitad del siglo XX y no en el XIX. Dios estaba ya desaparecido del mapa; el maná era la tecnología, la ciencia, el progreso material y científico. Y sin embargo, los hombres seguían haciendo lo mismo, tratando de escribir, tratando de contar, tratando de ahondar en sí mismos. La escritura es una fe en el fondo, sino carece de sentido. Por eso me gustan los escritores como Duras, los que sin boatos ni alardes, sin excesos, plantean el hecho literario como una trascendencia interior.
-Lee Ecrire, Fréderic, lee esas páginas..-Animé en esa última ascensión. El libro manoseado, subrayado hasta la saciedad, lleno de pliegues en las puntas, de anotaciones a bolígrafo.
–Uno debe leer sólo el libro que uno ha escrito, enclaustrado en el libro. Esa frase tiene un aspecto religioso pero no lo experimenté en el acto, pude pensarlo después (como lo pienso en este momento) con motivo de algo que podría ser la vida, por ejemplo, o la solución a la vida del libro, de la palabra, de gritos de aullidos sordos, silenciosamente terribles de todos los pueblos del mundo…
… todo escribe a nuestro alrededor eso es lo que hay que llegar a percibir…
-En pocas palabras, hay que creer en la trascendencia del alma, en la posibilidad de que perdure; esa era la idea terrible de Dostoievski, la que se le planteaba frente a los movimientos utópicos que tenían como fin los condicionantes materiales de la vida sin prestar atención a la inmortalidad del alma. Y eso es una forma de locura, porque siempre será un misterio humano. ¿Qué es los que queda de los muertos? (Y no hablo de su presencia física, eso desaparece, el cuerpo se convierte en huesos que se transforman a su vez en polvo, el olor muere, el rastro se evapora), pero ¿qué queda de eso muerto que es intangible? ¿De qué esta hecho el recuerdo? ¿A dónde van las palabras y los gestos trascendentes?
![marguerite y el cine II 001]()
La ebriedad remitió conforme Fredéric nos hizo regresar a buen paso hacia el centro de la ciudad y paseábamos despreocupados por las calles de Hyéres. Una hora después de la última copa ingerida, el sopor era evidente. Fredéric anunció una comida en uno de los restaurantes en los que comió Marguerite treinta años atrás, que ahora, nos confirma, por supuesto tiene otro nombre, otro dueño, otros camareros.
Aquel año lejano de 1979, Marguerite se dedicó de lleno al cine. Tal vez necesitó salir de sí misma, encontrarse con la complicidad constante de la gente del cine. Faltaban pocos años para que El amante, escrito en tres meses según sus palabras, viera la luz y su existencia sufriera una nueva modificación brutal, un cambio que borraría las huellas de la antigua Marguerite o las amplificaría hasta la deformación, que la convertiría en una mujer famosa, teatral y provocadora, y a veces en alguien insoportable.
Fredéric se reía mientras nos servían los primeros platos en el restaurante. Por un momento se le ocurrió imaginar que pensó ese Gerard Depardieu salvaje y sensual, tan jovencito, frente a la tremenda y ácida energía de la Duras, los dos subidos en ese camión para filmar una historia hermosa y entrañable. Una Duras que no aceptó que la maquillasen, que salió en la pantalla con sus arrugas y sus excesos de alcohol cubriéndole los ojos. Qué exposición de esa lúcida vejez que, aunque no lo fuera, siempre nos pareció prematura al tener en el imaginario sus fotografías antiguas, su belleza imprecisa. Imaginé que, ambos buenos bebedores, tragaron alcoholes de alta graduación juntos, incluso que ella coqueteó por gusto con ese joven por entonces fuerte y atlético, ruidoso y obsceno, que mostraba su cuerpo desnudo en cualquier película en la que le pagasen, pero esa sensación, de alguna forma, nos pertenecía más a Chantal y a mí. Las brumas en la mirada de mi suegra reflejaban ese sufrimiento de años que siempre he percibido en su rostro. Aspira al punto de liberación que tal vez se persiga a lo largo de toda una existencia, una salida honrosa a sus pulsiones, a su ímpetu vital, pero cuando cree hallar el lugar de fuga, se contiene, respira profundamente y se detiene.
Marguerite insistía en que la liberación se producía siempre cuando la noche iniciaba su dominio. Cuando todo quedaba quieto afuera, el trabajo, el eterno movimiento de la vida. Entonces gestaba ese lujo nuestro, de los escritores, ese instante de calma que nos pertenece, similar a mis madrugadas eternas, a esas cinco de la mañana en las que salto de la cama y la ciudad duerme y no se oye nada y todo el aire tiene esa pureza de lo novedoso, de lo vacío que hay que rellenar, milagro de la escritura en la sombra, tan a menudo la noche todavía viva, clareando tan despacio.
La Duras escribía de noche, porque tal vez sus borracheras monumentales no le permitían madrugar. Era la afilada vida de oscuridad y misterio lo que la seducía para el acto de la escritura. Aunque decía con cierta ironía que un escritor podía escribir a cualquier hora.
-No sufre sanciones de reglas, horarios, jefes, armas, multas, insultos, policías, jefes y más jefes.
-… ni las gallinas cluecas de fascismos futuros.
Fascinante definición de los esbirros.
![marguerite et le gouncur 001]()
El día acabó al atardecer. La luz declinaba en la costa dejando un rastro rojizo en el horizonte. El interior del coche se fue oscureciendo y el alcohol se evaporó hacia un prolongado silencio. Una ruta más de Marguerite cumplida, como aquel trayecto inolvidable con Chantal hasta la casa de Nuephale, en aquella ocasión con una ebriedad aún más intensa y cierta luz en los ojos. Buscábamos su rastro. Mi suegra logró trasmitirme en esa insistencia en el itinerario la necesidad de acercarme a los lugares -tan importantes- de la Duras, tal y como ella buscó a esa mujer fascinante a lo largo de tantas décadas sin saber por qué, ella, tan poco mitómana más allá de su amor por la literatura y ciertas obras. El silencio acompañaba la noche hasta que le pregunté porqué fue Hiroshima Mon amour, y un poco antes Moderato Cantabile el punto de inflexión que la convirtió en la gran dama de las letras francesas. Es verdad que antes surgió Un dique contra el pacífico, y Los caballitos de Tarquinía, pero Hiroshima mon amour fue diferente. Alain Resnais filmó sus palabras y la experiencia se sostiene si uno se siente cómplice de ese lenguaje, de ese ritmo particular, las frases cortas como aleteos de olas a la orilla del mar, el adjetivo doble, reiterativo, exacto.
-¿Por qué a partir de Hiroshisma?
-Porque supo lo que era follar.
La respuesta de Chantal flotó en el aire, se esparció como un remolino de duda que asomaba en el cielo, a orillas de la luna llena que surgía entre las montañas del interior. Esta Provenza de noche posee la misma fascinación. Los ojos azules caballos negros. Mi suegra repiqueteó en la guantera, se sacó un cigarrillo Vogue del bolso y fumó. Dejó de fumar hace treinta años pero su nueva revolución tiene aires de revival, de excesos, de reto a la contención de su existencia, a esa familia que la adoptó tras el matrimonio, burguesa, elegante y distante como los búhos
-Cuando una mujer hace el amor como Marguerite gozó con Gerard Jarlot, como él la amó a ella, es posible cualquier cosa.
Tuve ganas de reír escandalosamente. La señora bien conservada de 65 años miraba el horizonte y comenzó su risa. No le pregunté, lleno de pudor, por que tal vez a ella le pasó lo mismo. Alguien le ofreció ese deseo tan intenso que recordarlo duele, tan imperioso para ella que tuvo el don de extraer la voz, las palabras, la autoestima, el eco, aunque significara en algún momento la derrota o el dolor más absoluto. Pero ese conocimiento era suyo, y tal vez Jarlot, ese hombre seductor y mujeriego, de una sola novela a la que ella dio su toque y su ayuda para ser editada, escritor mediano de prensa y demasiado atraído por el erotismo como para establecer alguna literatura perdurable, despertara a esa bestia, a esa inmensa mujer que escribió Ecrire.
Siempre vuelvo a Ecrire, en ese periodo en el que ya Marguerite parecía tan a menudo una caricatura de sí misma tal vez, una especie de icono televisivo y periodístico, una imagen detenida, un personaje de ficción, de su propia ficción. Ecrire es la síntesis de todo ese camino, escrito dos años antes de su muerte. Tal vez ese hombre que tanto daño le hizo alentó esa fuerza, ese aliento entrecortado que nos susurra; La Douleur, El amante, El arrebato de Lol V. Stein, Moderato Cantabile, El Vicecónsul, El amante de la china del norte, Indian Song. Ese hombre que la penetró, la poseyó, la arrebató quizá como a uno de sus personajes para hacer de ese deseo algo trascendente, ese aliento, para amplificar aquel antiguo y eterno deseo de escribir, siempre escribir.
Estoy seguro de que Chantal se regocija en alguno de esos actos imposibles de su vida que, a pesar de todo, la trajeron aquí, puede que más muerta que viva a veces, otras expectante ante la palabra justa, esa que la hace una escritora conocida aunque siempre oculte su nombre.
Nadie puede
Hay que decirlo: no se puede.
Y se escribe
Lo desconocido que uno lleva en sí mismo: escribir, eso es lo que se consigue. Eso o nada.
Se puede hablar de un mal de escribir.
No es sencillo lo que intento decir, pero creo que es algo en lo que podemos coincidir, camaradas de todo el mundo.
Hay una locura de escribir que existe en sí misma, una locura de escribir furiosa, pero no se está loco debido a esa locura de escribir. Al contrario.
La escritura es lo desconocido. Antes de escribir no sabemos nada de lo que vamos a escribir. Y con total lucidez.
Es lo desconocido de sí, de su cabeza, de su cuerpo. Escribir no es ni siquiera una reflexión, es una especie de facultad que se posee junto a su persona, paralelamente a ella, de otra persona que aparece y avanza, dotada de pensamiento, de cólera, y que a veces, por propio quehacer, está en peligro de perder la vida.
Si se supiera algo de lo que se va a escribir antes de hacerlo, antes de escribir, nunca se escribiría. No valdría a pena.
Escribir es intentar saber qué escribiríamos si escribiésemos -sólo lo sabemos después. Antes, es la cuestión más peligrosa que podemos plantearnos. Pero también la más habitual.
La escritura: la escritura llega como el viento, está desnuda, es la tinta, es lo escrito, y pasa como nada pasa en la vida, excepto eso, la vida.
Mi suegra apagó el cigarrillo antes de entrar en el parking. Nos esperaba lo familiar en esa hermosa casa con vistas a la bahía de Toulon. Aquello que encierra y acoge a un tiempo. Ese lugar en el que se nos reconoce y sin embargo estamos solos. Me miró de repente antes de apagar el motor y salir del coche.
-Tal vez ese último párrafo sea lo que diferencia a los grandes escritores del resto, pero no hay que reflexionar, lo sabes.
-Sonreí y asentí con la cabeza. Tenía ganas de darle las gracias a Jarlot y de paso beberme otra copa más, aunque no resultase decoroso, en compañía de esta escritora a la que le brillan los ojos con las palabras y el alcohol. Como a Marguerite, como a mí, en ese instante en que uno comprende que esta locura de escribir no tendrá fin hasta la muerte, aunque no se escriba físicamente, no se manche de tinta la hoja. Que esa soledad hay que celebrarla. Y no es mística. Es la evidencia de que las palabras esenciales siempre esconden un secreto inaccesible, pero siempre buscado, siempre anhelado.
-¿Otra copa?
Marguerite dirá que sí.
Copyright Jimarino
![marguertie indian song 001]()
![marguertie niña 001]()
Archivado en:
cine,
literatura