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Channel: jimarino – LOS PERROS DE LA LLUVIA
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Afrodita-Atenea-Elisabeth Costello (Coeetze)- De nuevo, el amor (Doris Lessing)

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Uno imagina ese surgir inesperado. Debe ser mirando la playa vacía al atardecer. La luz declina en una suave cadencia. Esas mismas playas medio desiertas en las que vi pasar las horas contemplando un cuerpo femenino, bronceado de horas y ocio, de amor y aprendizaje. De esos instantes adivino la imagen.

Hay un ligero viento y las olas se arremolinan en la orilla, ascienden un metro, a veces dos, y lanzan su dentellada espumosa contra la arena. Sentado sobre la toalla, a solas, espero, así quiero verlo. Cierro los ojos e imagino ese mundo de caos y desorden, oscuro, habitado por materia inerte y vida lenta.

La Diosa del deseo tiene que brotar desnuda de la espuma burbujeante del mar. Me cuesta vislumbrar esa concha en la que debe ir montada, pero no su cuerpo, los pechos henchidos, luminosos, los pezones ligeramente violetas, anchos sobre la cima, el vello oscuro, enmarañado, los muslos blanquísimos, la linea de los hombros huesudos sosteniendo frágiles el peso de la suavidad materna. No veo la concha marina, es imposible, y sí sus pies. Tampoco esas representaciones pictóricas del mundo posterior, timoratas, ligeramente aniñadas, sino una figura mucho más sensual, segura de sí misma, de cabellos oscuros y frondosos deslizándose hasta el final de la espalda, los gestos nada recatados, obviando esa ridícula visión estática, púdica y mística.

Ella, que nace del mar, es sensual, sexual, carnal como la espuma que le acaricia repentinamente los pies cuando pisa la arena.

No abro los ojos todavía, porque sé que ella quiere para vivir una isla grande y hermosa, no la pequeña Citera. Su nacimiento es un delirio, una danza ambiciosa y física, un juego de deseo, de afilado deseo que expresa en cada uno de sus movimientos. Busca el origen de algo, como su antecesora, Eurínome. Cada vez que pisa, esa sensualidad construye, por lo menos en los momentos de su génesis. Surgen la hierba y las flores conforme avanza desnuda hacia el interior de la duna. Entonces abro los ojos y ya no está. Ha desaparecido. El día se difumina y la luna vigila el destino de las cosechas y la oscuridad.

Cuando camino hacia la pequeña casa de madera, a apenas treinta metros de la orilla, los pies me pesan. Esta soledad pesa incesante aunque sea elegida o así lo crea en el espejismo de voluntad de haber escogido este reducto, esta espera. El rumor del mar se ha ensordecido. Se aguarda la magia, pero es difícil que acuda a esta playa, y sin embargo es un lugar ideal para ello. Espero a esa mujer. Después de tantos meses de hacerlo, sin moverme, quieto, escribiendo sobre ello, tratando de erradicar lo otro, todo lo demás. Esperarla porque ese es el destino que deseo.


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Pienso en Afrodita de nuevo. En lo que no sé, ese periodo entre su salida del mar desnuda, inocente todavía, hermosa y llena de esa sensualidad espontánea, ajena a su poder, y la otra, la que en el Olimpo de los Dioses, entre las diosas más sensuales y hermosas, posee el ceñidor mágico que complementa su belleza.

¿Que es un ceñidor? ¿Cómo complementar la belleza para hacerla aún más irresistible?

Es una Diosa todavía joven pero ya no posee la inocencia. No la tiene en ese lugar de intrigas y deseos exacerbados. Sabe lo que es el placer y los espasmos de la creación: de esa violencia nace la vida. Los dioses enarbolan caprichosos sus falos y violan. El matriarcado cedió. Ella es la protegida del Dios terrible. Su poder da miedo hasta al propio Zeus, su padre. Porque aunque yo la vi salir del mar, los dioses masculinos se disputaban su parentesco tal vez para asirla y protegerla, para hacerla suya o simplemente disponer de su belleza; estos dioses sin alma, acostumbrados al incesto. Otros dijeron que nació de un sexo seccionado en plena eyaculación, del semen de Urano.

Una fascinación engendró a esa belleza. Cronos lanzó el sexo de su revuelta al mar. En esa espuma que acarició los pies de Afrodita. Pero también se habla de su padre, Zeus, o él quiere que sea así, no va a aceptar que el origen del mundo sea femenino, que Eurínome, que la propia Afrodita, surja del mar sin su mediación todopoderosa, que luego sea inseminada por un baile, por un baile y una serpiente ansiosa de poseer. Así que habló de Dione, hija de Oceáno y de Tetis, hermosa ninfa marina. También pude ver esa avaricia masculina.

Uno imagina a Zeus cuarentón, fornido y ancho de espaldas, nervudo, de piernas musculadas y vello pálido, abriendo esos muslos, adhiriéndose a esa humedad del sexo, expulsando a gritos su placer para engendrar a esa Diosa. Los hombres prefirieron esa imagen. Otro sometimiento más, aunque hermoso.

 En enero hace frío aquí. El mar está agitado y su rumor es inalcanzable, casi vuelve loco, como el del viento. Esta soledad es propicia para los mitos. Porque yo espero a esa diosa que tiene otro nombre. Y como la otra, es de carne y hueso, de piel y músculos. Pero tengo que pensar en otra cosa, en esta escritura lenta que me aproxima al fin de año, al invierno, a los nuevos 365 días que llegan. Tengo que esperar a que esa torre en la que vive se desmorone. Que el suelo ceda bajo sus pies, que el deseo rompa los cerrojos y la haga volar hasta aquí, o salir del mar de repente.

Ella no es como Afrodita pero posee el mismo poder inconscientemente. Pienso en su cuerpo, en su placer, en su belleza. En sus ojos y sus labios. Esta Afrodita mantiene todavía algo de inocencia. Me siento como un fauno atisbando la orilla a la espera de las ninfas. Tal vez por eso, porque Zeus hizo lo que hizo; entregar a Afrodita, su presunta hija, a Hefesto, un dios herrero y cojo. Un Dios mediocre pero laborioso. Silencioso y obstinado, concentrado en su nada cotidiana. Esos son buenos esbirros, jamas creadores de nada que agite o inquiete. Por eso él para la deliciosa Afrodita, pensó Zeus, para contener el poder de ese ceñidor mágico indescriptible, para someter esa furia salvaje, ese recuerdo de aquel día en que yo la vi surgir del mar en un remolino poderoso y posar los pies sobre la arena húmeda y traer la vida.

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Pienso en la propia espera. Anochece y desde la ventana se atisba la negrura inquietante del mar, el tenue brillo lunar en la superficie metálica, la soledad azulada de este paisaje. Pienso en Hefesto cuidando de los tres hijos de Afrodita. Ese hombre apagado, sin brío, sumido en el hollín de la herrería, impregnado del sabor a óxido y ceniza de las virutas y las chispas, el cuerpo fornido ennegrecido de fuego, frío en su sueño y en su despertar. ¿Cómo iba a soportar Afrodita a un hombre así?

Zeus y Hefesto se equivocaron. Aplastar la rebeldía no era más que una forma de despertarla, sobre todo para una diosa como ella. Esconder la sensualidad de ese cuerpo lo puso de realce, la hizo abrazar el viento, alcanzar el oleaje de nuevo, anhelar aquella antigua posesión. Esos hijos, dicen, son de Ares, un Dios impetuoso, borracho y pendenciero, dios de la guerra, de cuerpo ancho y musculado, saturado de heridas. Veo al mismísimo Zeus reflejado en ese cuerpo de hombre, y a ella, Afrodita, deseándolo incansable en la tardes aburridas de lluvia.

¿Cuánto duró? ¿Cuánto tiempo transcurrió así ella, gozando cuando Hefesto se ausentaba, atravesando el bosque y llegando hasta la orilla del mar para revivir su propio nacimiento entre sus brazos?

Esa fascinación. Ella lo dijo: un hombre, un hombre que sabe como estrechar mi cuerpo, como estremecerlo, que penetra en mí y me recuerda al soplo que me engendró, con el que luego engendré al mundo, que riega de semilla todo lo que soy, que se deja engullir por mi sexo y recibe toda esa humedad en éxtasis, que adrede extiendo sobre su piel, abierta de piernas acaricio todo su cuerpo con mi vagina, impregno su vientre, su torso, sus nalgas, su espalda, su pelo y su cara…

A estas horas de la noche el silencio me devora. ¿Por qué buscar esta soledad en esta playa invernal para que transcurra el fin de año? Aún no lo sé, aunque en el fondo sé que la espero, la espero a ella, pero no sé como va a encontrarme si no dije a nadie a dónde iba, sino sabe en qué consiste todo este viaje. Pienso en el peligro, en dar ese paso por el cual nos adentramos en otra existencia e irremediablemente pasamos a formar parte de ella. Como fue entre Afrodita y Ares.

Una noche, la diosa y el dios de la guerra yacieron durante dos horas, quedaron desnudos y fatigados, entrelazados, y les sorprendió la oscuridad durmiendo. Fue en el palacio de Ares en Tracia. Era hermosa aquella desenfrenada cópula y sus plácidos repliegues hasta la ternura del sueño, la espalda de ella contra el cuerpo cálido de él, la respiración entrecortada y el olor del sexo impregnando el dormitorio.

Alguien los espió, porque su límite siempre fue el día. Como una maldición, Zeus les dejó gozar del secreto y la oscuridad para que se amaran, cuando comprendió que contener la furia de Afrodita era una locura, y lo hizo para que las apariencias dotaran a ese matrimonio con Hefesto de cierta dignidad. Al fin y al cabo era su hija.

Estos dioses masculinos siempre velando por la moralidad femenina, incumpliéndola sin embargo cuando se trata de ellos, de sus posesiones y deseos. Esa moralidad del miedo, esa necesidad de saciar y al tiempo constreñir el poder de la mujer. Hefesto nunca supo nada hasta ese momento. Afrodita cumplió el mandamiento sin titubeos. Las noches, a menudo, eran de Ares, y antes de que surgiera en el cielo la primera claridad, regresaba a su lecho y dormía junto al herrero. Así durante mucho tiempo ¿Por qué romper aquella norma, por qué hacerlo? Tal vez porque el deseo es inasible, incontenible en ciertos estadios, jamás sometido, sólo apaleado, ensordecido, retenido en los cobardes o en los voluntariosos.

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Escribo sobre el deseo, en esa trilogía en la que llevo enfrascado desde comienzos del 2011. Terminé Eclipses en octubre de este año. Empecé otra novela una semana después, de título provisional, Lo extraño, aunque finalmente se llamará La luz. Espero a través de esa novela otras respuestas, el regreso de algo. Vine aquí para obtener esa soledad necesaria para construir ese delirio del amor sensual, esa esperanza en la trascendencia de los actos humanos. La espero a ella, en la soledad de esta fría casa de madera que las estufas de aceite no logran nunca calentar en condiciones, agazapado entre una chaqueta de lana gruesa, con los dedos congelados, la mesa de despacho revuelta, llena de libros, la luz tenue, la soledad afilada, capaz de punzar la imaginación. Esos libros que me son ahora necesarios para escribir sobre el deseo: los cuentos de Pavese, El amante y El arrebato de Lol V. Stein de la Duras, De nuevo, el amor, de Doris Lessing, Elisabeth Costello de Coeetze, El artista del mundo flotante de Ishiguro, Las solidaridades misteriosas de Pascal Quignard, Madame Bovary de Flaubert, El origen del mundo de Pierre Michon, Antigua Luz de John Banville, la hermosa y profunda poesía de Antonio Tello.

Afrodita se durmió, sí, y Ares no despertó tampoco. Helios se levantó y vio que ella había roto su promesa a Zeus de regresar antes de que el día llegara. No hizo falta pedirle permiso a Zeus para contarle a Hefesto el adulterio desconocido de su mujer, la visión de esos dos cuerpos desnudos y hermosos sobre el lecho, la belleza de ese acoplamiento intuido, esos pechos y caderas y muslos entrelazados, los dos amantes reposando.

Tengo en la cabeza a ese marido que la retendrá para que no venga. Será como Hefesto tal vez, incapaz del cambio hasta sentir la inminente pérdida. Eso será. Aunque más sutil. Yo no soy Ares, sino otro hombre. El marido no es Hefesto, pero no puedo evitar ensombrecer su imagen. Es el rencor que me produce la torre de cristal construida para ella, que en apariencia ofrece la luminosidad de la libertad al dejar pasar las distintas luces del cielo, porque permite ver el vuelo de los pájaros, la caída de la lluvia o el esplendor de la primavera. Son los hombres tibios los que me enervan, es mi propia tibieza ocasional lo que me subleva. También es esa carne viva que extrae todo lo feliz que puedo tener y que ahora ha desaparecido. ¿Cómo es posible que la piel tenga esa ramificaciones, que extienda su beatitud avariciosa hacia todo? Los labios húmedos, el temblor de las mejillas, el instante del roce.

Ese Hefesto contemporáneo no puede tejer una red a golpe de martillo. No es un Dios ni es fuerte, aunque tejerá otra red sino la tiene ya tejida. Yo espero, tal vez pensando que ella no vendrá, atrapada en ese bronce fino, como un hilo de araña, irrompible, echándole las culpas, tal vez sin razón, a él.

El Hefesto antiguo tejió aquella red y la ató secretamente a los postes y los laterales de su lecho. Fingió, cuando Afrodita regresó por fin aquella mañana feliz del sueño entre los brazos de Ares, arguyendo que había arreglado unos asuntos en Corintia, que necesitaba marcharse unos días a Lemnos, su isla favorita, que estaba cansado de tanto trabajo. Ella lo imaginó inocente y risueño en una taberna cualquiera junto al mar, con esos amigos desconocidos. Su sonrisa reveló todo lo que eso suponía. No le acompañaría dijo, y él, Hefesto, lo sabía.

Al día siguiente el herrero salió de esa casa, y ella hizo llamar inmediatamente a Ares, que no tardó mucho tiempo en entrar en ese dormitorio. Ares, tan infiel y salvaje, pero enamorado de ese cuerpo sublime, de esa diosa que se agitaba sobre su falo y sus caderas, con la que copulaba como sólo pueden hacerlo los Dioses, en un frenético deambular por la pérdida y el desahogo. Afrodita se despojó de su túnica, ofreció su desnudez a esa luna y a esa noche hecha para ellos, pensando que la restricción diurna de Zeus se había acabado después de ser violada, que era un tabú que desobedecía por primera vez, y una vez hecho, nada podría trascender, nada estaría prohibido para gozar de ese amor. Ares comprendió lo ilimitado de ese cuerpo. Ilimitado deseo en esas caderas, en cada una de las partes de la piel. Ella le enseñó cómo hacer el amor a una mujer, cómo gozar hasta la extenuación. Al echarse en la cama hambrientos, jadeantes, no pasó nada extraño. El deseo cobró su ritmo, la dureza y la calma quedaron atrapados en ese amasijo gozoso carne. Duró la noche de nuevo hasta el alba. Duró en medio de sueños y cálidos abrazos, una y otra vez la posesión extendiendo esa trascendencia del amor físico, ese bienestar de la exhibición amorosa apurada, de la palpitación satisfecha del deseo. No se dieron cuenta de buena mañana como la red los envolvió sin rozarlos siquiera, los atrapó desnudos sin posibilidad de escapar. Hefesto regresó a tiempo de sorprenderlos, avergonzados de su desnudez, asustados, pudorosos tal vez de sus sexos saciados, de sus músculos entumecidos y doloridos por el esfuerzo desmedido de la noche y el amor. Y luego Hefesto llamó a todos los dioses para que los vieran allí echados, para que atisbaran la clase de mujer con la que se había casado, y llegó a reprocharle a Zeus tanta humillación.

Pensaré en la vergüenza misteriosa del deseo cuando es expuesto. En el origen de que algo así pueda incluso producir ese pudor, esa culpa hasta en una diosa. Lo haré recordando la obscenidad del sexo. A ella desvestida, agitada como una hiena, a mí mismo roto, lamiendo, horadando en la dicha de ese interior sangrante, delicado como el terciopelo. Trataré de saber porqué las diosas no quisieron contemplar la vergüenza de Afrodita, al hermoso Ares y a la bella diosa envueltos y desnudos, atrapados en el dormitorio de Hefesto. O porqué los dioses, sin embargo, algunos, quisieron ser Ares y tener en su lecho a una mujer como Afrodita, y en silencio la desearon, la contemplaron arrebatados, ufanos y risueños, dispuestos a ser los próximos sin importarles las consecuencias. Los celos de Poseidon ante la constancia de que Ares había tenido entre sus brazos ese cuerpo y había poseído esas caderas e inseminado esa vagina, lo hicieron simpatizar con Hefesto, humillado por Zeus.

Así fue, Zeus iracundo grito a Hefesto, le reprochó haber llegado a ese punto de patética indignidad al airear la infidelidad de su esposa. No deseaba ver a su presunta hija en esa lid y se desatendió del asunto. Condenó a Ares a devolver a Hefesto por su adulterio toda la dote que el herrero dio a Zeus al aceptar el matrimonio con Afrodita. Poseidon se ofreció a hacerlo en caso de que el veleidoso Ares se olvidara de su compromiso. Hefesto no quería el amor ni el deseo de Afrodita, sino que estuviese allí, quieta, encerrada, y ante la imposibilidad de cercenar su pasión, su ímpetu de vida, quiso a cambio una compensación material, sólo pensaba en aquello que podía servirle para su trabajo y su bienestar. Sin dignidad, se lamentaba de su miseria a fin de ser resarcido, utilizaba la vergüenza para trasladar esa culpa a Afrodita. Para retenerla. Entonces comprendí que Hefesto podía ser mezquino y cobarde, que incluso en toda su avaricia, era capaz de renunciar a Afrodita por dinero, pero que al tiempo la amaba, la amaba con la clara confusión de saberse incapaz de retenerla.

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Ella, la que espero, la que no llega en esta noche oscura, ese deseo que es el de todas las mujeres que he conocido, que acude en esta larga vigilia que me hará cruzar al año 2013, no hubiera elegido jamás a un amante como Ares. De eso estoy seguro. Ese Ares que no pagó su deuda con Hefesto, que abandonó a su suerte a Afrodita.

Ella limpió su virginidad en el mar, en la Isla de Palos. Su virginidad tal vez fuera algo similar a la inocencia que atisbo en esa otra Afrodita que he visto surgir del mar. Una vez abiertas las apetencias del cuerpo, la inocencia es una cuestión del amor o de la voluntad.

¿Qué hizo Afrodita una vez renovada su virginidad? ¿Cómo afrontar de nuevo el destino en esa casa, en la herrería de Hefesto? Eso me atormenta, aunque sepa que ella no es una diosa, ni tampoco posee esa crueldad, esa falta de escrúpulos. Los actos planeados y no realizados, este silencio que va alcanzando la madrugada hacia un nuevo año, esa extraña cadencia de las olas nocturnas que bañan la orilla y dejan su rastro de terrible naturaleza en el ambiente, me conducen a Hermes. He escrito una novela para eso, como una confesión del Dios. La literatura tuvo su origen en las metáforas de los dioses, y su esplendor en su transformación en religión, en religión de usos y rituales, de costumbres, tabúes y sacrificios. La literatura fue también la declaración de amor de Hermes. Es esa novela que vive en mi: La luz.

Hefesto nunca fue capaz de saciar a Afrodita. Saciar en el sentido más amplio de la palabra. La quiso tener, pero no supo como hacerla feliz. Veo a Poseidon como un Dios débil y celoso. Pero ella le agradeció que pagase a Hefesto la dote que el herrero antes entregó a Zeus, y fue así como le dejo que la gozase, con frialdad, sin la pasión de Ares, y tuvo con él dos hijos. El amor entre Poseidon y Afrodita es un amor desprovisto de la posesión. Sólo fue el sueño cumplido y estático de un hombre-dios.

A Hermes sí le dio una noche entera. Era la concesión al poeta, la declaración de las palabras, la construcción de un sueño verbal capaz de obtener a cambio la entrega completa de Afrodita. Pero las palabras no son suficientes, se acercan, acarician el sentido, pero lo que buscan es la vida, la anhelan, la quieren cumplir, tal vez por eso aquel exceso, Afrodita deslumbrante extrayendo la furia de Hermes, para concebir más tarde a Hermafrodita, un Dios con dos sexos. El deseo unificaba en un sólo ser su poderosa magia, las palabras podían ser las mismas.

Pero Afrodita fue, como todos los mitos griegos, un compendio de mitos antiguos, prehelénicos, de rituales y herencia con las que se fue conformando la sociedad de aquel tiempo. Su presencia, su historia, fue inventada por hombres, hombres asustados y temerosos de ese poder femenino, de su belleza. Tal vez la Diosa no fue tan ligera como se nos ha presentado, sino que buscó entre las distintas edades del hombre a uno que fuera capaz de llenar todo su origen. Por eso Dionisio y el hijo que tuvieron, Príapo. Pero Dionisio era inconstante y veleidoso, risueño y divertido, jamás alguien de fiar. La confesión de Hermes no pudo durar demasiado tiempo: una noche, no fue ese Dios capaz de embriagarla más días. Tampoco lo fue Ares, que al final no hizo nada más allá de otorgarle la violencia y el placer del cuerpo, para traicionarla después, para ofrecerle más tarde su insaciable virilidad sin contenido ¿A quién buscaba Afrodita en ese proceso? Hefesto no era suficiente tampoco. Ella necesitaba ser adorada primero, pero no una adoración vanidosa pienso ahora, sino una adoración entregada a ella, a su poder de creación, a su llegada a este mundo, y que esa adoración tuviera el deseo y el ímpetu de saciar su vacío y su deseo a un tiempo, su capacidad creadora incesante y maravillosa.

El propio Zeus, feroz y turbado, no podía soportar las tentaciones de Afrodita, su insoportable hermosura, tampoco resistirse a los encantos de ese ceñidor mágico que misteriosamente volvía locos a los hombres y a los dioses. Cómo conseguir esa humillación de la que Hefesto no pudo sacar partido por su mezquino comportamiento.

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Este año no hay uvas ni compañía. Sólo este latido interminable de las palabras que fluyen, que surgen, que acuden frente a la negrura del mar a pocos metros ¿Qué hombre podría cautivar a esa mujer hasta hacerle respirar su aire, hasta conseguir que permanezca a su lado, que se quede, y que lo haga convencida? Ahora estoy seguro de que Afrodita también amó la belleza. Que la torpe telaraña de Hefesto y la interminable historia de su lascivia no fueron más que trampas de lo masculino. Esa mujer aguardaba más de la existencia. Y no hay que olvidar que antes fue una diosa iniciática, antes del reino de los hombres, en otras culturas, antes del patriarcado intolerable, de la dominación de siglos. Por eso la espero. Porque aunque estuviese en esa decadencia que llegará de la vejez y el silencio, necesitaría esa figura surgida del mar. Esa sensualidad inconsciente, hermosa, palpitante de vida incontenible.

Elisabeth Costello acude en mi ayuda en estas sombras. La deseo, o tal vez anhele el deseo que me produce pensar en ella. Porque creo que lo entiende así, en esa disertación que la escritora imaginaria de Coeezte regala a su hermana religiosa. Porque ella es así, incluso Afrodita tal vez lo sea:

Nada nos obliga a hacerlo, ni a mí ni a María (la madre de Cristo). Pero lo hacemos igualmente movidas por el desbordamiento, la efusión de nuestras humanidades: dejamos caer la ropa, nos descubrimos, descubrimos la vida y la belleza con las que estamos bendecidas.

La belleza. Seguramente en Zululandia, donde tienes tanta abundancia de cuerpos desnudos que mirar, debes admitir, Blanche, que no hay nada más humanamente hermoso que los pechos de una mujer. Nada más humanamente hermoso, más humanamente misterioso, que la razón por la cual los hombres quieren acariciar sin cesar, con pinceles, cinceles o manos, estas bolsas de grasa extrañamente curvadas y nada más humanamente atractivo que nuestra complicidad (me refiero a la complicidad de las mujeres) con su obsesión.

Las humanidades nos enseñan humanidad. Tras la noche secular del cristianismo, las humanidades nos devolvieron nuestra belleza, nuestra belleza humana. Eso es lo que nos enseñan los griegos, Blanche, los griegos correctos. Piensa en ello.

Tu hermana.

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Porque no sabemos. Porque las tinieblas son esa extraña y terrible distancia entre lo interno y lo externo. Porque tal vez esa diosa tenía en sus manos el origen y esa constancia quedó grabada en nosotros de modo inconsciente para fijar su preeminencia. El castigo de Zeus fue de nuevo una lección para nosotros. Ese Dios-hombre quería divertirse, burlarse, y pensó que la mejor manera era hacer que Afrodita se enamorase de una belleza masculina mortal, de Anquises. Podía ser cierto para Afrodita que amar no fuera sólo una trascendencia entre dioses, sino también un gozo seductor y lleno de belleza que celebraban los mortales. Zeus volvió a menospreciarla ignorante. La belleza no sólo era una cualidad asociada intrínsecamente a lo femenino, sino que ella podía ademas apreciarla en los hombres. El deseo quizá tuviera mayor intensidad en aquellos que envejecían y desaparecían.

Ella entró en el palacio del rey Anquises y se hizo pasar por una princesa frigia, llevaba una túnica roja y admiró la hermosura de ese hombre mortal, joven, que no era un dios. Lo hizo desde la carne. Acarició todo su cuerpo, quedó fascinada de su torso, de sus duras curvas, de su vientre endurecido, de su falo enhiesto que supo saciar hasta dejarlo exhausto. Anquises amaba a las mujeres, así que esa noche la amó con todo lo que era. Yacieron en un lecho de pieles de oso y de león, en esa suavidad de la naturaleza domada. Así domaron su deseo, hasta que con las primeras luces del alba, al confesarle Afrodita que ella era una Diosa, Anquises se estremeció y le pidió que le perdonara la vida. Ella se sentía tan agradecida que lo calmó asegurando que no tenía nada que temer. La había hecho feliz. Tan sólo debía guardar el secreto, sólo eso. El secreto de la diosa, de su cuerpo, de su amor.

El año nuevo ha nacido igual de triste y nublado que el anterior, la misma falacia repetida, el sonsonete de la decadencia ofrecido como una pronta recuperación. Tal vez no quiera volver al mundo, sino quedarme aquí, aunque no sé cómo hacerlo, cómo guardar esta casa, esta escritura, esta soledad que espera. Hay demasiadas cosas de allá afuera que ya no puedo soportar. De todas formas no creo que Afrodita fuera tan mezquina, tan celosa, tan cruel. Ella no lo es. No atisbo maldad alguna, sólo el peso de su historia, de su herencia, el miedo a quedar flotando sin rumbo en el aire, un temible pavor a la soledad. No sé qué puedo ofrecerle en este duermevela constante, en este insomnio, con los ojos enrojecidos. Me recuerda a muchos finales de año vividos, a aquel vértigo deslumbrante del deseo y la ebriedad, a aquella esperanza de construir otra existencia tan distinta a la que llevo. Ya no me pregunto por el lugar en el que se esconden los sueños.

¿Qué detalle se me escapa de ella para no retenerla? No la siento capaz de hacer lo que Afrodita le hizo a Esmirna, la hija del rey Thías de Asiria, después de que su padre se jactara de que Esmirna era la mujer más hermosa de la tierra, más bella incluso que ella. La diosa hizo que la hija se enamora de su padre, y que se metiera en su cama una noche en la que su aya le había emborrachado y no se daba cuenta de lo que hacía. Afrodita los castigó con el incesto y esa carnalidad lasciva y perversa de la avaricia sexual, con un incesto que alumbraría a un hijo, y el rey enfurecido la expulsó del palacio y del reino, la quiso matar. Fue Afrodita, por esa extraña solidaridad que tarde o temprano aparece, quien arrepentida de su venganza infantil le salvó la vida transformándola en un árbol de mirra que la espada de su propio padre partió en dos mitades. De ese árbol surgió Adonis, el niño del que Perséfone se enamoró, por el cual litigó frente a Zeus contra Afrodita, que reclamaba tenerlo a su vez. Fue Calíope, la musa, la que decidió que Adonis dividiera el año en tres partes, dos dedicadas cada una de las diosas, y una tercera, destinada a reponerse de la insaciable avidez sexual de sus madres y amantes.

Los dioses son vengativos, crueles, complejos y caprichosos como los hombres. Cuando Anquises cometió la indiscreción de confesar que había copulado con una diosa, Zeus quiso vengarse y le lanzó un rayo mortal. ¿Por qué Afrodita evitó que muriera, amortiguó el efecto de aquella terrible ira? ¿Qué había en Anquises para conmoverla, aunque después de aquello el mortal ya no pudo apenas mantenerse en pie ni por supuesto amar a las mujeres como las había amado antes, y ella terminó por olvidarse de él?

Guardo la esperanza de que el rayo de Zeus no condene mi destino. Que eso que Anquises consiguió de la diosa sea lo que yo consiga de ella.

¿Y por qué Afrodita lo abandonó para siempre cuando él ya no pudo colmar su deseo, entregarle el suyo?

El destino, tal vez otro soplo de dioses con un nombre concreto, decidió que a Afrodita se le asignara un único deber divino: hacer el amor.

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Escribe Coeetze en Elisabeth Costello que el problema del hombre es creer que puede llegar a ser divino cuando en realidad apenas llega a experimentar un simulacro de divinidad posible dos o tres veces en toda una vida, y eso con suerte, y además está condenado a extinguirse, a morir, a desaparecer, a notar la vejez y la podredumbre del cuerpo. Es mortal, condición fundamental que nos diferencia de los dioses. Y sin embargo podemos imaginarlos, eso es, e incluso inventarlos. De hecho estamos convencidos de que a veces nos envidian.

Trato de pensar en esos raros instantes de divinidad. Surge luminosa la paternidad, el crecimiento de algo propio que anhela el mundo, lo investiga, lo cuestiona. Ese desarrollo de una parte de uno mismo que nos reconoce, pero no somos nosotros tampoco. Revivo la sensación que provoca una melodía, un párrafo que sabemos insuperable. Un puñado de palabras que han rescatado un soplo de vida de forma inesperada y perfecta, nos hemos acercado a ello, aunque sea tan sólo por un instante, un hecho incomprensible. Algo del misterio ha sido revelado al leer o al escribir pero no sabemos exactamente qué. Esa es una sensación de divinidad extraña, fugaz. Veo el cuerpo de ella desnuda, estremecido de deseo, el momento preciso en el que los espasmos anticipan ese placer retenido, esa muerte súbita entrelazado a otra carne, ese intento desesperado de ahondar en otro, de alcanzar su esencia aunque sea en la brevedad imposible de ese tiempo dedicado al éxtasis. Hace mucho que ella es ese anhelo de divinidad, como supongo que lo fue Afrodita para Anquises. Es la burla de los dioses. Somos demasiado poco.

Cuando amanezca es posible que haya vivido un nuevo eclipse. No sé cuantos aguantará el corazón, tampoco estas palabras que compulsivamente se acumulan y deben ser escritas. No hay más sentido en todo ello, hacerlo, avanzar en ese recorrido para el cual nací, sin que importe el resultado, el objeto, la repercusión. Siempre esas palabras que tratan de articular aquello que debo rescatar. No tiene sentido la vida de otra manera, al menos para mí. No lograría rescatar el nacimiento de Afrodita si no tuviera la necesidad de escribirlo, y al tiempo, sino hubiese experimentado el esplendor de contemplarla salir del mar, envuelta en el oleaje de la olas, dar un salto hasta la orilla, observarla avanzar en el atardecer rojizo.

Porque ella tal vez no quiso seguir haciendo el amor eternamente como le insistieron las Parcas. Cuando se puso a tejer un telar y Atenea la sorprendió hilando y cosiendo, se enfureció de tal modo que la amenazó con despojarla de su poder, de la influencia de las Parcas. Ella obedeció y no realizó jamás ningún trabajo manual.

¿A qué se debió el enfado de Atenea? Hefesto hubiera preferido a esa hilandera silenciosa que apaciguaba su ansia envuelta en fina lana. La Atenea virgen, generosa, ocupada en la música, en los objetos de alfarería, el arado y el rastrillo. La yunta de los bueyes, la silla de montar, el carro y el barco. Esa Atenea sólo preocupada por la vida práctica, en hacer de la existencia algo mejor, más cómodo, sin deseo. La que enseñaba las artes femeninas y los números. Esa Atenea que produjo la civilización en cierto modo, de espaldas a la sensual Afrodita, llena de misericordia y orden.

Cuando pienso en ella también veo a Atenea, y esa es la diferencia después de tantos años aguardando algo que rompiera la monotonía de la vida. Hefesto se enamoró perdidamente de ella. No era tan inocente como creíamos. Casado con Afrodita quiso alcanzar a la otra diosa porque no temía ni su poder ni a su sensualidad siempre secreta. La Atenea bondadosa era la imagen de la madre todopoderosa, de aquel matriarcado antiguo sumido en el orden femenino. En cierto modo, pienso, Atenea es esa Afrodita saciada que anhela la intimidad del calor, del hogar, la que facilita el trabajo y construye, aunque esa castidad tan empecinada no pueda ser ni natural ni transparente.

A estas alturas de la vida ya no tengo miedo a las construcciones del amor, sólo siento a veces su imposibilidad. El paso de Afrodita a Atenea es un camino largo y tortuoso, que no debería solaparse, ser una sustitución de una por la otra. Las mujeres como Atenea, en verdad, siempre anhelan a esos hombres libres, despreocupados, que abrazan la existencia como un soplo, sin dejar su rastro. En realidad su seducción es la sublimación de su sexualidad expresada en un sueño de redención, de doma. Atenea tuvo que sentir algo cuando Hefesto le hizo un juego de armas exclusivo para ella. Por primera vez, el dios-herrero aceptó como pago el amor. No la temía Hefesto, como ese marido no teme a ella. Los siglos acompañan esa imagen, porque es la que yo retengo de ese hombre que impide que ella venga hasta esta playa.

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Hefesto pide un amor sin sensualidad, para el que cree estar preparado, un amor de orden y contención. No es bueno, los dioses nos lo han dicho. No puede retener a Afrodita y el rencor crece en él, y entonces sabe que Atenea está en la sala contigua a donde él fragua el acero y el hierro, e intenta ser esos otros dioses en su repentina valentía: Ares, Zeus… Lo intenta, y la llama, y cuando ella entra intenta violarla. El trayecto de ese arrebato de violencia va desde la imaginación de los antiguos griegos hasta ese marido que anhela la masturbación y el sosiego en vez de la tormenta del deseo. Se ha borrado esa posibilidad de alcanzarla a ella de otra forma. La eyaculación de Hefesto, infértil, inútil e impotente, se derrama sobre el muslo de la diosa. Atenea desprecia el deseo, también la maternidad por tanto, aunque luego se erigiera diosa de la maternidad. A Atenea le da asco el semen de Hefesto sobre su muslo, coge un trozo de lana y se limpia, lanza el hilo al suelo y la madre tierra fertilizará a Erictonio. Ni siquiera en su feminidad maternal puede haber deseo o placer.

Ha sido con De nuevo, el amor, de Doris Lessing, cuando me doy cuenta de nuevo de esa oportunidad de los libros, de la literatura, de ofrecer su experiencia, su consuelo, su belleza, cuando más lo necesitamos. En un momento de esa hermosa novela, Sarah, la protagonista, se pregunta por la condición de Afrodita y la de Atenea. El viaje del libro es llenar esa especie de punto muerto que separa definitivamente la sensualidad y su relación con la vida, respecto a la vejez y la muerte posterior, intervalo nebuloso en el que se aplaca la sed hasta ese periodo final que es el sueño plácido de Atenea. Aún vivo en el deseo como para acercarme a esa Diosa que, en palabras de Doris Lessing, afirma esa renuncia a la angustia del amor, a la inquietud perpetua del deseo y sus consecuencias.

Interesante imaginar a Afrodita y Atenea discutiendo la pequeña historia de Julie…

…No obstante, si Julie no era una “mujer del amor”, entonces ¿qué era? Había personificado la cualidad, reconocible para cualquier mujer a primera vista, e inmediatamente sentidas por los hombres, de la seductora y descarada feminidad que inmediatamente convierte en irrelevante cualquier argumento basado en la moralidad… Ese sería probablemente el argumento de Afrodita. Pero la mujer que había escrito los diarios (Julie), ¿de cual de las dos era hija?

“De verdad, Julie…”

“…si te permites amar a este hombre, será peor para ti de lo que fue con Paul. Puesto que este no es el guapo muchacho que sólo podía verse a sí mismo cuando se reflejaba en tus ojos. Rémy es un hombre, aunque sea más joven que yo. Con él saldrán a la superficie todas mis posibilidades como mujer, para una vida de mujer”. ¿Y luego, Julie? Un corazón roto es una cosa, y ya has pasado por ello. Pero una vida rota es otra y puedes decir que no. No dijo que no. Y quién era, qué Julie era la que le dijo a la otra: Bien querida, no te imagines que si te decides por el amor no vas a pagar por ello. Puesto que no era la hija de Atenea la que decía: “Compón tu música. Pinta tus cuadros. Pero si es esto lo que eliges, no vivirás como vive una mujer. No puedo soportar esta no vida, no puedo soportar este desierto.

En la novela de Doris Lessing, Julie, esa mezcla de Atenea y Afrodita, se suicida. Su muerte ofrece un espejo a la propia vida de Sarah, aunque sea por oposición. A sus sesenta y algunos años, de la protagonista surge la pregunta acerca de la construcción de lo femenino, también la relación del enamoramiento con la felicidad o la infelicidad, pero no me convence. Me sabe a poco eso que llamamos enamoramiento, una fase estúpida del amor, nebulosa, mitificadora, y la novela, de alguna forma, oscila más alrededor de ese sentimiento que de la palabra amor o deseo. Eso pienso ahora. Y tal vez no me convence porque soy un hombre, mortal, cuya decadencia sobrevendrá despacio en los próximos años, pero el gozoso aleteo, el latido poderoso de aquellos dioses que acuden para burlarse de lo que muere en nosotros, sigue vivo, buscamos esa dominación del cuerpo femenino amado sin darnos cuenta de que nuestra ceguera no deja ver la verdad: nunca será nuestra por completo Afrodita, se nos escapa su complejidad, y nos aferramos a Atenea, tan calma y fiel, tan aburrida en el fondo. Seremos Anquises asustados ante la diosa, seremos ese mortal afortunado que fue castigado por revelar el secreto, o Hefesto tratando de retener lo inasible del deseo.

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¿Y qué sucedería si Afrodita se liberase de todos esos dioses, si se marchara de la casa del dios-herrero, si decidiera liberarse de las ataduras de la herencia e incluso de la imposición de Atenea y de las Parcas que le prohibieron tejer, dedicarse a otra cosa que no fuera el amor?

Siempre atisbo en ella ese punto de rebeldía. Esa especie de aliento que impulsa a Afrodita hacia la felicidad. ¿Que dios se va a atrever a irrumpir en su existencia y situarse a su lado en un equilibrio posible? ¿cómo olvidará su propio pasado, las cadenas del Olimpo, las cuitas y las conspiraciones de los dioses, como superará el dolor, la mezquindad, la dureza del reino divino masculino para ofrecer finalmente una posible alianza, sin perder por ello la pasión, la identidad, sin perecer de ausencia y de nostalgia? ¿o tal vez será un mortal quien ofrezca la sinceridad de su finitud?

Recojo las maletas, los libros, los papeles. El día es avanzado y el sol ilumina la orilla del mar. Vine aquí hace muchos años para descubrir que la sensualidad estaba en este aire y no podía alcanzarla. He buscado cada vez llegar a ese deseo que se me ha escapado hasta comprender algo de Afrodita. La decisión es mía ahora que sé que la torre de marfil se ha derrumbado. Mi pasado pesa. La construcción de toda una vida es una losa que posee fogonazos de felicidad esporádica, muy rara, aquello que resiste el envite del tiempo y dibuja la posibilidad de perdurar. Se puede adorar a Afrodita y a Atenea, ellas son esa fuerza de lo femenino que funda y crea. He encontrado en esa mujer que espero, que ahora me espera, la solidez de ese viaje que puede ser el último.

¿Quién seré yo? ¿Hermes y su verborrea? ¿Poseidon y su vanidad temerosa? ¿Hefesto y su mezquindad hecha de frustración e inmovilidad? ¿Zeus iracundo y fálico? ¿Ares el guerrero salvaje y sensual? ¿o tal vez un mortal como Anquises, que comprende que la única trascendencia es el deseo, y ese deseo está en ella, y de ella nacerá la nueva vida, la sensualidad gozosa de un camino difícil pero lleno de esa antigua alegría?

Ella lo tiene todo. Es esa mujer libre que surgió del mar. Es la diosa del amor que habita en ella, pero también la diosa de la paz que ilumina el día, que bendice la calma. Es el deseo irreprimible de la posesión, pero a su vez la protección de nuestra finitud de hombres. Es Atenea cuando sonríe y Afrodita cuando se despoja de la ropa y extiende los brazos hacia mí.

Debería escribirle.

Sólo si soy capaz de afrontar el destino a tu lado borrando huellas, marcas, trazos y trayectos, expresando el suspiro de sinceridad que todo lo envuelve, abrazando tu sensualidad y tu calor, la fuerza de esa expresión, compartiendo eso que los dioses nos legaron, aquello que era divertido y trascendente, levantando los tejados que nos cubran de la intemperie, cambiando lo cuadros antiguos por nuevos, los pasos ya dados por otros, dejando salir eso que llevo dentro tantos años y que grita por escapar, mereceré tu presente.

Afrodita puede ser ese otro Homero que cientos de años después vague por las tabernas de las islas griegas contando su historia, la historia del amor. Atenea, tal vez, sea capaz un día de dar rienda suelta al instinto sexual que durante siglos cercenó para conceder la paz: una paz frustrante al final, carne de psicoanálisis.

En ti puede darse ese deseo que concede la maternidad y la trascendencia. Eso lo sé. Ten fe. Un día lo sabremos. Si soy capaz de romper el tejido de Hefesto, el castigo de Zeus, la cínica actitud de Poseidon, la palabrería de Hermes, la violencia sexual de Ares.

Tener fe. Como siempre, sólo soy un hombre lleno de cadenas que ha llegado a comprenderlas. Pero he visto a Afrodita naciendo del mar, y es el origen, es el tuyo, es esa extraña felicidad que me inunda cada vez que recuerdo ese momento, es la valentía que intenta construir de las cenizas del tiempo. Atenea nunca será una diosa del amor aunque llegue a escribir sobre ello. Mi castigo, tal vez sea no el rayo de Zeus, sino la infelicidad de cualquier decisión, sea cual sea, aunque toda mi felicidad esté en ella. En esa mujer que no llegó esta noche. En esa mujer que ya destruyó el tiempo heredado para encontrar otro, otra vida que le pertenezca.

Arranco el coche y la casa queda atrás. Es mi destino.

Los dioses tiran los dados.

Copyright Jimarino

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Una historia de la literatura (ensayo sobre la creación literaria)-de James Joyce a Saul Bellow

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(Quiero agradecer a Antoine Ferdinand la posibilidad de haber promovido un texto como éste y pretender su edición teniendo en cuenta su extensión y su complejidad. Especialmente a Sevérine Lavigne por la fatigosa traducción al francés y por sus valiosas apreciaciones que dieron un giro al ensayo y cierta amenidad necesaria. A Daniel Ariño por esas conversaciones nocturnas en la sierra de Gúdar que fueron tan importantes para confrontar la solidez de algunas apreciaciones osadas. Pido disculpas a los posible lectores por la extensión del texto, pero adentrarse en una teoría de la creación literaria con cierto rigor me exigió aunar disciplinas y saberes ajenos a la literatura y entrelazarlos con el espíritu de esta tradición milenaria. Aprovecho para colgar el texto en PDF a fin de que pueda ser leído en otros formatos más cómodos que la pantalla de un ordenador -de momento sólo habrá en breve edición francesa en papel-, tal vez convencido de la necesidad de ofrecer una lectura que permita a cualquier lector adentrarse en un universo fascinante que si bien la literatura siempre reveló, es ahora a través de la ciencia que cobra una relevancia demostrativa e incluso irrenunciable. Tengo la sensación de que el equilibro debería inclinarse a nuestro favor a poco que se instaure la superstición de la medición científica en todos esos saberes de la literatura que los escritores intuyeron desde hace siglos, convencidos de su poder mágico y su aliento espiritual incuestionable. La hegemonía científica debe servirnos por fin para algo. Por último darle las gracias a Antonio Tello por su inconsciente inspiración, por ese aliento que nunca sabré agradecerle. Y por supuesto a Isabel Vila, que junto a Jorge Volpi y su libro El cerebro y el arte de la ficción, despertaron hace algún tiempo este renovado interés por la neurolingüística y su inevitable relación con la historia de la literatura. Y más que a nadie, gracias a Mateo… porque él fue la motivación principal de éste intento de sostener un mundo en el que sigan existiendo las palabras libres de la literatura.)  

 

   

Convegno-aprile-2011Demasiado tiempo lejos de estas páginas, hasta que la vida y la literatura ofrecen extrañas lecciones y uno necesita contarlas.

Porque éste texto iba a tratar sobre la escritura, también sobre la pasión por la lectura, cuando empezó a fraguarse allá por el mes de mayo. Terminaba de pasar un extraordinario fin de semana con Antonio Tello en Sitges y a la vez iniciaba el aliento de una nueva vida sin darme cuenta, justo ese sábado y ese domingo. Los misterios de la poesía, diría Don Antonio, con esa sonrisa irresistible y esa inteligencia viva reflejada en sus ojos. Metáforas del fin y del comienzo, de la extinción y el nacimiento. Conforme me adentraba en ese proceso recurrí a varios libros que pensé reflejaban con mayor precisión lo que deseaba contar. Libros a los que siempre vuelvo. Los procesos de fragua para la vida o la literatura son lentos, pero llegados a un punto surgen de forma abrupta, necesitan ser expulsados, desarrollarse, expresar su intensidad y su sentido. Pero me faltaba algo más, quizá la constancia de un conflicto, y a poder ser un conflicto vital.

Esta es una historia de escribir y leer. Pienso en el sutil latido de este arte. También en la pátina sombría de ciertos efectos acumulados, sus capas superpuestas y sus quejidos existenciales, los que he ido sufriendo a lo largo de todos estos años de lector empedernido, como si en todo lector consciente pudiera revivirse la historia de la literatura. El despertar lento y paulatino cuando sobrevienen las primeras luces del día y el mundo se abre a través de las palabras, y ese particular afán de pronunciar alguna vez que no se es nada más que esa esencia, el latido que construye la frase, el límpio ritmo de la sangre que fluye entre las palabras y las une. Eso era lo que anhelaba.

Que la vida fuera el empeño del verbo por crear la carne de la ficción.

Fue por estas fechas. Julio sofocante y húmedo en Valencia, de una sensualidad excesiva; las gotas de sudor por el cuello y el pecho, el cansino paso del tiempo y la falta de hambre que endurece la piel en apenas semanas. Verano de hace tantos años que me cuesta precisar la fecha: tal vez el año 96 o el 97, cuando la vida era todavía una promesa. Será el 96, por algunas pistas que acuden. Estaba a punto de orientar sin consciencia este mapa a medio recorrido, de darle ese giro irreversible que impide a la vida cambiar radicalmente, que sólo acepte a partir de ese momento pequeños sobresaltos o tibias grandezas, y siempre ese temor al pensar que en vez de ese diminuto progreso llegue el dolor, el auténtico e insoportable dolor.

Un mes después de terminar ese primer esbozo de ensayo, me fui encontrado una y otra vez con referencias que deseaba introducir, hasta que las primeras veinte páginas fueron engordando y construyendo un texto amorfo, demasiado pleno y amplio, a la vez impreciso, excesivo. La historia que quería contar había derivado en tres o cuatro que se entrelazaban. En vez de una argumentación sobre la creación literaria, había iniciado casi una novela cuyos caminos alargaban sus efectos incesantes hasta dejarme una aguda sensación de descontrol y exceso.

Así que comencé a pensar que me había equivocado, y que faltaban algunos elementos que dotaran de cohesión a todo lo que deseaba contar.

Primero afirmé sin pudor que había tenido suerte. También que, de alguna forma, cuando menos importancia pública tiene tal vez, había comprendido algunas esencias de la literatura y unas cuantas, muy pocas, de la vida. O al menos de mi vida, que al fin y al cabo es mi única responsabilidad absoluta.

El transito de Antonio Tello, su poesía, su excepcional ejemplo vital y humano, habían despertado caminos inesperados, largos trayectos que estaban en mí mucho antes, pero que tal vez no se revelaron tan nítidos hasta ese momento. Pensé en los miedos y pánicos inconcebibles que había sufrido, también en esas valentías inesperadas, bellas hazañas cumplidas, en la esperanza que mantenía en vilo mis cuitas e ilusiones. Porque era eso: la ilusión. Esa luz que nos habita, que nos permite aprender, creer y expandirnos, sentir, avanzar conscientes. Lo que también contiene a la sombra oriental, a su elogio de la penumbra rasgada de luz, haces iluminadores de frescura y aire limpio. Mi querido Tanizaki.

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Porque esa luz no es la luz cegadora y extensa, la luz en esa condición del brillo y el color, sino la luz secreta e invisible que habita en todo ser humano, tan a menudo hecha de sombras como de intensa y deslumbrante claridad. Escribí convencido que la existencia había sido soportable, a menudo hermosa, por algo que a veces me aterra: nunca he sentido ese dolor desgarrador que anega toda vida posible.

Tal vez, entre los pliegues de ciertos párrafos del Ulyses de Joyce, una oración en latín se apoderó de mí hace tantos años. La endiablada agitación verbal de Joyce, esa prosa que, al igual que dijera de Dante Umberto Eco, de su Divina Comedia, precedió a la red, la sinuosa reverberación de un objeto que cae al agua y extiende esa onda, ese ligero expandirse circular en la superficie. Joyce provoca esa reverberación con una amplitud enorme, y eso que el tiempo es ya lejano: aquella Irlanda de principios del XX. Esa última gran oración laica, la última fe totalizadora de la literatura para adquirir su decadencia paulatina, el reconocimiento posterior de sus límites y sus siguientes escondites y sombras.

Omphalos de letras en estos templos ruinosos que todavía sostienen el tiempo. Buscaba también eso entonces, que la reverberación de algún texto manuscrito pertrechado en los años anteriores lograra esa extensión que Joyce alcanzó en su arte literario; ese modo de revelar en cada párrafo una onda de significados y referencias capaces de construir un mundo autónomo, real a la vez, rituales de fe verbal que retaran al tiempo lineal. Pero en aquel verano lejano no estaba preparado para ello, tal vez ese fue el error, aunque fuera consciente de lo que deseaba.

Escribiendo este texto, con el que pretendía regresar al blog después de los meses dedicados a corregir y terminar Eclipses y La luz, pensé que el anhelo de aquel estío del año 96 y el que me empujaba a componer estas palabras era el mismo. Adentrarme en esa totalidad mágica, tan dificil de explicar al profano, al que no cree en el espíritu. Ese espíritu que entreví también como una herencia milagrosa, de siglos a nuestra espalda y antepasados punzantes llenos de osadías y culpas. A su vez de intenciones inconscientes que nos hacen ser lo que somos o lo que anhelamos ser. Entonces y ahora, tenía la intuición de que la literatura era el código capaz de descifrar la totalidad del secreto o al menos acercarse a él. Que, en efecto, había otros modos de hacerlo, pero quizá no con esa capacidad globalizadora, completa, extensa y fabulosa, hecha de la materia prima del pensamiento: la palabra. Cada palabra clave, cada aliento hecho de palabras, cada idea que quiere ser expresada. Tal vez quería regresar al lugar en el que los médicos chinos en épocas milenarias antiguas recetaban la música de los versos como remedio curativo y terapia. Eso que supo Marcel Proust de su padre, médico y divulgador de hábitos saludables. No sólo historias o imaginación, sino ese ritmo sanador de la prosa o la poesía elevada que nadie logra explicar con suficiente precisión.

Entonces, en una cena veraniega hace apenas un mes, un viejo amigo lúcido, a veces excesivo, que no lee literatura, me miró a los ojos y me dijo que para comprender la vida había que vivirla.

Uno guarda en su interior muchas cosas, las utiliza cuando puede, esgrime sus espadas y sus afectos, tratando de componer con la historia vivida algo coherente. Cualquiera que escriba siendo consciente del significado de ese acto aunque sea tan sólo por intuición, ese punto sin retorno en el que el ser humano se ve abocado a cumplirlo pase lo que pase o tenga la repercusión que tenga, sabe que lo que alimenta cualquier intento literario es la vida. Lo que enseña a escribir, me refiero a la utilización de un lenguaje preciso o correcto, el aprendizaje de las estructuras y estilos literarios, eso que permite contar de otra manera o de mejor manera, alcanzar la posiblidad de componer un texto digno o una idea acertada o hermosa, es la literatura, pero el verdadero aliento de cualquier escritura es la vida.

Medio ebrio por una botella de Calvados apurada hasta la parte de los ángeles, las palabras de mi amigo provocaron un breve conflicto, siendo sin embargo una perogrullada de haber sido pronunciadas ante alguien como Joyce o Dostoiesvki.

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Tal vez como lector, además del placer estético desmesurado que a partir de cierto momento obtuve de la literatura cuando aprendí a leer, me topé de bruces con la constancia de que una vida es limitada por más que la ampliemos por encima de nuestras posibilidades o nos adentremos en ella a conciencia, aprovechando cada segundo y cada instante, cada oportunidad y cada camino que surge, algo improbable incluso para el más valiente, decidido y hábil de los humanos que pudiéramos imaginar, lo que me empujó a buscar el testimonio de otras experiencias, reflejos sinceros de esas vivencias, variadas y profundas, que me permitieran ser más consciente de mi propia existencia y la del mundo que me rodeaba. La literatura conseguía un diálogo profundo con seres humanos alejados en el tiempo y el espacio, también con contemporáneos, conversaciones humanas dificilmente alcanzables en la vida real, donde apenas profundizamos vagamente en nosotros mismos y desde luego demasiado poco en los demás. Utilizaba a su vez la materia prima de nuestro pensamiento: la palabra. Y poseía la estructura más corriente que tiene a su alcance el ser y los pueblos para expresar su propia esencia: las historias, los ejemplos, las anécdotas, las parábolas, el relato más o menos simbólico de los hechos.

La novela hizo posible que comprendiera aquellos mecanismo emocionales o humanos que no me pertenecen, ponerme en la piel de un hombre poderoso o sentir la miseria de un ser deshecho, marginal y roto en pedazos, sin necesidad de vivir esas vidas, sin posibilidad de hacerlo por factores humanos, suertes o herencias de mis antepasados; entender los condicionantes sociales y biográficos de cualquier hombre, adentrarme en lugares y rincones de la tierra, incluso en épocas muy lejanas, en civilizaciones desconocidas, sentir la pasión desmesurada y el dolor insoportable que todo lo anega, abrumarme con el miedo, asimilar el heroísmo extraño que a veces ocurre, solicitar un grito moral en medio de siglos de historia toda ella condenando a los hombres que la vivieron a la muerte. Era la palabra literaria aquella que esbozaba con su brillo particular, tan raro, tan sólo pleno en algunos autores capaces de construir con las frases un ritmo y una cadencia extraordinarias, de hacer que de la ficción surgiera la turgencia de la carne, la exhuberancia de lo sensible.

Ya sabía entonces de la dificultad de alcanzar esa majestuosidad en la escritura, común tan sólo a ciertos clásicos, esa mezcla inconsciente entre las palabras elegidas, el punto de vista escogido y la profundidad del significado incluso cuando se describe la más anodina de las acciones humanas. Eso que se nota al leer y comparar entre una obra maestra y un texto tan sólo correcto, mutilado de esa magia, de ese latido tan a menudo inexplicable. Leer unas páginas de Saul Bellow frente a cualquier párrafo de Michel Crichton o de Jorge Bucay: esa diferencia. Una inmersión en la señora Dalloway mientras se lanza una mirada escéptica hacia cualquier texto de Lucía Etxebarria o al Diario de Bridget Jones.

Ulyses de nuevo.

Ahí estaba. Cómo un hombre afeitándose en lo alto de una torre -una especie de faro- podía revelar rituales centenarios de la Iglesia católica que dirigieron el mundo durante siglos, acercarse a los griegos con una sola mirada al mar, entrar de lleno en el significado de la muerte, pero no sólo en el significado general de esa extinción, sino su efecto en la identidad y su relación con la aparición edípica para ser y devenir, y encima provocar la sonrisa, la jocosa sensualidad de la luz frente a las olas, el arrebato existencial de unos personajes de ficción construyendo un mundo deslumbrante y vital.

Esa belleza inexplicable que uno llega a sentir ante el latido del lenguaje literario.

A eso me refiero: dos personajes iniciales en el Ulyses, uno que se afeita y otro que mira esa rutinaria actividad, terminan por establecer un eco universal, aunque sea incomprensible para quien no tiene la intención ni la curiosidad de adentrarse en el poder esencial de la literatura. Curiosidad e intención de adentrarse en uno mismo tal vez. Ese miedo a mirarnos en el espejo, como la incomodidad de Dedalus ante el cristal partido que refleja su rostro. Esa es la diferencia entre la historia de la literatura y la infantil narración simple de los hechos. Eso que se ve tan poco, que resulta tan complejo de explicar con estos lenguajes envilecidos, acortados, sesgados, manipulados y balbuceantes.

Siempre entreví en esa literatura perdurable un hálito de libertad.

Eso quise decirle a mi amigo, al que siempre he querido y respetado. Contarle que hay hombres más inclinados que otros a la acción, es verdad, o que tal vez todos somos un compendio necesario de los extremos que a veces desconocemos o que incluso detestamos. Que su afirmación era cierta porque yo mismo, hace mucho, pensé que para escribir era necesario no sólo leer sino vivir. Pero que la amplitud o el complemento que podía suponer la lectura de la gran literatura para un ser humano fuera cual fuese su condición, temperamento, inteligencia o circunstancias, era inmenso. Incluso me hubiera gustado decirle que el placer que los dos sentíamos ante la complejidad de un vino tinto como los que terminábamos de degustar, era similar al deleite estético que a partir de cierto momento lector uno experimenta con la literatura.

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Poco más de siete años antes, en el año 89, como si el ciclo tuviera que alcanzar un cifra impar, alguien dijo de esta prosa entonces balbuceante que lucía pizpireta y sonora, y de aquellos versos entreguardados, con olor a pan viejo y a mantequilla caducada, que valían la pena. Fue una editorial hoy ya desaparecida, evaporada como tantas cosas de la vida, la que alumbró con papel reciclado y tosca portada mi primer libro editado: El espejo salvaje o las formas de no volarte la cabeza.

Hoy en día me arrepiento de aquello sin flagelarme, me refiero a que reniego tozudo de esa edición, tal vez por vanidad o por exigencia quizás, y sólo la constancia de su insignificancia, de su escasa repercusión, me alivian las rojeces en las mejillas en cuanto mis ojos reconocen esos versos. Era un poemario tan malo como otros muchos que se publicaban entonces y se publican ahora, pero para mí era el cúlmen de un proceso vital azaroso y vívido que concluía un periodo y provocaba el aleteo de una mariposa desatando maremotos en los mares del sur, el fragor descarnado de una tempestad y la música ruidosa de un desvirgamiento lozano y prepotente, más tarde tímido y avergonzado. Demasiada vanidad creo, y poco contenido, y eso lo supe ya en esos años más tarde, en el transcurso de ese verano que inicia este relato, cuando me empeñé en convertirme en la letanía sólida del discurso literario, en su balanceo sagrado, en la espesa lateralidad de una música secreta e inaccesible, apenas rozada de uvas a peras con un esfuerzo desmesurado.

Intentar eso era una especie de quimera terrible que sólo podía traerme cierta deformidad, cuando en ese año 96 me dispuse a repasar el fruto de mis antiguas exposiciones editadas en la decada anterior. En esos años había aprendido ya que la literatura era otra cosa que la retahíla intermitente y banal de ciertos regocijos de la autobiografia, que el yo-yo vacilante no daba para más y que El espejo salvaje o las formas de no volarte la cabeza tenía un vuelo demasiado corto para semejante titulo.

¿Y qué elegí?

Porque en la elección está la cuestión esencial, una elección que depende de los años que uno arrastra juntando palabras, pero también en parte de una inexplicable inspiración, o algo que viene de la madurez, o de la interpretación de esa voz interior que todos llevamos dentro y que desea expresarse de la mejor manera posible: entonces aún aguardaba ese imposible destino, llegar a entresacar ese aliento particular que dotaba a las palabras de una música perdurable.

Convencido, en ese día o dos en los que fui preparándome para el encierro, me di cuenta que el poemario de 1989 era mediocre, sin embargo, tal vez recosido y reajustado por el tiempo y el oficio que creía tener en esa época, podría ofrecer el espejo de un tiempo, el lugar de donde venía esa imagen del único poema que salvé con los años y que me acompañó durante décadas: Los perros de la lluvia.

Un puente de piedra ligeramente abombado y de color gris blancuzco, escoltado sino recuerdo mal por cuatro estatuas y al menos cuatro salientes para tomar asiento; los muchachos al amanecer renaciendo; la larga noche en vela, esa niebla de excesos y testosterona alterada, ese gris graduado de variedad cromática pero siempre gris, y esa comparsa adicta cruzando el puente; y yo detrás, fijo en ese deambular incomprensible por un instante, entre las risas, las canciones y los rituales familiares; el amor deslizándose entre mis dedos, la soledad absoluta de ese instante acompañado en que lejos de ser protagonista, era el testigo que a pocos metros miraba y escribía sin tener lápiz ni una hoja en blanco.

Uno escribe siempre si nace con esta maldición.

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Sentí la desilusión de leer esos poemas antes de comenzar su resurrección y encontrar que les faltaba esa sangre, ese ritmo, ese río o esa corriente latiendo. Tratándose de literatura quedaban pocas opciones, como le sucede a la vida tarde o temprano, como si lo predeterminado nos delimitara hasta dejar apenas oportunidades: se escribe para alcanzar la belleza o expresar de forma precisa y profunda la metáfora de una idea, de un sentimiento, de una obsesión. También para superarla.

¿Qué me obsesionaba entonces, en el 89, y después en el 96, y ahora, dicecisete años después?

Ahora creo saberlo, y tengo la sensación de haberlo sabido siempre. Esa frase que, al igual que una formula matemática compleja y exacta, pretende llegar a englobar en su enunciado el orden del mundo. Dan ganas de reír, pero así era. Ese deseo de comprender el orden inalcazable que rige el universo y que nos contiene, que a la vez forma parte con sus designios prefijados de nuestra propia identidad y que es común a cualquier vida incluso a la más osada y estúpida existencia hecha de la ignorancia o de la voluntad.

Así sea. Como ese Mulligan afirmaba en la torre joyceana.

Admiro a quienes desde la ciencia siguen buscando ese orden y se inclinan por el cerebro, por ese misterioso lugar químico en el que aletean todas las ideas y emociones humanas, sus sueños y pesadillas, su imaginación y sus proyecciones, la memoria de la humanidad heredada generación tras generación, paso a paso, biografía a biografía. Esa ciencia adquiere rigor por su inmensa curiosidad intelectual. Me despeja del escepticismo lógico ante la medición, cuyos excesos resuenan tan sombríos en el mundo contemporáneo después de un siglo largo de predominio de la tecnología y la ciencia frente a cualquier otra forma de sabiduría humanas. Y no somos más felices, a lo sumo ligeramente distintos. Tampoco somos mejores, sólo eso, algo diferentes.

El viejo escritor que aparece en Eclipses durante algunas páginas, justo tras su muerte a la orilla de un camino embarrado, fue mi modesto homenaje a una persona que conocí hace mucho. Hay tres cosas de él que no he podido olvidar. La cantidad de cigarrillos que podía fumarse en una hora, también todos y cada uno de los poetas que amaba, cuyos libros fundamentales me fue regalando en el transcurso de los tres años que lo frecuenté, y sobre todo lo que me dijo una vez paseando a la orilla de la playa, un atardecer oscuro de otoño.

-No creo en casi nada, Jimarino, por no decir descaradamente que en nada, pero la verdad es esa. Cualquier parafernalia simplona de usos y rituales para alcanzar la felicidad o los objetivos de la vida agreden mi capacidad intelectual, no sé si me explico bien. No quiero decir por supuesto que yo sea feliz o que me sienta capaz de ofrecer nada de mi existencia que pueda servir a otros. No, nada de eso. Sólo que la vida es lo que es, y no existe ningún manual de uso ni ninguna religión ni doctrina o teoría que me convezca de lo contrario. Eso sí, y te puedo asegurar que le he dado muchas vueltas a ese asunto. Cuando una persona llega a percibir que la literatura recorre a lo largo del tiempo la historia del hombre y contiene su interminable discurso humano, sus anhelos e invenciones, la imaginación y los dolores insoportables esparcidos a lo largo de siglos y siglos de miserias y humanidad hacinada, descubre que tal vez no existe un arte igual, que cualquier forma literaria escrita anhela expresar el modo en que los hombres pensaron y sintieron para diseñar espejos del mundo y del espíritu, y en eso sí creo. No me venden otra cosa que el placer de la lectura y de la comprensión. El manual no existe, pero si el interminable río de vidas y experiencias que nos preceden, a nuestro alcance…

El diálogo lo adapto, ocurrió hace mucho, pero la idea central fue esa: el viejo escritor y amigo que moriría pocos meses después, un hombre íntegro, divertido, ligeramente amargado por el amor y la humanidad, que llevaba más de diez años pretendiendo ocultarse para mirar mejor, habló de todo eso. Luego insistió en que, no en vano, la religión no fue otra cosa que una especie de aplicación práctica de la literatura, cuando la historia de la literatura todavía era un camino corto, comprensible y recién nacido. El relato imaginativo de lo humano, el susurro del hombre frente a los movimientos descomunales de la historia hecho uso. Un anhelo de escritores en el fondo. Que la obra literaria alcanzase en un proceso imparable de repetición y oración, templo de la incertidumbre convertida en carne, en grado de ritual, y que se extendiese entre cientos y cientos de miles de seres humanos. Eso fue la religión, una metafora convertida en templo, en construcción, en norma, rezo y costumbre.

Tiempos oscuros como los nuestros generan eso, mala literatura pretendiendo al fin y al cabo lo mismo, con la inevitable distorsión de la existencia. A veces ni siquiera mala literatura, sino tristes simulacros de sabiduría demasiado corta y con escaso vuelo. Hemos perdido, y los síntomas son claros, lo que no quiere decir que bajemos los brazos.

Mi respuesta ante esa afirmación que el amigo pronunció al fin y al cabo para defenderse de mi excesivo apasionamiento por la literatura debió haber sido otra distinta, parecida a la que trato de argumentar ahora. Frente a las simplonas metáforas anhelando explicar el mundo mediante gestos y actos, la respuesta tenía que ser clara y positiva. Su propio descreímiento era una frase literaria demasiado manida, una sentenecia de usos adheridos a su identidad desde siglos y generaciones.

Eso ya estaba en la literatura expresado, desde hace tiempo, pero no lo miramos, o no queremos hacerlo. Se busca el alivio de una vez y a un grupo de gente cumpliendo el mismo quehacer. Eso tranquiliza. Cualquiera hombre avispado y convencido puede ser un gurú, y los libros de Dostoiesvki o La Divina Comedia de Dante, o ese Ulyses que dia a día me fascina más, huelen a polvo viejo, a estante desvencijado, a olvidada hilera de libros en papel y cartón sustituida por un futuro de flamantes kindle o E-book electrónicos, por una luminosa tablet en la que situamos todo al mismo nivel: el triste solitario de windows y La metamorfosis de Kafka, a punto de la yema erizada, envueltos en una creencia, que casi es superstición, de que allí está todo.

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Pero volviendo al asunto del que no debería desviarme tanto al abrir estos caminos, como si deslizara ventanas informáticas y ecos de google, lo cierto es que decidí justo lo contrario a lo que los pragmáticos postulados del pensamiento limpio, de la programación neurolingüistica, aconsejarían. En vez de programar racionalmente, quise ampliar los espacios mentales, tratar de alcanzar esa parte atávica, secreta, misteriosa, que siempre será la horma de zapato de lo científico por más que expurgue, delimite y diseccione el cerebro o cualquier órgano o expresión de lo humano. No deseaba reunir fuerzas cognitivas para empujar aquellos malos poemas antiguos y convertirlos en algo mejor, siempre controlado por el consciente, sino romper las barreras que separan el pensamiento racional de la expresión onírica, indirecta y determinante al tiempo de cualquier ser. Deseaba despojarme de la razón para alcanzar ese ritmo que había percibido en los grandes maestros de la prosa y la poesía, esa diferencia entre un libro cualquiera y un libro que sirviera para descubrir un hecho esencial del hombre a través de una metáfora hermosa -que no complaciente-, de su latido vivo, de esa sangre hiperbólica y lingüística.

Estaba convencido de que, despojándome de las barreras racionales que ataban el destino del ser humano a su cerebro utilitario, podría encontrar en verdad una voz similar a la de esos escritores que admiraba. Creía empecinado que la inteligencia práctica, la paulatina especialización y la reducción constante de las aptitudes intelectuales humanas hacia tareas o ámbitos concretos, especializados, era contraproducente sino se acompañaba de un movimiento contrario, de una necesidad de comprender y percibir el mundo en su globalidad, unido a su vez a ese intento afanoso de la literatura por ahondar en el secreto de lo humano. Al fin y al cabo, de esa mezcla está compuesta nuestro cerebro. Que el origen de esa grandeza y esa sabiduría, era un misterioso lugar de nuestra identidad que ellos, los grandes escritores, lograban entresacar de modo natural, al violar las ataduras del yo consciente y dejarse llevar por el fragor determinante del inconsciente.

Me fijo mucho en los niños, en el proceso por el cual atrapan el mundo y construyen su identidad. En ellos, la línea entre su esencia interior, la magia humana y el aprendizaje racional de la realidad, está difuminada, se confunde, o mejor, es permeable; lo fantastico y lo imaginario tienen la misma intensidad que los hechos reales o los actos automáticos o aprehendidos maquinalmente de sus mayores, y, sin embargo, distinguen la realidad de la ficción. Además, el niño aprende más de los gestos inconscientes que ve o intuye en los adultos que le rodean que realmente del discurso consciente con el que tratamos de hacer que se defiendan de la vida o esquiven el peligro. Mucho más de lo que escondemos que de esas ideas sobre el mundo que expresamos y nos parecen sólidas a fin de adherirlos a nuestras causas. Lo inconsciente es lo que marca su actitud la mayor parte del tiempo incluso cuando fijan la atención en actividades prácticas o se concentran en habilidades manuales. Miran más allá de la explicación directa o la argumentación racional en la que nos empeñamos los adultos, astiban la emocionalidad, el tono, la importancia inconsciente de nuestros consejos expresada en lo que no es verbal únicamente.

Siempre he creído que para avanzar en la neurolingüística era necesario conocer la historia de la literatura, porque en sus palabras están parte de las claves del proceso. Lo mismo que le sucedió al psicoanálisis hace ahora más de cien años. Al fin y al cabo, cada libro perteneció a un contexto lingüístico, ideológico y social, a una manipulación del lenguaje concreto en todas las épocas en las que la obra literaria pretendió siempre resistir, a un código de palabras clave propias de cada tiempo, siempre como una resistencia del individuo y del lenguaje libre, hecho de tradición y también de presente, contra lo estipulado, insincero o artificial, contra lo dominante o lo impuesto por la fuerza. Y a su vez, cada uno de esos autores sobresalientes quiso trasmitir aquello que creyó común a todos los hombres y en todos los tiempos de la humanidad, para que ahora, tantos siglos después, los griegos se nos aparezcan todavía cercanos, reconocibles e incluso contemporáneos. Las palabras de los griegos; Psique, Ego. Es muy complicado pretender fijar una letanía verbal positiva sin haber atrapado y degustado las grandes palabras de la mayor creación linguística e intelectual inventada por el hombre, representada por un puñado de obras maestras que recorren la vida en la tierra desde hace siglos.

Era inocente todavía, lo reconozco. El largo camino no había hecho más que empezar, y de alguna forma, la fortuna, como sucede hasta hoy, nunca me fue adversa del todo, sí a veces esquiva o cuesta arriba, o empecinada en no dejarse ver, pero nunca adversa por completo, hasta que cruzo los dedos en éste cálido amanecer de agosto, mientras escribo.

Hay que agradecer a lo divino, al orden secreto, semejante concesión, y yo decidí buscar ese agradecimento en mí mismo. El viejo poemario ajado, con olor a naftalina, a mis ojos nublados de entonces. ¿Cómo traspasar esa barrera de la consciencia que el recién llegado mundo adulto convertía en un límite rígido e infranqueable?

Ahora entiendo mejor porqué intenté romper esa artificialidad de ese modo.

¿De dónde viene esa consistencia de la palabra en ciertos textos literarios, la exactitud en la escena o el punto de vista elegidos, su endiablado ritmo que dibuja una realidad que roza lo exacto y lo bello sin saber porqué, sin que las palabras sean necesariamente bellas, sino insertadas en el conjunto de esa forma de sabiduría?

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Sabía, sin pensarlo en profundidad, sin razonarlo, que la literatura llegaba de un lugar secreto y oscuro, cuya fijación quedaba marcada por un factor fundamental, un oculto misterio, un aliento heredado, una facilidad desconocida instalada en el cerebro de todos los genios que hacían del inconsciente una herramienta, y del lugar de la escritura una especie de límite oscilante entre la consciencia y el punto del inconsciente en el que se desarrolla la relación entre lo imaginario, lo atávico y lo onírico, y su contacto inevitable con lo tangible.

Ese punto era la clave de la literatura y de la mayor parte de las cosas extraordinarias del hombre, también el lugar de reposo y escondite de sus monstruos y sus pesadillas más insostenibles. El momento en que la mente consciente se adecua al silbido interior y la prosa cobra vida, tan raro a veces el instante, tan dificil de convocar, tan inexplicable.

¿Por qué ese mismo cerebro es capaz en ocasiones de anhelar esa transcendencia de la escritura que avanza y otras apenas puede esbozar la corrección linguistica o sintáctica para adentrarse en la expresión verbal de algo con levedad?

Era la lectura sí, y también la pericia en la escritura después de horas y horas cumpliendo con los rituales de la palabra, pero era algo más, ese punto de convulsa inspiracion verbal que permite desenrrollar el ovillo, que asocia palabras, imágenes, ideas y objetos, hechos, historias, como si en el cerebro cupiera toda esa infomación atemporal y la trajera a un instante presente que permite el desarrollo de la escritura.

Eso buscaba; hallar esos resquicios, llegar a comprender algo de ese proceso.

Había dos momentos preferidos para la escritura. El amanecer, esa luz pálida que desbroza el día, que despeja de brumas el paisaje e ilumina paulatinamente los objetos, las salas, las habitaciones, las calles, los bosques y las playas. El momento del nacimiento, de la luz que baña el mundo. Ese instante en el que nace el día y todo es posible. El momento en el que se inicia la creación.

Frente al amanecer siempre la creación. Porque en 1996 ya tenía cierta consciencia del hecho de escribir, principalmente por las abundantes lecturas acumuladas en esos años, y aunque sentía el desarrollo de la escritura todavía como un proceso abrupto, verborréico e imperfecto, mucho más que ahora, comprendía la magnitud de ese amanecer que se asemejaba sin remedio al efecto de los signos y las grafias que empiezan a llenar la hoja en blanco. La escritura también en el momento en que el amor y el deseo nacen, también cuando quedan saciados. La punzada de sensualidad retenida que inicia la chispa de esa atracción, y posteriormente el aleteo de lo físico, el ejercicio que endurece y el placer que se derrama. Esa fuerza de la sensualidad inconsciente, de la incendiada respuesta de los músculos y los sexos, e incluso después, cuando he deseado morir sobre el sudor de un cuerpo desnudo, de una musculatura agitada y satisfecha de placer hasta provocar el destello de celebración y alegría que el cerebro necesita para afrontar cualquier creación con optimismo y confianza.

Nacimiento y deseo. Y siempre la literatura en ese intervalo, aunque entonces no pudiera explicarlo.

Era una celebración, una fiesta de los sentidos y la inteligencia, un espejo luminoso en el que lo oscuro queda aclarado, a veces sin poder ser argumentado, simplemente surgido de esa intuición de haber asimilado algo necesario. Lo mismo que la escritura. Como una placentera eyaculación y el abundante retozo amoroso, la dicha de ese placer, y entonces esa pausa extraña en la que la cabeza detiene toda su violencia presente y obliga a saltar de la cama y acercarnos al ordenador y teclear hasta que las palabras expulsadas colmen esa excitación vital.

Algunos párrafos de otros tenían la sinuosa sensualidad de un seno o una cadera de mujer. Siempre sentí que la lectura/escritura eran las expresiones finales de procesos cuyo desarrollo se asemejaba a las fases y aprendizajes de la sensualidad, del erotismo, o que afectaban o movilizaban partes similares del cerebro, algo que seguramente alcanzará a saber el hombre tarde o temprano a través de la neurología. Leer con esa atención, tan similar a acariciar con los dedos los objetos, adivinar las texturas, aproximarse al olfato de las plantas y las flores, sentir la temperatura en la piel, el brillo y la penumbra del mundo visible acariciado por la luz particular de cada momento del día. El mismo impulso sensual de acariciar y ser acariciado y la lectura de ciertos párrafos memorables de la literatura universal. Proust, Tolstoi, Flaubert…

El acto de la escritura y la lectura como un acto sensual, capaz de excitar al cerebro hasta su invisible eyaculación de dichosas neuronas atrapando el universo.

Y qué mejor forma de hacerlo que aferrándose a este espíritu que mi generación apuró no sé si como forma de rebeldía o como única aportación posible al mundo. Era como si intuyeramos desde muy jóvenes que no pintaríamos absolutamente nada, que la teoría/presagio de Ortega y Gasset sobre las generaciones, la referida a que cada quince años aproximadamente una generación tomaba el relevo de la otra, y comenzaba una dura pugna y un conflicto que determinaba la derrota de lo anciano frente a lo nuevo, a veces mediante ruptura, otras por medio de acuerdos, se iba a truncar definitivamente. Tal vez por eso la ebriedad, el santo exceso de Blake que desembocó en los mitos del sexo drogas y rock and roll que tantos cadáveres insatisfechos dejó a su paso. Por que esa era la cuestión, sin valorar la parte de culpa que nos corresponde, sin examinar en profundidad porqué varias generaciones dejaron de tener acceso al poder, siquiera pudieron modificarlo un ápice, convirtiendo la madurez en un extraño camino de insatisfacción perpetua, de aleteos de Peter Pan mundanos y melancólicos, con calvicie y patetismo crónico, y el sueño de aquella gloria en un cementerio de hombres e ilusiones.

Newton

Yo estaba sólo en esa casa y necesitaba hallar todo lo que tenía dentro guardado de las experiencias de esos años, un sentido posible de la existencia que rescatar de las catacumbas del abismo, de las adicciones y los cantos de sirena. Sentía orgullo de estar vivo, tal vez el único orgullo que con discreción podía defender una vez disipada la tormenta y calmado en apariencia el mar tras el naufrágio.

Tenía un poemario imperfecto y rígido cuyas ideas resumían en verdad una época salvaje a punto de desaparecer, pero su escritura era balbuceante, torpe, llena de mitos banales, de referencias erróneas y escasa enjundia literaria e intelectual. Entonces me dije que debíamos creer al viejo Blake de nuevo, dando otra vuelta de tuerca. Era como si necesitara recuperar el viejo espíritu, no traicionar, aunque fuera por última vez, al mundo que dejaba, pero con otra intención y otra profundidad.

Intuía que tal vez buceando en el exceso podría alcanzar la llave que comunicaba el lenguaje racional, controlado y anodino de diario, con el lenguaje secreto que tal vez yo guardaba en mi interior, mi voz, mi ritmo, mi propia expresión vital. Y no era vanidad, puedo asegurarlo. No quería lectores que se asomaran a mis abismos ni a mis paraísos para aplaudirlos, deseaba más bien poder encontrar en cada una de las frases que escribiera mi propio espíritu y su reflejo del mundo, hacia el mundo, que la frase escrita en verdad expresara algo profundamente mío capaz de alcanzar lo común a todos los hombres. Eso estaba dentro, muy adentro de mí, en lo más profundo.

Me sentía como el minero que desciende a las galerias para seguir cavando y cavando en esa roca oscura, incomprensible e inaccesible desde la superficie, justo lo que el mundo había decidido no hacer. Esta tierra y los hombres que la conforman renunciaron hace mucho a ese afán. No quería los signos externos o superficiales, sino el acervo común y la herencia de siglos, las voces que se acumulaban en mí, las palabras que surgieran de lo más esencial, aunque contase la ficción más alejada a mi realidad, pero que tuviera ese eco de la identidad irrenunciable, eso que me pertenecía y era posible ser expresado y comprendido por otros.

Hice un esquema esa primera tarde de soledad, con el día alargado en el mes de julio y el sudor cayendo a goterones por el torso y la espalda. Sentado en el despacho, frente al ventanal que daba al claustrofóbico patio de luces, oyendo la tos del viejo vecino de arriba, que pese al asma y a los problemas respiratorios violaba la prohibición de fumar fijada por los médicos y su mujer, solicitándome con un susurro hasta la amistad un pitillo salvador que era la muerte, un último placer de la adicción aspirando una calada de nicotina y alquitrán. Oí su tos y entonces escribi bajo ese influjo, a punto de llamarme si me oía, este esbozo que encontré hace apenas dos semanas, buscando entre los más de cincuenta cuadernos de escritura comenzados en el año 1990 y alargados hasta hoy mismo.

No he cambiado mucho, sólo soy mas viejo, mas consciente, más cobarde, menos inocente.

-47 poemas y 126 páginas: El espejo salvaje o las forma de no volarte la cabeza

-32 días previstos

-500 pesetas de marihuana

-botella diaria de vino. Total 32 botellas. 3-4 de reserva.

-botella de ginebra: 1 cada tres días

-tónica, 2 botes al día

-1 gramo de polvo cuando el cansancio requiera de un despejarse, de cierto nerviosismo.

-Algún alucinógeno posible una vez por semana

-una tableta de anfetaminas para las noches que puedan alargarse (tal vez 8-10 pastillas a lo sumo)

-Música preparada para sonar durante horas entre los muros del apartamento, musica lisérgica a poder ser y mucha música clásica.

-Algun opiaceo (rastraer los camellos habituales). Nada de agujas, eso es demasiado marginal y estúpido…

Durante esos días, el teléfono quedó sordo, ni una sola respuesta a nadie, quieto en ese encierro de horas, ebrio, sollozante a menudo, mojado por el húmedo verano, altanero frente a los poemas. Cuarenta y siete poemas antiguos de otro tiempo, que no me gustaban, sumido en la irrealidad de intentar inventar un destino nuevo para ellos. Es verdad que cada latido de lo que había escrito respondía a un impulso que fue real y que, en muchos casos, se mantenía en el tiempo. No era nostalgia -no la uso en exceso-, sino más bien recreación de lo vivido con palabras que fueran capaces de recuperar la vibración y el sentid0 y traer esa época de mi existencia al presente.

Para empezar leía el poema. Si me encontraba demasiado sumido en la realidad, intoxicado de ruido presente, de esa niebla con la que caminamos a veces sonámbulos para poder soportar la existencia, empezaba con el vino blanco frío, tal vez con la marihuana si la noche era avanzada y requería de ese estado de concentración particular. La concentración de la sensibilidad que permite la hierba, el éxtasis de los sentidos, cuando las hojas verdes quemándose nos recuerdan que tenemos un cuerpo y unos sentidos extraordinarios para atrapar la riqueza de cuanto nos rodea, para intensificar lo que sentimos. La concentración de la marihuana es sensual, sensorial, y al fin y al cabo, incluso para los positivistas o aquellos que ritualizan el pensamiento, toda idea proviene de una experiencia sensible, incluso las más técnica o científica, de una intuición que llega, de un contraste entre las emociones y las fabulosas conexiones del cerebro humano.

Ha pasado el tiempo y creo que el mundo es un poco peor que entonces, aunque la verdad, suelo dudar a menudo de mis impresiones. Tal vez sea yo el que lo mira de peor forma, no lo sé.

En ese verano creí ser capaz de adivinar otra posibilidad que sólo era personal, seguramente intransferible y dificil de explicar a los otros, sin más pretensión que alcanzar ese ritmo secreto, propio, original, que debía surgir de la inconsciencia para alcanzar otro orden, otro discurso, un latido mejor construido de palabras más duraderas y esenciales.

En esa niebla irreal que viví esos días, creí ser consciente del lugar del que procedía la literatura. Lo percibí de sopetón, como una revelación que quedó entre la lengua y el paladar, que no pude explicar y quedó guardada en mí sin palabras, más bien como una aceptación silenciosa, intuitiva. Porque la renovada música de las frases surgía de un rincón de mi cerebro que oscilaba entre lo consciente y lo inconsciente, conectaba la memoria y el tiempo, la experiencia acumulada y el mundo onírico y simbólico que me habitaba.

A veces, menos de lo que desearía, escribiendo entro en una especie de trance en el que todo mi ser se concentra sin perturbacciones de ninguna índole en un escritura que surge a borbotones incontrolable para quedar fijada en un instante de lucidez y de expectación para mí sublime, aunque los resultados más tarde nunca sean similares al placer y la satisfacción del momento. Y además, todo ese entramado de relaciones, después de los años lectores acumulados, posee una forma novelesca, narrativa o poética, hecha de lenguaje interiorizado. Es en verdad una especie de hipnosis parcial y autoinducida. Cierto que la corrección es siempre racional, necesita de una distancia y de un juicio crítico que relacione lo escrito en esa insconsciencia parcial con todo lo que uno ha digerido y experimentado con la literatura y la vida, afina las imprecisiones de ese lenguaje desde la sintáxis y la consciencia, pero no lo es el impulso que aletea entre mis dedos y me hace apretar las letras del teclado anhelando un relato.

Lo que las teclas marcan en la pantalla blanca son palabras surgidas de un misterioso rincón de nuestra mente, tal vez un nudo de ramificaciones neuronales en el cual todo lo vivido se entremezcla; elementos biográficos, identitarios e inconscientes, herencias impredecibles y proyecciones adquiridas, escenas tan nitidas y a veces inconscientes de todo lo transcurrido; un punto del lenguaje, pero del lenguaje construido con afán esencial y metafórico, incluso onírico, capaz de la ficción, incluso de la falsificación de la memoria a fin de construir una identidad consistente o satisfactoria, sea de la índole que sea, literatura tal vez, pero también eso: el lugar donde construimos la propia ficción que trata de explicar quiénes somos. Tiene algo de divino o de mágico. Un lugar donde se centrifuga y se mezcla la experiencia humana, agrupándose en un mismo orden, en igualdad de condiciones, simplemente juntando variadas piezas de la percepción, con sus elementos tan dispares, para elaborar una historia propia o todas esas que algunos pretendemos contar. Un recorrido que funciona como un hilo enrollado del que se estira y así se desmadeja el ovillo, surgiendo la asociación.

Teniendo en cuenta que todos lo seres humanos sin excepción, manejan, aunque sea a nivel elemental, el don de contar historias o anécdotas, quizás en ese nudo cerebral esté ya la literatura desde el nacimiento. Los niños las cuentan en cuanto se sienten capaces de manejar el lenguaje oral, su sentido, y en función de su desarrollo ejercen su capacidad de generar espejos de la realidad.

Y en ese instante lo supe. Comprobé que la sinuosa perfección verbal de Proust construía su hálito incansable desde el mismo lugar en el que yo podía imaginar la tersura de unos pechos ladeados en un cuerpo suave de mujer o vislumbrar la luz milagrosa y reconfortante que producen los relatos. La sinuosa perfección de un adjetivo, la reminiscencia exacta de la palabra anhelando su sígnificado, la punzante idea capaz de desbrozar las malas hierbas de la conciencia para dar un salto hacia un diálogo más despierto, más sabio; la emoción de deleitarme con esas escenas que Joyce o Tolstoi escribieron, la presunta facilidad de un párrafo de Chejov diseñando en unas cuantas líneas de papel la mayor complejidad del mundo hasta acercarnos a su idea. El cosquilleo de esa constancia, repentino, seductor, que hace esbozar la sonrisa, llegaba de allí, de ese sitio, en cada cual respondiendo a la medida de su talento, de sus posiblidades. Del lugar en el que lo sensual modela el cerebro. Lo sensual referido a los sentidos y a ese punto tangente con la idea o el pensamiento.

Pensamos desde las emociones, incluso en la razón aparentemente más firme y con visos de voluntad férrea que creemos tener, ésta acude desde las emociones experimentadas sobre todo en la infancia. Para algunos, ese proceso comienza desde el vientre materno. Sentimos primero para luego pensar. El placer sobre todo. También el dolor, como concepto opuesto al placer o a la falta del mismo. Toda esa sensualidad de sentir que obra su climax en el tacto, la vista, el oido, el olfato y el gusto hasta ortorgarnos en un complejo proceso la idea del mundo que sostendremos. Comer con los sentidos y leer. Oler el luminoso paisaje de una primavera en la montaña, en la provenza francesa con su perfume de lavanda y mar, o sea el sobrio horizonte erosionado y verde de la sierra de Gúdar, del Teruel ancestral, envuelto en la cálida satisfacción de que todo nace, crece y muere, y leer. El tacto de la gata bien alimentada, cuyo pelo construye en invierno la seda calida de contacto irrepetible y sedoso, y leer. El gusto y el olor y el tacto y el sonido del cuerpo al que uno cubre de rituales sagrados para la ascensión al placer supremo de la sensualidad; olor entre los muslos, en los pechos y en el vientre, y el tacto suave de la nalga, suavidad de mujer, suavidad rocosa de hombre, y de rostro, y los labios y la lengua, y el sabor de esa hendidura sonrosada de humedad donde lamer o de esa hinchazón caliente y tersa que arrebata el hueco carnoso que es llenado, saciado, ese otorgar el placer de excavar suavemente entre los pliegues, de horadar con la extensa y sanguínea corola de hipersensibles ramificaciones neuronales; y leer. Y escribir como un acto de potencia, jamás constante, imposible, pero en ese ruedo, acto de potencia sensual, en el que surge la tentación masculina de la procreación y la luz en medio de la oscuridad estéril de un mundo agotado, y leer.

Y escribir.

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Todas esas cosas quise descubrir en esos treinta y dos días de encierro que comenzaban. No deseaba mirar atrás con la emoción superficial, sino adentrarme en el entramado de ese mundo, en el efecto que había depositado en mí la existencia y sus interminables relaciones, en las asociaciones que conformaban mi identidad, asociaciones complejas, vibrantes, vivas y simbólicas.

Confiaba en las teorías que creía sostener con solemnidad, seguro, no sólo las que comprendí entonces, sino intuyendo las que llegarían después, con los años, con la victoria del silencio y la modulación del carácter orgulloso e inconformista hasta convertir esos arrebatos antiguos, ese sublime incendio de la insanidad y lo oscuro, en una especie de canto silencioso que anhela rincones profundos. Reinventar esos poemas de un tiempo que creí glorioso y que veía reflejado, aunque mal, en esos versos de finales de los ochenta. Cada trago y cada gradación del alcohol quemado, y cada humareda y cada inspiración y expiración húmeda en esa soledad encerrada y bochornosa. Tenía la confianza indirecta de creer que estaba alcanzando esa cima anhelada durante muchos años, sin importarme ni la repercusión ni el final, sólo intentando apurar esa especie de grito que me empujaba a considerar ese acto como algo irrenunciable.

Me daba cuenta de que cada poema no sólo venía del lejano tiempo en el que fue compuesto, de aquella letra fijada y esa emoción antigua, sino que lograba materializarse fragmentariamente en el presente variando su significado, en esa ceremonia incendiaria y delirante de la santa ebriedad y sus oraciones laicas, y su origen resultaba indescifrable y unido a la totalidad del tiempo, un tiempo que se dilataba y se confundía, se entrelazaba al presente, e incluso se contraía en ocasiones, y entonces comprendí que tal vez yo fuera también la eterna insatisfacción de mi padre o las juerguistas pendencias del abuelo correteando por los caminos polvorientos de la sierra en pos de un baile, de mujeres y de esos atardeceres y noches vividos; o tal vez tuviera dentro al otro abuelo represaliado y dolorido, a ese poeta silencioso y grave por obligación que dibujaba puentes, o que incluso la superioridad física del bisabuelo fuera mía, quién sabe -yo ese próspero leñador que tuvo la mala fortuna de caerse de un árbol con apenas cuarenta años-, o la llama jamás saciada de aquella tatarabuela vuida que quiso amar y no pudo, hasta expresar en mí ese deseo sin cortapisas, liberado, capaz de la trascendencia y la levedad a la vez.

Hasta hoy no he perdido ese efecto imposible. El olor del mar que se asemeja al origen de la concha marina fragante y capaz de esconder las olas en su oreja de viento. De proteger el origen del mundo. Los siglos en los que los hombres contemplaron extasiados de dónde venía la vida en ese deleite del sexo femenino.

Nunca olvidaré esos días de verano pretendiendo la absurda anulación de la razón, exagerando las poses y los excesos de la adolescencia y la juventud hasta el ridículo, afilando los dientes en el dolor y la humedad, hasta que la respiración llegaba a entrecortarse y la visión se nublaba, sumido en esos poemas, en esa especie de salto al otro lado morrisoniano. Las puertas de la percepción. Y no crean que me tomaba en serio por completo, no vaya a ser que los graciosos y los cínicos se burlen y con razón. Ninguna pose asegura la escritura, ningún artificio, ningun disfraz. Eso son máscaras para los bailes de carnaval, nada más, aunque el mundo contemporáneo prefiera y consuma lo externo con mayor profusión que lo profundo.

Las palabras provienen de un escondido rincón del hombre que no se puede desentrañar ni con los mitos ni con el empecinamiento moderno acerca de la superioridad de la imagen. Esa escritura no tiene que ver ni con el éxito ni con la admiración de los otros, tampoco con el fracaso o el silencio. Surge en todos los seres humanos que puedan imaginar, hasta en la mirada fiera y avariciosa de un banquero que en medio de su arrebato pecuniario esboza un gesto de poesía, una palabra auténtica que se le escapa sin darse cuenta. Esa liberación del yo y de la voluntad que se retrata en un sentir a veces áspero, lleno de la condolencia y la celebración del universo. Nada que ver con los roles sociales y sus marcados espejos de exclusión.

Eso sucedió, aunque como era de esperar por lo dicho, el resultado de aquellos días lejanos no fuese el esperado.

Porque no bastaba para alcanzar esa literatura anhelada comprender la relación entre la vida y la literatura que entonces quedó fijada y nítida en mi memoria, en mi existencia, entre mis obsesiones. El origen estaba allí, lo que hace de ciertos párrafos un gesto no sólo de la inteligencia o del placer completo, sino actos de salud. La salud del cerebro que avispea en esa seda lingüistica: el verbo que se hace carne -eso era-, verbo vibrante que construye en la mente aquello que debe ser el placer y el reto de la inteligencia, la razón y la emoción confabulándose en ese describir el mundo, en esa profundidad de la visión que los maestros nos dejaron, como el cimbreante y sensual movimiento de dos cuerpos entrelazados por el baile de la cadera y el erótico acomodo de la humedad y la piel en un verano bochornoso como aquel.

Es evidente que no pude aguantar ese régimen 32 días. Mi duende se fatiga en exceso, vaguea, hace su aparición cuando le sale de las narices, se esconde una temporada, resurge ante una emoción inesperada que lo empuja a exigir la escritura, incluso aunque la convoque a menudo sin suerte todos los días del mundo, de buena mañana.

Pero no aguantar fue lo mejor que me pudo pasar. De haber cumplido ese itinerario suicida, mi vida hubiese sido otra cosa, porque aquel fue el final de los excesos, no por completo, pero sí con la medición del sentido común. Una madurez que tuvo su reflejo en el resultado, o que comenzó en ese punto y final. El exceso no podía ser un fin en sí mismo, sólo una limpieza de esa claridad que tanto perjudica a los escritores, que los convierte en castradores, en caricaturas de sí mismos alejadas de lo oscuro. Eso sí: la felicidad -como la desesperación-, nunca fueron buenos críticos literarios. Era imposible pretender alcanzar lo que buscaba en ese estado, el río claro y transparente, ese ritmo de las corrientes subterráneas que debían construir la literatura. Los nervios afilados por la ebriedad y el calor, los dolores musculares que todas las mañanas punzaba mi carne, los calambres intensos que me empujaban a saltar de la cama y pisar el suelo aullando de dolor, me conducían al cansancio perpetuo y a la confusión. Las horas encerrado que fueron modificando mi lenguaje, sin nada que pudiera corregirlo. La falta de sueño perpetuo que las drogas nerviosas provocaban hasta hacer de los días un veloz duermevela continuo, demasiado oscuro, inaccesible y, en cierto modo, tenebroso. Beber y beber en ese zambullirme en las palabras y aguardar el sentido escondido.

Lowry

No podría expresar el valor de esto a nadie que fuese un lector superficial o que no leyera o no escribiera, o que estuviese poco familiarizado con la historia de este arte, de este oficio misterioso que irremediablemente asociaba entonces semejante anhelo con la marginación. La literatura requiere de cierta moda perdida, de algo que la convierta en tema de conversación cotidiano, de una importancia en una sociedad cargada de carísimos y variados ocios que le roban terreno, cuerpo, que le exigen transformaciones, sufrimientos, silencios prolongados, no de excesos incomprensibles para la gente normal si es que hay alguien normal, o mejor para la gente con menos capacidad para comprender las abruptas tempestades de lo humano, esa tendencia a salirnos del tiesto, a retar las normas y vivir de otro modo, que suelen producir juicios solemnes, prejuicios argumentados, miedos inconfesables

¿A quien podía yo entonces contar sinceramente que pensaba pasarme 32 días escribiendo y alcanzando la completa sensualidad de la ebriedad y la soledad, para que esa escritura torpe de años atrás alcanzara el latido interior libre de lo racional y los prejucios, y lograr así una presunta grandeza similar a la de los escritores que adoraba?

Parte de este arte es incomprensible, bastaría corroborarlo con echar un vistazo a muchas de esas vidas que conforman con su mitología la liturgia de los escritores. ¿Por qué ese afán tan lleno de abismos, qué sentido cultivar un arte cuya repercusión, y más ahora, es tan pequeña otorgando tanto de uno mismo a cambio? ¿A qué se deben las horas, los esfuerzos y el empeño por algo tan pequeño en el fondo, tan desmitificado? ¿No resulta grotesco?

Y sin embargo, para mí, entonces, no lo era.

Ni siquiera los sobrios editores, o esos escritores instalados por entonces en el establismenth oficial, que solían dirigir las corrientes en este país en función de sus parcelas de poder, sus adscripciones políticas y sus insostenible entregas con la cabeza gacha, con sus ventas importantes en esa época, con sus apariciones televisivas y su aprovechamiento de los medios, escritores profesionales que en las fotografías parecían expresar ideas fundamentales y acertadas sobre el mundo y sus congéneres, eran una referencia para ese intento, para que aquel hombre a punto de romper con su juventud pretendiera hallar la esencia de este arte en el exceso, a solas, sin importarle nada, o tan sólo ese intento de alcanzar el ritmo, la exactitud, la profundidad. Era tan pretencioso que deseaba diálogar con el pasado. Pretencioso e inocente. Lleno de mitos.

Bien podía ser eso: mitos de la cultura acumulada, por esos autores fetiches de juventud, los que recuperaron la voraz pasión de la niñez por leer aunque luego quedaran demasiado lejos de los que adoro de verdad: Bukoswki, Jack Kerouack, Henry Miller, Anaïs Nïn, William Burroughs, Allen Ginsberg, Poe, Baudelaire y Verlaine, Rimbaud, Blake, Malcom Lowry… escritores destruidos por una intención estética, destrozados muchos de ellos, o viviendo la mitificación del éxito como una constancia de su acierto sin darme cuenta de lo circunstancial de todo. Escritores arrebatados como yo en esos días -y ahora, aunque con mayor mesura y algo de sentido del humor que tanto protege- por la literatura y el dolor, todavía lejos de ese temible dolor que puede enterrarnos en vida, saliendo del huevo para encontrarme con el mundo a través de las palabras libres y despojadas de miedo, y descubrir algo que muy pocos podían llegar a asimilar. Esa era la ambición.crack

El experimento fue un fracaso, pero indirectamente aprendí que ningún arte valía una vida. Que la sensualidad de la literatura tal vez tuviera más que ver con la vitalidad luminosa de una mañana soleada en el monte, a solas bajo un poderoso cielo azul, o con la salud del cuerpo y la chispa vital de una lectura atenta con la cabeza despejada, que con aquellos abismos mitificados y adorados hasta el fanatismo.

Los cadáveres nunca escribieron.

Aquellos días fueron mi línea de la sombra, el cruce inevitable entre los viejos tiempos y los nuevos a través de un poemario que reescribía y que trataba de hallar la esencia de esa época llena de naufragios y despedidas.

Sostenía esa imagen de los muchachos correteando por el puente, profiriendo gritos, rodeados por esas piedras milenarias y esas estatuas que a duras penas habían resistido el paso de los siglos, la ligera inclinación en la acera de granito, una leve ascensión que abombaba el firme a mitad del puente, la luz del día surgiendo para dejar sin sentido a esa vieja comparsa de noctámbulos sin rumbo, a Los Perros de la lluvia que aullarían para siempre en esa visión eterna que convertí en palabras, hasta hacer de esos versos los únicos perdurables del libro, el único poema que no me avergüenza incluso hoy, que se sostiene en esas palabras que valoro precisamente por comparación y por entereza.

LOS PERROS DE LA LLUVIA
(Valencia, 1989)

Ebrios,
cogidos de los hombros.
Sombras.
Una rueda de vértigo e inconsciencia,
un compás alterado.

Por el puente de los perros de la lluvia
la absurda comparsa se desgañita
al antojo de los signos.
¿Qué señales aguardan?

Ahora lo sé.
En el puente de los perros de la lluvia
llueve cuando sale el sol
o al revés.

Copyright Jimarino1989

Pero lo cierto es que comprendí muchas cosas de aquel fiasco, que lejos de durar treinta y dos días, apenas aguantó quince a duras penas, hasta que ese mediodía, al despertar de una siesta mortecina y sudorosa a eso de las cuatro de la tarde e intentar posar un pie en el suelo, noté un agudo dolor en la pierna izquierda -un dolor que todavía me acompaña de vez en cuando para recordarme los caminos que no debo escoger-, e inmediatamente una punzada inesperada en el estómago, un pinchazo virulento, y enseguida comencé a vomitar todo lo que había tragado durante dos semanas y un día, toda esa literatura mediocre que quise transformar en ese latido breve y conciso de la poesía, esa que sé a estas alturas que jamás encontraré en los versos, y que sólo acariciaré a veces en alguna prosa, en algún párrafo iluminado.

Vomité pastillas, humo, alcoholes de distintas gradaciones, comida basura, sudor tragado, desobediencia, memoria, bilis, impotencia, mitos, dolor, hambre y amor, mucho deseo mal dirigido, todo eso. De golpe de una sola vez. Pálido como un muerto, tembloroso y débil, avancé hasta la ducha sin mirar atrás, a punto de caerme varias veces en los dos o tres metros del trayecto. Tenía en los labios eso que ahora sé. Pero entonces, lo que me provocó esa reacción, esa constancia, fue un agudo malestar sin explicación, una sensación irremediable de pérdida de tiempo. No iba a ser capaz de renunciar a la vida por la literatura, sobre todo cuando el resultado podía ser tan pobre como el que obtuve en esos días, y entonces no sabía ni por asomo la bendición que supuso semejante fracaso para mi existencia.

Vivir, por Dios. Vivir por encima de todo. Leer como una forma de vida y escribir lo que se pudiera, cuando me apeteciera o el impulso fuese intenso, cuando me dejaran.

Bajo la ducha empecé a recordar que de 47 poemas había reescrito treinta y cinco, y me dije que los nuevos eran tan malos como los primeros que edité en aquella editorial hoy enterrada y desaparecida. Que mi nombre seguría siendo el mismo, aquel Jimarino que adquirí en los tiempos de ese Madrid de principios de los noventa, cuando Fruta Fresca, cuando El canto de la tripulación y Heterogénea en Valencia o Cavidades en Barcelona. Cuando el chico popular llevaba del brazo a la mujer más hermosa y pensaba que la tierra cobraría forma para adaptarse a mis sueños más luminosos y felices.

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Un personaje de Cormac McCarthy aseguraba en la novela Ciudades de la llanura, que la gente más miserable que había conocido era aquella a la que todo le había salido bien en la vida. Dudo que a alguien le salga todo bien en esta existencia cuyas energías, sin remedio, juegan a un equilibrio entre las partes, pero entendí lo que quiso decir ese personaje de McCarthy. A los triunfadores frecuentes, como a los eternos perdedores, siempre les falta algo. Al fin y al cabo no somos más que un compendio de equilibrios universales como los que sostienen el mundo. A veces nos sobra de una cosa porque seguro nos falta de otra, y así eternamente, como sucede en la tierra, que sigue sobreviviendo a pesar de la maldad, como si la bondad pusiera siempre límites poderosos aunque nunca gane del todo, y no dejara que el horror fuese constante y eterno hasta hacernos sucumbir a todos. En la miseria siempre hay alguien que sonríe, lo mismo que en la exhuberancia y en el placer, en el poder y en la alegria, alguien, siempre, siempre, llora.

En este camino que concluye, me encuentro con Saul Bellow, escritor norteamericano y Premio Nobel de literatura. Con Bellow me ha sucedido como con las señales del misticismo o las supersticiones de la casualidad: siempre aparece cuando más lo necesito. La primera vez que leí Herzog comprendí que la literatura era algo más que aquel exceso aventurero que mi imaginación construyó en la niñez, otro momento clave en el que apareció con su chistera mágica. Algo similar aconteció cuando hace apenas siete años leí Las aventuras de Auggie March, Ravelstein o El diciembre del decano.

Elaborar una teoría de la creación literaria es una tarea árdua para un texto de estas dimensiones. Los avances científicos, la neurolingüistica, los estudios semiológicos o la lingüistica tradicional, excenden mis capacidades, pero actuar como un novelista tiene sus ventajas. La metáfora, o tal vez mejor, la inteligencia asociativa que sostiene la literatura, que surge en el desarrollo de la narrativa, supone un campo amplio si tenemos cierto rigor y sabemos enriquecerla con otras disciplinas de la ciencia o el saber humano. Supongo que por eso releer los cuentos de Bellow, adentrarme en su literatura para continuar este texto.

El prólogo de Janis Bellow sobre su marido, que encabeza la selección de sus relatos en la edición española de bolsillo, alcanzó a revelarme aquellos detalles inesperados que uno halla de bruces en este misterioso arte cuando más los necesita.

Bellow es norteamericano y judío. En apariencia, hasta que no leí Una historia de amor y oscuridad, extraordinario libro de de Amos Oz, no entendí con suficiente profundidad lo que suponía cargar a las espaldas con una herencia tan onerosa, antigua y compleja como la judía. Amos Oz se acercaba al suicidio de su madre rastreando a través de una amplia biografía de su familia expresada mediante la literatura, reconstruyendo una herencia, un presente, y el efecto posterior de semejante acto en él mismo. Es posible que sea uno de esos libros que expresan sin darnos cuenta todo el poder sanador, empático e iluminador de la literatura, sin necesidad de filtros o demasiada argumentación teórica, y al tiempo se insertan con un lenguaje propio y una solidez duradera en el devenir de una tradición que no sólo es literaria sino en este caso participa del desenlace de un pueblo entero.

Si en aquel verano lejano comencé a ser consciente del profundo lugar del cerebro en el que la literatura extrae su sentido, su contenido, tan a menudo su razón de ser, todavía no podía expresar algo coherente al respecto.

Porque Bellow se sentía norteamericano, y sin embargo había nacido envuelto por una vieja cultura europea incrustada en su herencia judía. Su respuesta al pesar de una comunidad religiosa como la judía es distinta al lógico tremendismo europeo tras todas esas persecuciones y horrores que llegaban de una historia terrible y desgraciada. En su caso, se acercó a todo ello con una fina ironía intelectual y humana, unos elementos de lucidez y entusiasmo que poblaban su literatura y eran muy propios de la joven cultura americana, hasta conseguir que en Bellow el drama se conviertiera en una sonrisa que trató de sostener a toda costa en medio del avance vertiginoso y alocado que convirtió a su país en la primera potencia mundial.

Su mujer afirmaba que, mientras escribía, pasara lo que pasase, siempre sostenía un cielo azul luminoso, y en aquel proceso en el que se sumía poseído, fueran cuales fuesen sus circunstancias, parecía manejar bolas luminosas como un prestidigitador que asociaba en sus juegos malabares hechos, historias, leyendas, noticias, la vida propia, hasta conseguir que, elementos y luces dispares, brillos y sombras inesperadas, distintos colores, tonalidades e intensidad, conformaran la gota esencial de sus escritos, como si el escritor fuese un alquimista de lo acumulado en el cerebro, no sólo en la experiencia vital directa, sino en una serie incesante de relaciones mentales, a menudo físicas en ese proceso de composición, espirituales, capaces de generar personajes, acciones y espejos del mundo. Su metafórica descripción no lo parece en su breve introducción.

Eso es lo fascinante, que Janis describiera ese proceso con palabras narrativas, que en realidad lo que nos cuenta sucedía, lo mismo que cuando revela que en la época en que su marido escribía uno de sus relatos más conocidos, un maltrecho Bellow a causa de una caída, un golpe, y ciertos problemas de salud, se quedaba detenido frente a la máquina de escribir durante horas, incluso con la nariz sangrando, la camisa manchada, despojándose paulatinamente de ropa ante la energía que surgía incesante. Era como si fuera capaz de sentir el desplegar constante de la luz alrededor de Saul, que en verdad ella era capaz de observar todo eso a su alrededor, o incluso de examinar los cambios de temperatura, las punzadas neuronales que acompañaban a Bellow en su teclear frenético frente a la máquina de escribir.

Esa introducción entroncaba directamente, de un modo muy sencillo, con los mecanismo de la creación literaria, con la forma en que un escritor extraordinario como Saúl Bellow se adentra en la escritura de ficción, y los resortes que se ponen en marcha en cuanto el folio en blanco comienza a ser rellenado de las palabras que conforman las historias. Janis Bellow indagó en ello con inocencia pero a su vez con exactitud. Ese Bellow alto y flaco, con la nariz sangrante, cubría las hojas de papel con palabras inconscientes, en momentos de absoluta concentración, casi una especie de éxtasis, que le provocaba reacciones físicas -los calores que le acudían y le obligaban a quitarse prendas-, e iba más allá de las meras impresiones superficiales, de los gestos que ella atisbaba en él mientras escribía. Además, al adentrarse en las referencias reales que construyeron la estructura narrativa, los personajes y los hechos de ese famoso relato, podía hallar historias vividas de primera mano por ella y Saúl, junto con noticias de prensa, leyendas familiares y ecos de la genealogía, relatos de otros, de amigos, o de conocidos, referencias librescas, elementos históricos, conversaciones en apariencia anodinas con personas no muy próximas que surgían como nubes en el cielo, que se entremezclaban para construir un mundo imaginario sólido y coherente.

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La colonización cultural americana es inmensa, constante, absolutamente desmedida, pero los ojos literarios de Bellow miran de otro modo: es una norteamerica más erudita, más profunda y sabia. Sus cuentos recogen el eco del ascenso y sus particularidades aventureras. El vertiginoso recorrido de un país grandilocuente, poderoso y joven. De alguna forma su literatura se opuso a la idiosincrasia esencial de la literatura norteamericana por esa extraña herencia que lo habitaba, la que a veces él mismo negaba con su propia nacionalidad reinvicada a pesar de su sentido crítico. Sin embargo, las historias de Bellow llegaban de una larga tradición, no sólo derivada de su adscripción a la historia de la literatura, sino incluso sobrevenida de su pertenencia al pueblo judio, de sus referencias familiares, de los relatos acumulados en su memoria, o el cúmulo de acontecimientos vividos a lo largo de su extensa vida.

Los héroes de Bellow son distintos, jocosos, rídículos a veces, llenos de dignidad otras, a menudo confusos personajes, nada que ver con los valientes adalides de la conquista y la liturgia incesante del individuo sobreponiéndose al destino tan propia de la literatura de los USA. Es además uno de esos autores que sólo hablan a través de su literatura. En su aparente normalidad plena de hechos extraordinarios se erige el sentido. Su mundo de ficción esta compuesto de variadas asociaciones temporales y humanas.

Su inteligencia le permitió escapar casi siempre a esa exageración tan propia de los americanos. Su mirada es judía, irónica, pero jamás cínica. Es aguda, plagada de sutilezas y llena de humanidad. La sonrisa que provocan sus textos es similar a la que Bellow ofrece en sus fotos, alto y elegante, espigado como un junco, esa suave sonrisa afable que sabe pero no quiere que se note. Es una sonrisa amable. No es una literatura de ruido, sino de pausa y silencio. A veces recargada sin embargo, llena de detalles psicólogicos y evoluciones espirituales que no debemos pasar por alto, porque en ocasiones parece que en sus novelas no pasa nada -sus cuentos son más dinámicos, con más acción sin saber el motivo de esa diferencia-.

Sin miedo a equivocarme, Bellow es uno de los grandes escritores del siglo XX norteamericano, con permiso de Fitzgerald, Capote o McCarthy, tal vez por eso que yo buscaba durante aquel verano de exceso programado, por algo inconsciente que conforma en su mente un universo amplio, rico, dotado de capacidades de relación extraordinarias, por hechos inconscientes que acompañan su pasión por contar, por supuesto también derivado de su voluntad de hacerlo, de su sabiduría de historias, por ser judio en parte a su vez y escribir desde una historia y una tradicción, por ser norteamericano y mirar con ojos agudos el presente y lo que acontecía en su existencia, por acumular toda ese bagaje que en él conforma una varita mágica capaz de iluminar la existencia. Nada programado sin duda, a excepción de su curiosidad intelectual y humana, y su evidente voluntad de utilizar la novela y el relato para tratar de acercarse y explicar lo que supo de la vida.

De alguna forma el joven que quiso encerrarse más de un mes en una urna de cristal etílico y alucinógeno, a punto de atravesar la dura traza entre la perpetua adolescencia tan común en nuestra época y en mi generación, y la nueva madurez despiadada que acudía, había comprendido que el lugar de la literatura era de una brevedad dolorosa, un orden de la consciencia detenido para siempre en el sinuoso despertar de un párrafo, y que además debía ganarse al lector, de una u otra manera una tarea titánica, tremenda -cómo hacerlo-, ajena por supuesto al hecho ensimismado del arte, sino más bien unida al brote perpetuo de esa capacidad humana que hace surgir ideas, belleza y emoción.

Bellow escribió un breve epílogo para la primera edición de sus cuentos reunidos, esa maravillosa colección de relatos que recorrían Estados Unidos desde los años treinta hasta el principio de los ochenta, como si a partir de esas fecha, con la vejez instalada, el mundo que le había sobrevenido ya no le interesara. Eso pasa a veces, y estoy seguro de que él hubiera reconocido que a partir de cierto momento todo se le hizo ya dificilmente comprensible.

Esos cuentos, mejor novelas breves, concisas, extraordinarias, tenían como colofón un corto ensayo sobre la brevedad y la precisión del lenguaje. Bellow afirmaba que el escritor se enfrenta a un ruido ensordecedor, a cientos de ocios alternativos, llenos de luces atractivas y deslumbrantes, a la prensa escrita que hoy va perdiendo peso pero entonces había logrado ese lugar de poder necesario, a la publicidad, al mundo de la imagen, televisores y pantallas gigantescas, al cine. Ahora sería a los ordenadores y el sinfín de aparatos tecnológicos que nos subyugan en un costante deambular de la vista, la atención y los dedos. Un mundo abocado a la ceguera por exceso e incontenencia decía él, que hace inevitable una selección, una pausa, un orden capaz de detener esa voragine, sobre todo porque las masas deciden dejarse llevar por ese fragor incansable y determinan el destino con su consumo y sus preferencias, como si nada sólido pudiese quedar atado a la tierra mucho tiempo, y todo quedara al mismo nivel, ese de usar y tirar, y volver a comprar para expulsar, en esa pretendida modernidad de la renovación perpetua, de la juventud resistiendo, una ilusión enfermiza e instisfactoria a todas luces, y regresar una y otra vez a la vida nueva hasta la muerte. Los aparatos que fueron vanguardia tecnológica quedan obsoletos a los pocos años, a veces apenas unos meses después de proclamar su imperiosa necesidad. Lo mismo que los músicos de moda, o los pintores, o las películas más taquilleras que se van transmutando en otras igual de extrañas y malas en cada una de las carteleras de los cines, pero su ruido es constante, ensordece sin criterio, sólo por apabullamiento. Siempre un intento de hacer perdurar la misma infancia adormecida y simplona, que no es infancia de esencias o de cartografías sólidas, bien asentadas, sino simulacros de vida superficial, poco probable.

El sutil argumento de Bellow en ese breve texto era susurrar que la literatura podía englobar en función de la inteligencia y la capidad del escritor todo ese caos, su explicación o al menos un intento de clarificarlo, de graduarlo. Incluso resguardaba en su seno las absurdas teorías que ensayan ahora sus consignas de la felicidad y el comportamiento positivo como si descubrieran un hecho esencial jamás pensado o argumentado a fin de alcanzar la posiblidad de fijar la orientación de la vida, de convertirla en un manual que ofende por su escasa enjundia intelectual y su limitada profundidad vital. Es poco probable que alguna de esa doctrinas en apariencia innovadoras, mezclas chirriantes de ingredientes religiosos, positivismo sin muchas luces y el más básico sentido común, logren aliviar de un plumazo con sus renovadas simplezas el triste lamento del hombre contemporaneo, que parece un lobo atrapado, cuyos gemidos son similares al aullido del lobo arrinconado, anhelando un tiempo en que el espíritu, o la vida profunda, no fue el deshecho mundano que convertimos ahora en carne de psiquiatrico, de forzada espiritualidad o en latido de autoayuda y de gurús sinvergüenzas o inocentes como conejos en el bosque.

Saul Bellow pregonaba la brevedad por una simple razón de supervivencia. Ellos, los norteamericanos, siempre piensa en cómo sobrevivir. Eso sí: sabía que hay gentes más capaces que otras de desbrozar la maraña y hallar un sentido a la pulsión del mundo. Ese deseo era su escritura. Eso que provoca que el lector asegure que leer al escritor valdrá la pena. Ese instante en que un novelista o un narrador fija la existencia a través de las palabras y conmueve e ilumina a un tiempo, sin saber cómo, sin ostentaciones ni intervenciones innecesarias, porque al fin y al cabo, lo que hace es eso, sólo eso: escribir. Escribir con rigor. Nada más y nada menos.

Bellow sabía perfectamente que detrás de este oficio había una magia; se puede observar en sus historias, en sus personajes. También un destino, mezcla de humildad por ser tan poco en una tradición de siglos, y de ligera vanidad o confianza en uno mismo para poder seguir alimentando el espejo y la historia con minúsculas del mundo. Pero el destino debía ser longevo y la escritura concisa. Era consciente de que las personas menos educadas se saturan con enorme facilidad con las nubes de gas tóxico de la opinión, la creencia o la mentira. Se trataba de mantener y sostener el orden interno en una escritura que no tuviese vanidad -o que no se note- ni ecos de manipulación, ni titubeos innecesarios, ni afirmaciones redundantes o de corto recorrido.

Bellow-Williams

Después de esa ducha volví al dormitorio. Ese dolor del exceso es productivo si se sabe reposar, si se logra detener a tiempo las veleidades adictas del cuerpo. Me eché sobre la cama con temblores y fiebres. No llamé a nadie, ni siquiera a mi hermano o a mi madre. En esa época confiaba en mi salud, en la regeneración de las células, en la reacción del cuerpo ante el avance tóxico. A nadie.

Dormí durante dos días seguidos, con algún intervalo breve de insomnio extasiado. Pesadillas, calenturas hasta la aparición de pupas en los labios. A veces me despertaba entre las brumas de aquel calor gaseoso e infernal que me hacía sudar y toser, que dificultaba la respiración y me estremecía de frío sin embargo, cuando aquella humedad se enfriaba y se apoderaba de la piel. Abría un ojo unos segundos, silbaba, pronunciaba mi nombre para saber que estaba vivo, y volvía a dormirme. En los sueños se entremezclaron los mitos de la literatura más arraigados en mí, sus argumentos y símbolos, con el paisaje onírico entrescado de mi propia existencia. Asi ha sido desde hace mucho, hasta el punto de que, años después, en una mudanza, mientras prepaba las casi veinte cajas de libros que tuve que trasladar, fui capaz de asociar la mayor parte de las novelas que depositaba despacio en los embalajes con periodos concretos de mi existencia, con amigos de cada época, con amores y lugares geográficos en los que viví, e incluso con estados anímicos muy marcados. La vida y la literatura se unieron en algún momento de mi devenir y quedaron igualadas en un largo diálogo consciente y a un tiempo inconsciente.

Al tercer día desperté. Un creador escuálido que no llegó al séptimo, que esbozó una mueca de fatiga y decidió regresar al mundo y abandonar la absurda idea de reconstruir el pasado mediante el lenguaje.

Cuando una semana después de aquel sueño reparador me decidí, recuperado físicamente y lleno de temor, a leer lo que había escrito, me di cuenta de que el poemario no sólo no era mejor que el original editado, sino que probablemente podía considerarse peor. La soledad y la ebriedad habían generado un híbrido monstruoso en el que casi ningún verso podía sostenerse ante la verdadera luz del día.

La búsqueda de mi voz, a pesar de los mitos y la juventud contenida en aquella nube gaseosa que surgió de la nada para deshacerse en un simulacro a todas luces infructuoso, debía cambiar de orientación. No puse en duda que mi verdadera vocación, ese sentido que siempre aletea en todos nosotros y que trata de apoderarse de todas las demás prioridades de la existencia, sean ilusiones interiores o actos externos que prolongan nuestra presencia, era la escritura. La esencia de cualquier cosa que veía y vivía, que oía o veía con mis propios ojos, no era otra que acumular el acervo de experiencia suficiente para conquistar esos símbolos que, tal vez de origen, quizá en en ese proceso de la infancia en el que la personalidad queda delimitada, me pertenecían, y era posible que pudieran ser expresados e incluso transcritos tarde o temprano para alcanzar algún rango de universalidad capaz de provocar que alguien tuviese interés en leerme.

Todo escritor termina por regresar a su infancia tarde o temprano, ese único momento del hombre en el que la literatura, el relato, la historia, el cuento, se entrelazan en igualdad con la experiencia. Pero entonces apenas había empezado a leerme con atención. Al final, tal vez leerse a sí mismo sea lo único importante de este oficio; encontrar el mundo ficticio propio capaz de establecer un diálogo con nuestra esencia, hallar ese espíritu que es capaz de trasmutarse en historia, de revelar sus interioriedades más abruptas o su biografía secreta incluso en la ficción más ajena a la realidad de su autor que puedan imaginar. Un acto de autismo que a partir de cierto aprendizaje logra ser inteligible para los demás, a poco que muestren interés por leernos.

La literatura permite ese entrar y salir del inconsciente en la racionalidad del lenguaje, y a su vez rastrear en esos espejos complejos que las palabras ofrecen para la comprensión profunda de la realidad. Tal vez entendí ese proceso entre lo consciente y lo onírico en el hecho de escribir, no sólo como lector en las aventuras literarias de otros sino en la recurrente emoción que acontecía al poco tiempo de componer un cuento o un poema o una narración larga, o incluso alguno de estos ensayos híbridos que tantas alegrías me han dado y con los que tanto disfruto: estos revelaban en sus profundidades una verdad que estaba ya en mí o que era importante para mí, pero que no había podido ser desvelada de otro modo consciente ni quedar desentrañada por completo con la pálida razón.

Siempre recordaré la frase de Goya: los sueños de la razón producen monstruos.

No se trataba de posibilitar la pulverización de los limites racionales para llegar a los símbolos, sino un proceso que exigía precisamente de ambas expresiones de la personalidad, por tanto necesaria la lucidez y la consciencia tanto como los símbolos, la herencia o la capacidad metafórica que alberga la experiencia.

Leer literatura es en el fondo extraer las metáforas simbólicas, poéticas y esenciales, que cualquier acto humano, hecho real o gesto entrevisto, cualquier idea argumentada, anécdota o vivencia, conllevan en su interior, al ser una respuesta humana, y al estar el hombre conformado por territorios oscuros que pueblan hasta la mayor de sus claridades, ocultos entre las emociones y por supuesto en el lenguaje. En el fondo anhelaba comprender el orden del mundo, esa era la cuestión, escribir y leer para acercarnos a ese orden que tal vez es matemático, pero que sólo podía revelarse a mis ojos a través de esas piezas delicadas entresacadas de la vida con las que los escritores juegan para saber, para entender, para acercase al sentido. Tenía claro que la delicada estructura que conforma la identidad humana, es la misma que la que define al mundo.

Había comprendido que la búsqueda de mi voz no estaba en ese aleteo oscuro por los delirios del abuso y el exceso, aunque estuviese hecho también de todo ello. Pero era algo más. Que tal vez en la luz dispar de la mañana en la que el viejo ávido de cigarrillos que vivía arriba, aun amenazado por la muerte, solicitaba un pitillo más como si llamara al barquero que nos conduce por el último lago, fuera en el fondo el recodo en el que debía estar el escritor para alcanzar alguna de esas palabras concisas de Bellow capaces de ordenar por un instante el caos y la confusión. También que lo esencial de cualquier literatura respondía en el fondo a una madurez no sólo estilística o sintáctica, sino humana. Las buenas novelas, los mejores cuentos, la literatura más perdurable que parece siempre seguir hablándonos, es aquella escrita desde la madurez, lo que no quiere decir desde la vejez. Esa madurez puede ser espontánea, innata, indescifrable. Siempre hubo jóvenes, no muchos es verdad, que desde la inconsciencia o la intuición, por un talento inexplicable, lograban ese efecto, desenterraban las corrientes de la vida antes, y eran capaces a su vez de comunicar esos hallazagos con palabras.

Este héroe sollozante de entonces, alcohólico y volcánico, que había despreciado de un plumazo la madurez por considerarla una renuncia, entendió que esa palabra significaba algo distinto a lo que dictaba a gritos la sociedad, eso que parecía un simulacro de vida insulsa como tantos de los que contemplaba a diario.

Mi hermano, con esa vida tan particular y al tiempo intensa, suele burlarse en las reuniones de sus viejos amigos de los consejos que le dan. Treintañeros a punto de inclinarse hacia la cuarentena que esbozan sus torpes balbuceos sobre la existencia, le dan consejos, le piden una claudicación y la toman por madurez, y a él no le hace falta. Mira esas vidas extenuadas, machacadas, fatigadas, y se ríe. Él no soporta esas fatigas, soporta otras mucho más onerosas, pero esas que piden que acepte no.

La madurez no tiene que ver con la seriedad, ni siquiera con tomarse a sí mismo en serio, o alardear de las responsabilidades o considerar cualquier acto que se haga con la vanidad imbécil de la importancia. La madurez que despreciaba tenía mucho de esa seriedad empecinada de ciertos niños, con sus pedantes intentos de copiar las expresiones de los adultos sin comprenderlas. La madurez que había descubierto, sin embargo, se hallaba en todas las obras maestras de la literatura que admiraba.

Fue en ese instante cuando decidí vivir de nuevo para poder escribir. Vivir de verdad. Nada que fuera un ideario concreto, o un itinerario marcado a fuego, sin resquicios, que diseñara el camino. No era eso. Se trataba a mi juicio de mantener los sentidos despiertos, impregnarse de las cosas hermosas de la vida, también comprender emocionalmente los abismos y el dolor, sin recrearse en ellos. Vivir es estar despierto, sentir que todo puede ser susceptible de enseñar algo, que cualquier persona guarda en su seno metáforas capaces de hacer la existencia más plena. Vivir así para seguir descubriendo. Al fin y al cabo, escribir no era más que licuar con palabras y simbolos el líquido escaso, transparente y límpido, que se extrae gota a gota de la existencia. Ese goteo intermitente y esporádico, tan irregular a veces o tan constante otras, que mana del hecho de existir.

Intentar aprender.

Tuve la sensación de que tal vez no importa darle a la teclas cada vez que alguna emoción desmedida o una idea intensa y veraz surge, que todo tiene un poso y el peso de esas vivencia es ordenado desde el interior, de modo inconsciente. La literatura, esa destilación de la gota a través del lenguaje y los códigos de la ficción, respondía a un proceso imprevisible y fascinante, a una elección constante de las emociones y los actos.

Tras esa debilidad de varios días, cuando decidí de verdad despertarme, pegarme una ducha que me quitara el sudor impregnado en el cuerpo, vestirme y salir a la calle al encuentro de la luz del sol, comprendí que áun debía aprender muchas cosas.

Aún veo la sonrisa irónica de Bellow, burlándose de su heredero, incluso de sus pedantes hijos literarios, bajo esa ducha que no me despertó todavía, pero que al menos me reveló que estaba muy lejos de la frase viva y límpida de esa literatura que deseaba alcanzar, del ritmo sanguíneo de esa prosa curativa que deseaba obtener. Llegar a conseguir que mi literatura pudiera sanar, algo que sólo se consigue con salud de espíritu, con esa entereza en la mirada y esa comprensión delicada de la vida. Me faltaba un largo camino y supe que no era un camino sólo literario, o sobrevenido por arte infuso desde el genio. Pero tampoco se trataba de la ebriedad o el exceso en sí mismo, ni siquiera del sexo o la voluntad sin más, sino que estaba muy adentro, mucho, y obtener esa posibilidad requería pasos concisos, pequeños retos de envergadura asumible, una lectura más atenta, una nueva visión, alejada de todo lo que no fuese mi percepción, sin nada que ver con lo exótico o los mitos oscuros, ajeno a la nada ruidosa del mundo luminoso o de la soledad monacal de los últimos monjes de clausura silenciados.

La cartografía de un mundo tenía que empezar, y ya no sería desde la vida de otros, sino desde la propia. La vida que se alimenta de la realidad y la experiencia en la misma medida que de la ilusión, la imaginación y el sueño. La vida que fue siempre la misma aunque a menudo no lo creamos o pensemos que somos los primeros en alcanzar algo, los ilusos descubridores de una nueva realidad. La vida que tuvo en el silencio y el grito la misma extensión devoradora que ahora, esa que a lo largo de los siglos, en un relato discontinuo y disperso a veces, en ocasiones voces perdidas en medio de gigantescos desiertos de espacio y tiempo, solitarias plegarias sin atender, fue contada por los escritores. Ese testimonio, esa impresión verbal que conformó la idea del tiempo transcurrido, la aspereza y el gozo, y cuando los titanes aplastaron a los hombres ese respiro, esa sensualidad de las palabras que esbozan la existencia, hasta rescatar esa dicha de vivir y hallar la suave cadencia de un sentido, de un motivo. Porque a veces, existieron hombres que no pudieron elegir. Tal vez por eso leer, porque tarde o temprano algo similar sucede en cada vida. Por eso la lectura como un alivio y una luz. La escritura como un acto de resistencia que a pesar de su invisibilidad tan a menudo hiriente, siempre nos recordará que somos hombres, hombres con voz, con vida dentro de nosotros -quizá con toda la vida de la humanidad dentro-, capaces de negar la negrura y construir la esperanza.

A veces es necesario la vida para aprehenderla. Pero vivir sin más, a menudo ciega. Y la literatura, tarde o temprano, cuando alcanza ese aliento revelador, siempre, siempre, transforma algo.

Fue entonces cuando le dije a mi buen amigo que se parecía cada vez más a Hemingway, y que al final todo era una cuestión de literatura.

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Genealogía de la literatura (I)-Padre

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              Año 1972. Debo empezar como él. Otoño, mediados del mes de octubre. Mi padre está sentado en un banco del Parque de los Viveros y hace apenas un mes que yo he nacido. Sé que piensa en ese mundo que ha comenzado a conformarse de otra manera. También en el viaje misterioso que cumplió en febrero por Italia para encontrarse con Ezra Pound. Hace apenas veintisiete días que es rey en la medida en que él concibe ese título; rey de otro mundo, porque yo he nacido; porque entonces él está ahí, envuelto en el frescor de la tarde y el susurro de los árboles, a solas en un banco, junto a un pequeño camino de grava; y ha llegado a ese estado medio de extrañeza y fortaleza tan intenso. Se siente fuerte y a la vez no quiere volver todavía a casa. Nada existe en esa España de principios de los años setenta, en ese período agitado de la década, que pueda ponerlo en jaque o alterar ese equilibrio impreciso.                                                      

            Un hombre como él puede ser soberano, alcanzar también ese cuerpo eterno, ahora dinástico, que percibe. Una continuidad que tiene algo de sagrado, aunque mi padre no pueda pronunciar todavía esas palabras, tal vez ni siquiera ahora.                      

                    ¿Qué es lo sagrado al fin y al cabo?                                                                                    

            O quizá me equivoque, y no me doy cuenta de que entender el significado de las palabras no es la única forma de comprender esa trascendencia que él siente recostado ligeramente en el respaldo del banco. Es posible que sí haya percibido que es Rey como yo lo veo cuarenta años después, porque está sumido en una trascendencia posible. Tal vez lo que yo busco es encontrarme con ese instante. Llevarlo al texto que entroniza y consagra, que nada tiene que ver con la repercusión en verdad, ni siquiera con el aplauso, solo con la exigencia de que las frases puedan atrapar esa expresión de Rey. Ha cumplido una armonía del orden del mundo. Es una trascendencia, como la de los Borgia o la de Ezra Pound; una especie de cuerpo inmortal a pesar de lo anodino de su aspecto allí sentado, anocheciendo. Y sabe aun así que es mortal, quizá más que antes. Y esa angustia lo sobrecoge, esa parte funcional, esa finitud que irremediable envuelve a ese cuerpo, a ese Rey a punto de ser una sombra nocturna en un parque público ya medio vacío, en un tiempo de nubes y esperanza. Nadie pensaría que es un Rey, pero ha descubierto algo sagrado. Ahora, como si debiera haber llegado hasta aquí, el texto pretende alcanzar esa seguridad: lo sabe, sabe que es un Rey, y quizá no por aquellas razones que conformaron ese carácter sólido, concienzudo, hasta convertirlo en alguien constante, de fiar.                                                                                                                  

                Ezra Pound viste uno de esos anodinos abrigos negros o azul marino oscuros que se ven en tantas ciudades en invierno. Le tiembla la mandíbula ligeramente e incluso babea a veces. El Rey -todos los reyes conscientes de la trascendencia- es finito a pesar de su imponente cara real. Una cosa es que haya comprendido en qué puede perpetuarse, que lo haya alcanzado o pueda hacerlo, esa consciencia de una continuidad posible, y otra muy distinta que mi padre no pueda olvidar los ojos vidriosos y enrojecidos del poeta, su debilidad extrema, su patética resistencia a la muerte física. Y en Ezra Pound, de repente, ve la nariz ancha y ridícula de Elliot en esos últimos años de su vida; esa nariz de mentiroso, esos ojillos achinados frente a esa anchura nasal de vejez. En Pound ve al discípulo llegando en esas fotografías a una misma decadencia inminente. Pero también reconoce que en Pound, en sus ojos tristes y enrojecidos, se hallaba lo otro. Se hallaba eso que él percibe que yo represento en su existencia. Que él no tiene todavía que temer a esa finitud y debe disfrutar de esa inesperada trascendencia recién comprendida. Y tal vez piense que su padre -mi abuelo- jamás podrá entender ni expresar lo que él percibe en ese momento.                    

            Pero nadie fotografiará ese instante, no habrá una imagen para la eternidad. Y a pesar de ello será una trascendencia similar, porque es posible que en ese momento justo intuya que yo, el que nació veintisiete días atrás, llegaré tarde o temprano a ese crepúsculo y a ese anochecer, a esa soledad ensombrecida del parque, a él. Y entonces comprendo porque Tolstoi es Rey, o porque lo es Thomas Mann, y que el texto debe serlo, debe alcanzar esa esperanza de mi padre, esa comprensión de la trascendencia que le impide volver a casa a la hora que toca. Y todo porque he nacido. Yo he nacido de él. De un lugar que nunca conoceré lo suficiente. De una imagen perdida, inasible, que él sí conoce.                                                  

             Merecería una fotografía en blanco y negro, a sus treinta años de vida, con ese pelillo repeinado y probablemente con restos de la gomina de la mañana; una imagen con toque clásico, de destello de fósforo y olor al Paris de los años treinta. Así quiero ver su rostro, la pose. Los brazos extendidos, agarrando el borde del respaldo, las piernas cruzadas, el cuerpo recostado ligeramente; su rostro joven, su mirada perdida en un horizonte que no ve, sumido en esa rara extrañeza de haber comprendido algo de la trascendencia. Y en ese momento, el que miro, el que he visto de reojo, justo cuando su cuerpo se va a incorporar del banco y va a caminar decidido por el sendero amplio de gravilla que conduce a la salida, y cuando salga del recinto del parque y sea consciente de que le quedan apenas cinco minutos de buen paso para llegar a casa y encontrarse conmigo, con aquello que ha construido, me doy cuenta de que significa algo importante para mí. Que es causa de algo, de eso que yo he percibido como la inquietud. O mejor, que de ahí nace eso, el significado de lo sagrado que se guarece desde hace años en mi espíritu. Que viene de ahí, y de esa otra historia de Juan El largo. Que me ha hecho comprender esta exigencia de que el texto anhele eso, ese latido. La misma coherencia que nos parece surge de cualquiera de las fotografías de Ezra Pound que mi padre y yo hemos visto a lo largo de toda nuestra vida, el mismo brillo en la imagen, algo de maña y oficio, sí, pero retratando en ese viejo al que mi padre se acercó esas dos esferas de lo humano, la simultánea aparición del cuerpo creador y de su breve finitud física, el resultado de esa brevedad comprendido y expresado en un puñado de versos alentados por esa trascendencia, por eso sagrado, y la putrefacta revelación de la implacable vejez. Todo ello lo veo en esa imagen. En la misma imagen nunca fijada que el texto pretende.                                                        

                Y entonces comprendo algo de su engaño. Un engaño inocente, benévolo e incluso generoso. Porque él sabe esto que me encontraré tarde temprano, que me encuentro ahora, esa imagen percibida en un guiño, en un silencio, en un trago de vino tinto que alarga la magia. Es la infancia retomada de una vida perdida que alcanza a regenerarse en mí. Lo mismo que yo comprendo en Mateo. Y es Rey por comprender eso. Ha ganado esa consciencia a pulso. Sabe también que con él, en todo lo que tiene que ver con él, resulta más fácil enviar ese mensaje recogido aquí y ahora, justo cuando cruzaba la valla de ladrillo del recinto y se acercaba a la casa. Entonces era joven, estaba fresco, soñaba, con ojos azules cristalinos, limpios; la ilusión del fuego bajo sus manos y de la frialdad de la resistencia en su mirada; es él en ese instante. No lo sabe cierto, pero por unos minutos ha sido consciente de que esa imagen, esa fotografía nunca realizada de su paso cansino desde el camino hacia el alto y amplio portalón de piedra y rejas metálica coloreadas de verde musgo, va a llegar a mí. Y lo mejor es que no le importa que esa fotografía anhelada exista, se haga. Aunque sea hermoso verlo allí, contemplar su paso ágil y decidido, el cuerpo bien formado, con una ligera hinchazón del vientre, bajo de estatura, y aún así guapo; es bello en ese desplazamiento. Ya me ve más alto, más largo y esbelto que él mismo, quizá le importe poco lo guapo que yo pueda ser, pero sí que poseo eso que él cree necesario.                                                        

             Ahí todavía no se percibe la vejez demoledora, la lágrima fácil y el paso delicado; no veo el dolor, tampoco el cansancio, allí no, allí, en esa trascendencia comprendida, sigue vivo. Si existiera una foto veríamos al rey, y yo podría transformar el lento deambular imprevisto del lenguaje con una imagen; no mejoraría quizás nada, es posible, pues tengo que ser muy preciso para describir esos últimos pasos hasta el patio iluminado, haberme acercado en exceso a una precisión del lenguaje, a una capacidad de sugerir suficiente para asegurarme que no me haga falta la imagen que he compuesto de mi padre en ese banco de los Viveros, de su posterior itinerario hasta nuestro antiguo piso. Toda la creación posible de su existencia concentrada en esa ilusión de mí, en ese reencuentro conmigo, en ese deseo de perdurar en mí. El texto que pretende alcanzar ese momento y esa razón y traerlo hasta aquí para intentar saber algo más. La fotografía que nunca se hará de ese deslizar ágil por las escaleras que conducen al ascensor. Esa España que me parece de color sepia, que surge de repente en algunos lugares, cada vez menos frecuente. El mundo va demasiado deprisa y en veinte años se borran los rastros de lo otro, de la infancia que perdimos, de la nada del presente.                              

           ¿De todo lo contado, de tal visión biológica o de esa extraña concordancia entre lo que sucedió ese atardecer de otoño de 1972 y mi propia vida y mi escritura, será consciente mi padre? ¿Acaso lo fue ya en ese paseo al anochecer?                              

         Desconozco esa verdad, pero estoy seguro de que lo que el texto conduce es cierto. Hay algo que me dice que no va a hacer falta la imagen para que me crean. Tal vez sea esta letanía breve y algo obsesiva la razón, y no la imagen acumulada de ese día de 1972 en el que no pude ver a mi padre abrir la puerta de casa, o antes sentado en el banco de los viveros dejando pasar el tiempo. La madre no deja esa huella porque esta hecha para la vida; sólo expresa la vida. O por lo menos mi madre. Algo esencial para comprender al final esta existencia, para poder soportarla e incluso disfrutarla. Pero mi padre es el que se niega en redondo a matar el texto. Aunque no sirva o simplemente sea una confusión, o peor aún, una imperfección. Aún así se niega a hacerlo.                        

           Mi madre no está aquí. Y él, padre, se niega. Y entonces en ese preciso momento en que ya lo veo asomado al quicio de la puerta, y medio dormido sonrío, -otra imagen de él, no puede ser mía con apenas un mes de existencia-, oigo esa retahíla de pequeños tesoros esparcidos, cuya utilidad no es otra que lo sentimental que representan y lo que se acomodó inconscientemente en mi memoria, en mi interior, ese instante en que existió una concordancia completa entre el origen y el futuro, entre la causa y el efecto, como nunca más se dio, que sólo pudo suceder a partir de entonces en esporádicas ocasiones cada vez menos frecuentes.          

         Mi padre era consciente tanto del límite como de la posibilidad a mi alcance. Sabía el mundo posible que podía pertenecerme, y ya conocía el otro, ese del que jamás formaría parte me fuera como fuese en la vida. No hay ahorro pequeño, no despilfarres ni dinero ni energía, gasta siempre menos de lo que ganes; la humildad no es una sumisión, sino una resistencia… veo ese eco, esa imprevista procesión de consejos; también ese desprecio frente a la vanidad, el abuso o la injusticia, eso también, padre; y el mundo rural de aquellas sierras impregnado para siempre en su piel, vivo, sin tristezas; la vida que ríe a pesar de todo en un latido infundado de dolorosa incomprensión y pena acumulada. Tengo que interpretar todos esos gestos que vi de niño y no entendí. Y tú aquello que falló, y todo eso que sí trascendió, que sí pasó, llegó. Este texto que intenta atrapar eso. Y él no va alargar la mano para alzar una copa de whisky, ni para encender un cigarrillo con aire masculino y heroico, no va a representar ningún papel, ninguna farsa, no está dispuesto a hacerlo; su camisa será la misma de siempre, y el gesto de alzarse las gafas con la mano o el de sacar la lengua al hacer cualquier pequeño esfuerzo no cambiará por esa foto, y eso me debería parecer una fortaleza. No lo necesita ni lo anhela. No requiere de ese aire de icono contemporáneo, de producto masivo de seducción y consumo, de reflejo del éxito. No existió ese fotógrafo que debió disparar la cámara hasta que yo hallase la imagen con palabras. Los signos terminan por abrazar el eco. La luz se disipa en esta primavera con lentitud. Hay algo real en la forma de llorar al pensar que ya no puede ayudarme. Real de rey, por supuesto. 

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Genealogia de la literatura (II)-(Cesare Pavese-Gustave Flaubert)-Máscara, mito y muerte

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26 de Agosto de 1950. También el mismo día del año 2013. Amanece. Termina la noche nebulosa, la charla alegre con el amigo en mi caso, y la solitaria contemplación de la ciudad dormida en el suyo. Una contemplación que él comprende infructuosa, fatigada, somnolienta. La mía posee cierta expresión apasionada y alegre, ebria. Hay un viaje en coche a eso de las cinco de la mañana porque T. se ha quedado a solas conmigo apurando gin tonics y fumando, charlando de ciertas cosas que a veces nos gusta compartir. Lo he llevado a casa amaneciendo. La hierba del jardin está mojada, recién regada por los aspersores, y el aire es fresco a pesar de la primera pátina de verano que surge con la luz del día. Él, Cesare, va a ver más bien un cielo espeso, bruñido de agua imposible, cierta negrura de humos e industria, de ciudad hacendosa. A mi la ciudad no me empuja a la fascinación, genera por el contrario el inocente anhelo, el eco impreciso de otra vida antigua que perteneció a los míos, por eso ese verano del 2013 miro conmovido las montañas y la exuberante cúpula de cielo pálido que se ilumina sobre el valle.

Pavese, como yo más de sesenta años después, no ha dormido. Va a pasear más tarde por una calle con árboles y una zona ajardinada. Yo he preferido el armónico deambular por una bonita casa ajena, alquilada para las vacaciones. Voy a contemplar el nacimiento y el fin de una vida, la silenciosa lámina confusa de conjuras y tentaciones, de hermosos rituales y gestos, alcanzando una cima personal, y luego un descenso definitivo, entre las brumas espumosas del agua de riego y el fragante olor de la madrugada sumido en un jardín cuidado, silencioso. Disipada la oscuridad desaparece ese miedo ancestral a la soledad que me sobrevino antes en la terraza, mientras de madrugada escribía. Cesare ya tiene todos los premios literarios tanto tiempo atrás anhelados, ha concluido muchas cosas y muchos libros, y no sabe mucho de la vida. Yo tampoco.

Él, como yo haré a su vez, dormirá toda la mañana, se despertará en un duermevela sudoroso de verano mediterráneo, sumido en la luz de un mediodía caliente, bochornoso. Sentirá esa sensualidad de la desnudez erecta en alguno de los viajes al cuarto de baño para orinar, la mirada fugaz a un espejo del cuerpo afilado y duro, del cansancio de su rostro. Escribirá a un amigo como yo le escribiré a cualquier otro o a él mismo más de sesenta años después, y le sentará bien a eso del mediodía. Se va a notar sereno poco tiempo, y enseguida llegará el atardecer y las sombras volverán a reflejar otro lugar en el que estar, no ese; otros ojos con los que mirar, no los suyos.

El declinar del día le hará esforzarse por hallar algo positivo. Tiene un ajado rostro, huesudo y duro, una expresión luminosa en los ojos, a veces casi húmeda, llorosa. No tiene mi mirada que se asoma a la pequeña barandilla de la terraza y abandona la pantalla encendida y las horas transcurridas en ese deambular por las palabras. A mí me falta algo también, una especie de aliento que esconde el paraíso y el infierno vividos en silencio en esos días de vacaciones en pleno verano; a él le falta otro, o eso creo, como si la esperanza nunca hubiese sido su fuerte, o quizá por el contrario, porque la esperanza ha anegado toda su posibilidad de vivir. Lo entiendo. Ama la literatura como yo, pero desprecia demasiado al mundo. Le falta esa sensualidad de la luz y la textura.

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“En las primeras horas de la tarde, después de poner en la valija los Dialoghi con Leuco, Cesare deja la casa de la calle Lamarmora con una simple señal de saludo, como siempre. Baja la escala, valija en mano, y va a tomar el tranvía que se dirige a Porta Nouva. Pero en lugar de encaminarse hacia la estación, se dirige a la parte opuesta, al Hotel Roma.” (Davide Lajolo. Il Vizio assurdo.1960)

En 1938, el 24 de noviembre, Pavese escribiría en su diario lo siguiente. Se deja de ser joven cuando se distingue entre uno y los demás, o sea, cuando ya no se necesita su compañía.

Esas palabras surgieron de un eco impreciso de realidad.

Pavese escribía desde la infancia, y el proceso de madurez, el alejamiento constante y opresivo de la infancia, del niño, tiene consecuencias en su temperamento. Cesare sabe que la literatura se ha convertido en su única forma de vida posible, y no por capricho o por una voluntad férrea, sino porque siente que el resto de la existencia casi siempre lo ha traicionado. Tuvo vida personal, normal, como Flaubert, pero fue decepcionante. La del francés no lo fue tanto a pesar de los rumores sobre sus encierros y su irritación frente a la realidad. A los escritores que me gustan les suele pasar eso, le dan excesiva preponderancia a este oficio sobre todas las demás cosas, tal vez porque cumplir la literatura, adentrarse en ella con ese fanatismo y esa desnudez, supone expresar una idea de la vida particular y a la vez esos aspectos históricos, simbólicos y universales que la afectan o la componen, algo obsesivo y constante. De alguna forma escribir es pretender atrapar la existencia posible o la soñada, y convierte el suceso anecdótico o biográfico en una necesidad de mitos.

La mistificación entraña ciertos peligros. Cesare ya lo sabe; toda su vida ha sido un proceso de extracción, una inmersión en la mina de la existencia, un golpe duro de martillo y pico contra la oscuridad, haciendo surgir a la vez en sus textos esa luz vital y luminosa de la transparencia y la fábula, esa magia de la ficción que como un ritual profano le sirvió siempre para continuar, para ver. La diferencia entre él y Flaubert, la diferencia con respecto a mi -no la literaria, esa es demasiado excesiva, sino la referida a lo personal- es que de sus abruptos descensos nunca salió del todo. Pavese no. La vida fue un fracaso para él. El amor lo traicionó, lo sumió en la duda, en la impotencia, en la lacerante expresión de la nada. A mí, sin embargo, la vida me trajo la sensualidad del tacto y el olfato, la claridad necesaria de la luz, el hecho agradable, la fascinación por el cuerpo y el perfume, por la textura y la fragante osadía del deseo que puede llegar a cumplirse. Esa respuesta no puede ser otra cosa que circunstancial, o también un hecho llegado de la infancia, o una educación, tal vez una experiencia disimil que separa el interior de uno mismo y sus reflejos en aquello externo inevitable que se vive.

Si Flaubert era un fingidor, un hombre de máscara y sobrio rigor artístico, a Pavese no le hizo falta fingir: él era así, torpe para la existencia, amargo para cualquier requiebro emocional, grave en exceso, solemne hasta el aburrimiento, o eso dijeron algunas mujeres de él, y sin embargo dotado de un don, consciente además de ese don, sufriendo por la imposibilidad de que esa facilidad extendiera sus efectos hacia el resto de su vida; una lucha infructuosa, un escarnio constante, una metedura de pata tras otra. Salvo en la literatura.

En la literatura encontró el hogar, o la expresión de hogar que todos esos personajes definían bien por ausencia o por defecto, en esa gradación continúa en la que se basa y se contiene la vida; también la forma de la patria, el lugar geográfico del origen, un rincón de la niñez no superado que los nacionalismos exacerbados mantienen en la madurez irresponsablemente. Pavese, en literatura se acercaba al término libertad a través de todos esos personajes que llenaron sus memorables novelas cortas.

Al adentrarse en esas vidas que le obsesionaban buscando la suya propia, su literatura cobraba una expresión de veracidad y metáfora precisa, un variado abanico de identidades forjadas de cada una de las voces creadas, hasta alcanzar esa rara perfección que tan pocos consiguen, ese instante en el que un concepto, un teorema, una novela a veces, descubren una expresión del mundo renovada y algo más exacta o verdadera, la revelan hasta hacer más nitida la existencia. Pavese entonces era capaz de entender a todas esas mujeres a las que jamás comprendió en la vida real, a las que jamás pudo llegar a convencer de quién era él y por qué pretendía el amor. Allí, en sus relatos y sus novelas, lo femenino parecía dibujarse sin que el lector apenas percibiera ninguna intermediación indeseada o ruidosa en exceso, no había opinión como en sus diarios, sólo la suave recreación vívida de esas mujeres que no permanecieron a su lado. Sin comprender esa magnitud, quizá por algo muy común entre los solitarios o los lúcidos, que alcanzan el hartazgo de sí mismos, en esa expresión del hastío que genera anticiparlo todo, estar condenado a no vivir nada nuevo o siquiera inesperado, todo ese mundo femenino se encontraba allí, completo, comprensible, claro, y no era capaz de verlo, surgía en sus libros incluso a pesar de su distancia, de su excesiva misoginia a veces, o más allá de sus opiniones recalcitrantes sobre el otro sexo y las terribles consecuencias que tuvo para él.

En la vida no, Cesare, y en la literatura sí. Pero la literatura no huele, puede en ocasiones alcanzar un simulacro de tacto o de olfato muy veraz dependiendo del talento del escritor y la capacidad del lector, o incluso despertar un sentido perdido, agazapado en la memoria, un aroma o una imagen detenida en nosotros que surge a través del mundo que construyen las palabras; es casi una sensación o una emoción real, o una experiencia que logra perpetuarse como hecho a veces casi biográfico sin serlo, o como una reminiscencia de una verdad sin que llegue jamás a producirse. Ese talento de la narración literaria que se adentra en la mente del lector, esa capacidad de recrear ambientes comunes, familiares, con el trazo preciso de una conversación, o con un simple gesto de un personaje; otras con la breve y extraordinaria descripción de un lugar, de una región, de un barrio de viviendas o de las calles principales de una ciudad.

En la literatura si y en la vida no.

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Flaubert construía una máscara para la vida porque poseía la vida en realidad, y en literatura pretendía una perfección casi inhumana y exacta que contuviera en su aliento la desnudez de la verdad y la exactitud. Pavese, sin embargo, solo utilizaba las máscaras en la literatura, y aunque fuesen máscaras propias, incrustadas en su personalidad a lo largo de los años, para que no pudieran ser visibles las difuminaba entre muchos de sus personajes, construcciones magistrales en apariencia tan ajenas a él a veces como las estatuas de Papúa, y a pesar de ello se encontraban llenas de su presencia, de él mismo. Uno escribía desde un refugio y un recogimiento forzado, construido artificialmente mediante la voluntad y el empeño, un aislamiento ideado, reflexionado, que fingía o poseía el empeño de alcanzar esa soledad vital, sin olvidarse de la existencia, como si se pusiera un traje distinto y cambiase por ello hasta de personalidad o de emociones, para exprimir hasta los límites el lenguaje, dotarlo de esa perfección sublime e incuestionable, pues al final, la vida sí le pertenecía; mientras el otro, partía de una bruma vital capaz de aprehender la existencia inconscientemente y utilizarla para la narración a través de su oficio, alcanzando en ocasiones la misma excelencia y magnitud en el lenguaje, para hallar una claridad que jamás pudo extender a la vida propia.

Un escritor que sabe vivir y se diluye en la literatura, y otro que comprende la dimensión de la vida en la literatura pero no logra apreciar el hecho de existir.

Esta madrugada de verano, aprovechando la soledad de la casa, la luz agradable del amanecer cálido, me desnudo por completo y me zambullo en la piscina. Llevo casi un mes y medio, quizá más, empeñado en escribir ese texto que tantas alegrías me ha dado después, Un ensayo sobre la creación literaria, y trato de dar forma a ese tercer libro todavía incompleto sobre el deseo, Nieve, a duras penas en el transcurso del estío bochornoso y lleno de angustia. Floto desnudo en el agua azul y pienso en Pavese y en Flaubert. Trato de comprender esas reflexiones irónicas del francés, esa manera sutil de burlarse de sí mismo y de su tiempo a través de la sobriedad y una consciencia de la novela como artefacto artístico -perdurable a través del lenguaje- e intelectual, humano y con pretensión de cierta sabiduría, con el que intentó dignificar un oficio y convertirlo en arte, expresando aquello que le parecía trascendente en la creación literaria y burlándose cruel y despiadado de lo que le resultaba grotesco, hecho de pose o de artificialidad sin sustancia.

Flaubert estaba lleno de vida.

Echado sobre la tumbona del jardín adyacente a la piscina después del baño, notando paulatinamente la calidez del sol que se apodera del cielo y de la casa, con los ojos cerrados y la mente en blanco, quiero sentir el calor, ese refugio, el calor y la vida que despiertan junto a mí mientras permanezco inmóvil en la orilla con el cuerpo cubierto de gotas de agua que se van evaporando al ritmo con el que el sol asciende.

Mi papel mezcla otra idiosincrasia particular de finales del siglo XX y principios del XXI. La mística bulle en ese reposo desnudo, resacoso y ligeramente atormentado. No debe haber una consideración excesiva hacia la tragedia, sino más bien, a lo sumo, cierto impulso dramático. Al contrario que Cesare, la sensualidad del cuerpo afilado, más delgado desde hace unos años, genera una felicidad asombrosa que me temo Cesare jamás vivió. Flaubert sí, aunque se cansara de todo como era habitual en él, de todo menos de la literatura -o de cierta literatura-, incluso aun cuando su excesiva seriedad fuera un artificio jocoso para su espíritu tan a menudo. En la literatura, Flaubert continuaba, se mantenía atento.

Recostado siento esas manos suaves del deseo que tal vez se posen en mí dentro de unos días. Siento la dolorosa sien latiendo agitada por el alcohol nocturno y abundante que se evapora después de horas embriagado. Siento placer ante la vida. Ese placer que nunca sintió Baudelaire sin culpa, que tampoco experimentó demasiadas veces, o llegó a un punto en que ya no pudo hacerlo de ningún modo, Cesare Pavese, y también ante la lectura -ambos deleites son placeres sensuales sin remedio-.

Comprendo entonces que el sentido trágico se reduce en mí a un pesimismo crónico que, sin embargo, es una forma de optimismo. Espero tan poco, que casi todo acontecimiento medianamente gozoso me llena de felicidad y a eso reduzco el abanico de esencias vitales que me reconfortan y mantienen el aliento vital. No espero nada, sólo el placer de los sentidos, y a su vez el extraordinario placer que me produce la literatura. Por supuesto la literatura de Flaubert, y la de Pavese. La frase impecable dotada de ritmo, música y sentido, que a veces aletea en la lectura mañanera, con el día brumoso, y que abre el cerebro al mundo, lo lanza al exterior tras las señales profundas de lo onírico, cargado de esa poesía vital que me hubiese gustado trasmitirle a Cesare Pavese. Y, no obstante, en realidad le comprendo. Cesare no era un clown cariacontecido y triste sin más, ni un imbécil lamentándose hasta desaparecer de su mala suerte y de la injusticia. Como Flaubert no era un eremita de las letras colgado de la nube incierta de las musas, solitario y en cierto modo ridículo en su encierro monacal. Tampoco eran poses para la posteridad. En la época de Flaubert todavía no se sabía mucho de esa mística que años después los escritores y los editores trataron de hacer sobrevivir aferrándose a los vaivenes vitales de cualquier autor y su frecuente relación con la adicción, la rareza o la extravagancia, la marginación, la valentía heroica o el silencioso retrato de un perfil sociológico a menudo rebelde, aventurero y lleno de voluntad y desidia al tiempo. Flaubert escondía su verdadera esencia en su propia imagen revelada en fotografías o en grabados de la época, aquella que él miraba en el espejo para seguir aferrándose a una pasión, o a esa forma que le era necesaria para defender por encima de todas las demás cosas una pasión.

Immagine mostra. Ho dato poesia agli uomini. Cesare Pavese 1908-

Dicen que el atardecer en el que Cesare Pavese se suicidó en el Hotel Roma de Turin, éste realizó al menos cuatro llamadas a tres o cuatro mujeres distintas. Desconozco la veracidad de este dato, pero he podido leerlo en varios apuntes, principalmente en algunos estudios críticos y biográficos. Cuatro llamadas a mujeres para que lo acompañasen en esa soledad terrible del hotel, después de haber abandonado la idea de acudir a la estación y salir de Turín. Ninguna de esas tres o cuatro mujeres que recibieron esas llamadas acudió a la cita propuesta. Me encuentro que una de ellas fue Fernanda Pivano, aquella crítica italiana que me reveló hace mucho la esencia mitológica de la beat generation, que dotó a la literatura norteamericana de la mística necesaria para su consagración no sólo como relato juvenil acerca de la libertad, la superación individual, la rebeldía o la anticultura, sino de elementos críticos suficientes para su permanencia. Ya no leo a Kerouack o a William Burroughs, tampoco apenas a Ginsberg o Ferlinghetti, nada a John Fante o a Bukoswki, ni a Henry Miller, y sin embargo si que releo, y mucho, a Saul Bellow, a Faulkner, a Scott Fitzgerald o a Melville, y gracias a ella, a Fernanda Pivano, llegué a todo ellos, emprendí el recorrido que me trajo a Upton Sinclair y a Sherwood Anderson, a Truman Capote, Wallace Sterne o a John Dos Passos entre muchos. Pavese llamó a la Pivano, con la que debió unirle una relación muy íntima, pero ella, que sí contestó, declinó la invitación a cenar porque se ocupaba esa noche de su marido enfermo. Una de esa mujeres, a su vez, se mostró cruel y vengativa: afirmó que no acudiría por que la compañía del escritor italiano le aburría, le parecía un cara larga.

El poeta Joaquim Maria Machado de Assis escribió que cada criatura humana trae dos almas consigo: una que mira de dentro hacia fuera; otra que mira de fuera hacia adentro. Pavese parecían cansado de mirar hacia adentro para entresacar la materia prima de su literatura y a su vez la ilusión de su propia vida.

Tumbado, con el cuerpo desnudo, bronceado, sano a pesar del cansancio y esas punzadas de dolor agradable que provienen del exceso y que nos recuerdan una finitud y un contacto inevitable con la naturaleza física de la existencia, el tránsito de esa dos almas que expresó el poeta me sobreviene fácil, habitual en mi vida, y llega a resultarme con cierta soberbia un absoluto despropósito en el caso de Pavese, una anomalía que lo incapacitaba para aprehender esa esencia y hacerla fluida, corriente, que no la recogiera entre sus manos para hacerla servir a la existencia. Y eso que le gustaba tumbarse de joven desnudo en los rincones escondidos que conocía a orillas del río Po, después en otros ríos, o en las playas, actitudes que describió como nadie en esa belleza de la contemplación del hombre desnudo frente a la naturaleza. Comprendía a la perfección esa esencia contemplativa, de fusión con la tierra y el cielo, pero no lograba extenderla con provecho a su vida. El tránsito costaba, se estancaba o se cerraba, se hacía opaco o quedaba sellado; la luminosidad de su literatura no lograba asirse a la oscuridad o la amargura de su existencia. Y aunque enseguida me arrepiento de esa frivolidad, de esa ligera sorpresa condescendiente ante su incapacidad de entrelazar su sabiduría literaria en el acervo de la experiencia, llego a concebir sin excesivos problemas su decisión, los problemas constantes para entrelazar esa alma que mira de dentro hacia afuera, y esa otra que mira de fuera hacia adentro, concibo enseguida su falta de hambre vital y las razones de esa desgana, su agudo desasosiego, su profunda depresión.

De los ritos de sus relatos, que pasaban ante sus ojos y se convertían en iluminadoras narraciones de una precisión sublime, se despojó. De esas mujeres a las que no pudo llegar nunca, de esos amores que siempre se truncaron sin desenlace ya no vio nada en aquel hotel. De todas esas mujeres hermosas a las que deseó con el sexo y a su vez con el espíritu, hasta quedar exhausto e incapaz del amor, nunca gozó, al contrario que Flaubert, al que podemos imaginar con cierta facilidad lascivo y erecto ante cualquier hembra africana con las que se encontró a lo largo de sus viajes, con los ojos iluminados y la lengua húmeda, o seduciendo civilizadamente a soñadoras mujeres burguesas de provincias; ya no existía para Cesare la hermosura del paisaje de la infancia, las colinas áridas llenas de vides que fueron su primer hogar geográfico, su inicial apropiación del mundo, el lugar de su niñez, en ese anochecer, antes de atiborrarse de somníferos y aguardar la muerte.

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De alguna forma, la literatura es una máscara. A veces una máscara completa y encubridora, un fingimiento absoluto que pretende acercarse a una verdad, o una falsedad excesiva cuando pierde su medida y se convierte en un artefacto de la manipulación o el interés, cuando roza el panfleto y se aproxima a la receta mínima, a la consigna dirigida, algo demasiado común ahora, en estos tiempos de reducciones y simplicidad. En otras ocasiones sirve para ocultar aquello de nosotros que no nos gusta, enfrentar ese desprecio por el rostro humano que tenemos con la contemplación de un opuesto o una historia que estira del hilo en otra parte, que ciñe la existencia desde otro lugar diferente al que nosotros, pobres hombres, nos situamos o sufrimos; también para despejar la luminosa consciencia de lo que quisiéramos ser, medidos por la pericia y el oficio, por el bagaje vital y literario que nos conforma. La lectura posee ese diálogo con la propia identidad, un encuentro con nosotros mismos y una propuesta, a veces de espejo, otras, sin embargo, de respuesta, o de encuentro, e incluso de contradicción y oposición necesaria para esas seguridades anquilosadas que ya huelen a naftalina. La literatura es una especie de máscara incluso frente a aquello que surge de lo infecto, del horror y la derrota, de la miseria más absoluta, hasta en ese estercolero, en esa matanza, en esa carnicería, la máscara alcanza a dotar de sentido a la resistencia; al dejar testimonio diseña a su vez la resistencia presente y futura, adorna, la describe a veces, la desnuda incluso, pero ofrece esa dignidad. Lo mismo sucede con la maldad aunque tenga peor prensa en el bienpensante mundo actual que sólo presta atención al escándalo superficial sea de la índole que sea, no al hallazgo o la afilada perspectiva de otra percepción lúcida. Los trapos sucios se lavan en secreto, no se airean en esta sociedad, no se habla de los muertos ni tampoco del coste humano de los procesos, es de mal gusto. En literatura sí. Los muertos nos rodean. Los muertos están porque esa voz los recuerda. Por eso Flaubert quiso inventarse una máscara divertida, en ocasiones incluso grotesca, algo que, en la solemnidad forzada de sus relatos mueve a la sonrisa. Por el contrario, Pavese trató por todos los medios de inventar una máscara transparente, quizá porque quería ofrecerla a la vida que no alcanzaba, quería que sus respuesta existenciales estuvieran claras en su literatura; la llevaba puesta -la literatura-, pero quería que desapareciera, que le abriera las puertas de la vida verdadera y que lo mismo sucediera para sus lectores.

Uno y otro eran conscientes de que si repudiaron lo cómodo o la complacencia que les rodeaba, si dieron un paso más en literatura, e incluso en la vida a pesar de la mala suerte de Pavese, sabían que sus sueños no eran de este mundo, o sí lo eran, pero la representación de ese mundo se hallaba ya en su cabeza, su vida estaba irremediablemente en otro lugar que su destino físico, sabían con certeza absoluta que con el hálito de la divinidad se lograba un éxtasis posible hecho de resistencia y de dureza, una especie de recogimiento espiritual trazado de símbolos humanos aunque en el caso de Pavese ese don no sirviera para vivir. Así se despojaban la bruma de lo muerto sin razón que atisbaban, la gelidez de las almas que a veces quedan petrificadas en un suspiro para no obtener jamás ninguna luz.

La existencia transcurre. Nosotros con ella. Pero esa universalidad de lo divino, del espíritu, por alguna razón misteriosa, tal vez porque se halla cerca del núcleo de ese orden universal, esa transcendencia y esa continuidad al tiempo, ese recorrido de sombras y olvidos, ese deambular de la vida, no pasa. Nos vamos y sigue, aunque se modifique o llegue casi a desaparecer. Casi siempre como una esencia anónima, como un acervo común que flota y se resiste a desvanecerse por completo. Pavese anhelaba ese mito nuevo que con un lenguaje a su vez renovado podría perdurar como una esencia, como un descenso aunque fuese, mas sin apagar su luz, como ese relato de los griegos que había llegado hasta él; un mito que nacía de su mundo, que nació de la observación, de la insatisfacción, de sí mismo y sus tormentos emocionales. Un mito capaz de resistir al olvido del tiempo, de ser medio enterrado en otra época pero resurgir en las siguientes, de persistir en la humanidad. El mito era una necesidad propia interior, por eso, modesto, aunque las palabras anteriores hubiesen sonado a inmensa ambición, a deslumbrante destino, en él no había prepotencia; Pavese deseaba en sí comprender ese mito, y luego lograr expresarlo, hacerlo inteligible para los otros. Flaubert poseía una idea muy formal y severa del espíritu, por eso el humor, la ironía, la fina desmemoria o la burla hacia las solemnidades de lo humano, a su insignificancia sesgada; y sin embargo cómo se tomaba en serio su oficio, su literatura; que severidad y que absoluta pasión por la precisión -y por la belleza de esa precisión- del lenguaje, por exprimir sus posibilidades, por dotar de exactitud y rigor a la novela.

Quizá ninguno de los dos era tan pesimista ni tan optimista como creemos. Tal vez cada uno de ellos supo por su lado que la literatura nos aporta esa mezcla de verbo y carne tan enriquecedora para la vida, ese latido sanguíneo que es a la vez artificio de papel y signo, de palabra y tinta, ese despertar extraño y sublime de percibir la continuidad humana. Ambos sentían esa caricia deliciosa en el interior, algo incrédulos, al tiempo conscientes y fascinados por ese hondo y obsesivo deleite de manejar el lenguaje. Flaubert se refugiaba en ese aspecto bonachón y distante, en su empecinada y orgullosa soledad, mientras que Pavese sufría esa condición sumido en profundas depresiones y tristezas.

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La satisfacción con la vida propia, genera inevitablemente una mirada irónica, distante y humorística de las miserias de la existencia, de lo humano. Cada página de Flaubert, se fue convirtiendo con los años en otra cosa. Quiero decir que, si la primera vez que leí Madame Bovary tuve la sensación de asistir a un drama solemne, escrito con la exactitud y la belleza de las grandes novelas, las siguientes lecturas me permitieron atisbar el chiste, la distancia, algo que quedó claro del todo ante la lectura de Bouvard y Pecuchet, la novela incompleta de Gustave en la que dejaba en entredicho los inútiles afanes científicos y humanistas de una pareja cómica, ridícula tan a menudo, enternecedora tantas veces, sublime en algunos momentos de sus despropósitos y sus cuitas intelectuales. Flaubert, entonces, me pareció a pesar de su fama de hosco y solitario alguien satisfecho con su vida, un hombre capaz de distanciarse de aquello que le repelía o lo exasperaba y acercarse a la estupidez humana desde un humor inteligente y compasivo, compatible con una seriedad absoluta a la hora de transformar ese acervo vital en literatura. Llegaron a decir algunos que tras sus bigotazos excesivos se escondía una máscara bufa, y además un descubrimiento brillante. Sabía que la inteligencia de su época se había quedado rezagada, se escondía y se protegía a fin de pertrechar futuros resplandores por otra parte improbables. También que el mundo venidero sería aún más imbécil y estúpido; eso dijo Gustave. La seriedad formal de Flaubert con el lenguaje, la concentración máxima en la escritura y esa especie de idolatría literaria que nos legó y con la que algunos lectores aprendimos a gozar de la literatura, era algo que a la vez divertía profundamente al mago francés, lo que le empujó a advertirnos de los peligros de semejante solemnidad. Pavese -que tal vez entendió mejor que muchos de nosotros a Flaubert-, pese a sus intentos, no logró despojarse de ese aire de monje ensimismado con las nubes de la literatura, de ese absurdo e incierto afán. En Pavese las máscaras están la mayoría dentro de él. Parece que se protegía de la vida con ellas. La literatura era su modo de clarificar el drama que se gestaba.

Flaubert no hubiese soportado más de diez minutos la compañía de Baudelaire a pesar de su admiración literaria hacia el poeta.

Pavese hubiera deseado pasar con él una semana bajo el cielo mediterráneo de la Toscana aunque no se entendieran demasiado.

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El verano transcurre. Al bronceado endurecido del cuerpo se le une una ligera pesadumbre, como le sucedió a Pavese aquella tarde de verano en la que se alojó en una habitación del Hotel Roma de Turín y pretendió comunicar con esas tres o cuatro mujeres. Quedará por escribir unos meses más tarde una especie de conjuro personal cuyo destino todavía es incierto para mí: El hada de las bestias. A Una historia de la literatura (Ensayo sobre la creación literaria) se le añade un fragor que todavía no tiene forma en esas imprecisas tardes de verano, mientras corre el vino y la amistad cobra esa rara expresión que de tanto ser venerada por mis ojos se ha ido convirtiendo con los años en un motivo de soledad y decepción. Tendré que explicarme en el futuro ante ese libro que comenzaré en diciembre de ese mismo año y que concluirá en apenas quince días, que luego reescribiré al mes siguiente y quedará listo a principios de febrero de este año. Trato de hallar un mito, como Pavese, pero sin su claridad expresionista y narrativa, tampoco con la capacidad de burla de Flaubert. El mito tiene que poseer un profundo contacto con mi existencia inconsciente. No guarece una intención autobiográfica ni mucho menos, ni siquiera responde a un relato próximo. Es más bien un viaje necesario que no sé desde donde acude. Un recreación del mito surgida en un programa de Radio Clásica en el que se habló de las distintas adaptaciones de los compositores destacados de mitos populares o literarios. Aparecen enseguida con suma nitidez las dos versiones principales de Caperucita Roja, las que he leído en tantas ocasiones a mi hijo, las que mi madre me contaba. También muchos cuentos tradicionales de otros pueblos en los que la trama de personajes, el lobo y la niña, con la madre como personaje secundario, a veces la abuela de fondo, son comunes. Una mujer en sus edades. Un lobo hambriento, solitario, que desea comer. En la versión de los Grimm, la irrupción de la civilización europea-burguesa -aquella a la que perteneció con ciertos honores Gustave Flaubert-, con la falsificación lógica, de una intención pedagógica e incluso social, del relato original recopilado por Perrault, trasmitido de generación en generación entre los pueblos de Europa.

Es cierto que pronunciar presagios es en el fondo una de las razones fundamentales que nos empujan a escribir, aunque luego aparezca la necesidad de que el mito perdure como aviso y señal, como texto sagrado por encima del bien y del mal, de los cambios lógicos que el desarrollo humano genera en nuestros usos y costumbres, incluso en nuestro modo de relacionarnos emocionalmente, de dentro hacia afuera, con el mundo. Damos el nombre de presagio o de buenaventura a una palabra de mayor valor y contenido que a las palabras que se pronuncian en el entorno de las relaciones sociales corrientes, y sin embargo se utilizan para ello esas mismas palabras comprensibles y cotidianas que al ser entendidas permiten la comunicación básica con otros seres humanos en nuestra vida cotidiana. Los escritores -el oficio de escritor- transforman esas palabras hasta que creen haber conseguido con el lenguaje y la sintaxis esa autoridad cerrada en sí misma, y que además apela consciente o inconscientemente a lo sagrado, a la divinidad, a la permanencia. La vida de cada individuo es en el fondo tan pequeña en medio de la inmensidad del mundo que las máscaras con las que Flaubert se divertía, o aquellas que Pavese tenía incrustadas en su alma, cosidas en el rostro, las cuales pretendía arrancarse con la literatura, todas ellas, conformaban a su vez esa intención inevitable de oráculo, de premonición, de videncia y testimonio futuro. Flaubert y Pavese, cada cual a su manera, creyeron con fervor que su palabra corriente se había transmutado a partir de cierto momento en verbo capaz de apelar a la continuidad, a la extensión de lo sagrado y lo esencial. Siendo tan distintos, eran conscientes de las razones de la literatura.

Cesare Pavese

En ciertas épocas de la humanidad, fue el ingenio el talento humano más destacado socialmente, la riqueza estaba ya dada de antemano en esa aristocracia francesa, en la corte y sus excesos, en Voltaire o en Diderot por ejemplo, aunque éste último comenzó a revelar la vacuidad y la inutilidad, las limitaciones de ese arte cumbre de la realeza y su séquito. El resto de la sociedad no existía. El ingenio convertía a nobles de rango medio en imprescindibles de los salones más brillantes y famosos de la época. Francia influía en el mundo; su lengua, sus costumbres, sus modas. Flaubert, estoy seguro, prefirió sin duda la risa erudita e irónica, la invención verbal, la inteligencia y el ingenio deslumbrante de Voltaire a la nobleza algo romántica, humanista de una forma más cercana a nuestra propia concepción del humanismo, más contemporánea, de Diderot. Pavese, por el contrario, debió despreciar como yo el ingenio a menudo estéril de Voltaire, esa parte del filósofo y enciclopedista más mundana y frívola, hecha para el aplauso y la gloria.

Hay cosas de las que no puedo burlarme, o con las que cuesta mucho ironizar, esencias de las que no me despojo así como así, y me obligan a afrontar el destino – y la literatura- con la seriedad de Pavese y no con la jocosa distancia de Flaubert.

Hoy en día, la ironía de Flaubert tendría tantas dianas que tal vez fuese imposible que pudiese lanzar sus dardos y describirlas todas a carcajadas en una sola vida. Sería una novela interminable. Los mitos que podrían representar nuestro tiempo no parecen aceptar bien la risa de Voltaire. Quizá el mundo sea demasiado terrible para esa risa a pesar de su aparente luminosidad, de la miseria que se esconde para que no se vea bajo la luz cegadora del escenario, del brillo de ciertos objetos y bienes fijados y destinados a conformar un horizonte vital, como fases de un proceso humano que pretende lo eterno y que, sin embargo, tienen una clara construcción social, sesgada, interesada, demasiado frágil para ser una entereza humana duradera, cambiante en función del entorno y las relaciones de poder; y es terrible esa existencia en su vacío porque no se aproxima ni por asomo a saciar la insatisfacción humana, su anhelo de continuidad y trascendencia, la inutilidad de la mayoría de nuestros actos, aunque represente una presunción de totalidad de la que tenemos la sensación de no poder salir, un hueco excesivo, latente de sentidos en esa vorágine que alberga una falsa máscara de eternidad. Y además, al contrario que otras épocas más inclinadas hacia la oscuridad, en este presente, esa latente negrura se presenta con desvergüenza, no disimula un ápice su insignificancia y su banalidad, pero pretender alcanzar el grado de grito, el nivel de la protesta o de celebración o ritual universal y constante. No hay horror de sangre en occidente, ni siquiera demasiado ruido de derrota en las sociedades actuales, y pese a ello, existe tal distancia entre esa concepción del ser, en ese asentamiento del hombre en su entorno, que le permite afirmarse y contrastar su interior con el mundo abierto que vive y con el que se interrelaciona, que el horror es silencioso, se agazapa en la imposibilidad, en la mirada superficial hacia las cosas y los actos. La falta de transcendencia hace surgir las enfermedades mentales, la depresión, la neurosis, las obsesiones incontrolables, la vida soportable con sustento de pastillas y hierbas y química antidepresiva. Que se lo pregunten sino a Rafael Chirbes y esos dos libros importantes sobre la España de nuestros días, que no parecen aceptar bien la risa burlona de Voltaire, su alegre frivolidad; el primero extraordinario, escrito en estado de gracia, Crematorio, y el segundo brillante desolador hasta el hartazgo, La otra orilla. Desconozco la razón, aunque podría explicarme largo tiempo en relación a esas dos novelas, pero la realidad de nuestro mundo parece exigir una solemnidad amarga, una decepción sólida que tiene una fácil respuesta moral, resistente, poco apta para el humor. Hasta la respuesta moral justificada, múltiple, que nos llega por doquier, a menudo con argumentos humanos sólidos y verdaderos, queda ensordecida por el fragor. Intenten describir a los gruesos y abultados humanos que conforman la reunión de Davos, lo que les importa en verdad cuanto les rodea más allá de sus intereses, y al tiempo la impotencia de los que son conscientes de ese paulatino despropósito, como se encogen de hombros ante algo imparable e incontrolable, a los que dirigen organismos supranacionales, a los políticos de media tierra, a los extraños acuerdos y alianzas y sus consecuencias, en la barbarie, en el exceso de las masas y el poder; miren a este país y vean su pobreza que no es sólo económica, su incultura, contemplen el resultado del presente y el horizonte que se avecina, miren a su alrededor y pretendan regenerar algo, intenten alzar la voz, o levantar los brazos, cuenten el relato esencial de esa historia. Parece que ese relato tiene que ser sombrío para poder alcanzar su mito permanente.

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A estas alturas de texto, tengo la sensación de que Pavese escribía porque era incapaz de disfrutar de la vida. Flaubert, con un guiño de ojo cómplice y enseguida una mueca solemne, escribía para disimular lo extraordinario que le resultaba vivir.

La búsqueda de Pavese era el lenguaje capaz de sostener el mito de la vida no vivida. Lo de Flaubert tiene más merito a mi juicio aunque sea un bromista considerable. Esa perfección formal era el ocultamiento de aquello que le hacía vivir, y al tiempo el objeto, el sentido de toda esa vida, así que en esa perfección exhaustiva y obsesiva que sus lectores creímos entrever en sus textos, en sus elucubraciones sobre el lenguaje literario, en el rigor con el que trató de concederle a la novela una dimensión artística, ese lugar desde el que pretendió escribir y apeló a los otros a que comprendieran la magnitud de ese reto, ese sitio peligroso en el que la propia precisión y exactitud del lenguaje podrían eliminar la poesía de la novela si uno no sabe medir o no tiene nada esencial dentro que pronunciar y acaso sólo es objeto de perfección, se hallaba un ocultamiento, otra broma, pero con mucho sentido para él, de Monsieur Gustave Flaubert.

Meses más tarde escribiré una frase: El hombre se halla sentado frente a una ventana exterior.

Así comenzará El hada de la bestias, una frase que no retocaré en ninguna de las relecturas ni en la reescritura posterior. Es una frase de escritor. Tal vez no de Pavese o de Flaubert, pero sí suene quizás a Marguerite Duras. Pavese nunca hubiera escrito esa escena inquietante del escritor mirando por la ventana exterior al mundo de afuera. De alguna forma detestaba su rostro, su identidad, lo que era, sus poses incluso, su figura. Flaubert hubiera anhelado mayor exactitud lingüística y más complejidad al hecho de lo escrito, observando desde su asiento el exterior de una supuesta casa o piso junto a una ventana. El hombre no está afuera pero mira lo que sucede afuera. La mirada de dentro hacia afuera, y enseguida, si transcribiera un párrafo posterior, el efecto de lo externo que inicia su recorrido hacia el interior del hombre.

Eso lo sé esa mañana del 26 de agosto de 1950 y también ese mismo día del verano de 2013, cuando me levanto de la hamaca medio quemado por el sol y desnudo me arrimo a la orilla de la piscina y estiro los brazos para sentir esa libertad de la desnudez y del tiempo dominado. La vida esta aquí, pero yo no voy a escribir como un escritor que sí esta fuera, que alcanza alguna grandeza posible en esa insignificancia de desperezarme, de estirar los brazos saludando al sol.

Con esa frase y ese gesto animal de ofrecer el cuerpo a la luz del sol comienzo sin saberlo El hada de las bestias. El mito de Caperucita roja es mi mito, sin que pueda referirme a ser ninguno de los protagonistas del cuento exactamente, sino una mezcla de todos, incluso utilizando todas las versiones que fueron conformando la idea general del relato. Es una necesidad. Algo así como la expresión personal de lo que debe ser esa literatura que amo, una literatura necesaria, al menos para mí.

En el mes de diciembre siguiente, cuando escriba esa primera frase de la novela y en quince días sin apenas dormir cierre aquellas cien páginas de relato, me daré cuenta de que ese texto es una imperiosa exigencia mitológica, hecha con la exactitud del lenguaje que yo creeré adecuado, sobre un tema necesario en mi vida, y un diálogo al mismo tiempo con ese mundo externo con el que diariamente intercambio una buena parte de mi existencia.

La confusión es tanto pensar que la literatura es ajena al autor, una expresión más o menos ficticia de ciertas historias que nos rondan, sin tener en cuenta que cada relato, por alejado que esté de la autobiografía, es en cierto modo una expresión de algo íntimo o que se considera importante contar por alguna razón profunda, en ocasiones inexplicable hasta para quien la escribe, guarecida en la memoria, como pretender que este paraíso lingüístico es una especie de confesión desnuda y deliberada, una expresión del recorrido vital del escritor sin metáforas ni símbolos, un apéndice por completo unido a la identidad de quien escribe el texto.

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Y al tiempo, me doy cuenta mientras escribo ésto, que Flaubert no prestaría atención a estas biografías. Flaubert anhelaría otra grandeza, no el desarrollo de la misma aun cuando su evolución, o el trayecto de ese día en Rouan en el que nació hasta ese hombre envejecido prematuramente que ha dejado página a página la destilación del único proyecto que se tomó en serio, se parezca a tantas vidas dedicadas a esto. Pavese si que podría describir las laderas rocosas y peladas, de matorral bajo y seco, de la sierra de Gúdar que yo he contemplado. Pavese lo haría porque necesita esa genealogía, y no otra grandeza. En Flaubert todavía existe eso que es la gloria del escritor. Aún no esta fijado ni el límite ni la insignificancia. No ha nacido Beckett, ni tampoco Kafka. Pavese leería El Hada de la bestias y trataría de escribir el desarrollo desde ese viaje inesperado, del embarazo prematuro que me dio la luz, la enfermedad desde recién nacido, las duras condiciones de la falta de hambre, de la fragilidad física y del fantasma de la muerte nada más nacer. Me asignaría un origen amoroso, una familia respetable pero por discreción y normalidad, nunca por algo majestuoso o importante. Mi familia será genial después, en el propio desarrollo posterior, en la identidad que uno se construye. Veo a Pavese tratando de comprender la personalidad compleja de mi padre, y a la vez su extraña sencillez y transparencia, y al tiempo su afán en conquistar los hechos, en atrapar con su mirada la totalidad de los suyos hasta acoplarla en ese proceso nada totalitario pero sí empecinado de construcción del mundo. El padre es un creador en la existencia; el hijo no tanto, aunque tenga esa imagen de la construcción, ese reflejo de la abundancia práctica del padre. El niño es por tanto sumido en una suave pátina amorosa, y con ella, en esa preciosa existencia que percibe como suya, aplaudida y soñada por los demás, por la mirada adulta, surge la curiosidad terrible, insaciable, la pregunta y el cuestionamiento, la suma y la estadística que desea delimitar lo informe de la vida, la palabra y la poesía de la existencia, en una confusión hecha de amor, de hijo querido y deseado, de objeto acariciado y convertido en sentido, en fin. Pavese diría que me dotaron de sentido. Volvería a El hada de las bestias. Trataría de entender de donde viene esa furia extraña, ese lenguaje directo, desnudo, esa exuberancia de lo sexual, de la posesión masculina insaciable y el miedo femenino terrible a quedar aplastado por la cadera, los dientes y el sexo del lobo. Caperucita roja.

El niño amoroso, el niño mimado, querido, anhelado, alcanza la madurez con un mordisco de sexualidad intensa y con presunción de trascendencia. Anhela esa continuidad divina que sabe imperfecta y al tiempo única. Flaubert daría vueltas y vueltas a la trascendencia de la literatura porque todo lo demás será asumido y apurado hasta que las máscaras de su grandeza anhelada lo conviertan en un falso monje. El deseo de Pavese, a pesar de su fracaso existencial o de su dolor de existir, sería alcanzar un estado similar al mío; una potencia masculina y un anhelo de placer correspondido y compartido por una mujer o varias, por una representación divina de la creación, por una tangencia del cuerpo poderoso que responde a los deseos del alma y a la trascendencia irremediable de la inmortalidad imposible. El placer eterniza esa expresión de grandeza tan modesta en comparación con los sueños de gloria de Flaubert. Él francés preferiría la mitología colectiva de Victor Hugo o la fascinación por las tentaciones de San Antonio, hasta que halle los huesos confusos y la superstición de Madame Bovary. Pavese escogería al niño díscolo que agrada a sus semejantes en general, que hace guiños a lo femenino para concebir su existencia, que hacer reír y llorar para alcanzar el amor de lo otros, que utiliza el ingenio y lo poco que ha aprendido bien para sentir que es necesario; que desea el placer y la trascendencia del deseo para respirar, justo lo que él no pudo cumplir casi nunca hasta esa soledad del suicidio. Añadiría a ese ajuar una ligera tendencia hacia el orgullo, y me miraría con cierta condescendencia: le falta reírse de sí mismo, escribiría Pavese, como a él mismo le sucedió tantas veces. La cara de pasmo nos surge a los dos en ocasiones, a Cesare casi constantemente, a mi cuando la vida se me escapa o las circunstancias se empecinan en no llevarme a ninguna parte. Tenemos esa pasmo con gafas.

Flaubert no perdería mucho tiempo en conceder importancia a esas conversaciones llenas de contradicciones con las que antes me sumía en la confusión. Tampoco apreciaría la pátina del exceso con la que impregné esas confusiones a propósito durante mucho tiempo. No encontraría nada en mí susceptible de ser celebrado a excepción tal vez del brillo de los ojos que surge ante ciertos párrafos memorables de la historia de la literatura, o en ese deseo también de él y de todos esos que en cada generación celebran esa existencia del signo y la sintaxis, de la ficción verbal y la celebración del texto, de alcanzar ese triunfo de la literatura que en su caso conllevaba una gloria y una reconocimiento, y en nuestra época un silencio profundo sólo consolado por la satisfacción del avance, del recorrido sinuoso del verbo, del ritmo consciente del poder de la escritura.

Pavese sí comprendería que el afán del escritor en el siglo XXI, de esos escritores únicos como él y como Flaubert, no es tan sólo un raro encierro sin respuesta, un intento perdido de antemano de solidez, de consagrar el texto, de otorgar realeza a la palabra cotidiana en un intento de dignificar la expresión del lenguaje vivo, capaz de anhelar una mera supervivencia por pequeña que sea. Flaubert se hubiese burlado de esos afanes porque para él la gloria literaria todavía era posible. Tenía delante la figura de Victor Hugo, su ejemplo, su fama, su fuerza y sus pesada paternidad literaria; también al Balzac que desaparecería poco después, cubriendo las lagunas del extraño mundo que contemplaba con la exigencia de sus historias y sus acreedores. Era un oficio, pero Flaubert, tal vez, fue el primero que entendió y cumplió ese reto de monje, aunque fuera como máscara, aunque en realidad escondiera la vida que sí fue capaz de vivir y apurar pese a su cuerpo de coloso, ancho, y ese rostro a punto siempre de la risa.

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Hace años que descubrí que mi destino tiene al menos dos siglos a mis espaldas, de esa forma que nos legó Flaubert. Fue su existencia probable convertida en ritual. La dignificación del autor en esa intervención del texto, incluso el modo en que los lectores a partir de entonces comenzamos a acercarnos al autor al leer las novelas. Flaubert irá escribiendo todo eso, ocultando los huecos y los resquicios, mostrando la autoridad del autor aunque no se note en las narraciones en apariencia. Construye del gesto severo de su inmortalidad la máscara y su respuesta, la ocultación y la más absoluta desnudez de la verdad de la ficción. Es consciente de que la ficción es una saciedad insuficiente, pero es la mejor que conoce, el lugar en el que se siente victima y Rey, todopoderoso y pasivo, oráculo de lo divino y tangencia del relato vulgar. Allí, el riesgo es posible y no tiene excesivas consecuencias sobre el bolsillo o el cuerpo, o eso cree. Luego quedará demostrado que no, y la literatura tiene ahí una salida en la practicidad de los tiempo más allá del placer estético y la riqueza espiritual que procura.

Flaubert inicia su revolución del autor, y utiliza a otros para ello, aunque él posea una consciencia del oficio que será heredará cien años después por Pavese y por generaciones y generaciones de autores, hasta que el presente anónimo borre esa figura de nuevo, la ridiculice y la desprestigie, tal vez con razón, pero también con una clara intención de uniformidad insoportable, a la espera de otro próximo resurgir. Autor cuya validez y significado no importa más allá de su intervención en el relato de la ficción, en el poder de presagio, en la metáfora, en las palabras que intentan representar cada tiempo humano. Se acordará de Laurence Sterne seguro, por lo que supuso. Creerá haber llegado más lejos que Balzac y Victor Hugo. Comprenderá que la gloria que empujó el camino será lo menos importante.

Pavese sentirá esa presencia, yo también. El rigor con el que un hombre puede dejar pasar la vida combatiendo con la gramática o la sintaxis, con historias inventadas y metáforas inteligibles para los otros de sí mismo y de cuanto le rodea. Flaubert sentirá la debilidad física de trasnochar en busca del verbo y de la palabra. Deslizarse en las cuitas y vicisitudes de seres de papel, de vidas de papel. Y oir a esas otras voces que lo anunciaron sin conseguirlo. El texto se consagra, en sí mismo. Lo consagra el autor y el lector. El texto sobrevive a su propia historia, a duras penas. Ese es el sueño de Flaubert. El sueño de Pavese aunque sea por otras razones. El mío en esa imposibilidad de lo sagrado que obligan los tiempos.

Y cuando el día se ilumina hasta ese fulgor del verano, en esa cadencia de no haber dormido que me empuja tan a menudo a la depresión breve, a la negrura que tengo que percibir del mundo para concebirlo mejor, aquel 26 de agosto del 2013, o ese mismo día sesenta y tres años antes en el que Cesare Pavese decidió suicidarse, tengo ya en la cabeza la metamorfosis, el aleteo inconsciente de esa novela que empezaré a escribir unos meses después, a principios de diciembre de ese mismo año. Necesito una respuesta a algo que me ha atormentado durante años, afectando a mi autoestima, celebrando su presencia en cualquier expresión de la vida, una respuesta que además pretendo que pueda expresar si es posible una universalidad que merezca una insignificante trascendencia, un reflejo mínimo de mi propia identidad vital, mis fragmentos rotos, de mis naufragios sonados. Sé que estoy harto de cierta incomprensión, de un agudo dolor en el pecho que se ha instalado noche tras noche hasta no entender nada, ni siquiera lo que siempre ha estado a mi alcance.

Cuando me vista esa mañana cálida de verano después de pasar dos horas desnudo bajo el sol, en el momento en que haya calculado que han pasado más de veinticuatro horas con los ojos abiertos, que las niñas que ocupan la casa, que mi hijo, que todos los que habitan ese chalet de verano comiencen a despertarse poco a poco, a surgir de las brumas del sueño para integrarse en la realidad del día, estoy ya convencido de que debo dormir. De que el refugio que preparo, la salida o el itinerario que tengo que dibujar está ya en marcha pero necesita de un último recogimiento, de una protesta hacia la normalidad y la aparente consistencia del día, de los hábitos sociales y las relaciones humanas. Flota el postrero deseo borrado una semana antes sino recuerdo mal. La explosión de dicha al hallar un resquicio en el amor oxidado por el cual he atisbado de nuevo el brillo.

Luego el apagón general y constante, sabedor de que nada cambiará sino escribo El hada de las bestias. Ya no quiero explicarme, deseo contar. Una historia de otros, no la mía. Un grito mío, es verdad, a través de la metáfora de otros. Mi cuento en Caperucita Roja, Caperucita Roja y su efecto en mí. La imaginación de otra vida donde aquello que escriba no me haga daño en el cuerpo, no destruya el frágil equilibrio, que no sea un riesgo ni una queja, sino más bien tan sólo un símbolo. Y es un homenaje a esa frecuente incomprensión de la sexualidad masculina y la femenina en ese instante en que lo pienso. Un encontronazo a su vez. Un careo. Es el llanto de las mujeres que protegen, defiende y pierden su inocencia, que se regocijan a veces en ella, que la trasgreden y se alzan como las diosas originarias, y a su vez los aullidos de ese lobo masculino. La bestialidad de esa unión improbable, de esa ejecución del acoplamiento y el delirio sexual, en medio de un naufragio, de una herida femenina, de un raja que se erigió en origen y conflicto, en aspereza y soledad.

El hada de las bestias es el amor. Eso escribí al final. Eso que no puede asir así como así el deseo desnudo. Lo que el amor no debe olvidar jamás como definición, sin menospreciar ni oponerse a la palabra bestias.

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Hace casi una década, por el lugar en el que trabajaba y por la gente que frecuentaba entonces, buscavidas, solemnes impostores, derrotados y envejecidos hombrecitos que fueron a parar allí, a esa población costera, para restañar las heridas y encontrar un pequeño rincón, un refugio, pude recopilar cientos de historias a cual mas extraordinaria y curiosa, relatos que contaba a menudo a Severine en los ratos en los que estábamos a solas. Ella me animó a escribir muchos de esos relatos, los consideraba dignos de admiración y a menudo interesantes. Insistía en que debía despojarme de mis propias obsesiones para escribir con la distancia de esos argumentos de la vida real, que debía aprender a elaborarlos y a contarlos porque podían tener mucho interés para el público en general. A pesar de haber confiado media vida en su criterio, en sus valiosos consejos, que tan a menudo mejoraron la pobreza inicial, y que incluso repararon los excesos, los caminos erróneos y la panilodia que ciertos itinerarios hubiesen provocado, en este asunto yo le insistía en que, en la mayoría de las historias que me relataron esas personas de carne y hueso, sumidas en la emoción, el miedo y la alegría, me faltaba una metáfora suficiente, un aliento poético en cierta manera, o mítico mejor, que su trama no terminaba de ser asimilada por mi espíritu, que me faltaba algo así como una cercanía física y mental que hiciera surgir el duende de la escritura.

De aquellos seis años allí, que dejaron algunos buenos amigos, y también un mundo confuso, nebuloso, falso a menudo, lleno de contrastes y desastres, de alegrías tan breves e intensas como un suspiro convencido, quedó también una novela fallida compuesta de alguna forma de los rastros sesgados, informes e inexplicables que todos esos hombres y mujeres me revelaron con sus relatos: El ángel. Y aunque es verdad que el protagonista de ese libro luego surgirá en muchos textos míos posteriores, tanto literarios como en ensayos -por ejemplo en Una historia de la literatura– no es menos cierto que el poso literario de aquella larga experiencia vital ha sido escaso, leve, apenas revelado sin saber exactamente la razón. Esas historias las conocí, y muchas de ellas siguen vivas en mi memoria, es posible que incluso en muchos casos sintiera una aguda empatía por alguna de esas gentes o que llegara a comprender la esencia de sus periplos existenciales, pero mi alma no las había asimilado más allá de ese fragmento incompleto y sin valor, en esa novela titubeante, en la medida en que la literatura que yo quería escribir no podía nutrirse de ellas. Los argumentos podían haber sido un fantástico guión que expresara algo de una ciudad costera y su posterior relato de decadencia y víctimas, como un ejemplar retrato del auge y declive de toda sociedad o civilización. Pero ni entonces ni ahora he tenido ese relato dentro.

Eso le respondí a Severine entonces.

Veo el argumento, la anécdota, el interés humano, social e incluso antropológico, pero no lo tengo dentro. No está en mí.

Ella se cruzaba de hombros y me decía que hiciera como siempre, lo que me diera la gana.

Escribir es una elección, sí, pero a menudo inconsciente, tanto de la voluntad como de esos impulsos secretos que conforman hasta el carácter y dibujan en la sombra la vida verdadera. Pero aun teniendo en cuenta ese origen escribir siempre fue una elección.

No he escrito prácticamente nada de esa época. He borrado de mis textos nombres y situaciones, personajes extravagantes, gentes sin escrúpulos, mafiosos de tres al cuarto y delincuentes de poca monta, maltratadores, perseguidos y perseguidores, a casi todos ellos, incluso a los silenciosos sufridores que me conmovieron o a la buena gente que me fascinó, hasta a los pocos que me rodearon de verdad y fueron capaces de emocionarme con su humanidad. Puedo nombrar a cuatro o cinco personas todavía con cierta convicción, hablo con dos o tres más de uvas a peras.

Aquella fue un vida que no se impregnó en verdad dentro de mí. Estaba su superficie, el proyecto, los sueños y los sentimientos, las luchas, las derrotas y los fracasos de tantos, las alegrías y las ilusiones de otros muchos, a menudo de un modo emotivo, personal, y sin embargo, debajo no había nada que pudiera sostener una mera historia de palabras literarias, un texto literario que se hubiese empapado de todo ello, tampoco una metáfora consistente que pudiera ser expresada mediante la literatura. Era la vida de un periodo, no la vivencia completa de la existencia, de la literatura.

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Cesare se va a tumbar en la cama como yo me tumbo en la habitación al fondo del primer piso esa mañana de agosto. Me han dejado una cama pequeña. Veo el cuerpo de mi mujer cubierto levemente por la sábana, asoma el tanga violeta y parte de una camiseta blanca que le cubre el torso. El niño duerme de lado con la respiración pesada. Siento esa soledad de llevar un ritmo distinto al de la vida corriente. Me voy a echar en el catre pequeño, a solas, para cerrar los ojos y dormir mientras la casa despierta paulatinamente. El calor es intenso. Soy ajeno a esa existencia que alcanzará su esplendor cuando todos los habitantes de la casa se levanten. Ni siquiera existe una tangencia como la que esperaba del paraíso de vacaciones que vivo, con los viejos amigos y la historia construida a su lado, con las visitas que tendremos ese mediodía, varios invitados a comer.

Pavese estaba sólo como yo, pero ya no tenía fe en la vida.

Por un instante pienso en muchos de esos cuentos de Pavese que he terminado de releer hace poco. También en ese instante distinto del mismo día de agosto -Pavese al anochecer, y en mi caso aún no han pasado las diez y media de la mañana- trato de comprender en qué consistió su suicidio para dormirme. Echado en la cama comienzo a adormecerme con esa imagen de Cesare remando en el río Po, también de su terrible y extraordinario cuento sobre la violación de las dos muchachas en ese río, y luego intento comprender que hace que uno decida elegir la muerte, que razones pudo tener aquel flamante escritor italiano, alto y fibroso, que terminaba de ganar el Premio Strega, que trabajaba en la editorial Enaudi y no parecía tener problemas económicos. Cómo era posible que tras conseguir uno de sus sueños literarios, tras escribir las cientos de páginas del Oficio de vivir, sus apasionantes novelas cortas o los relatos que nos dejó, el famoso Diálogo con Leuco, Trabajar cansa o Vendrá la muerte y tendrá tus ojos, en ese instante en que tal vez alcanzaba la gloria de Flaubert, o algo parecido aunque fuese casi cien años después -con todas las diferencia que esa distancia temporal supone- de que el francés genial de las máscaras fundara su secta, tras marcar cuatro números de teléfono de varias mujeres y no conseguir romper esa soledad que se había instalado en él como un costra irrompible y asfixiante, tampoco la sombra del crepúsculo recubriendo el dormitorio, Cesare ingiriese una gran cantidad de barbitúricos para morir.

Seguramente me duermo mientras los ojos de Pavese se cierran.

Y uno piensa en la razón. En la desilusión terrible y demoledora que arroja al espíritu humano a desear su desaparición, anega la voluntad de vivir, la arrastra y abandona inmóvil al cuerpo, inutiliza cualquier pretensión de acción o reflexión, y ofrece la muerte. Y la vez se piensa en Flaubert y sus escondites. Quiero decir que Flaubert, en apariencia uno de los más severos monjes de la literatura, nos demostró que los escritores no escriben todo el tiempo, de hecho escriben poco respecto al total de horas que componen una vida. Flaubert nos había engañado aunque era verdad que no podía vivir sin combatir diariamente con una frase, sin leer. A Flaubert le interesaba la vida. Poseía esa especie de entusiasmo, esa avaricia de los sentidos que incluso en la modesta contemplación pasiva, hasta en la actividad más frenética y placentera, alcanza a diseñar esa energía necesaria para que el latido continúe, como pasa en literatura. La creación literaria responde a esos excesos y a esos recogimientos de energía que nos llevan a elegir el silencio tan a menudo y otras veces nos empujan a la invención, a articular en el párrafo, en el texto, el ímpetu de la ficción o la idea. Es un proceso que siempre me recordó al pitido electrónico de esos aparatos tecnológicos que pueblan los hospitales y garantizan la existencia todavía del paciente con el zumbido irregular que copia el latido del corazón, ese zumbido que a veces, en la enfermedad y la falta de energía queda convertido en un sonido constante y monótono, y un buen día comienza a dejar de palpitar tantas veces, o reduce paulatinamente su ritmo y la oscilación de su señal, se va construyendo una línea recta con altibajos tan esporádicos como enérgicos, se convierte en esos estertores finales de la vida que languidecen, hasta quedar retratados en una repetición obscena, una mueca sin latido, en una invocación del fin, en existencia cadáver. La literatura es un latido del alma. Una especie de misteriosa energía humana, parecida a otras muchas, artísticas o no, concentrada en ciertos puntos del cuerpo generadores de potencia, de creación, de voluntad y entusiasmo. Eso lo poseía Flaubert en mayor medida que Pavese. Pero tal vez no fuera una cuestión de resistencia o de capacidad humana. Hay que otorgarle el merito que corresponde a Flaubret, de la misma forma, por otras razones, deberíamos concedérselo a Pavese.

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Releyendo hace unos días el magnífico y curioso ensayo de Sartre sobre Baudelaire, publicado por Gallimard en el año 1947, y editado por Allianza Editorial en el año 1984, encontré la expresión final de ciertas dolencias, la representación heredada después de siglos de oficio con la que se articulaba la figura del artista, del poeta o el escritor, del pintor o del músico; su proceso de unificación en una misma expresión general, que los engloba a todos ellos.

Es posible que la eternidad concebida por el hombre, y en concreto por los escritores, no sea más que una expresión social. Al perfil psicológico profundo y terrible que Sartre realiza en la mayor parte del ensayo sobre la identidad de Baudelaire, su relación con la autoridad, la rebeldía o el dandysmo, el origen de su escandalosa poesía o la provocación de sus libros ensayísticos o en prosa, se le añade una expresión social, una especie de pequeña descripción de la evolución de esa identidad de autor cuya herencia recibimos sin darnos cuenta. Al texto de Sartre tal vez le falte algo de la expresión común del artista con el individuo consciente de su tiempo. Baudelaire no es un extraterrestre en sí mismo, un hombre enfermo e inconstante tan sólo, tampoco un diletante cuyos rasgo sexuales o eróticos oscilan entre la perversión y la impotencia, ni siquiera un simple visionario; no es tan sólo un extraordinario poeta que revolucionó la lengua francesa en los pocos años que vivió, convirtiéndose en cierto modo en un icono de un tiempo, en una figura que sigue fascinando a las generaciones posteriores por su crudeza, su extraordinario dominio lingüistico y la belleza descarnada y rotunda de sus poemas. A Sartre le faltó mencionar más que Bauelaire es hijo de una época que se transforma. Que los ojos de Baudelaire son por supuesto su propio miedo, su imagen reflejada en el espejo intentando ser asimilada en un ejercicio demoledor de narcisismo y desamparo a la vez, incapaz del amor, de la bondad, y sin embargo embriagado por el ideal del amor y de bondad hasta ejercer contra él mismo una severa punición sin resquicios, y sujeto a un mal que requiere del castigo, pero también fue el pasmo del individuo ante el mundo masivo y en constante progreso material que avanzaba sobre la humanidad, como si deseara salvaguardar algo de ese vertiginoso siglo XIX que se transformaba demasiado rápido para su esteticismo de salón o sus provocaciones espirituales. Precedía tal vez en el fondo a la rebelión de las masas como símbolo, inconscientemente se erigía como el último aristócrata del espíritu frente al exterminio paulatino del individuo en los países comunistas o su reducción a simples medios de producción en las democracias capitalistas triunfantes, a un mera utilidad consumidora y a un voto cada cuatro años sin sentido. Retomo a Pound y su teoría sobre las energías que se apoderan de ciertos hombres para que pronuncien las sentencias del tiempo, mediums en los que acude la historia del espíritu y sus reflejos ante los cambios que se suceden imparables. Baudelaire nos ofrece sin quererlo, sumido en sus propias oscuridades, una especie de resistencia que años más tarde Flaubert convertirá en su razón de ser, a pesar de las evidentes diferencias estéticas y filosóficas, de sus disimiles circunstancias vitales y humanas.

Baudelaire fue una individualidad de artista de un modo pueril, infantil. No en vano era el inicio de la construcción del autor, que luego nos servirá para acercarnos a los autores de otras épocas desde ese punto de vista. Iniciaba el camino de la santificación del autor, del texto sagrado, de la exaltación de su labor y su importancia, hasta este presente disgregado y confuso, donde regresamos a esa autoría sin nombre o a esa gratuidad sin importancia.

Es curioso que la madurez de sus poemas, la profundidad de muchos de sus versos, sea sin embargo fruto de una inmadurez perpetua, de la confusión e incluso de la superstición. Aunque quizá, a la exacta crueldad de Sartre a la hora de acercarse a Baudelaire le faltara la expresión de pasmo y niebla que atisbaba el poeta a su alrededor, insistir en mayor medida en el hecho de que carecía de referentes reales a los que aproximarse para construirse -a excepción de ese admirado Poe al que en el fondo se acercó por similitudes dramáticas de la biografía más que por asociación literaria o artística-. Tengo la sensación de que fue consciente -fue tal vez el primero- de su individualidad de artista a pesar de la inconsistencia o el despiste de sus motivos. Vivía en la confusión de sentirse despojado del poder de la aristocracia, de su libertad económica, que había defendido y sostenido económicamente a los artistas a lo largo de siglos, y en la necesidad de labrar otra imagen para su propia labor en una sociedad cambiante y en constante evolución que todavía no había asignado en sus nuevos paradigmas sociales una función al poeta o al escritor después de que la Revolución hubiese terminado con la nobleza sanguínea. Los burgueses oprimían, por supuesto, pero ya no eran una clase social ociosa o simplemente distinguida sin más por títulos y linaje. La burguesía iniciaba el imperio de la utilidad. Baudelaire era como un niño que apenas sabía nadar en la inmensidad de un océano agitado que lo devoraba. Flaubert, sin embargo, navegaba por esa aguas en un confortable barco, protegido por su fortuna y por sus máscaras, pero existió un proceso común en ambas vidas; uno sostenido por la confusión, el dolor y la inocencia a pesar de todo, y el otro ya consciente de su poder, o en trámite de conseguirlo, suficientemente atendido materialmente como para concentrarse en construir una imagen necesaria, una especie de idiosincrasia del oficio, una utilidad, una mistica al tiempo, una necesidad de la figura del autor literario en medio de un mundo que iba a girar sin remedio en torno al beneficio y la utilidad.

Sartre describiría ese proceso de Flaubert con hermosas palabras:

“A esos grandes muertos, que en su mayoría vivieron en la soledad, la inquietud y el asombro, que no llegaban a pensarse del todo ni como escritores ni como artistas, y que murieron, como cualquiera, inseguros, se les confiere desde afuera -porque ya están muertos y sus vidas se revelan como un destino- ese título de poetas que ambicionaban sin estar seguros de haberlo alcanzado y en lugar de ver en ese titulo el objetivo de sus esfuerzos, se les concibe, por el contrario, como una vis a tergo, como un carácter. No escribieron para convertirse en escritores, sino porque ya lo eran. Desde el momento en que uno se asimila a ellos y vive míticamente en su compañía, tiene asegurada la posesión de ese carácter: así, las ocupaciones de Flaubert, por ejemplo, lejos de ser el resultado de una elección gratuita y peligrosa, se le presentan como manifestaciones de su naturaleza. Pero como además se trata de una sociedad de elegidos, una asociación monástica, esta naturaleza de escritor se revela también como el ejercicio de un sacerdote. Cada palabra que Flaubert traza en el papel es como un momento de la comunión de los santos. Por él, Virgilio, Rabelais, Cervantes, reviven y continúan escribiendo con su pluma; así, gracias a la posesión de esta extraña cualidad, a la vez predisposición o sacerdocio, naturaleza y función sagrada, Flaubert se desprende de la clase burguesa y se sume en una aristocracia parasitaria que lo santifica. Se ocultó su gratuidad, la libertad injustificable de su elección: sustituyó con una corporación espiritual a la nobleza decadente y salvó su misión de escritor”.

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Pero siempre he pensado que existe una manera de rescatar a ese Pavese de cara de palo que con sollozos debió barruntar la idea de atiborrarse de estupefacientes y dejarse arrastrar al otro barrio. Y no pienso sólo en la consistencia de lo escrito. Una posibilidad de que tal vez él fuera una especie de consciencia de esa figura imposible del escritor, que en los años venideros -aunque tengo la sensación de que la decadencia había comenzado antes-, dejaría de tener sentido en esta sociedad del ocio y el consumo. Uno quiere creer a veces en él como en un romántico incurable que no pudo revivir en la vida real la dimensión del amor que concebía en su mente o en su literatura. Es decir, que se suicidó realmente por falta de amor. O quizá quiero verlo como una especie de solitario monje cuyo sentido vital debió agotarse en algún momento, a veces sucede, así, como lo cuento. La energía disminuye, el corazón late más despacio, la vida se estanca y uno no encuentra salidas, ni siquiera un horizonte posible. Podría verle así, como me siento en esa soledad del sueño que acude esa mañana de resaca del mes de agosto del año pasado. Un islote anímico en medio de una nada intangible y terrible que me sume en una sensación de irrealidad y sin sentido. No soy feliz, y esa mañana alcanzo esa consciencia con una plenitud sobrecogedora.

El hada de las bestias será una especie de pálpito sobre la imposibilidad de modificar un ápice mi existencia si sigo anclado al pasado, al presente irreal de mi hijo pequeño, a esas vacaciones que tanto desasosiego me han provocado, y a la perspectiva oscura de un año incierto, un trabajo alimenticio voraz e inhumano, y a una falta de deseo que se espera en los titubeos que han comenzado a apoderarse de los textos, de esos que edito de vez en cuando donde puedo, o de mi literatura más personal y querida. Y aunque El hada de la bestias tuviese una connotación explícitamente sexual, su expresión o su sentido podría extrapolarse a otras esencias humanas por igual. Eso pienso sobre la cama.

Sartre deseaba en el fondo salvar la vida de Baudelaire mostrando que el icono o la superficie no era más que un pátina inhumana que escondía en el fondo una identidad profunda, entristecida, naufraga e indolente. No son sus defectos lo que nos aterra, sino su fragilidad en ese texto, su imposibilidad de sobrevivir como el Albatros de su poema. La poesía, sin embargo, brilla en ese ensayo por su ausencia. Sartre elige otro modo de acercarse al poeta por razones secretas. La poesía de Baudelaire no necesita explicaciones hubiese dicho Sartre. Por eso yo querría rescatar ese momento de Pavese y darle la dimensión que requieren sus libros y sus versos. Y quizá esa fuera la razón por la que deseché esas motivaciones románticas o desesperadas que de alguna forma han formado parte de la mística del escritor desde que, primero Baudelaire en esa construcción de los mitos que dotaría a la figura del artista de ese malditismo memorable y a veces tan nefasto, y luego Flaubert, con su madurez, con su vitalidad y su capacidad de trabajo, gracias a su tiempo disponible, convirtieron en una especie de idiosincrasia particular del oficio de escribir.

Entonces pensé que manipular la figura dramática y triste de aquel hombre con cara de palo, que se sintió decepcionado por todo lo que emprendió, por todo menos por la literatura, fuese la política o el amor, la amistad o el porvenir, siempre adentrándose en aquello que consideró esencial, y dejando para la posteridad ese aire desvalido y frágil, introvertido, que lo llevó a la muerte, describiendo el proceso en un fascinante universo de literatura transformada en diario y en recorrido -como aquel Flaubert de las máscaras que algunos quisieron ver como un monje, como un presidiario de las letras ajeno al mundo-, no era algo honesto ni justo. Que en verdad, Pavese comprendió que el vicio de la literatura, esa maldición, el rezo de Flaubert encerrado en su mansión burguesa en medio de la campiña, ya no podía subsistir aquí, en las ciudades vertiginosas del siglo XX, y sin embargo, resulta heroico pensar que su suicidio fue ese grito desgarrado que los escritores durante siglos profirieron en medio del silencio, el dolor y la barbarie, que realmente Flaubert fue un islote de esperanza, un hálito de optimismo de la lucidez en esa larga historia de derrotas y soledad. Que Pavese murió por esto, por esa descripcion silenciosa y profunda de las falsificaciones y los artificios de la vida, por esta construcción del verbo y su espejo de ficción, por esa apropiación del lenguaje para un fin individual y a su vez para una expresión común que lograra rescatar las palabras de la tribu, lo sagrado del texto que Flaubert logró fijar como imagen y mística, como sacerdocio o justificación en sí mismo.

Escribir no es sólo un oficio, he pensado. Vivir, como diría Pavese, tal vez sí. Escribir no. Escribir es otra cosa, aunque Michon imaginara a Flaubert disfrutando del Sena, del viento agitando los árboles en los hermosos jardines de París, de las mujeres hermosas de las que gozó, del paisaje de la campiña civilizada, del desenfreno de la lectura y el vértigo sensual de la escritura, en esa especie de akelarre literario tan lleno de vida, necesario para alcanzar la imagen divina de esa libertad de crear, ese anhelo que he sentido tantas veces cuando esa barrera de realidad hace que escribir sea a veces imposible, que dedicarle tiempo a la escritura en medio de la supervivencia sea una cábala insostenible en el mundo contemporáneo, que sobrevivir para un escritor parezca en este presente una soberana renuncia, pero no termino de creerlo.

La escritura que amo siempre nace de un conflicto profundo de lo humano.

Y aunque siempre nos quede Flaubert, las cartografías de la literatura no encuentran ahora los iconos del futuro. Y no concibo esa incapacidad como una culpa tan sólo, sino como un destino colectivo, como ese malestar que alcanzo a Cesare Pavese en esa habitación del Hotel Roma de Turin, en el verano lejano de 1951.

MORTA

Al despertar al mediodía, con los gritos de los niños correteando por el jardín y la piscina, el calor sofocante, bochornoso, del mes de agosto a pocos kilómetros de la costa mediterránea, empapado en sudor sobre el catre pequeño, siento esa soledad terrible, esa ausencia que nada puede consolar. Y en ese instante comprendo que algo ha cambiado. No de una forma brusca y abrupta, un sueño o una pesadilla de esas que nos dejan en un lugar de la consciencia distinto de golpe y porrazo, aunque sea tan sólo en los minutos que preceden al despertar pleno, a la salida completa de lo onírico, sino más bien como un proceso largo y lento que cobra por fin su dirección justo en ese día, el mismo, sesenta y tres años después de que Pavese se suicidara.

Como si quisiera alcanzar la consciencia de estar vivo, paso la mano por mi vientre, por el pecho, por mis piernas, por el sexo. Quiero que mi propio tacto reconozca mi cuerpo. Intento buscar mi reflejo en el espejo al incorporarme para sorprenderme de la cara enrojecida por el calor y el sueño, abotargado y lento. Es mi cara, mis ojos, mis piernas, mis brazos. Necesito esa tangencia vital que el desgraciado Baudelaire nunca tuvo. Es la desnudez que de repente asoma de entre la sábanas humedecidas por el sudor y el olor de los alcoholes ingeridos la noche anterior que se evaporan, en una sala ligeramente oscurecida por las persianas medio bajadas, por la puerta entornada. Los gritos de los pequeños continúan flotando en el aire. Pero lo real es mi figura reflejada en el espejo ovalado y amplio, un espejo de esos antiguos de pie de madera y cuerpo entero, de una pieza, aptos para contener a un ser humano por completo igual que en un probador de una tienda de ropa. Estoy sentado al borde de la cama. Cualquier pliegue de carne o imperfección de la piel revelan mi propia esencia. Es mi cuerpo lo que emana realidad, tangencia, carnalidad. De alguna forma emana también la totalidad de sus esencias. Estoy vivo porque muevo la mano, porque pestañeo o respiro, porque esa desnudez funciona. Mi mente no puede separarse de ese bienestar que experimento a pesar del ligero dolor de cabeza que la resaca ha abandonado al despertarme. Eso no es una prueba de nada a simple vista, de haber descubierto nada, tampoco de la excelencia de aquello que he escrito o de lo que podré escribir, pero sin duda el empuje de toda esa representación sin vanidad, sólo una constancia consciente de la propia identidad física, esa desnudez que no necesita de adornos, de artificios o disfraces, es el hombre sin máscaras. Las máscaras son para la literatura, intentes construirlas al estilo de Flaubert o lo hagas a la manera de Pavese. No quiero continuar en esa mentira a pesar de su armonía aparente, sino destruir cualquier cosa que sea una falsedad o un artificio ajeno. La conciencia de que el único lugar donde esa extraña omnipotencia que el hombre cree albergar en sí mismo algunas veces, esa ilusión de divinidad absurda y tan frecuente, es en la literatura, en la creación, algo positivo si se limita y se disecciona, si contemplamos ese anhelo de trascendencia con sentido del humor o con rigor, pudiera ser, y para afrontarla con garantías, o al menos con alguna posibilidad de que sirva, debe ser con ese cuerpo desnudo, frágil y bronceado reflejado en el espejo, con ese cuerpo que lleva a sus espaldas el tiempo vivido, sus muescas y deterioros, su edad acumulada, y que se levanta ahora de la cama y comprueba que cualquier órgano o miembro, o músculo, responde al incentivo del cerebro, a los actos inconscientes que no se eligen y a los conscientes que se deciden.

Busco un canto que dure, una posibilidad de que la belleza de una prosa o un verso, que la máscara de la ficción que sí deseo empuje la existencia. Falta el texto. Ese texto será El hada de la bestias.

Y sólo resta la razón de esa mística, o su significado, o esa especie de esencia que la inteligencia creadora de la literatura necesita arrancar de las cosas y los hechos. Para Baudelaire, el horizonte era captar precisamente esa esencia inmóvil y perpetuar lo que le unía a las cosas, su perfume esporádico, fugaz, necesario. Su vida fue eso, una especie de exaltación de un ser previsto y nunca llegado, y una recreación de aquellas esencias del pasado mitificadas o atrapadas precisamente en su capacidad de dibujar con el lenguaje una realidad nueva y esencial, sin que ese concepto tuviera referencia alguna al futuro. El miedo de Baudelaire, su tenaz inmovilidad, su absoluto desprecio por el futuro, era una expresión exagerada de la mística de la literatura, de la poesía, por la cual cada pensamiento, idea o reflexión, esboza una simbología y un concepto divino, concentrado, inmóvil, por encima de su desarrollo, negándolo incluso, como si todo lo que existe ya fuera, ya hubiese sido, y no tuviese interés en su evolución. La verdadera creación de Flaubert, tal vez incluso por encima de sus perdurables mitos literarios, de Madame Bovary o La educación sentimental, Salambó, o Las tentaciones de San Antonio, fue convertir esa figura gimiente, destruida, patosa para la vida, ese tópico con motivo del desdén por la realidad y las penurias morales y económicas de Baudelaire, en una dignidad, en una máscara llena de matices sólidos y justificables, potenciales, vitales. Flaubert nos regala la mística necesaria para resistir y justificar la pasión por las grafías y la sintaxis. Su dignidad es un reto y un llamamiento a un ejercito de escribientes que construyen una tendencia, una guía posible, un camino con cientos de ramificaciones.

A Pavese no le bastó, tal vez porque, como le sucedió a Baudelaire, no logro conectar esas esencias aprehendidas de la literatura con el devenir de la vida, como si una inmensa nostalgia, una tristeza arracimada en torno al espíritu, insistiera en que el pasado ya estaba escrito como el futuro, y las posibles simbologías y motivos que guarecían el significado de las cosas, no fueran alcanzables, resultaran como fantasmas, pura espiritualidad sin contacto con la tangencia necesaria de la existencia. Algo así como hacer el amor con un cuerpo sin tocarlo. Como le sucedía a Baudelaire. Pavese no alcanzó a penetrar el sexo femenino. Baudelaire tampoco. La máscara de Flaubert sí.

La esencia era posible de apurarse en cierta medida, y ser una motivación física, tangible, posible. Uno imagina a Flaubert abriendo las piernas de una amante para lamer extasiado la vulva y admirar el sexo que le dio la vida, que lo mantiene después con vida. A Baudelaire lo vemos espantado y asustado ante los flujos y humedades vaginales, ante el olor intenso de la sexualidad, familiar desde el nacimiento. A Pavese, su propia impotencia vital provoca su tristeza, su insoportable melancolía, su dolor.

Lo que habría que preguntarse es si Flaubert y sus itinerarios iniciados, esa máscara del escritor y esa justificación hermosa e intensa del monje que junta y escribe palabras, que vive y no cesa de vivir, podrá sostenerse.

Cuando esa madrugada del 27 de agosto me dispongo a terminar de una vez Una historia de la literatura creo haber comprendido por un breve instante el secreto, la razón de esa escritura. Es obligatorio sostener cierta mística para alcanzar el presente y el futuro. Aunque hubiese podido tener dudas antes, de alguna forma, le debo mucho a Baudelaire y a Pavese, y la verdad, siempre tuve mucha, muchísima confianza en el rostro de cara de palo de las imágenes, en la expresión solemne de ese burlón inteligente y lúcido que fue Flaubert. Y por si las moscas, siempre nos quedará Madame Bovary, la receta de los santos, la expresión de la seriedad y la capacidad de unir esa sabidura misteriosa y a veces fantasmagórica de la literatura con el amargo e intenso presente de la existencia.

Se trata de rescatar esencias y hacerlas comprensibles para el tiempo.

De dar vida a lo que son sólo palabras.

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Genealogía de la literatura III- Amor- (San Juan de la Cruz)-El templario y la mujer del río

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También puede ser una simple necesidad, sin más. Pero no una necesidad esencial, sino un modo de empleo, un uso que nos reporta una pequeña plenitud, un alivio, un sentido ligero.

“Cuando latió ese ímpetu de la sangre, fue desmedido, llama del amor viva en esa ternura de herir tu alma en su más profundo centro; cuando ya no eras esquiva rompí esa tela dulce de la seda perfumada; la mano blanda y el toque delicado, la lámpara de fuego en la caverna del origen, oscura y ciega hasta llegar de repente a esa luz; cuando la luz, esa textura de la divinidad abierta, ese calor, el refugio y el seno de fulgor; cuando el secreto de morar en esa sabrosa humedad de cristal, allí quedo quieto, allí sigo vivo”.

El manuscrito se halló en el convento Carmelita de Medina. Se lo debo a una herencia inesperada. Santa Lucía San Martín Viera lo vio como una devoción a Dios, como los versos de una humilde entrega a Dios. Las líneas fueron arracimadas en el centro de la hoja. La letra rugosa, apagada por los siglos guarecida allí.

La responsable del museo me guiña un ojo casi cuatrocientos años después de que Santa Lucía transcribiera esas frases del caballero templario Fabien de Guillaunne.

En 1628 una mujer de estatura diminuta y cuerpo ágil recorrió durante diez años los restos de los castillos, ermitas y abadías de los Templarios que tres siglos atrás quedaron destruidos y disgregados por la persecución interminable de la Iglesia Católica. En el Archivo Real de Bibliotecas, elaborado casi doscientos años más tarde por Don Juan Encina Rodriguez de Pereda, quedará registrado en un solo volumen algún dato de ese itinerario: Archivo general de la historia del dance. Santa Lucía hallará en su tiempo permisos y miedo, cambiará el título de sus pesquisas y mezclará lo hallado con otra tradición para que no se sepa de su verdadera intención; reunirá dinero para viajar disimulando su secreto fin, y recorrerá esas poblaciones enfundada en su hábito sin dejar de preguntar por el destino de los bienes saqueados, de los tesoros arrancados a los Templarios, y en su apogeo, destruirá ese libro, del que sólo dejará en pie algunos versos como ese transcrito sin saber la razón.

A veces la vida puede ser el empeño de un párrafo y unos versos.

A la directora del museo, que amablemente toma un café conmigo en una agradable cafetería acristalada junto al edificio principal, le fascina esa historia. Me cuenta que nunca tuvo excesiva vocación de historiadora, de ratón de biblioteca, pero que durante años buscó algo más sobre Santa Lucía y ese misterioso libro mencionado en un manuscrito con distancia, con pudor, tal vez con cierta fascinación. Lo hará de pasada, como si supiera de él demasiado y fuera peligroso en exceso para la época. Pero Santa Lucía dejará escrito ese título y el nombre de Fabien de Guillaunne, Caballero Templario. Del sagrado amor que nos acerca a Dios. Tratado general del amor sublime y sus principales enseñanzas.

Ella me seduce en ese intervalo soleado en el patio del museo. Lo hace de dos formas distintas. En un principio me mira con sus grandes ojos verdes y susurra un saber que yo desconozco con cierta erudición excesiva de la que comprende estoy interesado. Dice que el cuerpo fue tabú para el catolicismo medieval, y que esas prohibiciones llegarán hasta nuestros días. Habla de cuerpo y carnalidad, de cópula y éxtasis, y me provoca un estremecimiento. La segunda seducción es inconsciente, sin dirección verdadera ni finalidad precisa. Un hálito de esa posible lectura imaginada en común .

Un caballero templario al final de sus días, en una Abadía alzada sobre un risco montañoso en una sierra fría a gran altitud sobre el nivel del mar. Lo verá en invierno. Mirará esa soledad de un puñado de viejos caballeros incapaces de regresar a sus vidas antiguas, compartiendo espacio en una ruinosa construcción cubierta de nieve. Escribir junto a una vela encendida de noche a veces.

mano que escribe

La directora del museo sabe que me está regalando una historia y un sentido.

Fabien de Guillaunne desparecerá de la faz de la tierra unos diez años después de escribir ese tratado y ese párrafo rescatado por Santa Lucía San Martín Viera. Santa Lucía, siglos después, querrá verlo como a un hombre espiritual, un templario de una pieza, pero sentirá curiosidad por sus propios tormentos espirituales. Un estremecimiento le recorrerá la espina dorsal, palpitará algo en su interior, algo que quema, una saciedad que se busca incluso para una monja acostumbrada a la austeridad, la soledad y el recogimiento. Querrá saber en qué consiste ese ardor que en ocasiones ha sentido enrojeciendo las mejillas, humedeciendo ese secreto resguardado de todo bajo los ropajes. Habrá conocido sin duda a San Juan de Yepes, eso se sabe. Tal vez incluso habrá leído esos versos que tan bien recuerdo. El viejo Templario será una especie de horizonte impreciso. Querrá saber algo, como ella, la directora del museo, como Santa Lucía, como yo mismo. Algo de esa sagrada unión del espíritu a través de la carne. De esa llama de amor viva, de la herida inflamada que anhela la saciedad.

Nadie le dirá a Fabien que escriba sobre lo que ha aprendido. Eso me reafirma en ciertas ideas. Fabien no sabe nada de la inmortalidad ni del autor. No tiene ninguna idea preconcebida. Será Dios o él mismo -en ocasiones creerá en ese diablo que insufla a su mente lo que el cuerpo cumplió y ya no puede cumplir- quien halle ese camino de la escritura sin saber porqué, ese origen del que nadie sabrá con exactitud. Pero recibirá esa imagen, como la furiosa coronación de venas y piel le habrá ofrecido muchos años atrás el atisbo de divinidad que jamás encontró en la guerra, aunque fuese a causa de una divinidad contra otra, aunque escriba también un tratado sobre las cruzadas y las heridas más frecuentes de los soldados en la batalla y sus razones de mortalidad o de supervivencia. Pero en esa corola henchida de sangre, y en la profundidad de la unión y sus ardientes embestidas perdidas, encontrará un sentido para escribir de otra forma, para acercarse a Dios tal vez, a la divinidad.

¿Acaso San Juan no lo verá? ¿No lo contará cuatrocientos años después de esa manera, como si terminara de sumirse en un éxtasis de sedosa carne rosada y en la expulsión creadora?

La escritura será actividad de vejez y de oración. Eso diré a la directora bajo ese sol cálido y sensual de la mañana.

Los autores no tenían identidad entonces. Para Guillaunne será una necesidad de la memoria y de la existencia. Un alambique que destila y revive, que le trae de algún modo esas antiguas emociones. Una explicación ante la inminencia de la muerte, de la desaparición, aunque crea en el otro mundo, en el cielo y sus cantos de sirena. Cree pero duda. Muchas muertes sangrientas a su espalda. Santa Lucía habrá escrito que se supo poco de Fabien de Guillaunne. Apenas que vivió dos Cruzadas y desapareció más de una década. Que fue hombre valiente, generoso y con fama de bondad. Que luego, sin saber cómo, tanto tiempo después, apareció con otros quince Templarios y se instaló en un castillo-abadía del Maestrazgo, ya viejo, herido, dolorido y roto. Que los Templarios creían en Dios, incluso en su sanguinario Dios de la guerra. En el Dios del amor se sumirá Guillaunne.

Nunca sabré si el sentido de su vida fue esa escritura final, es decir, si todo lo hizo y vivió para escribir en su celda a esa edad avanzada, para convertir la carne vivida en verbo, en trascendencia, y por eso no regresó jamás a sus tierras del interior, a la familia, para quedarse allí con sus viejos compañeros de armas y fe; o si la escritura fue un accidente del tiempo, de toda una vida, algo añadido sin más como cualquiera de sus otras vivencias y hechos, sólo una recuento de la existencia consciente; o la invención de un verbo que se transformara en sagrada carne.

Tampoco sé si Santa Lucía inventó esos afanes para el Templario, si fue verdad que halló entre las ruinas de una muralla y una torre tantos siglos después ese manuscrito. Si de los estremecimientos sensuales de esa lectura, la descripción de esos hombres de fe y de guerra, se despertó en ella algo inesperado o incluso desconocido para que del Verbo surgiera la sangre. Pero podría ser otra cosa: un rezo aliviador. Y acaso en verdad quiso dotar a su estremecimiento divino y turbador de una historia, de una ficción, en el mismo sentido que le empujó a recopilar las historias del Dance en un archivo general y recorrer de cabo a rabo los principales templos de los Caballeros tanto en España como en el Sur de Francia, aunque el Dance fuera una tradición de una zona muy concreta de Aragón. Entonces ¿por qué los Templarios y sus ruinas y restos? ¿Y si en verdad fuese una necesidad por un motivo concreto, una intuición, unas sensaciones imperiosas, una anhelada saciedad que la obligó a inventar mediante palabras?

MR0115No lo sabemos porque ni Santa Lucía ni Fabien Guillaune pensaban del mismo modo que nosotros el hecho de escribir. O quizá sí. Y lo cierto es que la Directora del Museo habla de la historia más vívida de todas las contadas en esas representaciones poéticas de los pueblos. Caigo en esos labios que susurran en voz baja, sensuales, los pormenores de esa historia. La vida juzgada de la mujer del río.

Dice la Directora que en el Dance todos los nombres son pronunciados, bien por el mote o los apellidos en caso de cierto abolengo o consideración social, y ese nombre, el de la mujer, no. Santa Lucía recordará ese suceso de un modo distinto a otros. Estoy tentado de decirle que eso no es más que una suposición, pero su premisa me agrada. Dice que el motivo de su recorrido por los antiguos refugios templarios no será por el Dance. O que tal vez sí, pero única y exclusivamente por esa historia que la habrá estremecido al oírla en alguna representación del vulgo o en un libro prohibido. La curiosidad de ese relato de la mujer del río será la razón de justificar mediante la recopilación de una antigua e inocente tradición su propia turbación. De inventarse un Archivo General y una necesidad de recorrer las ruinas de los templos Templarios. Por esa historia que incluso puede que inventase o agrandara ante otra mucho más insignificante que la aparecida en su recopilatorio capaz de sugerir por completo esa trama.

-Algo despertó en su interior que la llevó a inventarse un disimulado plan de búsqueda. En aquella España del siglo XVII tenía que ser difícil hallar textos de ese tipo, y creyó que la excomulgación de los Templarios y su demonización posterior debía esconder un secreto relacionado con la aventura de la mujer del río y el Templario que escribió ese libro relatada en un antiguo dance. Tal vez fuera una especie de superstición tan sólo.

Al final Santa Lucía sabrá que para esa mujer y también para el Templario existirán dos clases de personas: los que alguna vez llegaron a conocer ese amor del que los dos escriben, cada cual con su experiencia o su intuición, y los que jamás lo encontraron ni lo encontrarán. Santa Lucía creerá que ese ardor, ese amor incomprensible para su existencia, físico, de cambios de temperatura y sutiles roces reprimidos al instante por el rezo y la súplica, o incluso apretando el cinturón del hábito y estrujando la carne, cortando la respiración sin dejar de orar en voz alta, esos delirios posteriores y esa quemazón desconocida, las mejillas sonrosadas y el tic reiterativo de morderse levemente el labio, es Dios. Lo mismo que pensó San Juan de la Cruz, y tal vez así sea, a estás alturas ya no lo sé. Y eso es lo que le digo a la directora del museo, mientras apura su cerveza fría y coquetea con la idea de esa sexualidad sagrada hablando de otros.

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Y después el Templario dirá que tal vez haya que escribir algo sobre ese amor o esa pasión, acerca de esa especial perseverancia que significa el único objeto posible de la vida. Dirá que esa luz podrá ser otra cosa, pero nunca algo como lo que él vivió. Pero en él no descubro que consistencia sostiene el acto de escribir todavía. Tampoco del todo en ella, en Santa Lucía, al rescatar esa historia.

Una mujer que habita un río socorre a un peregrino hambriento y sediento, herido en la espalda y con los pies despellejados de andar descalzo. Ese hombre se recupera y permanece en su casa. La mujer del río y el peregrino se aman con los cuerpos y el alma. Nace una luz que construye un refugio en medio del bosque, tal vez en medio de toda la tierra. Viven esa luz que nace de la unión de un hombre y una mujer, allí, solos. Se puede imaginar cómo hacen el amor una y otra vez durante todo ese tiempo. La mujer del río siente esa saciedad que la une a la naturaleza y a la belleza de cuanto le rodea. El hombre adquiere la sumisión a la hembra diosa y se arrodilla ante ella cada noche para agradecerle la santidad de la cópula. Gozan y los niños del pueblo a veces los espían en esa desnudez entrelazada. El rumor se extiende y hay amenazas. El hombre no posee la fortaleza de la Diosa y teme porque otras veces ha tenido razones por las que temer, ha sentido la muerte muy cerca. Teme también la muerte de ella, esa vida que acaricia con las manos, que contempla amanecer tras amanecer, y sufre. Un buen día desaparece y ella se despierta con el frescor del alba, y al buscar su cuerpo amado y deseado el hombre ya no está. Lo busca por todo el pueblo, por los bosques de la contornada y las masías. Ella clama a Dios como una demente todas las noches para que le devuelva a su hombre, llamándolo por caminos y abruptos acantilados, elevada sobre riscos o sumida en la frondosa protección del bosque. De él no sabe identidad ni nombre verdadero, sólo que es el tercer hijo de una familia noble. Dirá que para el amor sólo bastan los ojos, las manos, el corazón y el cuerpo. Que no hacía falta en esa luz conocer otra cosa. No podrá soportarlo y otro día de verano terminal, tres meses después de que el hombre haya partido, ella saldrá a buscarlo y su destino final nunca se conocerá.

El Templario inventa un sentido que me es familiar, algo que me corresponde, y al descubrir eso, siento una enorme cercanía. Habrá descubierto esa gracia incomprensible, ese aliento que lo empuja a la vigilia junto al candil y el ventanal enrejado. Esa felicidad de él allí, envuelto en la manta. La habitación caldeada por el brasero y la luz de la vela. El silencio absoluto que le hará cerrar los ojos y ver ese amor, esa luz, una vez más. Y la palabra destino no sé con exactitud qué significa a estas alturas. No sé si es la razón esencial de la escritura. La palabra destino se acerca a algo amable al menos. Fabien de Guillaunne está instaurando algo de su dos perseverancias constantes, complementarias, por qué no, pero distantes en el tiempo, jamás encontradas en un instante presente. O tal vez me equivoque, y en la felicidad quiso escribir, o algo similar, y en la vejez no entendió otro mecanismo posible para que todo continuase. La vida y la sinuosa felicidad de ese cuerpo, la textura y el sabor, la variación y el olor impregnado en su alma, la felicidad del amor, esa luz. Y luego la oración por haber alcanzado eso que en el fondo revela todo. Y la oración será la escritura. En él lo sé. La oración será la escritura de la vejez y el desamparo, la justificación del tiempo transcurrido. Y siempre será una oración con palabras. Incluso con palabras antiguas.

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La directora apura medio vaso de un trago y yo admiro sin saber la razón exacta esa sed. Me hace pensar sin remedio en su posible deseo y el modo de saciarlo; no un deseo sexual tan sólo, sino en un deseo general dispuesto a apurar la vida. La imagino de repente en sus conferencias o trabajando en su despacho. Intento comprender en qué consiste la vida de una directora de museo, guapa y elegante, con aire juvenil y desenfadado, con una erudición deslumbrante. El tiempo ha modificado muchos roles y todavía no logro atisbar el contenido de la existencia que me rodea por completo.

-El Templario morirá según las crónicas del archivo con setenta y un años. Es una edad muy avanzada para la época, y mucho más para la dura existencia de un Templario…

A esas alturas del invierno la vida será dura en el Maestrazgo, pienso en silencio. De un modo insistente, sin alivio para Fabien, los huesos crujirán a menudo y los dolores musculares, las viejas heridas, los golpes recibidos, las noches acumuladas a la intemperie o los días eternos sobre el caballo acercándose a tierras infieles, habrán dejado un poso de perpetuo malestar, achaques insalvables y una secreta resistencia al dolor. Seguro que a esa edad no podrá levantar su pesada espada de batalla, forjada casi cuarenta años atrás por su padre antes de emprender la primera Cruzada. El Templario temblará por las mañanas nada más despertarse y le costará alzarse del catre a causa de los infinitos dolores. No estará enfermo, solo acumulará las heridas del tiempo y el desgaste en su esqueleto y sus músculos. No va a escribir sobre el amor, no sabe que eso sea un tema en sí mismo; intuye una gracia, una delicada gracia que le llega del cautiverio presunto, el que lo alejó de la cristiandad durante una década y rompió cualquier motivación para la guerra. Creerán que fue liberado por comerciantes que pagaron su rescate, o quizá por un contingente cristiano que abriría brecha en alguna ciudad del norte de África. Escribirá una carta antes de subirse al barco que lo conducirá hasta el puerto de Génova. Contará que está vivo y a salvo, que vuelve de regreso, pero no volverá. Romperá con cualquier lazo familiar, cualquier posesión o afecto antiguo. Su vida ya es otra. Tendrá un nombre en los labios: Shelide. Y el nombre no lo escribirá durante mucho tiempo, sólo lo pronunciará con la boca húmeda y el cuerpo estremecido. Sabrá por entonces de la higiene, de la formación de los jardines árabes, de los exquisitos manjares de la comida infiel, de la importancia de los perfumes y los aceites en el amor. Tendrá en la cabeza un ritual rico y complejo. En cierto modo le dirá a su viejo amigo el templario Guillermo de Navas que esos rituales le ayudarán a medir el tiempo, a resistir a la decadencia con su recuerdo. Habrá sobrevivido al fango y a la sangre. A la destrucción de hombres y tierras, de casas y ejércitos. Habrá perdido tantas batallas como las habrá ganado. Lo que ha visto no es nada en comparación con lo que sucederá después. Aún faltará la muerte, pero siente que tiene tiempo, que aún está lejos.

Le costará al Templario escribir ese nombre años: Shelide. Se lo quiero decir a la directora del museo mientras decide enseñarme el ala principal del centro cultural, donde se hayan los manuscritos antiguos. Quiere explicarme esta mujer decidida, valiente y culta, el origen de cada uno de esos libros. También la breve anotación hallada en el Archivo de Novoa. El libro existió, de eso no le cabe ninguna duda. La mujer me dice que daría lo que fuera por encontrar completo el manuscrito de Fabien de Guilleunne y poder hojearlo. Piensa que alguna copia debería existir en algún lugar, en alguna biblioteca no localizada, tal vez en una casa solariega, al fresco del sótano o a cobijo en un altillo destinado a los libros viejos y olvidados.

El Templario escribirá por fin el nombre de la mujer árabe que lo acogerá durante diez años. Una mujer libre por circunstancias azarosas y un templario prisionero. Y en su muerte desconocida que uno intuye será de vejez, el Templario dolorido y roto no se levantará de la cama, y en los maitines alguien irá a buscarlo para hallar su frialdad cadavérica y una sonrisa en la que estará esa mujer que le enseñó todo. Y ese texto sobre el amor sagrado y sublime será el punto de partida de Santa Lucía. Lo afirmo y ella ríe, porque sabe que ninguno de los dos podemos saberlo. Pero aún así lo digo. Santa Lucía se deleitará con todo eso que aprendió de la vida el Templario, lo que vivió con la mujer árabe, lo sentirá; también todo lo que el Templario le enseñó a su amante; y al tiempo se pensará en su lugar, y comprenderá a su vez a la mujer del río saliendo en una búsqueda desesperada y fanática del hombre al que ama. Será esa desnudez del Templario y la mujer árabe. Será la historia de la mujer del río. Y San Juan de Yepes tendrá en otro momento ese mismo libro en sus manos, el pergamino rugoso y ennegrecido, ilegible en algunas partes. También San Juan de la Cruz sumido en ese asomo de divinidad aprehendida por el Templario.

La directora esboza una sonrisa irónica desde su púlpito de tablillas e incunables. Intuye de qué hablo. Entonces comprendo que está con nosotros, que sabe lo que quiero decir. Cómo funciona esta imaginación que rueda en el aire como un soplo fresco y luminoso, que diseña lo que puede ser y lo que tal vez nunca sea.

Y ella dirá que hay otro nombre. Quizá la razón de que Santa Lucía escriba de verdad. El Templario lo sabrá en un largo invierno de nevadas y frecuentes tormentas. Santa Lucía no explicará la razón, pero será ella misma quien la invente. La directora cree con seguridad que no hay ningún antepasado o historia conocida y cercana que le sirva de modelo. En ese instante lo dice. La fascinación por el manuscrito del Templario Fabien de Guilleaunne será su propia fascinación de juventud.

-La clave para mí era el Archivo de Novoa, su veracidad, su existencia probada. Encontré una copia digitalizada en internet de ciertas partes del índice. El profesor Sanchez Alejo, catedrático de literatura medieval, había colgado en el año 2008 el Archivo Novoa casi al completo, luego lo retiró. Viajé a Granada en cuatro ocasiones el año pasado para entrevistarme con él. Un hombre amable, tal vez algo distante, pero me ayudó…

Pienso en los motivos que la empujan a contarme esta historia lejana. Lo pienso sin que haga falta una respuesta. Del Archivo de Santa Lucía quedarán un puñado de páginas copiadas por Fray Ernesto de Calenda. Del libro de Fabien de Guilleunne apenas rastro a no ser en la recopilación de Santa Lucía, y según los comentarios de la religiosa a su vez en algún poema de San Juan de Yepes. Ella sonríe y dice que no pudieron ser amantes Santa Lucía y San Juan, como si adivinara esa idea que en verdad me ha surgido. San Juan de Yepes no tuvo jamás en su mano pergamino alguno del manuscrito de Fabien de Guillaunne, sino que oyó en el mismo dormitorio que Santa Lucía la historia del templario y la mujer del río que ella introdujo como una historia más del Archivo del Dance. Le reconozco su habilidad para desentrañar mis pensamientos y se ríe. Y entonces le cuento lo que me ha sobrevenido al mencionar a Santa Lucía y a San Juan de Yepes. Los he imaginado en el antiguo monasterio de Mérida. Le invito a que imagine a San Juan de la Cruz que llega de madrugada y solicita cobijo. Según la versión que continúa la directora, San Juan no tiene ni idea de la existencia del texto de Fabien. Será ella, tal vez unas noches después de su llegada, quien le contará la historia y le recitará algunos párrafos de los que escribió el Templario. Aunque le comento que tal vez esté equivocada y ambos leyeron el manuscrito de Fabien de Guillaune y por eso se van a encontrar. Ella me responde que ese es argumento de escritor, pensar que es el texto lo que inicia la acción, aquello que empuja al amor carnal imaginado entre Santa Lucía y San Juan. Ella se adelanta a mi historia de nuevo, y da por hecho que mi invención está guiada por la sensualidad literaria de pensar en dos escritores que se han leído uno al otro, o se han inspirado o les ha impresionando lo escrito por el otro. Y además están poseídos por esos éxtasis intermitentes, por ese recogimiento sólido y ascético. Una monja de unos cuarenta años que sabe del talento y la pasión del poeta, delgada y menuda. Un hombre escuálido y arrebatado, dotado de una enorme fuerza interior.

-El lenguaje les pertenece -afirmo-, y el lugar de ese lenguaje es sensual, profundo, alcanza una posibilidad de trascendencia.

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-Santa Lucía entró en el convento de Santa Catalina al inicio de la primavera de 1626. Eso lo sabía Sánchez Alejo. Había visto un registro de la época con su nombre verdadero y la fecha de adscripción a las distintas órdenes religiosas a las que perteneció. Haciendo caso a la partida de nacimiento con las preocupaciones que suponen las actas de la época, debía tener treinta años cuando entró por primera vez en un convento, en las Carmelitas Descalzas de Santa Teresa. Santa Lucía leyó textos de Santa Teresa en su juventud, por eso eligió las Carmelitas. Una mujer que había vivido tres décadas antes de hacerse monja en la época era toda una vida. Le pregunté el porqué de ese encierro tan tardío para una religiosa a Sánchez Alejo pero se encogió de hombros. Razones de miseria inesperada tal vez, dijo; o de orfandad, o quizá de vergüenza pública….

Fabien de Guillaunne, dedicará su obra a una mujer llamada Doña Encarnación de Vera LLoris. Esa es la mención que hace Santa Lucía en su pequeña introducción. La directora del museo frunce el ceño y me pregunta como sé eso. No podré decírselo de repente, intento jugar como ella conmigo. El nombre me sobreviene y lo pronunció sin más, nítido y fresco. Y le digo que una misteriosa mujer llega a ese monasterio templario unos tres años antes de que Fabien comience a escribir Del Sagrado amor que nos acerca a Dios. Vuelve a preguntarme curiosa pero continúo mi historia. Le cuento que el viejo Templario escribirá ese nombre, sin más alusión, en una hoja apergaminada. Que temblará al hacerlo, pero sabrá que salvo Cristóbal Melliéres y Argón, nadie en ese encierro sabe leer. Y uno imagina la dificultad no sólo de escribir ese nombre y lo que vendrá a continuación, sino de inventar incluso el hecho de escribir. El mundo posee una oscuridad incierta en ese invierno. Si existe algo parecido a un libro, Fabien de Guilluanne no lo sabe. Tiene que crear de la nada ese sagrado vínculo con el lenguaje. De la nada en verdad.

-Escribió ese nombre y recordó a esa mujer… -continúo-.

Esa mujer llegará buscando a su amor tres años antes. Fabien sabrá que será el aprendizaje final que le conducirá al libro, el recorrido que lo llevará junto a Shelide a emprender ese esfuerzo, esa rebelión personal. El sentido está allí, en ella y en esa escritura que tiene que inventar, que no posee lectores ni aspira a ellos, que desaparecerá seguro, y aún así, en esa desesperanza, lo hará. Le cuento entonces que la fascinación de Santa Lucía cuatro siglos más tarde, y la de San Juan, vienen de esa mujer, o incluso de la mujer infiel de la que nunca sabrán. La directora del museo se ríe a carcajadas. Duda de lo que le estoy contando, pero no me importa. La historia está aquí, ha llegado a mí. Le digo que busque, que lo haga. Encontrará ese nombre y esa respuesta.

Afirmo indirectamente que el manuscrito de Fabien de Guilleunne existió.

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El 26 de septiembre del año 1292, a las seis y cuarto de una oscura y lluviosa mañana, el sacristán Álvarez Mena, plebeyo y sirviente del templo, se alzará de la cama asustado y confuso, se vestirá la pieza de fieltro y lana, la saya gruesa y rugosa, se calzará los pies embutidos en telas sobre las sandalias cubiertas, se echará a temblar mientras se persigne, descenderá los escalones del primer piso y se detendrá en la entrada del monasterio para volver a escuchar los golpes en la puerta. Cuando abra la ventanilla del portalón, con sumo cuidado de no exponer el cuerpo a cualquier pendencia, asomándose con cuidado entre los barrotes de hierro y tratando de que la voz sea firme y segura, al preguntar quién anda a esas horas de la madrugada por la montaña oirá una voz de mujer que pide misericordia y cobijo temporal. Pensará que aquello no puede ser, que tal vez haya gato encerrado y sea una trampa. Dudará unos segundos cuando la mujer le diga que hace mucho frío. Regresará al ala de dormitorios y pensará en el caballero Templario que le de mayor confianza, en el más fuerte, o en ese que, por la cercanía que pueda haber entre ellos o bien por considerarlo quizá más valiente o más hábil con la espada ante un posible ataque, considera el más conveniente para esa misión. Será Don Fernando Guillén quién reciba la visita inesperada. Don Fernando, que duerme muy poco desde hace años y tiene ojeras profundas y una expresión triste en el rostro, estará dispuesto en unos minutos. El sacristán dirá que es una mujer. Que hay una mujer allá abajo aporreando la puerta y pidiendo ayuda, y Don Fernando se cubrirá con la manta y bajará junto al sacristán. Oirá la voz de mujer. Se asomará después a la sala inferior de la torre y no verá nada extraño salvo a la mujer cubierta de arriba abajo por una túnica raída. Sabrá que es hembra por la voz y el tamaño del cuerpo. Dirá al sacristán que prepare el fuego y algo de comer, y correrá con dificultad el enorme pestillo de la puerta, todavía inseguro ante la idea de que la presencia inesperada sea un ardid. No vera otra cosa al principio que una mejilla femenina medio cubierta por la capucha marrón. No la verá, pero sentirá que es una mujer que se adentra en un monasterio templario olvidado de la mano de Dios.

Me muestra el manuscrito con cierta solemnidad. La miro de reojo, su perfil aniñado, la nariz pequeña, los labios gruesos. Una edad indefinida pero todavía sensual, de piel viva. Algunos papeles envejecidos, como ahumados, protegidos por una cristalera. Parte de la obra de Santa Lucía ante sus ojos.

-En ese pequeño volumen de allá, en la esquina, está la historia incompleta de Fabien de Guillaunne y la misteriosa mujer. También las alusiones al libro Del sagrado amor que nos acerca a Dios. He leído esas palabras mil veces… no son para tanto…

Y entonces pienso que tal vez le falte esa imaginación que a mí me sobra, y que si leyera esas palabras, por breves y sutiles que fueran, por indirectas y enrevesadas que fuesen las menciones, vería esa historia como la veo. Existe una intuición extraña en los escritores que se asemeja a la verdad en ocasiones en la armonía de la narración y la escritura. Algo inexplicable que me lleva a admirar ese pequeño texto y a no tener en cuenta el comentario de la directora del Museo.

Veré a la mujer congelada que posará las manos sobre el fuego, y al Templario Don Fernando y al sacristán observando su pelo mojado y enmarañado desde la mesa. Veré la escena posterior, la que sucederá apenas unos días después, cuando lave sumisa y agradecida los pies de todo los caballeros en el refectorio una noche fría de diciembre. Los rostros conmovidos de esos ancianos guerreros. Comprenderé porqué Fabien de Guillaunne. Por qué será él el elegido a pesar de que la encuentren y la vean todos desnuda un mes más tarde de su llegada, saliendo de la choza donde la cobijaron para meterse a seis grados bajo cero en el interior de la fuente del jardín. Fabien sabrá eso que ella sabe cuando poco después le cuente su historia. La razón de esa locura de introducirse en la pila de agua desnuda cuando afuera, en la sierra, se helaba la tierra. Comprenderá el sentido de aliviar con el hielo el ardor insoportable. Dirá que esa mujer se lanzó al monte, a una persecución infructuosa y terrible por culpa de un hombre asustado, de un amor huido, de una vida perdida. Ella hablará del amor de Dios del modo en que Fabien llegó a conocer ese sentimiento allá en tierras infieles. Entenderá lo que es la congoja de la mujer que habla de ser saciada de amor, del amor perdido. Que habla del dolor de la pérdida y del sinsentido de vivir sin esa figura masculina o divina de la que los otros templarios dudarán. Sabrá que no es importante que exista ese hombre que busca o que no exista, y con eso y su propia experiencia bastará para entenderla. El dolor del amor que desaparece repentinamente de la noche a la mañana. Como la directora del museo y yo comprenderemos cuatros siglos después el éxtasis de los poemas de San Juan o las pocas páginas rescatadas de Santa Lucía en las que se habla de la mujer del río y el Templario.

Es posible que Santa Lucía hubiese encontrado algo en ese monasterio medio derruido del Maestrazgo. Que hubiera elegido algo más de lo que escribió y sobrevivió hasta permanecer en ese museo. Si así fue, quizá pensará que una historia así tenía que vivirse para justificar una vida, pero para ella era demasiado tarde. De todas formas es posible que el encuentro con San Juan de Yepes en Mérida le ayudase a otorgar a esa historia una dimensión distinta capaz incluso de justificar su virginidad eterna.

-¿Y cómo sabes que fue virgen?

-Porque sino no hubiese entendido esa extraña pureza…

Fabien escribirá de esos días, del año y medio aproximado en el que la mujer del río se alojó allí hasta emprender otra vez la búsqueda del misterioso hombre desaparecido, pero lo hará mirando el antiguo esplendor que vivió con Shelide. Sentirá de nuevo el dolor desmesurado que sufrió la mañana de su partida, la sensación física de romperse en pedazos, de notar como el estómago se le desgarraba y que la única salida a ese insoportable infierno era la muerte. En cuanto fue consciente de que no volvería a verla ni a tocarla ni a tenerla entre sus brazos, la negrura lo destrozó, lo postró sobre la cubierta del barco, con las lágrimas cayéndole del rostro, la boca abierta y un grito sordo surgiendo de su garganta. Sus compañeros pensaron que se trataba de la emoción ante el regreso a España, pero era justo lo contrario. Shelide, su amor, su Sherezade, la mujer que amaba y veneraba, quien le había enseñado la plenitud de los rituales del amor y la sublime complejidad del placer, el éxtasis de dos cuerpos desnudos y entrelazados por la piel y el alma.

Ya viejo comprenderá que mirar el cuerpo desnudo de la mujer del río, abrasada de amor por ese hombre, será el acicate, el despertar de aquello que no se olvidó pero que tal vez nunca quiso ser contado. Revivirá la angustia de Shelide frente a su cuerpo en esa última noche, cuando ya saben que el barco partirá al amanecer, que aquella va a ser la última noche de amor juntos. A eso de las seis de la mañana detendrán el fragor del deseo incendiados, sudoroso y saciados. Se besarán entonces lento, mucho rato, abrazados. Y conforme el día claree a través de la ventana de la torre ella empezará a gemir y a llorar sin descanso. Le faltará el aire, no podrá hablar. Fabien tendrá que marcharse.

La historia de un cautiverio que se tornó paraíso en las inmediaciones de un jardín árabe con hermosas balaustradas y vistas al mar mediterráneo. Y la antigua culpa de la captura y el fracaso, la primera miseria del encierro en prisiones inhumanas en las que se hacinaban los cristianos vencidos, que luego adquirió por un azar, por una fortuna provisora y limpia, el remordimiento de la herejía ante la relación carnal, frente a la cópula y la sensualidad, y además con una infiel, hasta que eso se diluyó y alcanzó la luz de todas esas noches y días junto a Shelide, para sufrir en su regreso a la cristiandad años después la rotura del corazón, la fragmentación imposible de unir el alma anegada por la ausencia irreversible y completa, y será menos terrible esa renuncia ante las palabras de la otra mujer en ese monasterio veinte años después. La comprenderá. Tendrá ganas de regresar a ese jardín árabe y a ese dormitorio junto al mediterráneo. Se dirá después que ya está viejo y ajado, que su cuerpo, y probablemente el de Shelide, ya no podrán vivir jamás ese delirio. Se dará cuenta de que lo único que le queda es escribir.

Quizá escribiendo perderá el miedo agazapado durante décadas al describir como Shelide lava su cuerpo, como se despoja de los velos y muestra su belleza, o le acaricia sobre la cama sus músculos y cicatrices para anticipar el amor; saboreará ese goce como en ese tiempo transcurrido, despojándolo en la escritura de aquello sórdido y oscuro que lo llevó a acallar esa pasión, a esconder esa vida perdida. Rescatará frente al pergamino y la pluma lo sagrado de ese amor carnal que supo único y espléndido patrimonio de pocos, sólo de esa mujer misteriosa que primero le dijo que había en él algo que la conmovía y la asustaba. La misma que luego le amenazó con la muerte, con el tajo de la cimitarra y el encuentro con el cielo cristiano desnudando sus harapos y obligándole en una vergüenza desolada a meterse en la bañera de agua caliente delante de ella y de los dos guardias armados que custodiaban la salida de la habitación. Esa extrañeza de pensar que el cuerpo magullado y herido, endurecido y flaco de todas esas batallas y los eternos caminos a caballo, podía despertar algo en esa mujer. Escribiendo entenderá porque Shelide sintió esa atracción por el enemigo terrible frente al que morían los hombres de su reino, la razón de esa primera vez en la que recorrió con los dedos cada una de las cicatrices de su cuerpo limpio después de meses sin agua y sin apenas comida. Algo de la muerte y la sangre, algo de la dominación y la pasión por lo opuesto. Luego ella sobre la cama al llegar la primavera deseosa de ser adorada, sin guardias ni vigilancia, en la torre, en el secreto de la alcoba, sin entenderse en sus idiomas extraños, sólo interpretando los gestos, las muecas, las caricias de los cuerpos. Sabía que otros cristianos morían desnutridos y apaleados en agujeros infectos, que contraían enfermedades y eran asesinados sin piedad lejos de su tierra. Apuró esa supervivencia, su indefensión. Se hizo humilde sin que lo hubiese sido nunca porque estaba perdido. Porque también sintió esa fascinación que llegó destruir el odio acumulado de generación en generación contra ese Islam que amenazaba Europa y deseaba la muerte de los cristianos. Porque el tacto de su mano en esas heridas le ofreció un brillo inesperado y desconocido a pesar de la vergüenza y el miedo. Escribirá a su vez como la mujer del río le contó que el hombre se quedó a su lado en esa pequeña casa de tierra húmeda tres largos años, y un buen día desapareció.

Fabien de Guilleunne escribirá después de que esas dos mujeres se hayan evaporado para siempre, con lágrimas en los ojos, que el sentido de la vida fue poco, y que si halló algún placer capaz de hacerle olvidar las penurias de la existencia, del largo camino, estuvo en ella, en Shelide, que le enseñó además a no olvidar en qué consistió esa fascinación, esa alegría. Y no sólo fue la carnalidad, la sensualidad y la imaginación erótica que tuvo que aprender, el deleite de las pieles y la entrega, del dominio y la posesión, de ese deseo doloroso de apurarse, de comerse, tembloroso y fiero, sino también la comprensión de la plenitud y su sentido, la luz de sentirse unido a alguien, algo que comprendió al desaparecer el centro de ese inmenso amor. Amor quizá extraño para la solemnidad de los rituales de Jesucristo, pecaminoso y sensual, pero tan intenso y deslumbrante que quizá llegara a pensar que ese era el más elevado y feliz de los sentimientos humanos, toda vez que no tuvo hijos y que nunca los tendría. Hubiera dado la vida si Shelide se lo hubiese pedido, pero ella le pidió otra cosa, y respetó su decisión. Tal vez eso fuera el acto de amor más verdadero que jamás cumpliera en su vida, y eso lo aprendió escribiendo.

Sabrá escribiendo que, cuatrocientos años más tarde San Juan de Yepes conocerá lo que él vivió. También le sucederá a Santa Lucía, y seguramente, ochocientos años después, esa directora de museo y yo mismo, podemos afirmar que conocimos a su vez algo del sagrado amor que nos acerca a la luz, a Dios, aunque digamos divinidad en vez de Dios, o trascendencia, incluso aunque utilicemos otras palabras más pragmáticas o técnicas, menos heroicas y solemnes. Al mirar sus ojos, al cruzar la mirada frente al expositor de cristal que protege los incunables y pergaminos, siento la llama de un amor perdido, pero un amor de esa dimensión trascendental, de ese éxtasis sublime.

El monje saldrá al patio interior alguna de esas noches en las que su cuerpo dolorido y viejo no pueda evitar el latido de la cadera, el fuego de la llaga húmeda que surja de los muslos, el color del vello que atisbará en la postura de la mujer sobre la cama. Dirá Shelide sin saberlo. Olerá el frescor de los árboles y el jardín cristiano tratando de recrear el perfume de aquel otro jardín mediterráneo enterrado, y la desnudez fragante de Shelide y su sudor afrutado y dulzón, rendida de placer y amor entre sus brazos. Anhelará la aspereza inquietante del falo hinchado de sangre, su calor y su dulzura estrellada contra la sangre encendida de la mujer.

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Entonces, poco antes de que salgamos del museo y nos despidamos seguro para siempre en las inmediaciones del vivero, acude una frase de otro escritor que admiro. La vida de Santa Lucía no está en esos textos rescatados, ni siquiera en la totalidad del libro o los libros que escribió a lo largo de su vida de sesenta y dos años según el archivo de defunciones del Monasterio de Mérida, aunque hubiesen llegado intactos e íntegros hasta nosotros, pero sí el apogeo de esa vida. Y Fabien de Guillaune tuvo que sonreír al pensar que había rescatado algo de ese amor perdido. No exactamente el brillo de los cuerpos empapados en sudor, entrelazados en esa pureza sanguínea, o la sublime música en los labios de placer de Shelide contra su oído, no esa pericia desbordada y ese calor, tampoco las hambrientas expulsiones seminales, constantes y desbocadas de amor y deseo, en las que la sensualidad y la intimidad con la mujer árabe le descubrió el fulgor de la cópula y las posibilidades santificadas de la piel de los amantes sumida en lo sagrado. Pero rescatará la esencia de todo ello, el amor que lo atará para siempre a Shelide, la magnitud desinteresada y gloriosa de una loa eterna, de un proyecto de fertilización y continuidad que halló en el placer y la satisfacción su inmensidad. Verá a su vez a la mujer que veinte años después se desnudará noche tras noche en esa cabaña junto al jardín, a unos pocos metros del limite de la muralla para que él la admire y la comprenda, sin que se toquen, sólo ella y su feminidad divina, hasta provocarle lágrimas de felicidad. Fabien pensará que el dios de esas tardes húmedas del mediterráneo en las que la poderosa masculinidad de la madurez despiadada abrió el secreto del mundo en su mojada calidez, que los gritos mirándose a los ojos y esa unión exacerbada de los músculos, la piel y la sangre, de los flujos y la saliva, sobre la sedosa caricia de la cama, en el fresco dormitorio de la torre, se parecerá al amor de Dios que le contaron de niño, a eso que tendría que perdurar de la existencia, y a su vez que la única manera de hacerlo en su vejez será mediante la escritura. Y sabrá que el Dios de Shelide y el suyo será el mismo, que estará allí entre los dos sin conflicto ni distancia. Dirá que Dios está en esa mujer del río que se marchó un año y medio después de llegar al monasterio, que le confesó que la saciedad sólo podía alcanzarle en el desprendimiento y la entrega a ese hombre perdido. Que dentro de ella el volcán clamaba el alivio de la ocupación y la semilla, el embiste amoroso de la dureza sanguínea conmovedora que la hizo elevarse y alcanzar una especie de santidad y de sentido que había perdido si él no estaba. Él, tal vez tan humano como divino, una máxima, afirmó ella, de la grandeza de lo humano a pesar de sus miserias. Él que había pasado a representar lo divino no por su condición de hombre sino por la entrega común de sus rezos y confesiones. Fabien no sabrá de ese autor, sino que se acercará a Dios en esa consagración del espíritu que volverá a reencarnarse en esa gloria de los muslos femeninos y las nalgas encaramadas sobe la fertilidad de su sexo. Negará en su soledad de poco antes de morir que esa carne sea el pecado exigido por la iglesia, que haya algo que no sea trascendente y sagrado en esa unión que durante muchos años celebró con Shelide. En su modestia intuirá la nula importancia de la duración o la falta de sustancia de esa negación del cuerpo que el cristianismo convertirá en su batalla contra el miedo a lo femenino. Preferirá expresar la delicia de la Diosa, la necesidad del amor y la dulzura para la paz de la tierra, lo cercano a la divinidad de ese amor. Explicará como en esa sumisión existirá a su vez la reivindicación de la fuerza masculina, su equilibro, su respeto y su rezo diario por el sentido. Verá una vez más las lágrimas de la mujer del río, las suyas y las de Shelide aquella tarde nublada de abril en la que el barco con algunos de los últimos cruzados prisioneros, supervivientes de las matanzas, del encierro y el desastre, de la sangre y la derrota, saldrá del puerto para adentrarse hacia Italia, tal vez Génova. Esas lágrimas encontrarán la solidificación del corazón y la expresión de esa pena inconsolable ante la divinidad vivida y escindida, evaporada al instante conforme el barco se aleje de la costa hasta postrarlo en un dolor insoportable. Será como la vida que se le va a ir escapando día a día y que tratará de retener con la escritura de aquello que lo hizo precisamente sentirse vivo.

Y no será la guerra, ni las oraciones, ni siquiera la amistad con Don Fernando o Don Cristobal de Melliéres, o el apacible discurrir de la existencia con los templarios. Tal vez algo de la infancia sí, algunos lugares y encuentros, pero siempre será lo otro. Lo otro vivido y pensado, sentido en una incomprensible eternidad. Lo otro que al final, de la manera que sea, pretenderá ser escrito.

Copyright Jimarino

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Llama del amor viva

(San Juan de la Cruz)

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¡Oh llama de amor viva,

que tiérnamente hieres

de mi alma en el más profundo centro!

Pues ya no eres esquiva,

acaba ya si quieres,

rompe la tela deste dulce encuentro.

¿Oh cautiverio suave!

¡Oh regalada llaga!

¡Oh mano bendita! ¡Oh toque delicado,

que a vida eterna sabe,

y toda deuda paga!

Matando, muerte en vida la has trocado.

¿Oh lámpara de fuego,

en cuyos resplandores

las profundas cavernas del sentido,

que estaba oscuro y ciego,

con extraños primores

calor y luz dan junto a su querido!

¿Cuan manso y amoroso

recuerda en mi seno,

donde secretamente solo moras:

y tu aspirar saboroso,

de bien y gloria lleno,

¡cuan delicadamente me enamoras!

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John Berger (G.)

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Una sola mirada entrecruzada en la multitud revela el alcance de las posibles demandas. Y la mayoría de ellas se quedarán sin satisfacer. La discrepancia conducirá inevitablemente a la violencia, tan inevitablemente como inexorable es la multitud allí congregada. Se ha congregado para exigir lo imposible. Se ha congregado para vengarse de la discrepancia. Tiene que derrocar el orden que, generación tras generación, ha definido y diferenciado a su costa lo posible y lo imposible. Frente a esta multitud, un hombre que todavía no forma parte de ella sólo puede reaccionar de dos maneras. O bien ve en ella la promesa de la humanidad, o bien la teme con todas sus fuerzas. No es fácil ver allí la promesa de la humanidad. No formas parte de ellos. Sólo si estás preparado de antemano verás esa promesa.

John Berger. De su novela G. 

 

 

 

 

                             


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Itinerario nº1-(Diseccionar la literatura)

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 diseccionar.

1. tr. disecar (‖ dividir en partes un vegetal o un cadáver para su examen).

2. tr. Hacer una disección (‖ análisis de algo).

disección.

(Del lat. dissectĭo, -ōnis).

1. f. Acción y efecto de disecar1.

2. f. Examen, análisis pormenorizado de algo.

 disecar1.

(Del lat. dissecāre).

1. tr. Dividir en partes un vegetal o el cadáver de un animal para el examen de su estructura normal o de las alteraciones orgánicas.

2. tr. Preparar los animales muertos para que conserven la apariencia de cuando estaban vivos.

Real Academia Esp

         Diseccionar la literatura

literatura-baiana


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Un cuento japonés-Homenaje a Yanusiro Kawabata

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portada definitiva

Hace ya seis años que participé en un particular homenaje a Kawabata para La maison du Japón en Paris. Los derechos son ahora míos, así como la curiosa edición que por entonces ideó el pintor Kyo Tazuko.  

A la memoria de ambos: Un cuento japonés.

                                                            Descargar en formato E-book, PDF, E-Kindle…

pag 1

Un cuento Japonés

UN CUENTO JAPONÉS

pag 1

           Una mañana cálida de primavera en la Casa Blanca de Kyo, el maestro pintor Tazuko habló de una posibilidad de plenitud entre la pintura y el amor. Los alumnos abandonamos al instante los pinceles y prestamos atención a las palabras del maestro. Todas las miradas se fijaron en su rostro, en sus movimientos en la tarima. Parecía que hablaba consigo mismo en voz alta, conmovido por un pensamiento inaccesible a nosotros que surgía con una claridad diáfana mientras su voz ronca nos envolvía. Nos despertó del letargo de la pintura aunque costase entender al principio lo que nos contaba. Habló de una consciencia más elevada capaz de unificar esos dos aspectos fundamentales de su vida, una especie de tangencia completa que muy pocas veces se daría en la existencia así, entre esas esencias humanas, con esa concordancia y esa armonía. Nos pedía que estuviésemos atentos. Creí distinguir en sus palabras un recuerdo vívido e intenso, una nostalgia irrenunciable que veneraba un tiempo pasado y lo transportaba hasta el aula iluminada por los rayos del sol. Nos avisaba.

          -El proceso es largo e inesperado, y ese instante, fundamental para el dibujo, el color, los sentidos y el espíritu. No es una plenitud única a lo largo de una existencia desde luego, pero sí esencial, singular, merecedora de ser vivida consciente. Una diminuta cima que cualquier hombre, y sobre todo un artista, no debería pasar por alto.

            Fue a los veinticinco años cuando conocí a Kinuko, en una posada a orillas del lago Fujigoko. Al amanecer estábamos exhaustos, enrollados entre las sábanas húmedas, con los cuerpos enlazados. La luz azulada y pálida del día evocó el fulgor de ciertas pinturas que me fascinaban. El frescor del aire procedente del bosque y las corrientes del lago convocaba a través de los ventanales una gozosa expresión de vida. Me conmovió toda esa belleza sentida, tan inesperada.

           Al cabo de unos minutos tumbados con los cuerpos distendidos y la respiración entrecortada, Kinuko se apartó de mí con suavidad, alzó los ropajes de la noche mojados, se irguió con ligereza sobre los almohadones y se tapó la cara con las dos manos. Dejó que la mirase un buen rato en silencio hasta que le pedí que se descubriera y abriera los ojos.

              Tazuko nunca nos explicó esa extraña vergüenza del amor al amanecer.

           -Te he elegido entre todas las esencias del verano, el lago y el bosque ¿No me crees?

              -Si. Pero en el amor hay otras cosas.

              Su rostro despejado adquirió un calidez cercana. Noté el alivio ante esa culpa de la entrega. Una mujer así, desnuda sobre la esterilla acolchada, tan blanca la piel, los labios gruesos y rosados, los senos amplios y el vello oscuro del sexo en la azulada anchura de los muslos, merecía algo más.

              -No estás segura… ¿no es cierto?

              -No, no. Lo estoy. También yo elegí.

              Su risa fue aniñada, pícara.

              Al cabo de un rato nos dormimos una media hora.

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         Al despertar Kinuko se hallaba boca abajo. El sol iluminaba su cuerpo. La sala austera y limpia me pareció el centro del universo.

             Tal y como nos había revelado Tazuko, la mano debía ser como la de la pintura en el cuerpo de una mujer. La palma, la muñeca y los dedos, tenían que poseer esa flexibilidad del trazo. Dibujar las curvas y las aristas, la silueta y los pliegues, la mancha y la linea ligera, con las yemas.

             Primero contemplé otra vez su sueño. Oí la respiración lenta y apacible. Percibí el complejo aroma de la piel. Luego cerré los ojos y traté de dibujarla con el tacto en el aire tal y como Tazuko nos había explicado, sin tocarla.

             -La plenitud no es sólo física. Es una plenitud de todos los sentidos. Todo lo que aprecian los sentidos se ejercita como el trazo o la sombra.

             Desde hacía mucho tiempo, desde que esas palabras pronunciadas con voz ronca y segura llenaron mis oídos, había ejercitado cada uno de mis sentidos con la misma ambición y entrega con la que perfeccioné las técnicas del dibujo. Tocaba como si dibujara. Había acariciado telas, sedas, flores, pieles, formas geométricas, durezas, piedras, frutas, preparándome consciente para esta plenitud. El perfume de las pieles y el de los aceites. El olor del aire al paso por el bosque. El aroma de la tierra húmeda y la comida. El sabor de cada alimento, del sake o la pulpa. La vista y la pintura. Tazuko insistía en que no se podía pintar sin mirar, que había que mirar mucho y bien, en profundidad, para poder dominar el trazo y aprehender la perfección del mundo, para pintar más tarde incluso a ciegas.

           Todo lo que sabía surgió ante ese cuerpo iluminado por el día cálido. Acaricié como si pintara. La textura de la piel se deshacía en mil sentidos y referencias hasta confirmar sin remedio que en realidad había elegido bien. La dulzura de ese tacto erizaba toda mi piel. Al tacto le acompañaba el resto de sentidos con una complejidad plena y extraordinaria.

            Ella respiró de otro modo surgiendo del sueño sin que se notase. Olí su espalda. El cuello emanaba un intenso perfume florido que se entremezclaba con el aroma del sudor dulzón tras el amor nocturno. Imaginé el gusto antes de estirar la lengua y posarla sobre los hombros. La otra mano gozaba del tacto de la piel blanca.

         -¡Existe el tacto del color!.-Nos gritaba Tazuko cuando los ejercicios que proponía no eran cumplidos con el rigor necesario por los discípulos.

      –El tacto tiene color. El color tiene sabor. El olfato tiene color. El tacto posee sabores…

        Me pareció que ella coronaba ese proceso de plenitud por sí sola. Otorgaba el sentido a ese largo aprendizaje. Había sabido apreciar, como los maestros del dibujo, la perfección inesperada de ese rostro luminoso. En sus ojos la alegre chispa del placer que comprendía la esencia de la vida. Era algo esencial sobre el placer.

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           Horas antes, en el primer contacto visual, surgió el perfumado aliento de su cuello, el sonido de los ojos claros, la textura inesperada de los párpados, el brote espontáneo de luz en el rojo de los labios. La mano sobre la mía. La mano besada en el jardín de la posada, a pocos metros del lago. La calidad del sabor apreciado después y anticipado. Y aún así algo incompleto en mí.

           Tazuko me hubiese dado alguna respuesta de no haber muerto el año anterior.

         A pesar de ser muy temprano, y sin mover la mano posada con levedad sobre las nalgas redondas de Kinuko, me serví una copa de sake. Esa sensación de malestar interrumpió la armonía de los sentidos ante la desnudez femenina.

           Podía haber contado a Kinuko, cuando entre las brumas del anochecer pronunció mi nombre sumida en el placer, que durante años me preparé para esa noche a conciencia. Interpreté las imperfecciones de otros cuerpos de mujer para llegar a la perfección que a esas horas del día me permitía esa pintura de los sentidos sobre su belleza fatigada reposando sobre la esterilla. El sake calentó mi cuerpo mientras la miraba. Jamás olvidaría el trazo de su figura sobre la blancura del colchón.

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            Fui niño separado de su madre. Alguna vergüenza inconfesable la expulsó de mi infancia. Mi padre no pudo enseñarme nada. Todo lo que tuve de niño se lo debía a Tazuko, no sólo mi profesión o ese instante de deleite y sabiduría con Kinuko, sino casi toda la percepción del mundo, lo que llegué a comprender del hecho de existir. Gracias a él pude apreciar con cuenta gotas, de vez en cuando, ese conocimiento pequeño, insignificante tal vez, pero lleno de una totalidad que me ha servido hasta esta vejez inminente. Me libré gracias al maestro de la vergüenza de la orfandad, y aprendí un arte cuya dimensión y sentido era capaz de abarcarlo todo. Tazuko hablaba de esa totalidad de los sentidos para que pudiésemos entrelazar la vida con la pintura. Ebrio de pintura, alcohol y mujeres, hasta su muerte. La existencia como una celebración de lo que se puede sentir por encima del dolor de la decadencia y la pérdida.

            Mis recuerdos poseían la luminosidad del jardín en las cercanías del Monte Fuji. El olor de esa primavera intensa que surgía espléndida tras el frío invierno. Tazuko me contaba los ciclos de las plantas y las flores. Luego dibujábamos pequeñas cosas de la naturaleza, apenas formas sesgadas, apuntes, esbozos. Me enseñó a escribir. Dejé de preocuparme por las palizas de mi padre, por la ausencia de mi madre. Tazuko insistía en apreciar la realidad de las cosas separadamente, con cada uno de los sentidos, y más tarde me ofrecía la posibilidad de sentir con todos ellos a la vez. A veces el aire frío que llegaba de las montañas nevadas cargado de perfumes; otras la irresistible plenitud de una rara flor recogida tras nuestras largas caminatas por el bosque. El eco de una voz inesperada. Una figura esbelta junto a un arco del templo.

              -Distingue esa flor de todo. Hazlo con todos los sentidos. Comprende por qué es distinta, por qué es tal vez mejor. Su sombra y su luz. Su contenido, su aroma y sus sutilezas. Consigue diferenciar esa variedad de otras por el tacto, con los ojos cerrados…

          Durante años, al llegar el atardecer, Tazuko se despertaba somnoliento y silencioso. La cercanía que expresaba por las mañanas, su conversación constante, sus enseñanzas, enmudecían a las cuatro de la tarde. Una vez me quiso explicar que la vida poseía dos esferas, dos ciclos que se entremezclaban sin remedio. Aseguraba que comprender ese tránsito era de alguna forma dominar el arte de la pintura. No sólo se trataba del dibujo y la maestría del color. La técnica era una necesidad irrenunciable que costaba años desarrollar y dominar, pero lo esencial para una artista era entender ese tránsito entre la luz y la oscuridad, sus interacciones, el contacto continúo de los conceptos. La belleza de la luz atravesada por las sombras.

            Sus tardes tras la siesta eran las horas de sombra. Si por la mañana dibujaba la naturaleza, la luz, la espléndida geometría clara de las cosas visibles y su esencia luminosa, por la tarde, tras beberse una botella de sake en silencio nada más levantarse, sentado en una silla de madera, mirando la evolución del atardecer, sus colores particulares, se metía en la cabaña y sin decir nada pintaba cuadros completamente diferentes. A mí me gustaban mucho más esas pinturas del ocaso sin saber porqué. A menudo cuerpos de mujer. Otras olas gigantescas o sombras monstruosas. A veces escenas de terribles leyendas que conocía. Esos cuadros apenas se vendían, tan sólo los compraba un coleccionista de Tokio que nos visitaba todas las primaveras en la cabaña del lago y se llevaba fascinado, haciendo reverencias una y otra vez, la mayoría de las pinturas. En el mercado de las flores, sin embargo, dos veces al mes, sus obras de la mañana alcanzaban cotizaciones elevadas, y solía regresar los viernes, justo a la hora de la siesta, con la bolsa llena de monedas.

             En cuanto anochecía, casi todos los días, visitaban a Tazuko amigos que llegaban desde otras partes de Japón para pasar un rato con él; a menudo mujeres hermosas a las que pintaba sumido apenas en la luz de las velas y los candiles de aceite.

        Soseki le dijo un día que se quedaría ciego pronto. Tazuko le contestó entre carcajadas que entonces pintaría de verdad con todos los sentidos.

           Cuando se trataba de amantes rompía su silencio y me pedía que bajara al pueblo. Había una casa muy grande cerca de la plaza principal, donde una mujer entrada en años, amiga de Tazuko, me preparaba en una sala lienzos y tintas para pintar durante toda la noche. Tazuko venía a recogerme a distintas horas. Según decía, nunca podía precisar cuando acudiría a por mí porque, como sucede con un cuadro, a veces la creación no daba más que para una hora, o por el contrario, su sentido podía alargarse días enteros. Kotoko, su amiga, cuidaba de mí con esmero, y solía recordarme la suerte que había tenido con la decisión de adoptarme tomada por el maestro Tazuko.

             En ocasiones, podían pasar incluso tres o cuatro días hasta que Tazuko recorría los cuatro kilómetros que separaban la cabaña de la casa de Kotoko. Cuando regresaba a la cabaña con él sentí muchas veces deseos de que me contara lo sucedido en mi ausencia. Me chocaba que al llegar a la orilla del lago todo pareciera en orden, dispuesto tal y como yo lo había dejado al irme, como sino hubiese sucedido nada más allá de la pintura. Esa curiosidad se agudizó conforme crecía. Me resultaba algo misterioso.

             La mirada de Tazuko alcanzaba la plenitud de la completa comunicación diurna y el hermético silencio de sus noches. Eso lo apreciaba en sus ojos.

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             En ese instante, al admirar la belleza de la redondeada nalga uniéndose al muslo, el asomo turbador del vello oscuro en medio de esa blancura, recordé todo ese misterio anhelado.

           Al acariciar la sedosa carne que contemplaba con esa lentitud del dibujo iniciado por los dedos, pensé como aguardaba a veces la llegada del día para tener las palabras de Tazuko, y otras cómo se agotaba el mediodía, se aproximaba la siesta, para contemplar la hermosa, oscura y turbadora pintura de mi maestro al atardecer, para imaginar en qué consistirían las veladas de amistad, amor, ebriedad y pintura de Tazuko.

             A veces notaba la piel erizada al pensar que durante dos días Tazuko se había encerrado con alguna de sus amantes. A partir de cierta edad estuve tentado de espiarlo alguna vez. Comprender por qué de esas noches, entre las pinturas y los lienzos acumulados, surgían hermosos desnudos fragantes de posturas sexuales y colores, otras oscuros trazos de un muslo, un pecho, unos hombros o un rostro, entre las telas que guardaba en los estantes centrales de la cabaña. Cuando sus amantes pasaban apenas unas horas de la madrugada en el estudio, al día siguiente no había dibujos ni pinturas, a lo sumo una hoja manchada por unas pocas líneas, una nube de carboncillo sin forma, a veces tan sólo una tenebrosa nada expresada en un sólo lienzo que nunca comprendía.

             Las piernas de Kinuko se entreabrieron. Entre los ligeros rizos oscuros surgió una perlada gota que pareció brillar con los rayos de sol que caían sobre su cuerpo.

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            Tazuko decía que las mujeres no eran hermosas por su aspecto o su fisonomía exterior tan sólo. Que era necesario desconfiar de los adornos o de la figura, de la vanidad o la confianza sin más. La belleza no era una creencia para él, sino una existencia. El conjunto debía poseer una armonía de todos los sentidos, y él nunca había logrado una comunión completa, seguramente porque esa mujer que anhelaba pintar, poseer y cuidar, no había llegado todavía, o como a veces afirmaba desanimado, porque esa mujer desearía a un hombre mucho más perfecto, armonioso y profundo que él.

              -Eso hay que comprenderlo tarde o temprano.

          Esa gota anunció el temblor de los labios y el suave gemido. Los brazos se estiraron sobre la cama ávidos del deseo de pintarla. El cuerpo se había distendido en un sólo gesto, en esa amplitud de extenderse. Pude tranquilizarme justo en ese momento después de la inquietud sobrevenida con las primeras luces del día. No había nada extraño en esa vergüenza surgida con la luz. Comencé a experimentar esa alegría de apoderarme de la pintura, de sentirla dentro y creer que podía expresarla. El alma de Kinuko se adhería a la belleza del cuerpo, al tacto de su piel, a su olor, a su respiración entrecortada. Necesitaba acercar la lengua a esa perlada suavidad rosada y entreabierta.

             Ella entonces habló.

          -No estoy acostumbrada a este centro incesante. A que alguien me mire, me huela y me toque, que me saboreen de éste modo. No estoy acostumbrada a esa forma de amor. Todavía me intimida, debes perdonarme…

          Bebí más Sake para apurar ese instante. Las palabras surgidas del duermevela. El rostro de kinuko oculto entre su brazo y los cabellos negros derramados sobre la almohada.

          Kinuko no sólo me había entregado su deseo, su cuerpo. Con esa confesión había llegado a eso que Tazuko mencionaba con un brillo en los ojos: a la completa entrega de lo femenino. Entrega de su inaccesible interior que, en ocasiones, muy pocas veces, para la mayoría nunca -se lamentaba-, permitía alcanzar esa esencia del origen, nos era concedida.

           -Un asunto de la creación misma…

           Muy suavemente me acerqué a ella y la moví ligeramente, con cuidado, para que se diera la vuelta. Si la blancura del cuerpo, de espaldas, era deliciosa, sublime en esa luz, asomaron entonces las curvas del vientre, los pechos temblorosos cayendo hacia el lado, la ligera protuberancia del sexo y la tenue mancha enmarañada de vello, con su perlada gota surgida, acompañada de un leve flujo trasparente y espeso. También el complejo dibujo de las rodillas y el pie pequeño de una hermosura delicada. No tardé ni un segundo en perder esa rudeza inexplicable que creí entrever en mi manera de acercarme a ella durante la noche.

               La pintura nunca debía ser afrontada desde la ebriedad completa o la turbación excesiva de los sentidos.

              -La pintura es calma y armonía. Es el reflejo de la suave contemplación, aunque la inspire un sentimiento profundo y arrebatador. La emoción contenida que debe controlarse para crear, para construir, sin que se desborde ni se oculte su esencia.

               La miré largo rato. Cualquier detalle de su cuerpo acentuaba la singuralidad que había percibido el día anterior a simple vista, tras intercambiar unas cuantas frases sin importancia en el jardín. Ella se ruborizó ante la insistencia de mis ojos. Una mezcla de placer secreto, de adoración deseada, de centro del universo, y una vergüenza ante el desafecto sabido y tantas veces admirado, a punto de ser descubierto. Una vergüenza de ser menos de lo que ese hombre ve. La distancia entre la libertad y la intimidad en el placer. En esa postura, la sensación de desnudez, de apertura y exposición, era mayor. Del rubor pasó a una ligera osadía cuando abrió sus labios y los humedeció con la lengua despacio, con mucha delicadeza. Luego separó con suavidad, apenas una imperceptible distancia, los muslos, como si quisiera darme sin que se notara el secreto de sí misma.

            -Si sigues mirándome, este cuerpo dejará de sorprenderte con el paso de los días. Dejarás de mirarlo y adorarlo así. Pero no me importa.

         De no ser por el vello adulto del sexo y sus pechos su figura despertaba un recuerdo de infancia. Las niñas bañándose desnudas en el río. Su inocencia abarcaba la totalidad del equilibrio. La avaricia infantil de la noche había dado paso a una sensación de plenitud sexual que la dulzura de su rostro sin embargo deseaba desmentir. Era una apelación al cuidado y a la pureza, a pesar de la intensa luz que revelaba la totalidad de su piel. El ombligo hundido quedo fijado ante mis ojos. Lo acaricie con el dedo índice. Luego lo rodee con la lengua.

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              Tazuko murió una noche fría de diciembre. Guardo los cuadros de aquella larga fiesta de cinco días en un baúl de madera que he llevado a cuestas a todas partes. La mujer que lo acompañaba se fue por la mañana temprano al notar el cuerpo frío que descansaba a su lado. Escondí durante años los cuadros que pintó en esas horas y no quise mostrarlos a nadie. Tenía la sensación de que guarecían un secreto que debía descubrir antes de exponer las pinturas al público.

           Tal vez fuera una mujer como Kinuko, o ella misma. El viejo pintor murió extasiado de la belleza que buscó toda la vida. Lo percibí ante la hermosura de los dibujos, en la seguridad del trazo, en el color de cada una de las partes de esa mujer que pintó.

             Tenía veinticinco años cuando Kinuko permaneció a mi lado todo el verano, cuarenta y cinco días completos, en aquella posada junto al lago Fujigoko. Había comprendido algo que ahora sé con certeza. Algo sobre la belleza de la vida y la pintura, sobre su sentido.

              Tazuko no paró de beber sake a lo largo de toda su existencia, a veces en cantidades ingentes. Quise llegar a todo eso a través de esas últimas pinturas del maestro, del olor que de repente sentí en el vientre de Kinuko, seguro similar al que dejó la mujer que abondonó el cuerpo sin vida de Tazuko en la cabaña del lago después de esos cinco días de amor, en su memoria, en cada pintura cumplida.

               La pintura estaba en ese sueño nocturno y en la luz del día.

               Recuerdo que, después de acariciar cada pliegue y cada rincón de su cuerpo esa mañana, cogí un pincel y empecé a pintar a Kinuko como si no hubiera otra cosa que hacer en la vida.

               Pintar siempre fue para Tazuko una forma de amor.

            Durante cuarenta y cinco noches y cuarenta y cinco días de verano pinté para atrapar el alma de Kinuko.

               Cuando todo cesó, comprendí porque Tazuko había muerto esa noche.

Copyright Jimarino

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  Un cuento japonés (1)

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Itinerario nº2 – John Williams-Shaskespeare (Stoner)

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            Supongo que debo escribir historias por alguna razón. Que si lo estoy haciendo es por que me empuja una motivación profunda al menos para mí, por una necesidad. Les aseguro que no hay muchas razones por las que los escritores debamos perder el tiempo escribiendo historias, sumirnos en esa extraña conciencia de la ficción, sufrir sus contradicciones y retos constantes, la soledad y la falta de sentido aparente si concebimos con algún rigor éste oficio. Eso es algo que llevo demasiados años pensando: en la inutilidad de la escritura en un mundo paulatinamente más y más analfabeto respecto al texto. Ni soy agorero ni pesimista. El entusiasmo de cualquier historia necesaria que deben contar los escritores es un acto de enorme optimismo en sí mismo. No se puede utilizar cualquier otro adjetivo más allá de ese entusiasmo con el que celebramos la repetición de la tradición literaria y sus empecinados intentos de aportar algo más. Los pueblos se han alfabetizado masivamente al menos en occidente, pero el proceso, como una conspiración, se ha tecnificado y especializado en una compleja división de saberes sesgados y delimitados por el lenguaje de cada disciplina, ciencia, terapia u ocupación. El texto comienza a ser un misterio para las mayorías a pesar del masivo acceso de las nuevas generaciones al saber del mundo. No se entiende la profundidad del texto en la medida en que la información y la inmediata y superficial comunicación han copado, dirigida por las grandes marcas del siglo XXI (televisiones, redes sociales, buscadores, instantáneos mensajes e imágenes y proclamas reducidas a cincuenta caracteres y un puñado de fotografías y vídeos), la realidad de la tierra, y en concreto se diluye la poderosa y sabia ambigüedad evocadora y simbólica, metafórica y narrativa, moral, de la literatura. Y sin embargo los escritores prosiguen. Tal vez anhelen convertirse en misterio, en alma, en halo o en religión. No puedo saberlo. El tiempo parece mudo más allá del pitido de un aparato electrónico que anuncia un breve párrafo de palabras reducidas y mal escritas, donde el titular devora al texto, y a pesar de ello, a pesar del silencio, se sigue escribiendo así, como intentó escribir Shakespeare o Dostoiesvki, cada cual con sus circunstancias vitales. Parece que los escritores no están en sus cabales, que no vale la pena, que las historias que algunos escriben son demasiado dolorosas y costosas para la mínima recompensa a obtener. Y aún así quieren seguir escribiendo esas historias, y no siempre por ego, sino por un extraño deseo. Tal vez sea eso, el deseo de lo humano incontrolable y desmedido, alocado e irracional, imposible de erradicar. Desean continuar navegando por la dureza de las palabras y sus intrincados significados, por la profunda herencia de la literatura, tan vieja como el lenguaje.

        Esas historias. Una como la que yo quiero escribir por todas esas causas irracionales e inexplicables.

        Y entonces empiezo a leer esta mañana fría de invierno el libro que mi amigo Gonzo, en Singapur ahora por extrañas razones y afectos irrenunciables, me recomendó antes de marcharse, Stoner de John Williams, y me encuentro con un verso de Shakespeare que cambió la vida del protagonista de la novela, de William Stoner.

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En aquella época del año puedes contemplar en mi,

cuando las hojas amarillas, ninguna ya o algunas, cuelgan

de esas ramas que se agitan frente al frío,

desnudos coros ruinosos en los que tarde cantaban dulces pájaros. 

En mí ves el ocaso de aquel día

después de que la puesta de sol se funda en poniente;

por la negra noche arrebatada,

la otra cara de la Muerte, que condena al descanso. 

En mí ves el resplandor de aquel fuego,

el que sobre las cenizas de su juventud yace,

como el lecho de muerte en que ha de expirar,

consumido por aquello que le alimentaba.

Esto percibes, lo que hace tu amor más fuerte,

amar bien aquello que debes abandonar pronto. 

——————————————————————————————————————————-

         El joven Stoner es hijo de granjeros pobres norteamericanos de principios del siglo pasado. Estudia ingeniera agrícola por el esfuerzo de su padre, que comprende la necesidad de incrementar la rentabilidad de las tierras y explotar cultivos más productivos. En el aula, el profesor de literatura Sloane, que parece “enseñar su tarea con aparente desdén y apatía, como si percibiera que entre su conocimiento y lo que podía decir hubiera un abismo tan profundo que no merecía la pena hacer ningún esfuerzo para cruzarlo“, va a recitar ese poema de William Shakespeare, escrito trescientos años antes, y preguntará después a los alumnos por lo que les sugiere.

       Cuando leo la frase entrecomillada en la que John Williams describe al profesor, encuentro una buena definición de la literatura que he leído y pretendido muchos años, sin darme cuenta, sin saber lo que le sucederá después a Stoner. Se refiere a algo que aporta un conocimiento misterioso y profundo que no es posible explicar con palabras corrientes a ese grupo de alumnos que Sloan tiene delante, sino sólo comunicarse en el milagro de su propia esencia, en el destino de quienes leen con atención. Por eso Sloane, viejo sabio desmedido y huraño, al menos en estas primeras páginas, posee ese desdén, ese malestar extraño ante el proceso de enseñar a los alumnos el significado de ese secreto. Es consciente de que a veces roza el orden inaccesible del mundo, pero vuelve sin remedio a la ignorancia cotidiana a los pocos minutos

          ¿Cómo explicar eso a quien no le interesa la literatura en apariencia más allá de una nota en un panel de resultados académicos o de los créditos universitarios que complementan una carrera?

         Tras leer el poema Sloane pregunta al azar a dos alumnos, pero se detiene en el tercero con mayor insistencia. Inquiere a Stoner a fin de que explique qué le dice el poema, y al joven granjero no le salen las palabras. Entonces John Williams describe un fenómeno fascinante, un acercamiento al sentido de este antiguo arte vigente mientras exista la humanidad casi sin que el lector lo perciba.

         Stoner contiene el aliento. Lo expulsa suavemente. Desvía la mirada de Sloane como si no fuera con él esa pregunta que el profesor le hace, pero mira la luz que entra por el amplio ventanal y el rostro de sus compañeros. Comprende que la luz del sol de la mañana se une al efecto extraño y profundo del poema, y provoca una iluminación que quizá sólo él perciba y que parece no ya surgir de los rayos de sol que se cuelan por los cristales del aula, sino de las caras de los alumnos mismo, rompiendo la oscuridad anodina que a menudo ve en todos ellos. Contempla con asombro el pestañeo de uno de sus compañeros, y se maravilla ante “una sombra delgada” que cae “sobre una mejilla cuya parte inferior” ha recogido la luz del sol. Advierte que sus dedos se están soltando de su firme agarre al escritorio. Se fija en sus manos, en lo morenas que están, “en la intrincada manera en que las uñas” se adaptan “al romo final de los dedos”. Presiente incluso la sangre fluir invisible a través de sus diminutas venas y arterias, como pulsan delicadamente “las yemas de los dedos a través de su cuerpo.

        Un poco más adelante, el profesor Sloan hará una proposición a Stoner que, junto con el efecto de ese poema de Shakespeare, guiará su destino sean cual sean las consecuencias. Hablará de la intensa fascinación de un poema escrito por un poeta muerto tres siglos atrás capaz de describir tanto tiempo después el estado decadente y otoñal, a punto del invierno, de la vejez y su sentido. Un canto sobrio y veraz sobre la vida. Algo que tal vez se podrá expresar en la brevedad de muchas formas de comunicación pero difícilmente con la belleza y la exactitud, con el conocimiento profundo y esencial sobre lo humano eterno guarecido en el poema de Shakespeare.

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       “Esto percibes, lo que hace tu amor más fuerte/ amar bien aquello que debes abandonar pronto”

          John Williams, sesenta años antes de que yo lea Stoner y ese poema, encontró una razón mas allá de lo racional para escribir su novela. Algo que me comunicó Gonzo poco antes de irse hace apenas unas semanas a Singapur. Una esencia que mi amigo pensó como un regalo valioso que a mí -al menos a mí y a él- podía servirme. Tal vez el mismo aliento que llevó al escritor norteamericano a concluir su extraordinaria novela.

       Pero no encontrarán su sabiduría en este blog, tampoco en ninguna frase entresacada de la novela repetida hasta la saciedad en twitter o en un posteo de facebook o unas fotografías de Pinterest o Instagram. Para adentrarse en su sabiduría es necesario leer Stoner, cada una de sus páginas y párrafos, a solas, sin sonidos digitales ni interrupciones. Un lector adentrándose en el lenguaje que construye la historia de ficción. Un intento de encontrar en el fondo un sentido al oficio de construir novelas, poemas, textos literarios, a este absurdo e irrenunciable deseo de escribir. Ese secreto placer lleno del inexplicable conocimiento que constituye la literatura, que sirve para vivir, lleno del placer de su estremecedor alumbramiento, lleno de aquello que todavía nos pertenece.

Copyright Jimarino

Stoner (1)


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Genealogía de la literatura IV-Infancia y mito (Schiller-Guillermo Tell)

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Hace mucho que lo sé. Como lo supo mi padre, mi abuelo, mi bisabuelo, mi tatarabuelo. Todos y cada uno de mis antepasados masculinos, y también la genial Enriqueta, la dama del castillo en el siglo XVIII, y la cortesana Lorena de Hita, que conoció a Goya en la Corte, que tal vez fue algo más que una fervorosa admiradora del pintor. Lo supieron todos al llegar a la madurez, cuando el progenitor más cercano se acercaba al fin de su vida y contaba la verdad. Y nadie lo dijo. Ni siquiera Schiller.

Tal vez ha llegado el momento de romper esa cadena, de hacerlo porque ya no importa. Porque ni siquiera ese secreto tiene ahora algún sentido. Cada uno de nosotros escribió su historia para el siguiente y se encargó de contar años más tarde otra distinta. El dolor de legar una historia así a tu hijo es algo insostenible y doloroso, desgarrador. Por eso revelarla ya en la madurez. Hacerlo en la infancia es despojar a la vida demasiado pronto de esa especie de mística del sentido. He dudado años, he mirado a los ojos al pequeño Mateo intentando dirimir si mi amor por él podía poseer alguna esperanza para no revelar la verdad, o si por el contrario, quizá fuese mejor decir la verdad muy pronto y jamás contar la historia inventada. Después me he preguntado sobre esa verdad. Muchas veces. Junto a Mateo jugando en el salón sobre la alfombra, oyendo sus historias tan frecuentes; a solas en la cabaña, bajo la luz del flexo, tembloroso y roto tantas noches.

Mi antepasado Felicien D´Antiles murió hace algo más de ochocientos años. El afán recopilador de toda mi genealogía nos ha proporcionado a lo largo de los siglos cientos de historias. Es un acervo constante, sólido, imaginativo y deslumbrante. A menudo me he sentido formar parte de toda la humanidad, he vivido con la sensación de haber gozado de cualquier rol humano que surgiera ante mis ojos. Felicien fue el primero de todos, o el primero de quien se da testimonio. Un bardo francés que por alguna razón vivió la mayor parte de su vida en Suiza, en los alrededores de Altdorf. Había llegado allí de joven con una caterva hambrienta de bufones, trovadores, malabaristas y cómicos; desharrapados y al tiempo felices. Él vio todo lo que sucedió pero no lo dijo. Se lo guardó durante sus cuarenta y nueve años de vida, y debió contar esa historia a Felicien su hijo, como yo debería hacerlo a Mateo, el mío, ya mismo, con cinco o seis años, o no hacerlo nunca.

Felicien sedujo tiempo después a una mujer noble de los cantones. Nadie sabrá jamás como pudo romper en esos tiempos esa barrera entre los saltimbanquis y los desheredados y la cómoda opulencia de los aristócratas, desposarse en una provincia próspera con un mujer rica en el plazo de pocos años. Lo cierto es que esa relación ha sido fundamental para mí, no realmente porque llegase un sólo duro o tesoro o joya hasta mi época desde aquellos lejanos años del siglo XIII y XIV, sino porque aquel papel que Felicien representó con su propia vida, tal vez el más logrado y espléndido de toda su carrera, significó un aprendizaje para todos los que le precedieron y por supuesto para mí. Nos hizo conscientes de que, aunque parezca imposible, las cosas puede cambiar, o a veces cambian. Esa constancia la aprendió él para sí mismo y para nosotros, y en su trato con el hijo, y en todos los contactos con cualquiera de sus descendientes que pudo tener en vida les explicó lo que había sido más o menos, lo que quería ser. También sirvió para el teatro. Nunca se olvidó de aquella miseria hambrienta en las regiones del centro de Francia, de la intoxicación del río y las epidemias, de la necesidad de huir para salvar la vida, ni de que su alegría comenzó la primera vez que vio a Garceno de Cose, en algún lugar del mediterráneo francés, en un bosque antiguo muy cerca de la actual ciudad de Saint Tropez.

Garceno, según dejó escrito Felicien, fue el primer socio de la extravagante truope que recorrió Europa hasta llegar a las frías tierras de los Cantones Helvéticos. Le contó por qué vivía allí, junto a los bosques mediterráneos que conducían al mar por sinuosos senderos de tierra, bajo ese sol y ese clima templado. Garceno le confesó muchas veces que había soñado desde niño con esa libertad. Cuando fue rico, Felicien se encargó de que la historia de Garceno quedase escrita para la posteridad. Hizo venir desde el alto Rhin a un monje, a un franciscano políglota que cobraba dinero por escribir las historias que los nobles deseaban ver impresas en cualquiera de las lenguas hegemónicas de Europa. Una especie de primer ávido editor de las narraciones de otros a cambio de un módico precio. Capaz de proporcionar la tinta, el papel, y una digna encuadernación que festejaba año, mes, lugar y vida del autor, mucho antes de la invención de la imprenta. Felicien fundó una primera escuela y albergue de artistas en el pueblo suizo de Bürglen. Donó importantes sumas para asegurar su funcionamiento incluso después de muerto. Intentó dignificar una vida considerada vagabunda, inconveniente, miserable y a menudo triste.

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Pero eso no es lo que cada uno de mis antepasados ha ido resguardando. Tampoco crean que se trata de una verdad que vaya a deslumbrarles de primeras o a cambiar el mundo de raíz. Es tan sólo una verdad seca, cortante, tal vez incluso desagradable. Tal vez por eso, todos ellos, la salvaguardaron, contaron otras parecidas, seguimos inventando relatos, fantasías, anécdotas, para mantener aquella otra verdad, para proteger la falsificación. Tampoco creo que mi familia sea la única que conocía esa historia u otras del estilo. Habrán llegado a esa verdad con otras narraciones similares, o por casualidad, o por esa rara y extraordinaria inteligencia con la que lo divino dota a ciertos hombres y mujeres, a muy pocos, a lo largo de los siglos.

Lo nuestro es más bien una historia de herencia. Una necesidad de desmenuzar, de diseccionar nuestra propia tradición, justo ahora, en este siglo XXI que crece, tal vez para entender mejor, para aprovechar ese método científico que nos expulsó de la corriente del mundo.

Mateo me está contando de buena mañana, temprano, una historia de las suyas. Desconozco como esos rasgos particulares de la personalidad surgen de la genética, de la formación de ese cuerpecillo perfecto y suave, de ese cerebro fresco y luminoso que se pregunta y que afirma tozudo a la vez todavía sin saber porqué. Cómo la genealogía se impregna en la carne. Comprendo que ese ha sido el sueño de cada uno de mis antepasado y de muchos otros hombres, conseguir que la herencia intangible, herencia contada y percibida, se transforme en constitución de la carne, los órganos y la sangre.

El pequeño cuenta como todos sus antepasados. Cuenta sin darse cuenta. Ejemplifica su todavía reducido universo emocional -que se ampía día a día con la experiencia- de la misma forma que su padre lo hace a los cuarenta años, o como lo hizo su bisabuelo antes de que la guerra civil truncara todo su futuro.

¿De dónde le viene esa capacidad, ese afán, lo que se enciende en sus ojos cuando la historia, por simple e infantil que sea, se le aparece, le surge, para explicarme algo que él considera necesario contar de ese modo para entender y hacerse inteligible para papa, para mí?

Sobre la palabra verdad he leído cientos de reflexiones. Oscilando sin remedio entre ese “a menudo es mejor no saber la verdad” y ese otro de “la verdad os hará libres”. Si Felicien logró impregnar a toda nuestra tribu de la creencia en la posibilidad de cambiar, ¿por qué no ser el primero en modificar nuestra antiquísima tradición? ¿Por qué no contarle ya a Mateo lo que de verdad sucedió y hacer crecer esa verdad? La vida siempre fue dura, aunque haya mejorado algo en algunos lugares del mundo en los últimos siglos.

Eso me hace dudar.

¿Y si fuera la historia de Felicien uno de los vectores esenciales que junto a otros han ofrecido la posibilidad de transformar la vida a mejor? ¿Y si lo esencial de todas estas dudas no sea otra cosa que la constancia necesaria de renunciar por fin a las historias?

La historia inventada por Felicien fue un motivo de sublevación. Los Cantones Helvéticos reivindicaron su independencia frente a la Casa de los Habsburgo. Es cierto que los héroes ahora son francamente decepcionantes respecto a muchos de los de antes, apenas deportistas triunfadores o estrambóticas cantantes mediáticas, ricas caprichosas u hombres de poder, atormentados artistas modernos con éxito popular o damas de la alta sociedad; pero tal vez, la progresiva y creciente estupidez de esos modelos ha generado un mundo más inocuo, más inofensivo en apariencia en una buena parte de la tierra. Iconos sin metáfora excesiva ni vida más allá de la fama o su relato superficial de superación, pero aún así, su construcción es similar a la invención de Felicien. Son las mismas mentiras, aunque dia a día más infantiles.

Me gustaría poder expresar a Mateo lo que sentí cuando mi abuelo Domingo me contó por primera vez la historia que inventó Felicien. También cómo nuestro originario antepasado logró extenderla oralmente en toda Suiza, hasta convertir su creación en un himno, en un mito, en una aventura de todos fijada en los hechos esenciales de un pueblo y posteriomente en un relato global de independencia, libertad y esperanza. Los científicos intentarían medir el grado de influencia que tuvo en la consolidación de la Confederación, en dotarla de fuerza y mística, de metáfora de desarrollo, de hermoso destino.

wilhelmtell Un buen día, Guillermo Tell paseaba con su hijo por la plaza de Altdorf. Caminaba a buen paso entre la gente que se reunía allí por las mañanas. Todo ciudadano de Altdorf debía agacharse ante el sombrero de los Habsburgo. Los invasores de aquellas tierras impusieron como orden incuestionable hacer una reverencia cada vez que alguien pasaban junto al estandarte. Guillermo Tell y su hijo no lo hicieron, no sé sí por despiste o porque no les dio la gana.

Mateo va abrir los ojos ante esa escena como yo lo hice.

-No flexionaron la rodilla ante el emblema del conquistador y fueron detenidos.

-¿Y por qué, papa?

-Porque la ciudad de Altdorf había sido invadida por el ejercito de los Habsburgo. Porque el poder lo tenían ellos y querían recordarles a todo el mundo que el dueño de sus vidas y sus ciudades eran esos hombres y ese reino.

-¿Eran malos Papa?

-No sé si eran malos, pero sí que ansiaban el poder, tenerlo y ser reconocidos por ello.

-¿Eso es malo Papa…?

-No lo sé hijo, no estoy seguro, supongo que sí… ¿Quieres que siga?

-Si papá.

-Los Habsburgo eran un imperio poderoso, mucho. Los cantones sin embargo eran débiles y sin unidad, poco poblados, y además sin demasiados lazos entre ellos.

-¿Suiza es donde vive Nanou, no papa?

-Sí.

-¿Donde dormimos en esa casa que parecía un barco?

-Allí mismo…

-El Gobernador le pidió en público que volviera a pasar bajo el sombrero de la Casa Real y se arrodillase. Nuestro antepasado, Feliciene D´Antiles, estaba allí, en esa plaza. Vio primero como Guillermo Tell pasó bajo el sombrero y no hizo gesto alguno, siguió su paso como si tal cosa, y su hijo hizo lo mismo. Felicien era tu tatatatatatarabuelo

(Extiendo las manos para intentar expresarle el tiempo lejano en que Felicien vivió y lo entiende al instante).

-¿Más viejo que el bisabuelo de mamá?

-Mucho más hijo, mucho más ¿Y qué crees que hizo Guillermo Tell?

-No lo sé papá.

-Dijo que no. Que él no tenía porque que hacer reverencias ante un sombrero. Guillermo Tell tenía fama de ser el mejor arquero de todos los cantones, y alguien debió decírselo al Gobernador de Altdorf. Entonces ideó sobre la marcha su broma macabra.

A esas alturas Mateo ya estará seducido. Aguardará el desenlace de la historia si he logrado implicarle como suelo hacerlo. No sé si elegiré contar la narración de Felicien a mitad y revelar antes de tiempo la verdadera; o si directamente negaré la existencia de una historia y cuente tan sólo lo ocurrido, sin más adorno ni metáfora. Decirle sin más qué es lo que sucedió en verdad sin posibilidad de invención, obviando lo que supuso esa ficción para la sublevación de los cantones. O tal vez debería narrar la historia falsa primero por completo y luego decirle expresamente que esa es un historia parecida a las que él mismo inventa para explicarme su vida, que lo que sucedió de verdad fue otra cosa aunque lo fundamental para la libertad de los cantones fuese la mentira de Felicien. Todavía no lo sé. Porque la primera o la segunda opción suponen una rudeza demasiado onerosa para un niño. Tal vez la vida no sea tan simbólica y metafórica como yo creo, pero tampoco concibo que albergue tanto horror como el verdadero destino de Guillermo Tell y su hijo. Tengo la intuición de que existen corrientes vitales empujadas por metáforas, y que es necesario desentrañarlas cuando guardan su esplendor.

La tercera opción sería algo así como un experimento. Intentar dirimir si conocer ambas versiones y sus consecuencias, aprender poco a poco sus efectos y su sentido, nos daria una valiosa información sobre lo humano tal vez por primera vez en toda nuestra larga historia. Hacerlo antes de tiempo, cuando somos niños, no después, de adultos. Hacerlo para que el niño sepa que hubo dos versiones fundacionales de la misma historia, una que sucedió y la otra que fue la invención de un hombre. Al mismo tiempo animarle a pensar en la moralidad de cada uno de esos orígenes y a la vez en la justicia de su desenlace. Ser consciente de toda esa complejidad desde su primer aprendizaje.

(Preguntas y pausas medidas que ralentizan todo)

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-Sigue papá…

-El Gobernador pensó en un castigo cruel. Lo hizo además retando a Guillermo Tell, al mejor arquero de Helvetia, él, un esbirro de los Habsburgo. Si de verdad era el mejor arquero de Suiza colocaría a su hijo a ochenta pies con una manzana en la cabeza y la rompería en pedazos con una flecha. Guillermo Tell debía acertar desde una distancia imposible. Sintió esa duda por un instante. Si no lo hacía su hijo y él serían encarcelados y entregados a la justicia de los Habsburgo. Perderían su libertad. En caso de cumplir la hazaña todo volvería a ser como antes. Tu antepasado Felicien tuvo que degustar la historia en su paladar ávido de aventuras. Lo que estaba viendo le sugirió poco a poco otra cosa distinta, una metáfora que rondaba su cabeza fue cobrando forma despacio y apoderándose de lo que sus ojos veían…

-¿Por que tenía mucha imaginación como yo?

-Por eso. Imagina Mateo, la enorme responsabilidad de Guillermo Tell. Era una distancia excesiva. Nadie podía hacer algo así. Acertar a una manzana con una ballesta desde esa distancia. Pero era eso o la cárcel, robar el futuro de su hijo y su libertad.

-Con un rifle sí se pude.

-Si eres buen tirador, porque sino tampoco es fácil. Pero además, en la época de Guillermo Tell no había rifles…

-No.

-Aún tardó unos minutos en decidirse. Cerró los ojos y el Gobernador le apremió a que diera una respuesta. De repente alzó la cabeza y se movió, de golpe. Se acercó al Gobernador y le pidió una flecha. Guillermo Tell se dispuso a disparar, pero se paró en seco y solicitó una flecha añadida. Nadie pensó en el motivo de esa petición. Un soldado se la dio. Felicien contaría después que Guillermo Tell se dijo que si fallaba y su hijo moría la segunda flecha sería para el Gobernador. Miró el diminuto blanco durante un buen rato. Sudaba de la concentración que llegó a alcanzar. Le caían gotas desde las sienes y la frente. Calculó la velocidad del viento y su dirección, palpó varias veces la tensión de las cuerdas de la ballesta, midió la distancia llenándola de referentes y relaciones. Repitió mentalmente los miles de lanzamientos que había logrado a lo largo de su vida como ballestero. Toda su existencia estaba allí, apuntando a la manzana que apenas se veía desde esa distancia, sobre la cabeza de su hijo.

-… ¿sino disparaba los mataban papá?

-Algo así hijo… ¿tú que harías?

(Se queda pensativo. Tardará en responder y yo seguiré un poco después mi relato.)

-Tardó mucho rato en soltar la flecha. Debió ser una eternidad el viaje de aquella punta mortal hacia su destino. Toda la plaza estaba en absoluto silencio. Muchas mujeres y hombres se llevaron la manos a los ojos. No querían ver como esa flecha atravesaba la cabeza del niño. Había gente que lloraba desconsolada. La flecha salió disparada silbando en el aire. Hasta el Gobernador de Altdorf se estremeció. Era la vida de un niño a cambio de una apuesta inútil y una reverencia. Puede que incluso se arrepintiera en esas décimas de segundo de su castigo cruel, en ese breve instante en que la punta metálica y cilíndrica volaba en dirección al árbol en el que estaba atado el niño con la manzana.

-¿Ese era malo, no papá?

-Si hijo. El malo. La flecha se aproximó a gran velocidad así, fsssssssss, plok...

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Mateo abrirá la boca. Pensará en el impacto de la flecha, el punto en el que se habrá insertado su punta afilada. En sus ojos veré la necesidad de que el niño no muera. Él es el niño y yo Guillermo Tell a sus ojos. No quiere ni pensar en que esa flecha mate al niño. Tampoco concibe que Guillermo Tell, que papá, falle ese lanzamiento en el que tanto se juega. Quiere que la manzana se parta en pedazos, de repente lo sabré en su mirada.

-Papá, papá. ¿El niño no muere? ¿No muere verdad?

-La flecha partió la manzana en pedazos y se clavó en el tronco del árbol, a tres centímetros de la cabeza de su hijo. Imagina Mateo a todo el mundo en la plaza aplaudiendo, cantando, bailando, gritando el nombre de Guillermo una y otra vez. Corrió hacia el árbol para estrechar al niño entre sus brazos. Lo llamaba a gritos; se llenaba de la palabra hijo y reía. Tal vez se llamase Guillermo como él, o mejor, Mateo. ¿Lo llamamos Mateo?

(Una sonrisa inunda su hermoso rostro; modesto asiente sin decir nada, pero quiere que el hijo de Guillermo Tell se llame Mateo, quiere esa valentía y esa confianza en el padre)

-Porque… ¿el niño es valiente papá?

-Claro. Aguanta ahí en el árbol sin moverse ni pestañear, sin llorar. Confía en su padre.

-Claro. Tu eres el niño y yo Guillermo Tell.

(Dice Mateo contento, apretándose contra mi cuerpo en la cama)

Adoro su contacto físico. Su necesidad de cercanía. El olor de su pelo. La suavidad de sus mejillas o de su espalda. Su risa. Me estará mirando emocionado cuando le diga que tenemos que apagar la luz para irnos a dormir. Pero aún no he acabado la historia.

-Pero la historia no acaba aquí, hijo…

-¿No?

-No. Porque en medio de la alegría general, el gobernador le preguntará para qué demonios quería otra flecha si sólo tenía una oportunidad. Tú sabes lo que le dirá, Mateo, para quién era esa flecha que Guillermo Tell había pedido.

-Para el malo, papá… hará así (hace el gesto de coger la ballesta que le he enseñado en el ordenador antes de contarle el cuento, y la sujetará como ha visto en las imágenes de ballesteros; apuntará unos segundos y luego simulará todos los sonidos de la escena)

-Eso es. Y además no se callará.. responderá la verdad ante el gobernador. Esa flecha la pedí en caso de matar a mi hijo. Iba dirigida a usted.

(Mateo aplaude. Luego se queda pensativo)

-¿Sabes lo que hizo el gobernador, Mateo? Mandó a los soldados que apresaran de nuevo a Guillermo Tell y a su hijo. Después decidió que los llevasen al castillo de Küssnacht.

-¿Y por qué no disparó su ballesta papá y escaparon?

-No tenía flechas Mateo, y además había muchos soldados, más de cincuenta.

-Ya…

-El último tramo del viaje hasta el Castillo de Kussnacht tenía que hacerse en barca a través del lago de los Cuatro cantones. La fortuna sonrió a Guillermo Tell. A parte de ser uno de los mejores ballesteros de toda la región, era un magnífico y experimentado navegante. Una furiosa tormenta estalló a mitad de trayecto. Fue tan terrible que los marineros perdieron el control y la nave pareció irse a pique. Tuvieron que desatar a Guillermo Tell para que intentase enderezar el barco. Les salvó la vida a sus verdugos. Lo hizo por su hijo, pero consiguió que nadie muriera y que la embarcación llegase a la orilla. Escapó con su hijo. ¿Sabes lo que contó además Felicien para terminar la historia?.

-No

-¿Te lo cuento?

-Claro papá…

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-Dicen que algún tiempo después Guillermo Tell cumplió el destino de aquella lejana segunda flecha. En una emboscada preparada durante meses mató al gobernador de Altdorf con su ballesta… –

Aguardará mi abrazo convencido de que él podría ser Guillermo Tell un día y salvar a su hijo con su extraordinaria puntería. Se va a dormir rápido porque esa es una historia de seguridad. Cómo decirle la verdad a él, a su edad, tan pronto, y despojarle de esa tranquilidad de saber que los buenos consiguen sus propósitos. Cómo contarle que Felicien intentó convencer a todos los presentes allí, incluso al Gobernador arrepentido, que guardasen otra historia. Que contasen lo que él les iba a narrar, lo que había imaginado a partir de lo visto con sus propios ojos. En medio de la desolación de la plaza, con el niño muerto atado al árbol. Con el padre destruido, arrasado, arrodillado en el suelo deseando morir una y mil veces y no ser consciente. Felicien lo consiguió. Era muy valiente. Pidió a gritos, gesticulando, moviéndose sin parar entre las gentes que llenaban la plaza, acercándose a los soldados, que la historia verdadera no era necesaria, que no servía. Que debían contar que Guillermo Tell no falló su disparo y destrozó la manzana con una flecha de su ballesta a una distancia de ochenta pies. Que la flecha se clavó en el tronco del árbol tres centímetros arriba de la cabeza de su hijo, que el niño no sufrió ni un rasguño. Felicien gritará que esa historia es la que sirve una y otra vez. Les contará un final tan feliz que sentirán alivio. Los dejará con esa imagen hermosa y conmovedora de un padre y un hijo viviendo en libertad, orgullosos uno del otro. Dirá que se abrazaron bajo el sombrero de la Casa de los Habsburgo y no cumplieron ninguna reverencia.

Pero la verdad es que Guillermo Tell atravesó el ojo de su hijo con esa flecha. El niño murió en el acto tras al crujido de huesos y el impacto en el tronco. La historia de Felicien era falsa, pero los Cantones Helvéticos lograron poco después su independencia.

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Itinerario nº3-(Una soledad demasiado ruidosa-Bohumil Hrabal)

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(Una soledad demasiado ruidosa. Bohumil Hrabal. Galaxia Gutenberg 2012. Traducción Monika Zgustova)

              Hace treinta y cinco años que trabajo con papel viejo y ésta es mi love story. Hace treinta y cinco años que prenso libros y papel viejo, treinta y cinco años que me embadurno con letras, hasta el punto de parecer una enciclopedía, una más entre las muchas de las cuales, durante todo este tiempo, habré compromido alrededor de treinta toneladas. Soy una jarra llena de agua viva y agua muerta, basta que me incline un poco para que me rebosen los más bellos pensamientos, soy culto a pesar de mí mismo y ya no sé qué ideas son mías, surgidas propiamente de mí, y cuales he adquirido leyendo, y es que durante estos treinta y cinco años me he amalgamado con el mundo que me rodea porque yo, cuando leo, de hecho no leo, sino que tomo una frase bella en el pico y la chupo como un caramelo, la sorbo como una copita de licor, la saboreo durante tanto tiempo que acaba no sólo penetrando en mi cerebro y mi corazón, sino que circula por mis venas hasta las raíces mismas de los vasos sanguíneos. Por regla general, prenso unas dos toneladas por mes, y para tener fuerzas para este bendito trabajo, durante treinta y cinco años he bebido tanta cerveza que con ella se podría llenar una pisicina olímpìca o una buena cantidad de viveros de carpas navideñas. De esta manera, a pesar de mí mismo, me he vuelto sabio y ahora me doy cuenta de que mi cerebro es un fajo de pensamientos prensados en la prensa mecánica, mi cabeza calva es la nuez de Cenicienta, y sé bien que los tiempos en los que el pensamiento estaba inscrito en la memoria humana tenían que ser mucho más hermosos; si en aquel tiempo alguien hubiese querido prensar libros, tendría que haber prensado cabezas humanas, pero tampoco eso habría servido para nada, porque los verdaderos pensamientos provienen del exterior, van junto al hombre, como su fiambrera de fideos y por eso todos los inquisidores del mundo queman los libros en vano, porque cuando un libro comunica algo válido, su ritmo silencioso persiste incluso mientras lo devoran las llamas, y es que un verdadero libro siempre indica algún camino nuevo que conduce más allá de sí mismo. Me compré una pequeña calculadora, una de esas multiplicadoras extractoras de raíces, una máquina menuda, no más grande que una cartera, y cuando reuní el valor necesario para abrir la parte de atrás con un destornillador, tuve un sobresalto de alegría porque dentro encontré una minúscula placa, no mayor que un sello, no más gruesa que diez hojas de un libro, y aparte de eso sólo aire, aire cargado de variaciones matemáticas. Lo mismo pasa cuando penetro con los ojos un buen libro, cuando despojo el texto de palabras impresas; entonces tampoco queda nada más que pensamientos irracionales que planean en el aire, que yacen en el aire, que se alimentan del aire, de la misma manera que la sangre está y al mismo tiempo no está en la sagrada forma. Hace treinta y cinco años que me dedico a envolver libros y papel viejo, vivo en un país que sabe leer y escribir desde quince generaciones atrás, vivo en un antiguo reino donde siempre ha persistido la costumbre y la obsesión de atiborrarse pacientemente la cabeza con ideas e imágenes que aportan un goce indescriptible y un dolor más grande aún, vivo envuelto entre personas dispuestas a dar incluso la vida por un paquete de ideas bien prensadas. Y ahora todo eso se repite en mis entrañas, hace treinta y cinco años que pulso los botones verde y rojo de mi prensa, y treinta y cinco años que bebo jarras enteras de cerveza, no pàra emborracharme, los borrachos me horrorizan, sino para poder reflexionar mejor, para penetrar hasta el corazón mismo de los textos, porque no leo para divertirme, ni para pasar el rato, ni para conciliar el sueño; yo, que vivo en una país donde la gente sabe leer y escribir desde quince generaciones atrás, bebo para que el texto me despierte, para que la lectura me produzca escalofríos, porque comparto la opinión de Hegel de que una persona noble no es necesariamente un aristócrata, ni un criminal ni un asesino.


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Argumentos (I)-La felicidad de Anna K.

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              Ya no creía en la felicidad. Había visto tal cantidad de formas de ser infeliz, y al tiempo conocido tantos falsos remedios para intentar dejar de serlo, explotados por los espabilados y consumidos frenéticamente por los infelices, que realmente ya no era una cuestión de estilo, sino más bien una idea irrenunciable, dolorosa e irrisoria a la vez. Cuántas vidas desperdiciadas por culpa de la felicidad. Cuánto tiempo malgastado intentando restaurar el frágil equilibrio de lo feliz. Por más que se empeñara no iba a creer en ello ni por asomo. Anna K. prefería aceptar lo que sucedía con una suave ironía. La escasa felicidad que había vivido se parecía a otros presuntos destellos de gracia que creyó atisbar en los otros, y por supuesto, las infinitas formas de ser un desgraciado eran tan inabarcables y frecuentes que casi alcanzaban una comprensión esencial de la totalidad de la existencia humana.

           Cuando se enteró de que su andrajoso marido se tiraba a la vecina del quinto mientras ella se deslomaba a trabajar de sol a sol en una oficina, esa mujer, que dominaba con soltura cuatro idiomas y hablaba correctamente al menos tres más, que incluso podía chapurrear frases en yiddish o en kurdo, sintió que todo el peso de la infelicidad se situaba sobre su cabeza. La anodina existencia que había llevado hasta ese momento no le había aportado ni felicidad ni infelicidad. Esa constancia reveló varias cosas fundamentales de su biografía. No había sido infeliz en la medida en que tampoco se había sentido feliz. La verdad es que hacía años que no sentía demasiado. Las lágrimas inesperadas muchas tardes de domingo, o ciertas alegrías insignificantes en algunos momentos de todo ese tiempo casada, de esos destinos prefijados, las había vivido sin comprender nada fructífero, sin darse cuenta de nada, como si hubiese estado dormida. Por otro lado, del amor por ese hombre del que se enamoró tanto tiempo atrás no quedaba ni rastro, pero no por el golpe de enterarse que a su desganado marido picha floja se la ponía durísima la tetona del quinto cuando le movía los pechos y las caderas o hacía ruiditos con la goma del tanga y abría la boca como si quisiera engullir un suculento helado de chocolate, sino porque esa terrible imagen, que se le quedó grabada sin remedio desde el primer instante, había despertado un desamor acumulado de años, una distancia que casi le parecía de siglos, un olvido de sí misma, de lo que le unió a él, concienzudo y constante, un vacío antiguo que quedó revelado con aquella creciente infelicidad.

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Genealogía de la literatura (V)-Vladimir Nabokov (Ada o el ardor). Nikolai Ivanovich Ashmerin (La teoría de la narración)

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Vladimir Nabokov (f¯dt 22. april 1899 i Sankt Petersborg, d¯d 2. juli 1977) var en russiskf¯dt amerikansk forfatter. Han emigrerede i 1919 til Cambridge og siden til Berlin, derefter - i 1940 - til USA, hvor han fik statsborgerskab i 1945. Nabokov blev verdensber¯mt med romanen Lolita (1955), der udkom p dansk i 1957. Han var en af de markante fornyere af romangenren i det 20. Ârhundrede og flere gange p tale som kandidat til Nobelprisen i litteratur. Hans forfatterskab dÊkker bÂde prosa, poesi og videnskabelige artikler om litteratur og lepidoptera. Nabokov skrev f¯rst p russisk og blev kendt som en af den f¯rende forfattere indenfor den russiske emigration, og senere, i USA som forfatter til en rÊkke sprogligt opfindsomme vÊrker p engelsk.

        Para cualquiera de las maneras que han surgido y que podrían haber determinado la materia y las palabras de este relato, sucede de modo similar a cómo se articula la vida, sus caminos entrelazados de relaciones, infinitos y enrevesados en su aparente insignificancia, que van fijando la biografía, sus lazos y sentidos, sus lógicas inaccesibles y aquellas que, por un instante, a veces tan sólo por unos segundos, nos son reveladas. Porque ahora podría seguir contando lo que mi hermano me dijo unos días después de que la nueva alumna apareciera en el aula del Lycée Jules Froman de Pontarlier hace ya tantos años. El sol primaveral entraba por el amplio ventanal e iluminaba la figura nerviosa de la muchacha, de pie sobre la tarima. Daniel me confesó que la hija del diplomático Devereaux le gustaba, y que había pensado invitarla a tomar unas cervezas en Besançon. Cuando mi hermano del alma y de sangre, sujeto a mí por pactos y experiencias acumuladas desde la infancia, me reveló ese afán, me contó su intención, supe que toda nuestra existencia iba a quedar removida de arriba a abajo, que todo cambiaría en poco tiempo, y él y yo dejaríamos de ser esa especie de totalidad que habíamos sido el uno para el otro. Tuve la percepción de que un final, un camino, una mutación inevitable, estaba teniendo lugar mientras se refería a lo mucho que le fascinaban los labios carnosos y los ojos verdes de la nueva compañera; su cabello enmarañado y largo, la forma de sus senos adivinados bajo la camisa de seda o la elasticidad esbelta de las piernas enfundadas en sus pantalones vaqueros estrechos. Supimos, y ella también, que antes de que sucediera todo, todo había cambiado ya. No era ningún flirteo en ciernes del liceo, ni siquiera un capricho de testosterona adolescente o juvenil, tampoco una inquietud seminal, sexual, sino una modificación de la vida, el fin de la adolescencia.

              Pero no deja de haber aquí una teoría literaria. Una forma de contar particular e inasible. Una fase de la historia de la literatura que asoma y se excede, otra que censura y corta de raíz excesivos adjetivos, o demasiado pocos, o aquella lírica frase que intenta alzarse como un caballo desbocado, o esa otra tan corta que apenas late y cierra el deslizar del lenguaje.

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            En el año 1933, un hombre helado, enfundado en un abrigo de pelo raído y agujereado, intentaba calentarse los dedos en un lugar inhóspito de la Siberia soviética. Nikolái Ivanovich Ashmerin tenía sobre la cama el cuerpo congelado de su mujer, Ivana Asmherina, medio desnudo, rígido como un cubito de hielo, amoratado y pálido. Le había cerrado los ojos dos tardes atrás, o eso creía, pero esa noche los ojos estaban abiertos de par en par, la mandíbula a su vez también, la expresión de la cara estaba desencajada, como si fuera a gritar en cualquier momento. Nikolai no sabía qué hacer con el cuerpo. Era excesivo dejarlo sobre las montañas de nieve cercanas y esperar a que quedase cubierto por completo sin señal alguna. Tenía miedo de hacerlo porque no era algo humano, y porque tal vez alguien podría culparle de esa muerte cuando el deshielo revelara todo lo escondido por la nieve durante el invierno y se agravara su ya penosa condena. Temía encontrarse además con ella meses después, sobre todo si las corrientes no alejaban el cadáver en exceso de la aislada cabaña en la que vivían y el agua hacía surgir el cuerpo putrefacto en la primavera. A pesar del frío y del ligero rastro de hielo del bigote, del temblor del cuerpo estremecido una y otra vez, levantaba con los dedos rígidos una pluma que mojaba en un bote repleto de tinta. De hecho, una semana antes de morir, Ivana le reprochó que hubiese comprado tanta tinta y papel en vez de la comida necesaria para esos meses tan duros del invierno. Y tal vez fuese verdad. Se había equivocado, y sobre la mesa, al lado de esa muerte segura que le esperaba también a él, junto a la muerte cumplida y salvaje que había extirpado el movimiento y el calor de su mujer, había un grueso manuscrito atado con cuerdas y cubierto por raídas capas de piel de vaca, donde estaba depositado todo lo que Nikolai sabía sobre la literatura aprendido a lo largo de una vida intensa. El libro se llamaba Teoría de la narración.

        También sabía Nikolai que su caída en desgracia frente al régimen comunista había condenado para siempre cualquier intento de editar ese libro. De repente, mientras escribía que tal vez la literatura fuese un flujo natural del pensamiento humano, que escribía el inconsciente con el control de la razón y la lógica, y corregía el consciente con los prejuicios y la preeminencia del inconsciente inaccesible, notó como una lágrima se deslizaba por su mejilla, se mezclaba con la moquita que le caía, se precipitaba hacia el labio, y colgando de su raquítica y estrecha barbilla, mojaba el suelo de piedra de la cabaña. No sabía exactamente si lloraba por la muerte de su mujer o por la suya próxima, por ambas, o por esas palabras que en medio de aquel frío desolador e insoportable intentaban surgir de sí mismo. Tenía en su cabeza todo lo que había escrito, pero las relaciones entre los conceptos, los libros, con sus recuerdos, requerían de textos que había perdido, ensayos estudiados durante años, referencias exactas a otros autores, a otras corrientes, todo aquello que, desde el inicio de su castigo allí, en esa cabaña, le faltaba. Había pretendido escribir de memoria, pero sabía que para el mundo académico al que había pertenecido durante dos décadas no era posible.

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          La teoría de la narración se editó cuarenta años después en una pequeña editorial francesa de La Var. Sé que con los años comenzó a gestarse una sociedad secreta en torno a aquel libro misterioso. Se le consideró inspirador de otros insignes teóricos de la literatura como Todorov y su escuela sin que nadie lo mencionase. Su nombre fue borrado. Por aquel entonces, me refiero a la época en la que Helene Deveraux apareció en el aula del Lycée y fue presentada como la nueva compañera que llegaba a mitad de curso, tanto Daniel como yo necesitábamos una mística, un símbolo, una dirección. Recordábamos de memoria aquel párrafo de Nabokov, capitulo IV de Ada o el ardor, sobre la mejor manera de reconstruir el pasado lejano. La sintaxis de Vladimir, a veces enrevesada y barroca, serpenteante, sus requiebros e incisos, sus exageraciones y digresiones inesperadas, nos excitaba. Esa era la palabra que utilizábamos a conciencia en esa edad. Una excitación que todavía nos hacía familiar en la incomprensión la erudita sabiduría que Nabokov nos provocaba con su literatura.

          Realicé un experimento no hace mucho con una nueva edición de la novela. Los años habían agudizado la capacidad que tenía como lector para evocar las historias incesantes y maravillosas que se sucedían en Ada o el ardor. Debo decir que el título y su erótica portada fue uno de los acicates principales para que en la librería Paris-Livres de Besançon, ya desaparecida hace bastante años según me cuentan, comprase una edición francesa de los años setenta y a veces junto a Daniel, y otras a solas, llegara a leerla con tanta emoción y fascinación. Al volver a adentrarme en sus páginas por tercera vez, pasadas ya dos décadas, sabedor además de los prejuicios del aprendizaje académico y los numerosos ensayos literarios devorados, conocedor además del papel en la historia de la literatura del siglo XX de monsieur Nabokov, la primeras veinte paginas del libro me provocaron una sensación de rigidez, de rocosa artificiosidad. La exuberante y sensual prosa del maestro había perdido aquel discurrir brillante ante mis ojos, parecía almidonada, ajena a los tiempos, y tardé algunos días de lectura en comprender la razón. Al principio me dije que tal vez yo era un lector experimentado y un escritor tan frecuente y fatigado que los trucos de esa narrativa que de joven nos deslumbró a mi hermano Daniel y a mí ya no me impresionaban. El juicio fue ufano y distante, y la sensación ciertamente desconcertante, casi llena de desasosiego. Lo que recordaba como gran literatura, me ofrecía ahora un texto de otra época, un discreto lamento de una década en la que la literatura tuvo otra importancia y otra fe, y su destino mayor relevancia social e intelectual. Pero al igual que sucede con muchas de las emociones que acontecen en mi existencia, no sólo en el presente, sino tal vez desde siempre, comencé a comprender que quizá el problema no era Nabokov y su novela, tampoco que en los años en los que Vladimir se dedicó de lleno a escribir y concluir semejante obra las letras alcanzaran cierta repercusión impensable en nuestro tiempo, un hecho reseñable que la sociedad aguardaba. Concibo que el lector de los años sesenta o setenta fuese más agudo que el de ahora pero no me pareció una razón suficiente. Llegué a pensar que la literatura en verdad había evolucionado influenciada por la necesidad de aprovechar sus espacios y marcar otros territorios frente a tantos ocios alternativos, hacia derroteros distintos que hacían de aquellos párrafos sublimes leídos en la juventud apenas esbozos de cierto estilo rococó, lúcidos en los detalles y recargados en la expresión. La teoría de la inutilidad del arte de Nabokov me pesaba demasiado. En ese momento empecé a entender que quizá era yo el que había cambiado con los años para mal, que llevaba demasiado leyendo otro tipo de novelas a causa de mis propios ensayos que abastecían discretos mis cuentas bancarias. Me había alejado en verdad de la literatura que amé al principio, no sólo porque la época hubiese transformado la vida, que lo había hecho, sino porque mi yo lector había perdido el gusto por el detalle y el matiz, la fascinación de la frase construida por un impulso artístico, por la belleza del aleteo de una mariposa o la reverberación de la sintaxis que en manos de un autor como Nabokov provocaba reacciones en cadena, entrelazadas y complejas, referencias eruditas interminables para gozar, y una riqueza de significados para las que mi edad adulta, o mi lector adulto, cansado y desilusionado, tal vez incluso vencido por los sueños no cumplidos y los silencios separados de ciertas décadas ya repitiéndose, no lograba disfrutar por igual.

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           A Nikolai Ashmerin, la desnudez congelada del cuerpo de su mujer, su brillo azulado sobre la cama de la cabaña, le producía emociones encontradas. Su propia muerte estaba cambiando aquellas ideas que sustentaron durante una década La teoría de la narración. Había escrito sobre la sensualidad de la prosa. También sobre el efecto de la muerte en la literatura. Distinguió de repente que todo aquello debía estar entrelazado, pero no lograba escribirlo; las provisiones de comida que quedaban en la cabaña en medio de aquel interminable invierno y el frío intenso que envolvía como un manto de muerte su cuarto provocaban temblores constantes que se unían a los violentos retortijones en el estómago, lo empujaban al desagüe de afuera a expulsar aquel líquido amarillento y doloroso, y a la vez aparecían reacciones imprevistas cuando en medio de la desolación observaba lascivo los muslos de su mujer, y la desnudaba, y contemplaba el sexo cubierto de espeso vello negro, y recordaba el esplendor de esa figura que antes fue cálida, que antes poseyó y quiso ser poseída, y que ahora parecía un maniquí de cera a punto de deshacerse por la congelación. No lograba precisar nada, no se concentraba. Ashmerin, tantos años después de haber leído aquel manuscrito, me vino a la cabeza incluso por encima del Curso de literatura europea de Nabokov a la hora de discernir por qué Ada o el ardor no había comenzado en esa nueva lectura con el mismo sabor intrépido y deslumbrado de la primera. No era lo mismo sentir una erección para Nikolai cuando el cuerpo de su mujer pleno y bronceado surgía del aire cálido en aquella casa de Crimea que alquilaron en 1910, y se acercaba al ventanal del dormitorio desnuda y sonreía, que la mirada terrible, a punto de la muerte, de la misma erección contemplando el cadáver congelado y desvestido sobre la cama empapada.

             Cuando comprendí que para releer en condiciones Ada o el ardor debía de alguna forma revivir la vitalidad que había perdido, mantener esa chispa vital o al menos su memoria, cuando fui consciente de que por el camino me había ido muriendo despacio y tal vez era necesario hacer algo para despertar de ese letargo, me di cuenta de que la literatura nunca deja de ser literatura cuando es sólida, cuando posee eso que sí tenía Nabokov en cada párrafo y en cada frase. Lo que en un principio me había resultado incomprensible era un problema mío, una carencia personal, una necesidad de cambiar de vida, de aires, de intentar otra cosa, de recuperar la ilusión que poco a poco se había ido apagando sin remedio en mí. Entonces Van, Ada, Marina, Aqua, Lucette, Blanche, Mlle. Larriviére, Daniel Veen o Demon Veen comenzaron a resplandecer de nuevo como un milagro.

        Para empezar a contar esta historia he aguardado un milagro parecido. Además creo que lo he esperado a conciencia, con la misma intuición con la que el desgraciado Nikolai Ivanovich Asmherin intentó que sus ojos devolvieran la vida al cuerpo de su mujer, que aquella imagen del pasado y el presente quedase reflejada en su interminable manuscrito sobre la narración antes de morir. Quizá Vladimir Nabokov lo entendió a su vez.

            A eso me refiero, a lo que escribió Nabokov. El modo apropiado… de traer los recuerdos de su infancia realmente significativos para él… que reaparecían en diversos periodos de su adolescencia y de su juventud, era el de verlos en yuxtaposiciones imprevistas que, al reavivar los detalles, vivificaban el conjunto. Esa es la razón de que su primer amor tenga aquí prioridad sobre su primera herida o su primera pesadilla. (Ada o el Ardor. Vladimir Nabokov. Año 1969)

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La vida sexual (I)- (Julie avec un athlete-Agostino Carracci)

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                 De él no sabemos nada más que lo que vemos. Uno más de sus amantes. El musculado atleta que pone cara de espanto ante la diosa. No es una diosa pero se asemeja a las diosas; Carracci la dibujó con algo que la acerca a ellas, aunque no reveló su rostro y sus cabellos resultan algo sucios, pegados a la cabeza. No será una diosa pero a ese hombre se lo parece. Su expresión es de espanto mientras ella acaricia su verga y recibe el roce delicado de su prepucio contra la vagina húmeda y abierta. Nota la mano firme sobre su cabeza, como aplastándola. Una vuelta de tuerca a la sexualidad romana en un grabado dibujado muchos siglos después, que falsifica, tal vez consciente, un mito. La obra es en sí misma una subversión. Una expresión de la rebeldía humana y su aliento de inteligencia. El hombre sostiene todo ese peso que le viene encima con sus dos fornidos brazos, arquea la espalda y quiere ver su sexo abrir la vulva empapada. La sofisticación de Julie llega a un extremo delicioso, sublime. Ha puesto bajo las nalgas del amante un cojín o un hato de ropas de cama, algo que le mantiene el cuerpo levantado, que le obliga a sujetarse con los brazos para mantener el equilibrio. La seducción femenina estremece al atleta, le hace pensar en el destino de los mortales que copularon con las diosas. Teme el instante en el que el sexo femenino, la oscuridad de ese paraíso sedoso y delicado, engulla su falo. Tiene miedo a la inmensidad feminina que se abre ante él. A sus consecuencias.

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Una historia de la literatura (ensayo sobre la creación literaria)-de James Joyce a Saul Bellow

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(Quiero agradecer a Antoine Ferdinand la posibilidad de haber promovido un texto como éste y pretender su edición teniendo en cuenta su extensión y su complejidad. Especialmente a Sevérine Lavigne por la fatigosa traducción al francés y por sus valiosas apreciaciones que dieron un giro al ensayo y cierta amenidad necesaria. A Daniel Ariño por esas conversaciones nocturnas en la sierra de Gúdar que fueron tan importantes para confrontar la solidez de algunas apreciaciones osadas. Pido disculpas a los posible lectores por la extensión del texto, pero adentrarse en una teoría de la creación literaria con cierto rigor me exigió aunar disciplinas y saberes ajenos a la literatura y entrelazarlos con el espíritu de esta tradición milenaria. Aprovecho para colgar el texto en PDF a fin de que pueda ser leído en otros formatos más cómodos que la pantalla de un ordenador -de momento sólo habrá en breve edición francesa en papel-, tal vez convencido de la necesidad de ofrecer una lectura que permita a cualquier lector adentrarse en un universo fascinante que si bien la literatura siempre reveló, es ahora a través de la ciencia que cobra una relevancia demostrativa e incluso irrenunciable. Tengo la sensación de que el equilibro debería inclinarse a nuestro favor a poco que se instaure la superstición de la medición científica en todos esos saberes de la literatura que los escritores intuyeron desde hace siglos, convencidos de su poder mágico y su aliento espiritual incuestionable. La hegemonía científica debe servirnos por fin para algo. Por último darle las gracias a Antonio Tello por su inconsciente inspiración, por ese aliento que nunca sabré agradecerle. Y por supuesto a Isabel Vila, que junto a Jorge Volpi y su libro El cerebro y el arte de la ficción, despertaron hace algún tiempo este renovado interés por la neurolingüística y su inevitable relación con la historia de la literatura. Y más que a nadie, gracias a Mateo… porque él fue la motivación principal de éste intento de sostener un mundo en el que sigan existiendo las palabras libres de la literatura.)  

 

   

Convegno-aprile-2011Demasiado tiempo lejos de estas páginas, hasta que la vida y la literatura ofrecen extrañas lecciones y uno necesita contarlas.

Porque éste texto iba a tratar sobre la escritura, también sobre la pasión por la lectura, cuando empezó a fraguarse allá por el mes de mayo. Terminaba de pasar un extraordinario fin de semana con Antonio Tello en Sitges y a la vez iniciaba el aliento de una nueva vida sin darme cuenta, justo ese sábado y ese domingo. Los misterios de la poesía, diría Don Antonio, con esa sonrisa irresistible y esa inteligencia viva reflejada en sus ojos. Metáforas del fin y del comienzo, de la extinción y el nacimiento. Conforme me adentraba en ese proceso recurrí a varios libros que pensé reflejaban con mayor precisión lo que deseaba contar. Libros a los que siempre vuelvo. Los procesos de fragua para la vida o la literatura son lentos, pero llegados a un punto surgen de forma abrupta, necesitan ser expulsados, desarrollarse, expresar su intensidad y su sentido. Pero me faltaba algo más, quizá la constancia de un conflicto, y a poder ser un conflicto vital.

Esta es una historia de escribir y leer. Pienso en el sutil latido de este arte. También en la pátina sombría de ciertos efectos acumulados, sus capas superpuestas y sus quejidos existenciales, los que he ido sufriendo a lo largo de todos estos años de lector empedernido, como si en todo lector consciente pudiera revivirse la historia de la literatura. El despertar lento y paulatino cuando sobrevienen las primeras luces del día y el mundo se abre a través de las palabras, y ese particular afán de pronunciar alguna vez que no se es nada más que esa esencia, el latido que construye la frase, el límpio ritmo de la sangre que fluye entre las palabras y las une. Eso era lo que anhelaba.

Que la vida fuera el empeño del verbo por crear la carne de la ficción.

Fue por estas fechas. Julio sofocante y húmedo en Valencia, de una sensualidad excesiva; las gotas de sudor por el cuello y el pecho, el cansino paso del tiempo y la falta de hambre que endurece la piel en apenas semanas. Verano de hace tantos años que me cuesta precisar la fecha: tal vez el año 96 o el 97, cuando la vida era todavía una promesa. Será el 96, por algunas pistas que acuden. Estaba a punto de orientar sin consciencia este mapa a medio recorrido, de darle ese giro irreversible que impide a la vida cambiar radicalmente, que sólo acepte a partir de ese momento pequeños sobresaltos o tibias grandezas, y siempre ese temor al pensar que en vez de ese diminuto progreso llegue el dolor, el auténtico e insoportable dolor.

Un mes después de terminar ese primer esbozo de ensayo, me fui encontrado una y otra vez con referencias que deseaba introducir, hasta que las primeras veinte páginas fueron engordando y construyendo un texto amorfo, demasiado pleno y amplio, a la vez impreciso, excesivo. La historia que quería contar había derivado en tres o cuatro que se entrelazaban. En vez de una argumentación sobre la creación literaria, había iniciado casi una novela cuyos caminos alargaban sus efectos incesantes hasta dejarme una aguda sensación de descontrol y exceso.

Así que comencé a pensar que me había equivocado, y que faltaban algunos elementos que dotaran de cohesión a todo lo que deseaba contar.

Primero afirmé sin pudor que había tenido suerte. También que, de alguna forma, cuando menos importancia pública tiene tal vez, había comprendido algunas esencias de la literatura y unas cuantas, muy pocas, de la vida. O al menos de mi vida, que al fin y al cabo es mi única responsabilidad absoluta.

El transito de Antonio Tello, su poesía, su excepcional ejemplo vital y humano, habían despertado caminos inesperados, largos trayectos que estaban en mí mucho antes, pero que tal vez no se revelaron tan nítidos hasta ese momento. Pensé en los miedos y pánicos inconcebibles que había sufrido, también en esas valentías inesperadas, bellas hazañas cumplidas, en la esperanza que mantenía en vilo mis cuitas e ilusiones. Porque era eso: la ilusión. Esa luz que nos habita, que nos permite aprender, creer y expandirnos, sentir, avanzar conscientes. Lo que también contiene a la sombra oriental, a su elogio de la penumbra rasgada de luz, haces iluminadores de frescura y aire limpio. Mi querido Tanizaki.

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Porque esa luz no es la luz cegadora y extensa, la luz en esa condición del brillo y el color, sino la luz secreta e invisible que habita en todo ser humano, tan a menudo hecha de sombras como de intensa y deslumbrante claridad. Escribí convencido que la existencia había sido soportable, a menudo hermosa, por algo que a veces me aterra: nunca he sentido ese dolor desgarrador que anega toda vida posible.

Tal vez, entre los pliegues de ciertos párrafos del Ulyses de Joyce, una oración en latín se apoderó de mí hace tantos años. La endiablada agitación verbal de Joyce, esa prosa que, al igual que dijera de Dante Umberto Eco, de su Divina Comedia, precedió a la red, la sinuosa reverberación de un objeto que cae al agua y extiende esa onda, ese ligero expandirse circular en la superficie. Joyce provoca esa reverberación con una amplitud enorme, y eso que el tiempo es ya lejano: aquella Irlanda de principios del XX. Esa última gran oración laica, la última fe totalizadora de la literatura para adquirir su decadencia paulatina, el reconocimiento posterior de sus límites y sus siguientes escondites y sombras.

Omphalos de letras en estos templos ruinosos que todavía sostienen el tiempo. Buscaba también eso entonces, que la reverberación de algún texto manuscrito pertrechado en los años anteriores lograra esa extensión que Joyce alcanzó en su arte literario; ese modo de revelar en cada párrafo una onda de significados y referencias capaces de construir un mundo autónomo, real a la vez, rituales de fe verbal que retaran al tiempo lineal. Pero en aquel verano lejano no estaba preparado para ello, tal vez ese fue el error, aunque fuera consciente de lo que deseaba.

Escribiendo este texto, con el que pretendía regresar al blog después de los meses dedicados a corregir y terminar Eclipses y La luz, pensé que el anhelo de aquel estío del año 96 y el que me empujaba a componer estas palabras era el mismo. Adentrarme en esa totalidad mágica, tan dificil de explicar al profano, al que no cree en el espíritu. Ese espíritu que entreví también como una herencia milagrosa, de siglos a nuestra espalda y antepasados punzantes llenos de osadías y culpas. A su vez de intenciones inconscientes que nos hacen ser lo que somos o lo que anhelamos ser. Entonces y ahora, tenía la intuición de que la literatura era el código capaz de descifrar la totalidad del secreto o al menos acercarse a él. Que, en efecto, había otros modos de hacerlo, pero quizá no con esa capacidad globalizadora, completa, extensa y fabulosa, hecha de la materia prima del pensamiento: la palabra. Cada palabra clave, cada aliento hecho de palabras, cada idea que quiere ser expresada. Tal vez quería regresar al lugar en el que los médicos chinos en épocas milenarias antiguas recetaban la música de los versos como remedio curativo y terapia. Eso que supo Marcel Proust de su padre, médico y divulgador de hábitos saludables. No sólo historias o imaginación, sino ese ritmo sanador de la prosa o la poesía elevada que nadie logra explicar con suficiente precisión.

Entonces, en una cena veraniega hace apenas un mes, un viejo amigo lúcido, a veces excesivo, que no lee literatura, me miró a los ojos y me dijo que para comprender la vida había que vivirla.

Uno guarda en su interior muchas cosas, las utiliza cuando puede, esgrime sus espadas y sus afectos, tratando de componer con la historia vivida algo coherente. Cualquiera que escriba siendo consciente del significado de ese acto aunque sea tan sólo por intuición, ese punto sin retorno en el que el ser humano se ve abocado a cumplirlo pase lo que pase o tenga la repercusión que tenga, sabe que lo que alimenta cualquier intento literario es la vida. Lo que enseña a escribir, me refiero a la utilización de un lenguaje preciso o correcto, el aprendizaje de las estructuras y estilos literarios, eso que permite contar de otra manera o de mejor manera, alcanzar la posiblidad de componer un texto digno o una idea acertada o hermosa, es la literatura, pero el verdadero aliento de cualquier escritura es la vida.

Medio ebrio por una botella de Calvados apurada hasta la parte de los ángeles, las palabras de mi amigo provocaron un breve conflicto, siendo sin embargo una perogrullada de haber sido pronunciadas ante alguien como Joyce o Dostoiesvki.

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Tal vez como lector, además del placer estético desmesurado que a partir de cierto momento obtuve de la literatura cuando aprendí a leer, me topé de bruces con la constancia de que una vida es limitada por más que la ampliemos por encima de nuestras posibilidades o nos adentremos en ella a conciencia, aprovechando cada segundo y cada instante, cada oportunidad y cada camino que surge, algo improbable incluso para el más valiente, decidido y hábil de los humanos que pudiéramos imaginar, lo que me empujó a buscar el testimonio de otras experiencias, reflejos sinceros de esas vivencias, variadas y profundas, que me permitieran ser más consciente de mi propia existencia y la del mundo que me rodeaba. La literatura conseguía un diálogo profundo con seres humanos alejados en el tiempo y el espacio, también con contemporáneos, conversaciones humanas dificilmente alcanzables en la vida real, donde apenas profundizamos vagamente en nosotros mismos y desde luego demasiado poco en los demás. Utilizaba a su vez la materia prima de nuestro pensamiento: la palabra. Y poseía la estructura más corriente que tiene a su alcance el ser y los pueblos para expresar su propia esencia: las historias, los ejemplos, las anécdotas, las parábolas, el relato más o menos simbólico de los hechos.

La novela hizo posible que comprendiera aquellos mecanismo emocionales o humanos que no me pertenecen, ponerme en la piel de un hombre poderoso o sentir la miseria de un ser deshecho, marginal y roto en pedazos, sin necesidad de vivir esas vidas, sin posibilidad de hacerlo por factores humanos, suertes o herencias de mis antepasados; entender los condicionantes sociales y biográficos de cualquier hombre, adentrarme en lugares y rincones de la tierra, incluso en épocas muy lejanas, en civilizaciones desconocidas, sentir la pasión desmesurada y el dolor insoportable que todo lo anega, abrumarme con el miedo, asimilar el heroísmo extraño que a veces ocurre, solicitar un grito moral en medio de siglos de historia toda ella condenando a los hombres que la vivieron a la muerte. Era la palabra literaria aquella que esbozaba con su brillo particular, tan raro, tan sólo pleno en algunos autores capaces de construir con las frases un ritmo y una cadencia extraordinarias, de hacer que de la ficción surgiera la turgencia de la carne, la exhuberancia de lo sensible.

Ya sabía entonces de la dificultad de alcanzar esa majestuosidad en la escritura, común tan sólo a ciertos clásicos, esa mezcla inconsciente entre las palabras elegidas, el punto de vista escogido y la profundidad del significado incluso cuando se describe la más anodina de las acciones humanas. Eso que se nota al leer y comparar entre una obra maestra y un texto tan sólo correcto, mutilado de esa magia, de ese latido tan a menudo inexplicable. Leer unas páginas de Saul Bellow frente a cualquier párrafo de Michel Crichton o de Jorge Bucay: esa diferencia. Una inmersión en la señora Dalloway mientras se lanza una mirada escéptica hacia cualquier texto de Lucía Etxebarria o al Diario de Bridget Jones.

Ulyses de nuevo.

Ahí estaba. Cómo un hombre afeitándose en lo alto de una torre -una especie de faro- podía revelar rituales centenarios de la Iglesia católica que dirigieron el mundo durante siglos, acercarse a los griegos con una sola mirada al mar, entrar de lleno en el significado de la muerte, pero no sólo en el significado general de esa extinción, sino su efecto en la identidad y su relación con la aparición edípica para ser y devenir, y encima provocar la sonrisa, la jocosa sensualidad de la luz frente a las olas, el arrebato existencial de unos personajes de ficción construyendo un mundo deslumbrante y vital.

Esa belleza inexplicable que uno llega a sentir ante el latido del lenguaje literario.

A eso me refiero: dos personajes iniciales en el Ulyses, uno que se afeita y otro que mira esa rutinaria actividad, terminan por establecer un eco universal, aunque sea incomprensible para quien no tiene la intención ni la curiosidad de adentrarse en el poder esencial de la literatura. Curiosidad e intención de adentrarse en uno mismo tal vez. Ese miedo a mirarnos en el espejo, como la incomodidad de Dedalus ante el cristal partido que refleja su rostro. Esa es la diferencia entre la historia de la literatura y la infantil narración simple de los hechos. Eso que se ve tan poco, que resulta tan complejo de explicar con estos lenguajes envilecidos, acortados, sesgados, manipulados y balbuceantes.

Siempre entreví en esa literatura perdurable un hálito de libertad.

Eso quise decirle a mi amigo, al que siempre he querido y respetado. Contarle que hay hombres más inclinados que otros a la acción, es verdad, o que tal vez todos somos un compendio necesario de los extremos que a veces desconocemos o que incluso detestamos. Que su afirmación era cierta porque yo mismo, hace mucho, pensé que para escribir era necesario no sólo leer sino vivir. Pero que la amplitud o el complemento que podía suponer la lectura de la gran literatura para un ser humano fuera cual fuese su condición, temperamento, inteligencia o circunstancias, era inmenso. Incluso me hubiera gustado decirle que el placer que los dos sentíamos ante la complejidad de un vino tinto como los que terminábamos de degustar, era similar al deleite estético que a partir de cierto momento lector uno experimenta con la literatura.

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Poco más de siete años antes, en el año 89, como si el ciclo tuviera que alcanzar un cifra impar, alguien dijo de esta prosa entonces balbuceante que lucía pizpireta y sonora, y de aquellos versos entreguardados, con olor a pan viejo y a mantequilla caducada, que valían la pena. Fue una editorial hoy ya desaparecida, evaporada como tantas cosas de la vida, la que alumbró con papel reciclado y tosca portada mi primer libro editado: El espejo salvaje o las formas de no volarte la cabeza.

Hoy en día me arrepiento de aquello sin flagelarme, me refiero a que reniego tozudo de esa edición, tal vez por vanidad o por exigencia quizás, y sólo la constancia de su insignificancia, de su escasa repercusión, me alivian las rojeces en las mejillas en cuanto mis ojos reconocen esos versos. Era un poemario tan malo como otros muchos que se publicaban entonces y se publican ahora, pero para mí era el cúlmen de un proceso vital azaroso y vívido que concluía un periodo y provocaba el aleteo de una mariposa desatando maremotos en los mares del sur, el fragor descarnado de una tempestad y la música ruidosa de un desvirgamiento lozano y prepotente, más tarde tímido y avergonzado. Demasiada vanidad creo, y poco contenido, y eso lo supe ya en esos años más tarde, en el transcurso de ese verano que inicia este relato, cuando me empeñé en convertirme en la letanía sólida del discurso literario, en su balanceo sagrado, en la espesa lateralidad de una música secreta e inaccesible, apenas rozada de uvas a peras con un esfuerzo desmesurado.

Intentar eso era una especie de quimera terrible que sólo podía traerme cierta deformidad, cuando en ese año 96 me dispuse a repasar el fruto de mis antiguas exposiciones editadas en la decada anterior. En esos años había aprendido ya que la literatura era otra cosa que la retahíla intermitente y banal de ciertos regocijos de la autobiografia, que el yo-yo vacilante no daba para más y que El espejo salvaje o las formas de no volarte la cabeza tenía un vuelo demasiado corto para semejante titulo.

¿Y qué elegí?

Porque en la elección está la cuestión esencial, una elección que depende de los años que uno arrastra juntando palabras, pero también en parte de una inexplicable inspiración, o algo que viene de la madurez, o de la interpretación de esa voz interior que todos llevamos dentro y que desea expresarse de la mejor manera posible: entonces aún aguardaba ese imposible destino, llegar a entresacar ese aliento particular que dotaba a las palabras de una música perdurable.

Convencido, en ese día o dos en los que fui preparándome para el encierro, me di cuenta que el poemario de 1989 era mediocre, sin embargo, tal vez recosido y reajustado por el tiempo y el oficio que creía tener en esa época, podría ofrecer el espejo de un tiempo, el lugar de donde venía esa imagen del único poema que salvé con los años y que me acompañó durante décadas: Los perros de la lluvia.

Un puente de piedra ligeramente abombado y de color gris blancuzco, escoltado sino recuerdo mal por cuatro estatuas y al menos cuatro salientes para tomar asiento; los muchachos al amanecer renaciendo; la larga noche en vela, esa niebla de excesos y testosterona alterada, ese gris graduado de variedad cromática pero siempre gris, y esa comparsa adicta cruzando el puente; y yo detrás, fijo en ese deambular incomprensible por un instante, entre las risas, las canciones y los rituales familiares; el amor deslizándose entre mis dedos, la soledad absoluta de ese instante acompañado en que lejos de ser protagonista, era el testigo que a pocos metros miraba y escribía sin tener lápiz ni una hoja en blanco.

Uno escribe siempre si nace con esta maldición.

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Sentí la desilusión de leer esos poemas antes de comenzar su resurrección y encontrar que les faltaba esa sangre, ese ritmo, ese río o esa corriente latiendo. Tratándose de literatura quedaban pocas opciones, como le sucede a la vida tarde o temprano, como si lo predeterminado nos delimitara hasta dejar apenas oportunidades: se escribe para alcanzar la belleza o expresar de forma precisa y profunda la metáfora de una idea, de un sentimiento, de una obsesión. También para superarla.

¿Qué me obsesionaba entonces, en el 89, y después en el 96, y ahora, dicecisete años después?

Ahora creo saberlo, y tengo la sensación de haberlo sabido siempre. Esa frase que, al igual que una formula matemática compleja y exacta, pretende llegar a englobar en su enunciado el orden del mundo. Dan ganas de reír, pero así era. Ese deseo de comprender el orden inalcazable que rige el universo y que nos contiene, que a la vez forma parte con sus designios prefijados de nuestra propia identidad y que es común a cualquier vida incluso a la más osada y estúpida existencia hecha de la ignorancia o de la voluntad.

Así sea. Como ese Mulligan afirmaba en la torre joyceana.

Admiro a quienes desde la ciencia siguen buscando ese orden y se inclinan por el cerebro, por ese misterioso lugar químico en el que aletean todas las ideas y emociones humanas, sus sueños y pesadillas, su imaginación y sus proyecciones, la memoria de la humanidad heredada generación tras generación, paso a paso, biografía a biografía. Esa ciencia adquiere rigor por su inmensa curiosidad intelectual. Me despeja del escepticismo lógico ante la medición, cuyos excesos resuenan tan sombríos en el mundo contemporáneo después de un siglo largo de predominio de la tecnología y la ciencia frente a cualquier otra forma de sabiduría humanas. Y no somos más felices, a lo sumo ligeramente distintos. Tampoco somos mejores, sólo eso, algo diferentes.

El viejo escritor que aparece en Eclipses durante algunas páginas, justo tras su muerte a la orilla de un camino embarrado, fue mi modesto homenaje a una persona que conocí hace mucho. Hay tres cosas de él que no he podido olvidar. La cantidad de cigarrillos que podía fumarse en una hora, también todos y cada uno de los poetas que amaba, cuyos libros fundamentales me fue regalando en el transcurso de los tres años que lo frecuenté, y sobre todo lo que me dijo una vez paseando a la orilla de la playa, un atardecer oscuro de otoño.

-No creo en casi nada, Jimarino, por no decir descaradamente que en nada, pero la verdad es esa. Cualquier parafernalia simplona de usos y rituales para alcanzar la felicidad o los objetivos de la vida agreden mi capacidad intelectual, no sé si me explico bien. No quiero decir por supuesto que yo sea feliz o que me sienta capaz de ofrecer nada de mi existencia que pueda servir a otros. No, nada de eso. Sólo que la vida es lo que es, y no existe ningún manual de uso ni ninguna religión ni doctrina o teoría que me convezca de lo contrario. Eso sí, y te puedo asegurar que le he dado muchas vueltas a ese asunto. Cuando una persona llega a percibir que la literatura recorre a lo largo del tiempo la historia del hombre y contiene su interminable discurso humano, sus anhelos e invenciones, la imaginación y los dolores insoportables esparcidos a lo largo de siglos y siglos de miserias y humanidad hacinada, descubre que tal vez no existe un arte igual, que cualquier forma literaria escrita anhela expresar el modo en que los hombres pensaron y sintieron para diseñar espejos del mundo y del espíritu, y en eso sí creo. No me venden otra cosa que el placer de la lectura y de la comprensión. El manual no existe, pero si el interminable río de vidas y experiencias que nos preceden, a nuestro alcance…

El diálogo lo adapto, ocurrió hace mucho, pero la idea central fue esa: el viejo escritor y amigo que moriría pocos meses después, un hombre íntegro, divertido, ligeramente amargado por el amor y la humanidad, que llevaba más de diez años pretendiendo ocultarse para mirar mejor, habló de todo eso. Luego insistió en que, no en vano, la religión no fue otra cosa que una especie de aplicación práctica de la literatura, cuando la historia de la literatura todavía era un camino corto, comprensible y recién nacido. El relato imaginativo de lo humano, el susurro del hombre frente a los movimientos descomunales de la historia hecho uso. Un anhelo de escritores en el fondo. Que la obra literaria alcanzase en un proceso imparable de repetición y oración, templo de la incertidumbre convertida en carne, en grado de ritual, y que se extendiese entre cientos y cientos de miles de seres humanos. Eso fue la religión, una metafora convertida en templo, en construcción, en norma, rezo y costumbre.

Tiempos oscuros como los nuestros generan eso, mala literatura pretendiendo al fin y al cabo lo mismo, con la inevitable distorsión de la existencia. A veces ni siquiera mala literatura, sino tristes simulacros de sabiduría demasiado corta y con escaso vuelo. Hemos perdido, y los síntomas son claros, lo que no quiere decir que bajemos los brazos.

Mi respuesta ante esa afirmación que el amigo pronunció al fin y al cabo para defenderse de mi excesivo apasionamiento por la literatura debió haber sido otra distinta, parecida a la que trato de argumentar ahora. Frente a las simplonas metáforas anhelando explicar el mundo mediante gestos y actos, la respuesta tenía que ser clara y positiva. Su propio descreímiento era una frase literaria demasiado manida, una sentenecia de usos adheridos a su identidad desde siglos y generaciones.

Eso ya estaba en la literatura expresado, desde hace tiempo, pero no lo miramos, o no queremos hacerlo. Se busca el alivio de una vez y a un grupo de gente cumpliendo el mismo quehacer. Eso tranquiliza. Cualquiera hombre avispado y convencido puede ser un gurú, y los libros de Dostoiesvki o La Divina Comedia de Dante, o ese Ulyses que dia a día me fascina más, huelen a polvo viejo, a estante desvencijado, a olvidada hilera de libros en papel y cartón sustituida por un futuro de flamantes kindle o E-book electrónicos, por una luminosa tablet en la que situamos todo al mismo nivel: el triste solitario de windows y La metamorfosis de Kafka, a punto de la yema erizada, envueltos en una creencia, que casi es superstición, de que allí está todo.

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Pero volviendo al asunto del que no debería desviarme tanto al abrir estos caminos, como si deslizara ventanas informáticas y ecos de google, lo cierto es que decidí justo lo contrario a lo que los pragmáticos postulados del pensamiento limpio, de la programación neurolingüistica, aconsejarían. En vez de programar racionalmente, quise ampliar los espacios mentales, tratar de alcanzar esa parte atávica, secreta, misteriosa, que siempre será la horma de zapato de lo científico por más que expurgue, delimite y diseccione el cerebro o cualquier órgano o expresión de lo humano. No deseaba reunir fuerzas cognitivas para empujar aquellos malos poemas antiguos y convertirlos en algo mejor, siempre controlado por el consciente, sino romper las barreras que separan el pensamiento racional de la expresión onírica, indirecta y determinante al tiempo de cualquier ser. Deseaba despojarme de la razón para alcanzar ese ritmo que había percibido en los grandes maestros de la prosa y la poesía, esa diferencia entre un libro cualquiera y un libro que sirviera para descubrir un hecho esencial del hombre a través de una metáfora hermosa -que no complaciente-, de su latido vivo, de esa sangre hiperbólica y lingüística.

Estaba convencido de que, despojándome de las barreras racionales que ataban el destino del ser humano a su cerebro utilitario, podría encontrar en verdad una voz similar a la de esos escritores que admiraba. Creía empecinado que la inteligencia práctica, la paulatina especialización y la reducción constante de las aptitudes intelectuales humanas hacia tareas o ámbitos concretos, especializados, era contraproducente sino se acompañaba de un movimiento contrario, de una necesidad de comprender y percibir el mundo en su globalidad, unido a su vez a ese intento afanoso de la literatura por ahondar en el secreto de lo humano. Al fin y al cabo, de esa mezcla está compuesta nuestro cerebro. Que el origen de esa grandeza y esa sabiduría, era un misterioso lugar de nuestra identidad que ellos, los grandes escritores, lograban entresacar de modo natural, al violar las ataduras del yo consciente y dejarse llevar por el fragor determinante del inconsciente.

Me fijo mucho en los niños, en el proceso por el cual atrapan el mundo y construyen su identidad. En ellos, la línea entre su esencia interior, la magia humana y el aprendizaje racional de la realidad, está difuminada, se confunde, o mejor, es permeable; lo fantastico y lo imaginario tienen la misma intensidad que los hechos reales o los actos automáticos o aprehendidos maquinalmente de sus mayores, y, sin embargo, distinguen la realidad de la ficción. Además, el niño aprende más de los gestos inconscientes que ve o intuye en los adultos que le rodean que realmente del discurso consciente con el que tratamos de hacer que se defiendan de la vida o esquiven el peligro. Mucho más de lo que escondemos que de esas ideas sobre el mundo que expresamos y nos parecen sólidas a fin de adherirlos a nuestras causas. Lo inconsciente es lo que marca su actitud la mayor parte del tiempo incluso cuando fijan la atención en actividades prácticas o se concentran en habilidades manuales. Miran más allá de la explicación directa o la argumentación racional en la que nos empeñamos los adultos, astiban la emocionalidad, el tono, la importancia inconsciente de nuestros consejos expresada en lo que no es verbal únicamente.

Siempre he creído que para avanzar en la neurolingüística era necesario conocer la historia de la literatura, porque en sus palabras están parte de las claves del proceso. Lo mismo que le sucedió al psicoanálisis hace ahora más de cien años. Al fin y al cabo, cada libro perteneció a un contexto lingüístico, ideológico y social, a una manipulación del lenguaje concreto en todas las épocas en las que la obra literaria pretendió siempre resistir, a un código de palabras clave propias de cada tiempo, siempre como una resistencia del individuo y del lenguaje libre, hecho de tradición y también de presente, contra lo estipulado, insincero o artificial, contra lo dominante o lo impuesto por la fuerza. Y a su vez, cada uno de esos autores sobresalientes quiso trasmitir aquello que creyó común a todos los hombres y en todos los tiempos de la humanidad, para que ahora, tantos siglos después, los griegos se nos aparezcan todavía cercanos, reconocibles e incluso contemporáneos. Las palabras de los griegos; Psique, Ego. Es muy complicado pretender fijar una letanía verbal positiva sin haber atrapado y degustado las grandes palabras de la mayor creación linguística e intelectual inventada por el hombre, representada por un puñado de obras maestras que recorren la vida en la tierra desde hace siglos.

Era inocente todavía, lo reconozco. El largo camino no había hecho más que empezar, y de alguna forma, la fortuna, como sucede hasta hoy, nunca me fue adversa del todo, sí a veces esquiva o cuesta arriba, o empecinada en no dejarse ver, pero nunca adversa por completo, hasta que cruzo los dedos en éste cálido amanecer de agosto, mientras escribo.

Hay que agradecer a lo divino, al orden secreto, semejante concesión, y yo decidí buscar ese agradecimento en mí mismo. El viejo poemario ajado, con olor a naftalina, a mis ojos nublados de entonces. ¿Cómo traspasar esa barrera de la consciencia que el recién llegado mundo adulto convertía en un límite rígido e infranqueable?

Ahora entiendo mejor porqué intenté romper esa artificialidad de ese modo.

¿De dónde viene esa consistencia de la palabra en ciertos textos literarios, la exactitud en la escena o el punto de vista elegidos, su endiablado ritmo que dibuja una realidad que roza lo exacto y lo bello sin saber porqué, sin que las palabras sean necesariamente bellas, sino insertadas en el conjunto de esa forma de sabiduría?

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Sabía, sin pensarlo en profundidad, sin razonarlo, que la literatura llegaba de un lugar secreto y oscuro, cuya fijación quedaba marcada por un factor fundamental, un oculto misterio, un aliento heredado, una facilidad desconocida instalada en el cerebro de todos los genios que hacían del inconsciente una herramienta, y del lugar de la escritura una especie de límite oscilante entre la consciencia y el punto del inconsciente en el que se desarrolla la relación entre lo imaginario, lo atávico y lo onírico, y su contacto inevitable con lo tangible.

Ese punto era la clave de la literatura y de la mayor parte de las cosas extraordinarias del hombre, también el lugar de reposo y escondite de sus monstruos y sus pesadillas más insostenibles. El momento en que la mente consciente se adecua al silbido interior y la prosa cobra vida, tan raro a veces el instante, tan dificil de convocar, tan inexplicable.

¿Por qué ese mismo cerebro es capaz en ocasiones de anhelar esa transcendencia de la escritura que avanza y otras apenas puede esbozar la corrección linguistica o sintáctica para adentrarse en la expresión verbal de algo con levedad?

Era la lectura sí, y también la pericia en la escritura después de horas y horas cumpliendo con los rituales de la palabra, pero era algo más, ese punto de convulsa inspiracion verbal que permite desenrrollar el ovillo, que asocia palabras, imágenes, ideas y objetos, hechos, historias, como si en el cerebro cupiera toda esa infomación atemporal y la trajera a un instante presente que permite el desarrollo de la escritura.

Eso buscaba; hallar esos resquicios, llegar a comprender algo de ese proceso.

Había dos momentos preferidos para la escritura. El amanecer, esa luz pálida que desbroza el día, que despeja de brumas el paisaje e ilumina paulatinamente los objetos, las salas, las habitaciones, las calles, los bosques y las playas. El momento del nacimiento, de la luz que baña el mundo. Ese instante en el que nace el día y todo es posible. El momento en el que se inicia la creación.

Frente al amanecer siempre la creación. Porque en 1996 ya tenía cierta consciencia del hecho de escribir, principalmente por las abundantes lecturas acumuladas en esos años, y aunque sentía el desarrollo de la escritura todavía como un proceso abrupto, verborréico e imperfecto, mucho más que ahora, comprendía la magnitud de ese amanecer que se asemejaba sin remedio al efecto de los signos y las grafias que empiezan a llenar la hoja en blanco. La escritura también en el momento en que el amor y el deseo nacen, también cuando quedan saciados. La punzada de sensualidad retenida que inicia la chispa de esa atracción, y posteriormente el aleteo de lo físico, el ejercicio que endurece y el placer que se derrama. Esa fuerza de la sensualidad inconsciente, de la incendiada respuesta de los músculos y los sexos, e incluso después, cuando he deseado morir sobre el sudor de un cuerpo desnudo, de una musculatura agitada y satisfecha de placer hasta provocar el destello de celebración y alegría que el cerebro necesita para afrontar cualquier creación con optimismo y confianza.

Nacimiento y deseo. Y siempre la literatura en ese intervalo, aunque entonces no pudiera explicarlo.

Era una celebración, una fiesta de los sentidos y la inteligencia, un espejo luminoso en el que lo oscuro queda aclarado, a veces sin poder ser argumentado, simplemente surgido de esa intuición de haber asimilado algo necesario. Lo mismo que la escritura. Como una placentera eyaculación y el abundante retozo amoroso, la dicha de ese placer, y entonces esa pausa extraña en la que la cabeza detiene toda su violencia presente y obliga a saltar de la cama y acercarnos al ordenador y teclear hasta que las palabras expulsadas colmen esa excitación vital.

Algunos párrafos de otros tenían la sinuosa sensualidad de un seno o una cadera de mujer. Siempre sentí que la lectura/escritura eran las expresiones finales de procesos cuyo desarrollo se asemejaba a las fases y aprendizajes de la sensualidad, del erotismo, o que afectaban o movilizaban partes similares del cerebro, algo que seguramente alcanzará a saber el hombre tarde o temprano a través de la neurología. Leer con esa atención, tan similar a acariciar con los dedos los objetos, adivinar las texturas, aproximarse al olfato de las plantas y las flores, sentir la temperatura en la piel, el brillo y la penumbra del mundo visible acariciado por la luz particular de cada momento del día. El mismo impulso sensual de acariciar y ser acariciado y la lectura de ciertos párrafos memorables de la literatura universal. Proust, Tolstoi, Flaubert…

El acto de la escritura y la lectura como un acto sensual, capaz de excitar al cerebro hasta su invisible eyaculación de dichosas neuronas atrapando el universo.

Y qué mejor forma de hacerlo que aferrándose a este espíritu que mi generación apuró no sé si como forma de rebeldía o como única aportación posible al mundo. Era como si intuyeramos desde muy jóvenes que no pintaríamos absolutamente nada, que la teoría/presagio de Ortega y Gasset sobre las generaciones, la referida a que cada quince años aproximadamente una generación tomaba el relevo de la otra, y comenzaba una dura pugna y un conflicto que determinaba la derrota de lo anciano frente a lo nuevo, a veces mediante ruptura, otras por medio de acuerdos, se iba a truncar definitivamente. Tal vez por eso la ebriedad, el santo exceso de Blake que desembocó en los mitos del sexo drogas y rock and roll que tantos cadáveres insatisfechos dejó a su paso. Por que esa era la cuestión, sin valorar la parte de culpa que nos corresponde, sin examinar en profundidad porqué varias generaciones dejaron de tener acceso al poder, siquiera pudieron modificarlo un ápice, convirtiendo la madurez en un extraño camino de insatisfacción perpetua, de aleteos de Peter Pan mundanos y melancólicos, con calvicie y patetismo crónico, y el sueño de aquella gloria en un cementerio de hombres e ilusiones.

Newton

Yo estaba sólo en esa casa y necesitaba hallar todo lo que tenía dentro guardado de las experiencias de esos años, un sentido posible de la existencia que rescatar de las catacumbas del abismo, de las adicciones y los cantos de sirena. Sentía orgullo de estar vivo, tal vez el único orgullo que con discreción podía defender una vez disipada la tormenta y calmado en apariencia el mar tras el naufrágio.

Tenía un poemario imperfecto y rígido cuyas ideas resumían en verdad una época salvaje a punto de desaparecer, pero su escritura era balbuceante, torpe, llena de mitos banales, de referencias erróneas y escasa enjundia literaria e intelectual. Entonces me dije que debíamos creer al viejo Blake de nuevo, dando otra vuelta de tuerca. Era como si necesitara recuperar el viejo espíritu, no traicionar, aunque fuera por última vez, al mundo que dejaba, pero con otra intención y otra profundidad.

Intuía que tal vez buceando en el exceso podría alcanzar la llave que comunicaba el lenguaje racional, controlado y anodino de diario, con el lenguaje secreto que tal vez yo guardaba en mi interior, mi voz, mi ritmo, mi propia expresión vital. Y no era vanidad, puedo asegurarlo. No quería lectores que se asomaran a mis abismos ni a mis paraísos para aplaudirlos, deseaba más bien poder encontrar en cada una de las frases que escribiera mi propio espíritu y su reflejo del mundo, hacia el mundo, que la frase escrita en verdad expresara algo profundamente mío capaz de alcanzar lo común a todos los hombres. Eso estaba dentro, muy adentro de mí, en lo más profundo.

Me sentía como el minero que desciende a las galerias para seguir cavando y cavando en esa roca oscura, incomprensible e inaccesible desde la superficie, justo lo que el mundo había decidido no hacer. Esta tierra y los hombres que la conforman renunciaron hace mucho a ese afán. No quería los signos externos o superficiales, sino el acervo común y la herencia de siglos, las voces que se acumulaban en mí, las palabras que surgieran de lo más esencial, aunque contase la ficción más alejada a mi realidad, pero que tuviera ese eco de la identidad irrenunciable, eso que me pertenecía y era posible ser expresado y comprendido por otros.

Hice un esquema esa primera tarde de soledad, con el día alargado en el mes de julio y el sudor cayendo a goterones por el torso y la espalda. Sentado en el despacho, frente al ventanal que daba al claustrofóbico patio de luces, oyendo la tos del viejo vecino de arriba, que pese al asma y a los problemas respiratorios violaba la prohibición de fumar fijada por los médicos y su mujer, solicitándome con un susurro hasta la amistad un pitillo salvador que era la muerte, un último placer de la adicción aspirando una calada de nicotina y alquitrán. Oí su tos y entonces escribi bajo ese influjo, a punto de llamarme si me oía, este esbozo que encontré hace apenas dos semanas, buscando entre los más de cincuenta cuadernos de escritura comenzados en el año 1990 y alargados hasta hoy mismo.

No he cambiado mucho, sólo soy mas viejo, mas consciente, más cobarde, menos inocente.

-47 poemas y 126 páginas: El espejo salvaje o las forma de no volarte la cabeza

-32 días previstos

-500 pesetas de marihuana

-botella diaria de vino. Total 32 botellas. 3-4 de reserva.

-botella de ginebra: 1 cada tres días

-tónica, 2 botes al día

-1 gramo de polvo cuando el cansancio requiera de un despejarse, de cierto nerviosismo.

-Algún alucinógeno posible una vez por semana

-una tableta de anfetaminas para las noches que puedan alargarse (tal vez 8-10 pastillas a lo sumo)

-Música preparada para sonar durante horas entre los muros del apartamento, musica lisérgica a poder ser y mucha música clásica.

-Algun opiaceo (rastraer los camellos habituales). Nada de agujas, eso es demasiado marginal y estúpido…

Durante esos días, el teléfono quedó sordo, ni una sola respuesta a nadie, quieto en ese encierro de horas, ebrio, sollozante a menudo, mojado por el húmedo verano, altanero frente a los poemas. Cuarenta y siete poemas antiguos de otro tiempo, que no me gustaban, sumido en la irrealidad de intentar inventar un destino nuevo para ellos. Es verdad que cada latido de lo que había escrito respondía a un impulso que fue real y que, en muchos casos, se mantenía en el tiempo. No era nostalgia -no la uso en exceso-, sino más bien recreación de lo vivido con palabras que fueran capaces de recuperar la vibración y el sentid0 y traer esa época de mi existencia al presente.

Para empezar leía el poema. Si me encontraba demasiado sumido en la realidad, intoxicado de ruido presente, de esa niebla con la que caminamos a veces sonámbulos para poder soportar la existencia, empezaba con el vino blanco frío, tal vez con la marihuana si la noche era avanzada y requería de ese estado de concentración particular. La concentración de la sensibilidad que permite la hierba, el éxtasis de los sentidos, cuando las hojas verdes quemándose nos recuerdan que tenemos un cuerpo y unos sentidos extraordinarios para atrapar la riqueza de cuanto nos rodea, para intensificar lo que sentimos. La concentración de la marihuana es sensual, sensorial, y al fin y al cabo, incluso para los positivistas o aquellos que ritualizan el pensamiento, toda idea proviene de una experiencia sensible, incluso las más técnica o científica, de una intuición que llega, de un contraste entre las emociones y las fabulosas conexiones del cerebro humano.

Ha pasado el tiempo y creo que el mundo es un poco peor que entonces, aunque la verdad, suelo dudar a menudo de mis impresiones. Tal vez sea yo el que lo mira de peor forma, no lo sé.

En ese verano creí ser capaz de adivinar otra posibilidad que sólo era personal, seguramente intransferible y dificil de explicar a los otros, sin más pretensión que alcanzar ese ritmo secreto, propio, original, que debía surgir de la inconsciencia para alcanzar otro orden, otro discurso, un latido mejor construido de palabras más duraderas y esenciales.

En esa niebla irreal que viví esos días, creí ser consciente del lugar del que procedía la literatura. Lo percibí de sopetón, como una revelación que quedó entre la lengua y el paladar, que no pude explicar y quedó guardada en mí sin palabras, más bien como una aceptación silenciosa, intuitiva. Porque la renovada música de las frases surgía de un rincón de mi cerebro que oscilaba entre lo consciente y lo inconsciente, conectaba la memoria y el tiempo, la experiencia acumulada y el mundo onírico y simbólico que me habitaba.

A veces, menos de lo que desearía, escribiendo entro en una especie de trance en el que todo mi ser se concentra sin perturbacciones de ninguna índole en un escritura que surge a borbotones incontrolable para quedar fijada en un instante de lucidez y de expectación para mí sublime, aunque los resultados más tarde nunca sean similares al placer y la satisfacción del momento. Y además, todo ese entramado de relaciones, después de los años lectores acumulados, posee una forma novelesca, narrativa o poética, hecha de lenguaje interiorizado. Es en verdad una especie de hipnosis parcial y autoinducida. Cierto que la corrección es siempre racional, necesita de una distancia y de un juicio crítico que relacione lo escrito en esa insconsciencia parcial con todo lo que uno ha digerido y experimentado con la literatura y la vida, afina las imprecisiones de ese lenguaje desde la sintáxis y la consciencia, pero no lo es el impulso que aletea entre mis dedos y me hace apretar las letras del teclado anhelando un relato.

Lo que las teclas marcan en la pantalla blanca son palabras surgidas de un misterioso rincón de nuestra mente, tal vez un nudo de ramificaciones neuronales en el cual todo lo vivido se entremezcla; elementos biográficos, identitarios e inconscientes, herencias impredecibles y proyecciones adquiridas, escenas tan nitidas y a veces inconscientes de todo lo transcurrido; un punto del lenguaje, pero del lenguaje construido con afán esencial y metafórico, incluso onírico, capaz de la ficción, incluso de la falsificación de la memoria a fin de construir una identidad consistente o satisfactoria, sea de la índole que sea, literatura tal vez, pero también eso: el lugar donde construimos la propia ficción que trata de explicar quiénes somos. Tiene algo de divino o de mágico. Un lugar donde se centrifuga y se mezcla la experiencia humana, agrupándose en un mismo orden, en igualdad de condiciones, simplemente juntando variadas piezas de la percepción, con sus elementos tan dispares, para elaborar una historia propia o todas esas que algunos pretendemos contar. Un recorrido que funciona como un hilo enrollado del que se estira y así se desmadeja el ovillo, surgiendo la asociación.

Teniendo en cuenta que todos lo seres humanos sin excepción, manejan, aunque sea a nivel elemental, el don de contar historias o anécdotas, quizás en ese nudo cerebral esté ya la literatura desde el nacimiento. Los niños las cuentan en cuanto se sienten capaces de manejar el lenguaje oral, su sentido, y en función de su desarrollo ejercen su capacidad de generar espejos de la realidad.

Y en ese instante lo supe. Comprobé que la sinuosa perfección verbal de Proust construía su hálito incansable desde el mismo lugar en el que yo podía imaginar la tersura de unos pechos ladeados en un cuerpo suave de mujer o vislumbrar la luz milagrosa y reconfortante que producen los relatos. La sinuosa perfección de un adjetivo, la reminiscencia exacta de la palabra anhelando su sígnificado, la punzante idea capaz de desbrozar las malas hierbas de la conciencia para dar un salto hacia un diálogo más despierto, más sabio; la emoción de deleitarme con esas escenas que Joyce o Tolstoi escribieron, la presunta facilidad de un párrafo de Chejov diseñando en unas cuantas líneas de papel la mayor complejidad del mundo hasta acercarnos a su idea. El cosquilleo de esa constancia, repentino, seductor, que hace esbozar la sonrisa, llegaba de allí, de ese sitio, en cada cual respondiendo a la medida de su talento, de sus posiblidades. Del lugar en el que lo sensual modela el cerebro. Lo sensual referido a los sentidos y a ese punto tangente con la idea o el pensamiento.

Pensamos desde las emociones, incluso en la razón aparentemente más firme y con visos de voluntad férrea que creemos tener, ésta acude desde las emociones experimentadas sobre todo en la infancia. Para algunos, ese proceso comienza desde el vientre materno. Sentimos primero para luego pensar. El placer sobre todo. También el dolor, como concepto opuesto al placer o a la falta del mismo. Toda esa sensualidad de sentir que obra su climax en el tacto, la vista, el oido, el olfato y el gusto hasta ortorgarnos en un complejo proceso la idea del mundo que sostendremos. Comer con los sentidos y leer. Oler el luminoso paisaje de una primavera en la montaña, en la provenza francesa con su perfume de lavanda y mar, o sea el sobrio horizonte erosionado y verde de la sierra de Gúdar, del Teruel ancestral, envuelto en la cálida satisfacción de que todo nace, crece y muere, y leer. El tacto de la gata bien alimentada, cuyo pelo construye en invierno la seda calida de contacto irrepetible y sedoso, y leer. El gusto y el olor y el tacto y el sonido del cuerpo al que uno cubre de rituales sagrados para la ascensión al placer supremo de la sensualidad; olor entre los muslos, en los pechos y en el vientre, y el tacto suave de la nalga, suavidad de mujer, suavidad rocosa de hombre, y de rostro, y los labios y la lengua, y el sabor de esa hendidura sonrosada de humedad donde lamer o de esa hinchazón caliente y tersa que arrebata el hueco carnoso que es llenado, saciado, ese otorgar el placer de excavar suavemente entre los pliegues, de horadar con la extensa y sanguínea corola de hipersensibles ramificaciones neuronales; y leer. Y escribir como un acto de potencia, jamás constante, imposible, pero en ese ruedo, acto de potencia sensual, en el que surge la tentación masculina de la procreación y la luz en medio de la oscuridad estéril de un mundo agotado, y leer.

Y escribir.

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Todas esas cosas quise descubrir en esos treinta y dos días de encierro que comenzaban. No deseaba mirar atrás con la emoción superficial, sino adentrarme en el entramado de ese mundo, en el efecto que había depositado en mí la existencia y sus interminables relaciones, en las asociaciones que conformaban mi identidad, asociaciones complejas, vibrantes, vivas y simbólicas.

Confiaba en las teorías que creía sostener con solemnidad, seguro, no sólo las que comprendí entonces, sino intuyendo las que llegarían después, con los años, con la victoria del silencio y la modulación del carácter orgulloso e inconformista hasta convertir esos arrebatos antiguos, ese sublime incendio de la insanidad y lo oscuro, en una especie de canto silencioso que anhela rincones profundos. Reinventar esos poemas de un tiempo que creí glorioso y que veía reflejado, aunque mal, en esos versos de finales de los ochenta. Cada trago y cada gradación del alcohol quemado, y cada humareda y cada inspiración y expiración húmeda en esa soledad encerrada y bochornosa. Tenía la confianza indirecta de creer que estaba alcanzando esa cima anhelada durante muchos años, sin importarme ni la repercusión ni el final, sólo intentando apurar esa especie de grito que me empujaba a considerar ese acto como algo irrenunciable.

Me daba cuenta de que cada poema no sólo venía del lejano tiempo en el que fue compuesto, de aquella letra fijada y esa emoción antigua, sino que lograba materializarse fragmentariamente en el presente variando su significado, en esa ceremonia incendiaria y delirante de la santa ebriedad y sus oraciones laicas, y su origen resultaba indescifrable y unido a la totalidad del tiempo, un tiempo que se dilataba y se confundía, se entrelazaba al presente, e incluso se contraía en ocasiones, y entonces comprendí que tal vez yo fuera también la eterna insatisfacción de mi padre o las juerguistas pendencias del abuelo correteando por los caminos polvorientos de la sierra en pos de un baile, de mujeres y de esos atardeceres y noches vividos; o tal vez tuviera dentro al otro abuelo represaliado y dolorido, a ese poeta silencioso y grave por obligación que dibujaba puentes, o que incluso la superioridad física del bisabuelo fuera mía, quién sabe -yo ese próspero leñador que tuvo la mala fortuna de caerse de un árbol con apenas cuarenta años-, o la llama jamás saciada de aquella tatarabuela vuida que quiso amar y no pudo, hasta expresar en mí ese deseo sin cortapisas, liberado, capaz de la trascendencia y la levedad a la vez.

Hasta hoy no he perdido ese efecto imposible. El olor del mar que se asemeja al origen de la concha marina fragante y capaz de esconder las olas en su oreja de viento. De proteger el origen del mundo. Los siglos en los que los hombres contemplaron extasiados de dónde venía la vida en ese deleite del sexo femenino.

Nunca olvidaré esos días de verano pretendiendo la absurda anulación de la razón, exagerando las poses y los excesos de la adolescencia y la juventud hasta el ridículo, afilando los dientes en el dolor y la humedad, hasta que la respiración llegaba a entrecortarse y la visión se nublaba, sumido en esos poemas, en esa especie de salto al otro lado morrisoniano. Las puertas de la percepción. Y no crean que me tomaba en serio por completo, no vaya a ser que los graciosos y los cínicos se burlen y con razón. Ninguna pose asegura la escritura, ningún artificio, ningun disfraz. Eso son máscaras para los bailes de carnaval, nada más, aunque el mundo contemporáneo prefiera y consuma lo externo con mayor profusión que lo profundo.

Las palabras provienen de un escondido rincón del hombre que no se puede desentrañar ni con los mitos ni con el empecinamiento moderno acerca de la superioridad de la imagen. Esa escritura no tiene que ver ni con el éxito ni con la admiración de los otros, tampoco con el fracaso o el silencio. Surge en todos los seres humanos que puedan imaginar, hasta en la mirada fiera y avariciosa de un banquero que en medio de su arrebato pecuniario esboza un gesto de poesía, una palabra auténtica que se le escapa sin darse cuenta. Esa liberación del yo y de la voluntad que se retrata en un sentir a veces áspero, lleno de la condolencia y la celebración del universo. Nada que ver con los roles sociales y sus marcados espejos de exclusión.

Eso sucedió, aunque como era de esperar por lo dicho, el resultado de aquellos días lejanos no fuese el esperado.

Porque no bastaba para alcanzar esa literatura anhelada comprender la relación entre la vida y la literatura que entonces quedó fijada y nítida en mi memoria, en mi existencia, entre mis obsesiones. El origen estaba allí, lo que hace de ciertos párrafos un gesto no sólo de la inteligencia o del placer completo, sino actos de salud. La salud del cerebro que avispea en esa seda lingüistica: el verbo que se hace carne -eso era-, verbo vibrante que construye en la mente aquello que debe ser el placer y el reto de la inteligencia, la razón y la emoción confabulándose en ese describir el mundo, en esa profundidad de la visión que los maestros nos dejaron, como el cimbreante y sensual movimiento de dos cuerpos entrelazados por el baile de la cadera y el erótico acomodo de la humedad y la piel en un verano bochornoso como aquel.

Es evidente que no pude aguantar ese régimen 32 días. Mi duende se fatiga en exceso, vaguea, hace su aparición cuando le sale de las narices, se esconde una temporada, resurge ante una emoción inesperada que lo empuja a exigir la escritura, incluso aunque la convoque a menudo sin suerte todos los días del mundo, de buena mañana.

Pero no aguantar fue lo mejor que me pudo pasar. De haber cumplido ese itinerario suicida, mi vida hubiese sido otra cosa, porque aquel fue el final de los excesos, no por completo, pero sí con la medición del sentido común. Una madurez que tuvo su reflejo en el resultado, o que comenzó en ese punto y final. El exceso no podía ser un fin en sí mismo, sólo una limpieza de esa claridad que tanto perjudica a los escritores, que los convierte en castradores, en caricaturas de sí mismos alejadas de lo oscuro. Eso sí: la felicidad -como la desesperación-, nunca fueron buenos críticos literarios. Era imposible pretender alcanzar lo que buscaba en ese estado, el río claro y transparente, ese ritmo de las corrientes subterráneas que debían construir la literatura. Los nervios afilados por la ebriedad y el calor, los dolores musculares que todas las mañanas punzaba mi carne, los calambres intensos que me empujaban a saltar de la cama y pisar el suelo aullando de dolor, me conducían al cansancio perpetuo y a la confusión. Las horas encerrado que fueron modificando mi lenguaje, sin nada que pudiera corregirlo. La falta de sueño perpetuo que las drogas nerviosas provocaban hasta hacer de los días un veloz duermevela continuo, demasiado oscuro, inaccesible y, en cierto modo, tenebroso. Beber y beber en ese zambullirme en las palabras y aguardar el sentido escondido.

Lowry

No podría expresar el valor de esto a nadie que fuese un lector superficial o que no leyera o no escribiera, o que estuviese poco familiarizado con la historia de este arte, de este oficio misterioso que irremediablemente asociaba entonces semejante anhelo con la marginación. La literatura requiere de cierta moda perdida, de algo que la convierta en tema de conversación cotidiano, de una importancia en una sociedad cargada de carísimos y variados ocios que le roban terreno, cuerpo, que le exigen transformaciones, sufrimientos, silencios prolongados, no de excesos incomprensibles para la gente normal si es que hay alguien normal, o mejor para la gente con menos capacidad para comprender las abruptas tempestades de lo humano, esa tendencia a salirnos del tiesto, a retar las normas y vivir de otro modo, que suelen producir juicios solemnes, prejuicios argumentados, miedos inconfesables

¿A quien podía yo entonces contar sinceramente que pensaba pasarme 32 días escribiendo y alcanzando la completa sensualidad de la ebriedad y la soledad, para que esa escritura torpe de años atrás alcanzara el latido interior libre de lo racional y los prejucios, y lograr así una presunta grandeza similar a la de los escritores que adoraba?

Parte de este arte es incomprensible, bastaría corroborarlo con echar un vistazo a muchas de esas vidas que conforman con su mitología la liturgia de los escritores. ¿Por qué ese afán tan lleno de abismos, qué sentido cultivar un arte cuya repercusión, y más ahora, es tan pequeña otorgando tanto de uno mismo a cambio? ¿A qué se deben las horas, los esfuerzos y el empeño por algo tan pequeño en el fondo, tan desmitificado? ¿No resulta grotesco?

Y sin embargo, para mí, entonces, no lo era.

Ni siquiera los sobrios editores, o esos escritores instalados por entonces en el establismenth oficial, que solían dirigir las corrientes en este país en función de sus parcelas de poder, sus adscripciones políticas y sus insostenible entregas con la cabeza gacha, con sus ventas importantes en esa época, con sus apariciones televisivas y su aprovechamiento de los medios, escritores profesionales que en las fotografías parecían expresar ideas fundamentales y acertadas sobre el mundo y sus congéneres, eran una referencia para ese intento, para que aquel hombre a punto de romper con su juventud pretendiera hallar la esencia de este arte en el exceso, a solas, sin importarle nada, o tan sólo ese intento de alcanzar el ritmo, la exactitud, la profundidad. Era tan pretencioso que deseaba diálogar con el pasado. Pretencioso e inocente. Lleno de mitos.

Bien podía ser eso: mitos de la cultura acumulada, por esos autores fetiches de juventud, los que recuperaron la voraz pasión de la niñez por leer aunque luego quedaran demasiado lejos de los que adoro de verdad: Bukoswki, Jack Kerouack, Henry Miller, Anaïs Nïn, William Burroughs, Allen Ginsberg, Poe, Baudelaire y Verlaine, Rimbaud, Blake, Malcom Lowry… escritores destruidos por una intención estética, destrozados muchos de ellos, o viviendo la mitificación del éxito como una constancia de su acierto sin darme cuenta de lo circunstancial de todo. Escritores arrebatados como yo en esos días -y ahora, aunque con mayor mesura y algo de sentido del humor que tanto protege- por la literatura y el dolor, todavía lejos de ese temible dolor que puede enterrarnos en vida, saliendo del huevo para encontrarme con el mundo a través de las palabras libres y despojadas de miedo, y descubrir algo que muy pocos podían llegar a asimilar. Esa era la ambición.crack

El experimento fue un fracaso, pero indirectamente aprendí que ningún arte valía una vida. Que la sensualidad de la literatura tal vez tuviera más que ver con la vitalidad luminosa de una mañana soleada en el monte, a solas bajo un poderoso cielo azul, o con la salud del cuerpo y la chispa vital de una lectura atenta con la cabeza despejada, que con aquellos abismos mitificados y adorados hasta el fanatismo.

Los cadáveres nunca escribieron.

Aquellos días fueron mi línea de la sombra, el cruce inevitable entre los viejos tiempos y los nuevos a través de un poemario que reescribía y que trataba de hallar la esencia de esa época llena de naufragios y despedidas.

Sostenía esa imagen de los muchachos correteando por el puente, profiriendo gritos, rodeados por esas piedras milenarias y esas estatuas que a duras penas habían resistido el paso de los siglos, la ligera inclinación en la acera de granito, una leve ascensión que abombaba el firme a mitad del puente, la luz del día surgiendo para dejar sin sentido a esa vieja comparsa de noctámbulos sin rumbo, a Los Perros de la lluvia que aullarían para siempre en esa visión eterna que convertí en palabras, hasta hacer de esos versos los únicos perdurables del libro, el único poema que no me avergüenza incluso hoy, que se sostiene en esas palabras que valoro precisamente por comparación y por entereza.

LOS PERROS DE LA LLUVIA
(Valencia, 1989)

Ebrios,
cogidos de los hombros.
Sombras.
Una rueda de vértigo e inconsciencia,
un compás alterado.

Por el puente de los perros de la lluvia
la absurda comparsa se desgañita
al antojo de los signos.
¿Qué señales aguardan?

Ahora lo sé.
En el puente de los perros de la lluvia
llueve cuando sale el sol
o al revés.

Copyright Jimarino1989

Pero lo cierto es que comprendí muchas cosas de aquel fiasco, que lejos de durar treinta y dos días, apenas aguantó quince a duras penas, hasta que ese mediodía, al despertar de una siesta mortecina y sudorosa a eso de las cuatro de la tarde e intentar posar un pie en el suelo, noté un agudo dolor en la pierna izquierda -un dolor que todavía me acompaña de vez en cuando para recordarme los caminos que no debo escoger-, e inmediatamente una punzada inesperada en el estómago, un pinchazo virulento, y enseguida comencé a vomitar todo lo que había tragado durante dos semanas y un día, toda esa literatura mediocre que quise transformar en ese latido breve y conciso de la poesía, esa que sé a estas alturas que jamás encontraré en los versos, y que sólo acariciaré a veces en alguna prosa, en algún párrafo iluminado.

Vomité pastillas, humo, alcoholes de distintas gradaciones, comida basura, sudor tragado, desobediencia, memoria, bilis, impotencia, mitos, dolor, hambre y amor, mucho deseo mal dirigido, todo eso. De golpe de una sola vez. Pálido como un muerto, tembloroso y débil, avancé hasta la ducha sin mirar atrás, a punto de caerme varias veces en los dos o tres metros del trayecto. Tenía en los labios eso que ahora sé. Pero entonces, lo que me provocó esa reacción, esa constancia, fue un agudo malestar sin explicación, una sensación irremediable de pérdida de tiempo. No iba a ser capaz de renunciar a la vida por la literatura, sobre todo cuando el resultado podía ser tan pobre como el que obtuve en esos días, y entonces no sabía ni por asomo la bendición que supuso semejante fracaso para mi existencia.

Vivir, por Dios. Vivir por encima de todo. Leer como una forma de vida y escribir lo que se pudiera, cuando me apeteciera o el impulso fuese intenso, cuando me dejaran.

Bajo la ducha empecé a recordar que de 47 poemas había reescrito treinta y cinco, y me dije que los nuevos eran tan malos como los primeros que edité en aquella editorial hoy enterrada y desaparecida. Que mi nombre seguría siendo el mismo, aquel Jimarino que adquirí en los tiempos de ese Madrid de principios de los noventa, cuando Fruta Fresca, cuando El canto de la tripulación y Heterogénea en Valencia o Cavidades en Barcelona. Cuando el chico popular llevaba del brazo a la mujer más hermosa y pensaba que la tierra cobraría forma para adaptarse a mis sueños más luminosos y felices.

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Un personaje de Cormac McCarthy aseguraba en la novela Ciudades de la llanura, que la gente más miserable que había conocido era aquella a la que todo le había salido bien en la vida. Dudo que a alguien le salga todo bien en esta existencia cuyas energías, sin remedio, juegan a un equilibrio entre las partes, pero entendí lo que quiso decir ese personaje de McCarthy. A los triunfadores frecuentes, como a los eternos perdedores, siempre les falta algo. Al fin y al cabo no somos más que un compendio de equilibrios universales como los que sostienen el mundo. A veces nos sobra de una cosa porque seguro nos falta de otra, y así eternamente, como sucede en la tierra, que sigue sobreviviendo a pesar de la maldad, como si la bondad pusiera siempre límites poderosos aunque nunca gane del todo, y no dejara que el horror fuese constante y eterno hasta hacernos sucumbir a todos. En la miseria siempre hay alguien que sonríe, lo mismo que en la exhuberancia y en el placer, en el poder y en la alegria, alguien, siempre, siempre, llora.

En este camino que concluye, me encuentro con Saul Bellow, escritor norteamericano y Premio Nobel de literatura. Con Bellow me ha sucedido como con las señales del misticismo o las supersticiones de la casualidad: siempre aparece cuando más lo necesito. La primera vez que leí Herzog comprendí que la literatura era algo más que aquel exceso aventurero que mi imaginación construyó en la niñez, otro momento clave en el que apareció con su chistera mágica. Algo similar aconteció cuando hace apenas siete años leí Las aventuras de Auggie March, Ravelstein o El diciembre del decano.

Elaborar una teoría de la creación literaria es una tarea árdua para un texto de estas dimensiones. Los avances científicos, la neurolingüistica, los estudios semiológicos o la lingüistica tradicional, excenden mis capacidades, pero actuar como un novelista tiene sus ventajas. La metáfora, o tal vez mejor, la inteligencia asociativa que sostiene la literatura, que surge en el desarrollo de la narrativa, supone un campo amplio si tenemos cierto rigor y sabemos enriquecerla con otras disciplinas de la ciencia o el saber humano. Supongo que por eso releer los cuentos de Bellow, adentrarme en su literatura para continuar este texto.

El prólogo de Janis Bellow sobre su marido, que encabeza la selección de sus relatos en la edición española de bolsillo, alcanzó a revelarme aquellos detalles inesperados que uno halla de bruces en este misterioso arte cuando más los necesita.

Bellow es norteamericano y judío. En apariencia, hasta que no leí Una historia de amor y oscuridad, extraordinario libro de de Amos Oz, no entendí con suficiente profundidad lo que suponía cargar a las espaldas con una herencia tan onerosa, antigua y compleja como la judía. Amos Oz se acercaba al suicidio de su madre rastreando a través de una amplia biografía de su familia expresada mediante la literatura, reconstruyendo una herencia, un presente, y el efecto posterior de semejante acto en él mismo. Es posible que sea uno de esos libros que expresan sin darnos cuenta todo el poder sanador, empático e iluminador de la literatura, sin necesidad de filtros o demasiada argumentación teórica, y al tiempo se insertan con un lenguaje propio y una solidez duradera en el devenir de una tradición que no sólo es literaria sino en este caso participa del desenlace de un pueblo entero.

Si en aquel verano lejano comencé a ser consciente del profundo lugar del cerebro en el que la literatura extrae su sentido, su contenido, tan a menudo su razón de ser, todavía no podía expresar algo coherente al respecto.

Porque Bellow se sentía norteamericano, y sin embargo había nacido envuelto por una vieja cultura europea incrustada en su herencia judía. Su respuesta al pesar de una comunidad religiosa como la judía es distinta al lógico tremendismo europeo tras todas esas persecuciones y horrores que llegaban de una historia terrible y desgraciada. En su caso, se acercó a todo ello con una fina ironía intelectual y humana, unos elementos de lucidez y entusiasmo que poblaban su literatura y eran muy propios de la joven cultura americana, hasta conseguir que en Bellow el drama se conviertiera en una sonrisa que trató de sostener a toda costa en medio del avance vertiginoso y alocado que convirtió a su país en la primera potencia mundial.

Su mujer afirmaba que, mientras escribía, pasara lo que pasase, siempre sostenía un cielo azul luminoso, y en aquel proceso en el que se sumía poseído, fueran cuales fuesen sus circunstancias, parecía manejar bolas luminosas como un prestidigitador que asociaba en sus juegos malabares hechos, historias, leyendas, noticias, la vida propia, hasta conseguir que, elementos y luces dispares, brillos y sombras inesperadas, distintos colores, tonalidades e intensidad, conformaran la gota esencial de sus escritos, como si el escritor fuese un alquimista de lo acumulado en el cerebro, no sólo en la experiencia vital directa, sino en una serie incesante de relaciones mentales, a menudo físicas en ese proceso de composición, espirituales, capaces de generar personajes, acciones y espejos del mundo. Su metafórica descripción no lo parece en su breve introducción.

Eso es lo fascinante, que Janis describiera ese proceso con palabras narrativas, que en realidad lo que nos cuenta sucedía, lo mismo que cuando revela que en la época en que su marido escribía uno de sus relatos más conocidos, un maltrecho Bellow a causa de una caída, un golpe, y ciertos problemas de salud, se quedaba detenido frente a la máquina de escribir durante horas, incluso con la nariz sangrando, la camisa manchada, despojándose paulatinamente de ropa ante la energía que surgía incesante. Era como si fuera capaz de sentir el desplegar constante de la luz alrededor de Saul, que en verdad ella era capaz de observar todo eso a su alrededor, o incluso de examinar los cambios de temperatura, las punzadas neuronales que acompañaban a Bellow en su teclear frenético frente a la máquina de escribir.

Esa introducción entroncaba directamente, de un modo muy sencillo, con los mecanismo de la creación literaria, con la forma en que un escritor extraordinario como Saúl Bellow se adentra en la escritura de ficción, y los resortes que se ponen en marcha en cuanto el folio en blanco comienza a ser rellenado de las palabras que conforman las historias. Janis Bellow indagó en ello con inocencia pero a su vez con exactitud. Ese Bellow alto y flaco, con la nariz sangrante, cubría las hojas de papel con palabras inconscientes, en momentos de absoluta concentración, casi una especie de éxtasis, que le provocaba reacciones físicas -los calores que le acudían y le obligaban a quitarse prendas-, e iba más allá de las meras impresiones superficiales, de los gestos que ella atisbaba en él mientras escribía. Además, al adentrarse en las referencias reales que construyeron la estructura narrativa, los personajes y los hechos de ese famoso relato, podía hallar historias vividas de primera mano por ella y Saúl, junto con noticias de prensa, leyendas familiares y ecos de la genealogía, relatos de otros, de amigos, o de conocidos, referencias librescas, elementos históricos, conversaciones en apariencia anodinas con personas no muy próximas que surgían como nubes en el cielo, que se entremezclaban para construir un mundo imaginario sólido y coherente.

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La colonización cultural americana es inmensa, constante, absolutamente desmedida, pero los ojos literarios de Bellow miran de otro modo: es una norteamerica más erudita, más profunda y sabia. Sus cuentos recogen el eco del ascenso y sus particularidades aventureras. El vertiginoso recorrido de un país grandilocuente, poderoso y joven. De alguna forma su literatura se opuso a la idiosincrasia esencial de la literatura norteamericana por esa extraña herencia que lo habitaba, la que a veces él mismo negaba con su propia nacionalidad reinvicada a pesar de su sentido crítico. Sin embargo, las historias de Bellow llegaban de una larga tradición, no sólo derivada de su adscripción a la historia de la literatura, sino incluso sobrevenida de su pertenencia al pueblo judio, de sus referencias familiares, de los relatos acumulados en su memoria, o el cúmulo de acontecimientos vividos a lo largo de su extensa vida.

Los héroes de Bellow son distintos, jocosos, rídículos a veces, llenos de dignidad otras, a menudo confusos personajes, nada que ver con los valientes adalides de la conquista y la liturgia incesante del individuo sobreponiéndose al destino tan propia de la literatura de los USA. Es además uno de esos autores que sólo hablan a través de su literatura. En su aparente normalidad plena de hechos extraordinarios se erige el sentido. Su mundo de ficción esta compuesto de variadas asociaciones temporales y humanas.

Su inteligencia le permitió escapar casi siempre a esa exageración tan propia de los americanos. Su mirada es judía, irónica, pero jamás cínica. Es aguda, plagada de sutilezas y llena de humanidad. La sonrisa que provocan sus textos es similar a la que Bellow ofrece en sus fotos, alto y elegante, espigado como un junco, esa suave sonrisa afable que sabe pero no quiere que se note. Es una sonrisa amable. No es una literatura de ruido, sino de pausa y silencio. A veces recargada sin embargo, llena de detalles psicólogicos y evoluciones espirituales que no debemos pasar por alto, porque en ocasiones parece que en sus novelas no pasa nada -sus cuentos son más dinámicos, con más acción sin saber el motivo de esa diferencia-.

Sin miedo a equivocarme, Bellow es uno de los grandes escritores del siglo XX norteamericano, con permiso de Fitzgerald, Capote o McCarthy, tal vez por eso que yo buscaba durante aquel verano de exceso programado, por algo inconsciente que conforma en su mente un universo amplio, rico, dotado de capacidades de relación extraordinarias, por hechos inconscientes que acompañan su pasión por contar, por supuesto también derivado de su voluntad de hacerlo, de su sabiduría de historias, por ser judio en parte a su vez y escribir desde una historia y una tradicción, por ser norteamericano y mirar con ojos agudos el presente y lo que acontecía en su existencia, por acumular toda ese bagaje que en él conforma una varita mágica capaz de iluminar la existencia. Nada programado sin duda, a excepción de su curiosidad intelectual y humana, y su evidente voluntad de utilizar la novela y el relato para tratar de acercarse y explicar lo que supo de la vida.

De alguna forma el joven que quiso encerrarse más de un mes en una urna de cristal etílico y alucinógeno, a punto de atravesar la dura traza entre la perpetua adolescencia tan común en nuestra época y en mi generación, y la nueva madurez despiadada que acudía, había comprendido que el lugar de la literatura era de una brevedad dolorosa, un orden de la consciencia detenido para siempre en el sinuoso despertar de un párrafo, y que además debía ganarse al lector, de una u otra manera una tarea titánica, tremenda -cómo hacerlo-, ajena por supuesto al hecho ensimismado del arte, sino más bien unida al brote perpetuo de esa capacidad humana que hace surgir ideas, belleza y emoción.

Bellow escribió un breve epílogo para la primera edición de sus cuentos reunidos, esa maravillosa colección de relatos que recorrían Estados Unidos desde los años treinta hasta el principio de los ochenta, como si a partir de esas fecha, con la vejez instalada, el mundo que le había sobrevenido ya no le interesara. Eso pasa a veces, y estoy seguro de que él hubiera reconocido que a partir de cierto momento todo se le hizo ya dificilmente comprensible.

Esos cuentos, mejor novelas breves, concisas, extraordinarias, tenían como colofón un corto ensayo sobre la brevedad y la precisión del lenguaje. Bellow afirmaba que el escritor se enfrenta a un ruido ensordecedor, a cientos de ocios alternativos, llenos de luces atractivas y deslumbrantes, a la prensa escrita que hoy va perdiendo peso pero entonces había logrado ese lugar de poder necesario, a la publicidad, al mundo de la imagen, televisores y pantallas gigantescas, al cine. Ahora sería a los ordenadores y el sinfín de aparatos tecnológicos que nos subyugan en un costante deambular de la vista, la atención y los dedos. Un mundo abocado a la ceguera por exceso e incontenencia decía él, que hace inevitable una selección, una pausa, un orden capaz de detener esa voragine, sobre todo porque las masas deciden dejarse llevar por ese fragor incansable y determinan el destino con su consumo y sus preferencias, como si nada sólido pudiese quedar atado a la tierra mucho tiempo, y todo quedara al mismo nivel, ese de usar y tirar, y volver a comprar para expulsar, en esa pretendida modernidad de la renovación perpetua, de la juventud resistiendo, una ilusión enfermiza e instisfactoria a todas luces, y regresar una y otra vez a la vida nueva hasta la muerte. Los aparatos que fueron vanguardia tecnológica quedan obsoletos a los pocos años, a veces apenas unos meses después de proclamar su imperiosa necesidad. Lo mismo que los músicos de moda, o los pintores, o las películas más taquilleras que se van transmutando en otras igual de extrañas y malas en cada una de las carteleras de los cines, pero su ruido es constante, ensordece sin criterio, sólo por apabullamiento. Siempre un intento de hacer perdurar la misma infancia adormecida y simplona, que no es infancia de esencias o de cartografías sólidas, bien asentadas, sino simulacros de vida superficial, poco probable.

El sutil argumento de Bellow en ese breve texto era susurrar que la literatura podía englobar en función de la inteligencia y la capidad del escritor todo ese caos, su explicación o al menos un intento de clarificarlo, de graduarlo. Incluso resguardaba en su seno las absurdas teorías que ensayan ahora sus consignas de la felicidad y el comportamiento positivo como si descubrieran un hecho esencial jamás pensado o argumentado a fin de alcanzar la posiblidad de fijar la orientación de la vida, de convertirla en un manual que ofende por su escasa enjundia intelectual y su limitada profundidad vital. Es poco probable que alguna de esa doctrinas en apariencia innovadoras, mezclas chirriantes de ingredientes religiosos, positivismo sin muchas luces y el más básico sentido común, logren aliviar de un plumazo con sus renovadas simplezas el triste lamento del hombre contemporaneo, que parece un lobo atrapado, cuyos gemidos son similares al aullido del lobo arrinconado, anhelando un tiempo en que el espíritu, o la vida profunda, no fue el deshecho mundano que convertimos ahora en carne de psiquiatrico, de forzada espiritualidad o en latido de autoayuda y de gurús sinvergüenzas o inocentes como conejos en el bosque.

Saul Bellow pregonaba la brevedad por una simple razón de supervivencia. Ellos, los norteamericanos, siempre piensa en cómo sobrevivir. Eso sí: sabía que hay gentes más capaces que otras de desbrozar la maraña y hallar un sentido a la pulsión del mundo. Ese deseo era su escritura. Eso que provoca que el lector asegure que leer al escritor valdrá la pena. Ese instante en que un novelista o un narrador fija la existencia a través de las palabras y conmueve e ilumina a un tiempo, sin saber cómo, sin ostentaciones ni intervenciones innecesarias, porque al fin y al cabo, lo que hace es eso, sólo eso: escribir. Escribir con rigor. Nada más y nada menos.

Bellow sabía perfectamente que detrás de este oficio había una magia; se puede observar en sus historias, en sus personajes. También un destino, mezcla de humildad por ser tan poco en una tradición de siglos, y de ligera vanidad o confianza en uno mismo para poder seguir alimentando el espejo y la historia con minúsculas del mundo. Pero el destino debía ser longevo y la escritura concisa. Era consciente de que las personas menos educadas se saturan con enorme facilidad con las nubes de gas tóxico de la opinión, la creencia o la mentira. Se trataba de mantener y sostener el orden interno en una escritura que no tuviese vanidad -o que no se note- ni ecos de manipulación, ni titubeos innecesarios, ni afirmaciones redundantes o de corto recorrido.

Bellow-Williams

Después de esa ducha volví al dormitorio. Ese dolor del exceso es productivo si se sabe reposar, si se logra detener a tiempo las veleidades adictas del cuerpo. Me eché sobre la cama con temblores y fiebres. No llamé a nadie, ni siquiera a mi hermano o a mi madre. En esa época confiaba en mi salud, en la regeneración de las células, en la reacción del cuerpo ante el avance tóxico. A nadie.

Dormí durante dos días seguidos, con algún intervalo breve de insomnio extasiado. Pesadillas, calenturas hasta la aparición de pupas en los labios. A veces me despertaba entre las brumas de aquel calor gaseoso e infernal que me hacía sudar y toser, que dificultaba la respiración y me estremecía de frío sin embargo, cuando aquella humedad se enfriaba y se apoderaba de la piel. Abría un ojo unos segundos, silbaba, pronunciaba mi nombre para saber que estaba vivo, y volvía a dormirme. En los sueños se entremezclaron los mitos de la literatura más arraigados en mí, sus argumentos y símbolos, con el paisaje onírico entrescado de mi propia existencia. Asi ha sido desde hace mucho, hasta el punto de que, años después, en una mudanza, mientras prepaba las casi veinte cajas de libros que tuve que trasladar, fui capaz de asociar la mayor parte de las novelas que depositaba despacio en los embalajes con periodos concretos de mi existencia, con amigos de cada época, con amores y lugares geográficos en los que viví, e incluso con estados anímicos muy marcados. La vida y la literatura se unieron en algún momento de mi devenir y quedaron igualadas en un largo diálogo consciente y a un tiempo inconsciente.

Al tercer día desperté. Un creador escuálido que no llegó al séptimo, que esbozó una mueca de fatiga y decidió regresar al mundo y abandonar la absurda idea de reconstruir el pasado mediante el lenguaje.

Cuando una semana después de aquel sueño reparador me decidí, recuperado físicamente y lleno de temor, a leer lo que había escrito, me di cuenta de que el poemario no sólo no era mejor que el original editado, sino que probablemente podía considerarse peor. La soledad y la ebriedad habían generado un híbrido monstruoso en el que casi ningún verso podía sostenerse ante la verdadera luz del día.

La búsqueda de mi voz, a pesar de los mitos y la juventud contenida en aquella nube gaseosa que surgió de la nada para deshacerse en un simulacro a todas luces infructuoso, debía cambiar de orientación. No puse en duda que mi verdadera vocación, ese sentido que siempre aletea en todos nosotros y que trata de apoderarse de todas las demás prioridades de la existencia, sean ilusiones interiores o actos externos que prolongan nuestra presencia, era la escritura. La esencia de cualquier cosa que veía y vivía, que oía o veía con mis propios ojos, no era otra que acumular el acervo de experiencia suficiente para conquistar esos símbolos que, tal vez de origen, quizá en en ese proceso de la infancia en el que la personalidad queda delimitada, me pertenecían, y era posible que pudieran ser expresados e incluso transcritos tarde o temprano para alcanzar algún rango de universalidad capaz de provocar que alguien tuviese interés en leerme.

Todo escritor termina por regresar a su infancia tarde o temprano, ese único momento del hombre en el que la literatura, el relato, la historia, el cuento, se entrelazan en igualdad con la experiencia. Pero entonces apenas había empezado a leerme con atención. Al final, tal vez leerse a sí mismo sea lo único importante de este oficio; encontrar el mundo ficticio propio capaz de establecer un diálogo con nuestra esencia, hallar ese espíritu que es capaz de trasmutarse en historia, de revelar sus interioriedades más abruptas o su biografía secreta incluso en la ficción más ajena a la realidad de su autor que puedan imaginar. Un acto de autismo que a partir de cierto aprendizaje logra ser inteligible para los demás, a poco que muestren interés por leernos.

La literatura permite ese entrar y salir del inconsciente en la racionalidad del lenguaje, y a su vez rastrear en esos espejos complejos que las palabras ofrecen para la comprensión profunda de la realidad. Tal vez entendí ese proceso entre lo consciente y lo onírico en el hecho de escribir, no sólo como lector en las aventuras literarias de otros sino en la recurrente emoción que acontecía al poco tiempo de componer un cuento o un poema o una narración larga, o incluso alguno de estos ensayos híbridos que tantas alegrías me han dado y con los que tanto disfruto: estos revelaban en sus profundidades una verdad que estaba ya en mí o que era importante para mí, pero que no había podido ser desvelada de otro modo consciente ni quedar desentrañada por completo con la pálida razón.

Siempre recordaré la frase de Goya: los sueños de la razón producen monstruos.

No se trataba de posibilitar la pulverización de los limites racionales para llegar a los símbolos, sino un proceso que exigía precisamente de ambas expresiones de la personalidad, por tanto necesaria la lucidez y la consciencia tanto como los símbolos, la herencia o la capacidad metafórica que alberga la experiencia.

Leer literatura es en el fondo extraer las metáforas simbólicas, poéticas y esenciales, que cualquier acto humano, hecho real o gesto entrevisto, cualquier idea argumentada, anécdota o vivencia, conllevan en su interior, al ser una respuesta humana, y al estar el hombre conformado por territorios oscuros que pueblan hasta la mayor de sus claridades, ocultos entre las emociones y por supuesto en el lenguaje. En el fondo anhelaba comprender el orden del mundo, esa era la cuestión, escribir y leer para acercarnos a ese orden que tal vez es matemático, pero que sólo podía revelarse a mis ojos a través de esas piezas delicadas entresacadas de la vida con las que los escritores juegan para saber, para entender, para acercase al sentido. Tenía claro que la delicada estructura que conforma la identidad humana, es la misma que la que define al mundo.

Había comprendido que la búsqueda de mi voz no estaba en ese aleteo oscuro por los delirios del abuso y el exceso, aunque estuviese hecho también de todo ello. Pero era algo más. Que tal vez en la luz dispar de la mañana en la que el viejo ávido de cigarrillos que vivía arriba, aun amenazado por la muerte, solicitaba un pitillo más como si llamara al barquero que nos conduce por el último lago, fuera en el fondo el recodo en el que debía estar el escritor para alcanzar alguna de esas palabras concisas de Bellow capaces de ordenar por un instante el caos y la confusión. También que lo esencial de cualquier literatura respondía en el fondo a una madurez no sólo estilística o sintáctica, sino humana. Las buenas novelas, los mejores cuentos, la literatura más perdurable que parece siempre seguir hablándonos, es aquella escrita desde la madurez, lo que no quiere decir desde la vejez. Esa madurez puede ser espontánea, innata, indescifrable. Siempre hubo jóvenes, no muchos es verdad, que desde la inconsciencia o la intuición, por un talento inexplicable, lograban ese efecto, desenterraban las corrientes de la vida antes, y eran capaces a su vez de comunicar esos hallazagos con palabras.

Este héroe sollozante de entonces, alcohólico y volcánico, que había despreciado de un plumazo la madurez por considerarla una renuncia, entendió que esa palabra significaba algo distinto a lo que dictaba a gritos la sociedad, eso que parecía un simulacro de vida insulsa como tantos de los que contemplaba a diario.

Mi hermano, con esa vida tan particular y al tiempo intensa, suele burlarse en las reuniones de sus viejos amigos de los consejos que le dan. Treintañeros a punto de inclinarse hacia la cuarentena que esbozan sus torpes balbuceos sobre la existencia, le dan consejos, le piden una claudicación y la toman por madurez, y a él no le hace falta. Mira esas vidas extenuadas, machacadas, fatigadas, y se ríe. Él no soporta esas fatigas, soporta otras mucho más onerosas, pero esas que piden que acepte no.

La madurez no tiene que ver con la seriedad, ni siquiera con tomarse a sí mismo en serio, o alardear de las responsabilidades o considerar cualquier acto que se haga con la vanidad imbécil de la importancia. La madurez que despreciaba tenía mucho de esa seriedad empecinada de ciertos niños, con sus pedantes intentos de copiar las expresiones de los adultos sin comprenderlas. La madurez que había descubierto, sin embargo, se hallaba en todas las obras maestras de la literatura que admiraba.

Fue en ese instante cuando decidí vivir de nuevo para poder escribir. Vivir de verdad. Nada que fuera un ideario concreto, o un itinerario marcado a fuego, sin resquicios, que diseñara el camino. No era eso. Se trataba a mi juicio de mantener los sentidos despiertos, impregnarse de las cosas hermosas de la vida, también comprender emocionalmente los abismos y el dolor, sin recrearse en ellos. Vivir es estar despierto, sentir que todo puede ser susceptible de enseñar algo, que cualquier persona guarda en su seno metáforas capaces de hacer la existencia más plena. Vivir así para seguir descubriendo. Al fin y al cabo, escribir no era más que licuar con palabras y simbolos el líquido escaso, transparente y límpido, que se extrae gota a gota de la existencia. Ese goteo intermitente y esporádico, tan irregular a veces o tan constante otras, que mana del hecho de existir.

Intentar aprender.

Tuve la sensación de que tal vez no importa darle a la teclas cada vez que alguna emoción desmedida o una idea intensa y veraz surge, que todo tiene un poso y el peso de esas vivencia es ordenado desde el interior, de modo inconsciente. La literatura, esa destilación de la gota a través del lenguaje y los códigos de la ficción, respondía a un proceso imprevisible y fascinante, a una elección constante de las emociones y los actos.

Tras esa debilidad de varios días, cuando decidí de verdad despertarme, pegarme una ducha que me quitara el sudor impregnado en el cuerpo, vestirme y salir a la calle al encuentro de la luz del sol, comprendí que áun debía aprender muchas cosas.

Aún veo la sonrisa irónica de Bellow, burlándose de su heredero, incluso de sus pedantes hijos literarios, bajo esa ducha que no me despertó todavía, pero que al menos me reveló que estaba muy lejos de la frase viva y límpida de esa literatura que deseaba alcanzar, del ritmo sanguíneo de esa prosa curativa que deseaba obtener. Llegar a conseguir que mi literatura pudiera sanar, algo que sólo se consigue con salud de espíritu, con esa entereza en la mirada y esa comprensión delicada de la vida. Me faltaba un largo camino y supe que no era un camino sólo literario, o sobrevenido por arte infuso desde el genio. Pero tampoco se trataba de la ebriedad o el exceso en sí mismo, ni siquiera del sexo o la voluntad sin más, sino que estaba muy adentro, mucho, y obtener esa posibilidad requería pasos concisos, pequeños retos de envergadura asumible, una lectura más atenta, una nueva visión, alejada de todo lo que no fuese mi percepción, sin nada que ver con lo exótico o los mitos oscuros, ajeno a la nada ruidosa del mundo luminoso o de la soledad monacal de los últimos monjes de clausura silenciados.

La cartografía de un mundo tenía que empezar, y ya no sería desde la vida de otros, sino desde la propia. La vida que se alimenta de la realidad y la experiencia en la misma medida que de la ilusión, la imaginación y el sueño. La vida que fue siempre la misma aunque a menudo no lo creamos o pensemos que somos los primeros en alcanzar algo, los ilusos descubridores de una nueva realidad. La vida que tuvo en el silencio y el grito la misma extensión devoradora que ahora, esa que a lo largo de los siglos, en un relato discontinuo y disperso a veces, en ocasiones voces perdidas en medio de gigantescos desiertos de espacio y tiempo, solitarias plegarias sin atender, fue contada por los escritores. Ese testimonio, esa impresión verbal que conformó la idea del tiempo transcurrido, la aspereza y el gozo, y cuando los titanes aplastaron a los hombres ese respiro, esa sensualidad de las palabras que esbozan la existencia, hasta rescatar esa dicha de vivir y hallar la suave cadencia de un sentido, de un motivo. Porque a veces, existieron hombres que no pudieron elegir. Tal vez por eso leer, porque tarde o temprano algo similar sucede en cada vida. Por eso la lectura como un alivio y una luz. La escritura como un acto de resistencia que a pesar de su invisibilidad tan a menudo hiriente, siempre nos recordará que somos hombres, hombres con voz, con vida dentro de nosotros -quizá con toda la vida de la humanidad dentro-, capaces de negar la negrura y construir la esperanza.

A veces es necesario la vida para aprehenderla. Pero vivir sin más, a menudo ciega. Y la literatura, tarde o temprano, cuando alcanza ese aliento revelador, siempre, siempre, transforma algo.

Fue entonces cuando le dije a mi buen amigo que se parecía cada vez más a Hemingway, y que al final todo era una cuestión de literatura.

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Moby Dick-Herman Melville

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       Unos hombres reman. La motivación de Ahab es compleja, inexpugnable. Se adivina el odio, la perseverancia y la fascinación. También la necesidad de un sentido, de una dirección para la vida. Es fácil menospreciar a un personaje como ese, pero al tiempo, se trata de una afrenta peligrosa, de una osadía excesiva que puede desnudarnos. Muestra desconocimiento.

       El viento es veloz y les ayuda, empuja el barco hacia esa dirección. La persecución ha sido extenuante, extensa en el tiempo y en la distancia. Uno se siente más cómodo en la piel del narrador/marinero, pero la complejidad de Ahab está llena de riqueza, de contenido y de sabiduría. No es una sabiduría que el propio Capitán, fanático y ciego, perciba, sino es una sabiduría que en su aparente locura nos llega. Toda una vida buscando ese momento. El barco se aproxima a la inmensa ballena blanca. Las voces llenan la cubierta. En ese instante la atronadora garganta del Capitán ordena detener la embarcación y preparar las lanchas y los arpones. Quiere cazar la sombra de su destino, aquello por lo que ha estado viviendo durante años. Es una venganza pero también un enorme reto, una razón esencial. Han lanzado el ancla antes y todo el mundo está dispuesto a salir detrás de la ballena. El tiempo se ha detenido, estamos en una especie de limbo que nos deja con la respiración entrecortada. Hemos navegado páginas y páginas en un mundo amplio, lleno de referencias marinas y humanas, de historias, documentos, testimonios y personajes. Llevamos a la espalda muchas hojas. Estamos viendo que el libro se acaba. Percibimos en el aire ese falta de desenlace, y a causa de los dibujos animados, las películas, las referencias interminables que desde que nacimos hemos visto u oído, o leído, de la novela de Mellville, conocemos el final, lo que va a suceder. El trayecto lector es distinto a la mayor parte de lo que hemos creído concebir de Moby Dick. El recorrido literario nos ha obligado a utilizar el diccionario, a consultar en google cientos de palabras o asuntos. La complejidad de la obra excede cualquier representación que hallamos acumulado hasta la fecha. La novela posee poco de los libros juveniles, es gran literatura. Sabemos que va a marcar un antes y un después en la historia de la literatura, que muchos de sus hallazgos son estilísticos, estructurales, narrativos, que alimentarán brasas magnas como el Ulyses de Joyce o Mientras agonizo de Faulkner. Sabemos que Melville no fue otra cosa que un funcionario de aduanas de rango medio. En la película de John Houston enseguida concebimos una interpretación de la novela, no la obra en sí misma. En las películas animadas percibimos una simplificación que no ha hecho justicia a la complejidad y la riqueza del texto.

      Las barcas ya están surcando las olas. Hemos visto lo terrible que puede ser el mar y tenemos miedo por un grupo de hombres sobre dos barcas de madera insignificantes, mecidos por gigantescas masas de agua profunda, oscura y terrible, frente a un monstruo gigantesco, blanco como la luz.

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MOBY-DICK (2)


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Itinerario nº4-Ambrose Bierce (Diccionario del Diablo)

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Hombre. Especie animal tan sumida en la ensimismada contemplación de lo que piensa que es, que a menudo se olvida de plantearse lo que evidentemente debiera ser. Su principal ocupación es el exterminio de otros animales y de su propia especie, la cual, a pesar de todo, se sigue reproduciendo con tal rapidez como para poblar y destruir todas las zonas habitables del planeta y Canadá.

Ambrose Bierce. Diccionario del diablo.

 Ambrose-Bierce-ph-Topham-_-Cordon-Press


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Paris-Notas para una noche con Michon

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La primera vez que vine a Paris no pisé la ciudad. Hace ya tanto tiempo que olvidé cómo fue esa llegada, la manera en que contemplé con los ojos cerrados este esplendor lluvioso. Quizá fuera con Verlaine o Baudelaire, arrebatado en las tabernas mugrientas que bordeaban el Sena, otoñal el espacio y lírico el disfraz, bohemia deshecha y ajados espectros de la vida; o con Hemingway y el desventurado Fitzgerald entre la retahíla de americanos enamorados del Paris canalla y bendito; seguro con el puterío bohemio y decadente, con esa pasión de arte inocente tan propia de Miller, tan artificioso como efectivo a cierta edad, con su Anaïs Nin erótica y esa June a la que gocé en sueños tantas veces, a la que puse cara otras cientos entre las efigies de Clichy que me llevé a la boca. Miller, tal vez… O quizá fuera con Toulouse Lautrec, con Manet y Caillebotte, o al cerrar los ojos contemplando las fotografías de Brassai, o con la música de organillo y piano que me llegaba desde Saint Germain de Prés, o en los pliegues ensoñadores y tristes de las notas de Satie. Todo Paris se construyó con los mitos del amor, el arte y la literatura: se hizo lenta en el paladar de mis sueños. Se lo digo a Michon y vuelve a reírse. Abre la boca, le tiemblan los labios por un instante.

-Cuando bajé de un tren en la Gare D´Austerlitz yo tenía veinte años y una máquina de escribir portátil, una Olivetti de cuerpo rojo y teclas blancas. Me sentía embriagado y enamorado, dispuesto a construir con los hilos de mi imaginación la realidad de Paris, prejuicioso antes de verla. Le había prometido a Amparo años atrás que viajaríamos a esta ciudad juntos, se lo dije entre susurros nocturnos a Carmen mientras le cogía la mano y me acercaba a su cuerpo de bailarina, pero no pudo ser.

Dar un paso desde la altura del vagón hasta el suelo suponía enfrentar la existencia mitificada de la capital con el duro cemento del andén. Pensaba que todo sería extraordinario, que el mundo alcanzaría a cumplir mis anhelos como un cielo estrellado cubre la soledad de la noche. Avanzaba con los tacones alzados y la mirada segura convencido de lo posible. Karine tenía los ojos verdes y el cuerpo menudo, de gimnasta fibrosa, duro como una piedra. Me cogió del brazo y fue arrastrándome entre la multitud de viajeros que correteaban por las inmediaciones de la estación. Austerlitz era un nombre sonoro que evocaba las novelas de Tolstoi y Stendhal. El rugido de las locomotoras, tan distintas a las antiguas, me trajo sin remedio a Proust y a Flaubert, pero era Karine quien me sonreía emocionada ante la expresión asustada y expectante de mi rostro, era ella quien me arrastraba por esas calles y me besaba.

A pocos kilómetros de la Gare D´Austerlitz nos alojamos en un hostal mugriento a las pocas horas de bajar del tren. Junto a la inmensidad de las líneas de metro que atravesaban el subsuelo de la ciudad, llenas de bautizos sonoros, entre la belleza de los barrios parisinos que recorrimos durante horas incansables de caminatas y conversaciones, recuerdo su lengua, suave, embadurnada de nicotina y vino. También las cucarachas diminutas que encontré en la cocina del pequeño apartamento en el que vivimos algún tiempo. Leía entonces La peste de Albert Camus. Karine y La peste, y aquel vello púbico enmarañado y punzante, y su cuerpo extraño, fino al tacto, sus pequeños pechos y esos pezones morados tan desmesurados formaron mi particular educación sentimental de la ciudad real; la dureza de sus habitantes, que se movían agitados y poseídos por la velocidad incesante, expresaron la tristeza de la lluvia, el encuentro irremediable con la inexorable mutación del tiempo. Sin embargo, algo resistió a la desilusión de que aquella capital no fuera tal y como la había soñado. Quizá en esa esencia se hallaba la verdadera resistencia del espíritu a doblegarse ante la inercia del universo, la capacidad humana de alcanzar un lugar distinto a pesar de las fuerzas de la historia que nos anegan. Fui reconstruyendo despacio otro Paris que no era ni el presente ni tampoco aquella fantasía de mis mitos literarios o mis iconos cinematográficos.

Recuerdo la extraña felicidad de despertar bajo un edredón y aspirar el olor de Karine. Volvería amarla si pudiera regresar a ese cuarto que llenamos de trastos y memoria, a ese rincón donde deseamos con fervor ser otra cosa: ella una mujer segura y enamorada de un español ufano y enfático que parloteaba incesantemente de literatura, y yo un escritor a punto de iniciar la obra de mi vida en un Paris reconvertido donde paseaba despreocupado y feliz como Jean Paul Belmondo y Jean Segber en A bout de Souffle. Amaría a Karine una vez más para recordarla mejor aunque todo hubiese cambiado -revivir el ritual necesario, el puñado de acciones y gestos que logran otorgar a la existencia y a sus hechos su necesaria realidad, su sólida raíz- y regresar así a ese Paris de cortinas rojas, de noches lluviosas, que me recibió hace tantos años. En el fondo era yo mismo quien recibía a esa ciudad, quien reinventaba con la furia de los ojos plenos de esperanza el recorrido que otros harían siguiendo mis pasos. Tan iluso y perdido, y a la vez tan extasiado por los cantos de sirena.

Michon me observa divertido. Luego su rostro se ensombrece y examina su copa silencioso como si flotara algo inconveniente en el vino.

-Durante años sólo creí posible escribir para vivir. Arroyos de palabras que iban impregnando la experiencia de la vida, todas las metáforas reunidas en el silencio de una hoja en blanco que trataba de garabatear con una expresión solemne y el empecinamiento de lo que nos hace estar convencidos. Me arrepentí muchas veces de haber nacido con esta maldición que no asegura además el talento, por la dificultad de dejar una huella, una brisa insignificante que arrastrase una hojarasca diminuta donde por un instante hubiese podido hallar una ráfaga auténtica y perdurable de lo humano. Amé demasiado poco, hice el amor siempre con la espátula y la tabla de colores, como si interpretara en vez de vivir, rara vez con el alma henchida de fugacidad, con la levedad del amor que se recuerda o la intrascendencia del tiempo que se dilapida. Ahora, a veces, me atormenta la idea de que, al contrario de lo que creía, el dispendio fue excesivo y la ceguera demasiado prolongada. Debo reconocer que en ocasiones me consuela lo infantil del mundo, la maraña de hombres y mujeres aspirando a esa continuidad imposible a través de mecanismos e ingenios mucho más simples y terriblemente alejados de la verdad. La ilusión de la vida eterna me provoca carcajadas. Enfermo de trascendencia era infeliz. Al final no hice nada que me conviniera. El mundo no necesita literatura, o si la necesita, no se da cuenta. Prefieren las malas novelas, los argumentos grotescos, las palabras sin sentido, las mentiras mal construidas. Pienso en el sexo, en su banalización constante. No hay sentido del humor al acudir la expresión compungida de un orgasmo, ni siquiera hay risa en una inesperada caída o en el torpe ademán de una imperfecta postura animal. Lo banal choca con una sorprendente solemnidad de película ñoña, pretende una absurda perfección imposible entre los seres humanos como si toda ceremonia tuviera que tener unos códigos estéticos concretos y fijados y un ritmo siempre medido.  Se contempla mucho más que se toca: contemplación como el reflejo de un gran escaparate en el que pasean las ninfas y su séquito de imberbes apolíneos, y en esa representación de la sensualidad queda estéril el verdadero erotismo, la fertilidad del deseo. Sombras en un mundo de luces encendidas. Tengo la molesta sensación de que se hace el amor en verdad cuando uno naufraga y luego, cuando se halla el asidero, el sexo se evapora, parece un recuerdo amargo de una época rota o desconsolada. Se tiene miedo a la deriva, al inevitable caos humano, y se aspira al orden regido por una fuerza ciega y descomunal que delimita la libertad para evitar la exhuberancia y el abandono, un orden hecho de tedio y responsabilidad, de ocupaciones incesantes y estériles tan menudo, de datos económicos y orgullos nacionales, de sentimientos convencionales domeñados, convencidos de que aceptar la irracionalidad de lo establecido, obedecer a lo imperante en cada momento nos salvará, inconscientes de que las leyes de la tierra se mueven más rápidas que nosotros afectando a nuestro estado sin remedio, y la supuesta seguridad de la vida siempre está expuesta a ser destruida por el ímpetu de las distintas voluntades de poder que pugnan entre sí para imponer sus designios. La historia reciente de Europa está llena de catástrofes de ese estilo.

Al recordar las alegres esperanzas de un tiempo animo a Michón a seguir bebiendo más vino y ese elixir que alimentó la imperfecta eternidad de nuestros pasos: los jugos de Celine, el olvido de los golpes de la existencia que nos fueron educando y limitando hacia el extraño optimismo de las letras, a apurar las copas de Poe, la potencia oscura y terrible de Dostoiesvky. Pronto será el elixir de Michon, convertido en un faro capaz de iluminar la oscuridad de las tormentas, en un refugio de calma lleno de humanidad trasmutada en literatura sublime. Le empujo a beber no sólo el vino y las letras, sino su propia prosa elevada y sanguínea que en apariencia no sirve al mundo. Le pido que beba y escupa toda esa capacidad una y otra vez para no dejarme huérfano. En ese instante recuerdo haberle dicho a Karine que la única literatura que me interesaba era aquella que alimentaba la vitalidad, el hambre de vivir, que esa era una forma de encontrar sentido a la enfermedad de la lectura y así transformarla en una potencia sanadora.

La voracidad de Michon me hace pensar que él marcaría ese teléfono guardado tantos años en la memoria, que buscaría en esta ciudad a esa mujer. Que trataría de seducirla una vez más arrebatado por el ímpetu de la sensualidad perdida a fin de retener por un instante aquello que fue, y luego escribiría la relación de ese cuerpo inolvidable con el presente y su transformación en el tiempo, describiría las nuevas texturas, la evolución de los colores y los gestos, la metamorfosis de las palabras, como si alcanzara a descubrir  en los brillos de un rostro cambiado por los años aquello que le fascinó en las pinturas de Greuze, eso mismo que a mi me hechizó cuando irrumpí hace muchos años en la vieja casa museo de Courbet donde se exponían copias de sus pinturas más conocidas, cuando miraba El origen del mundo en esa sala con suelo de madera, oyendo bajo mis pies el fragor de las aguas del río, y al mirar el rostro de Helene extasiada ante la vagina velluda ligeramente entreabierta, coronada por esos muslos rotundos y hermosos, no pude pensar en otra cosa que en el deseo de aprovechar la soledad del museo para gozar de su cuerpo frente al cuadro, como si el arte no hiciera otra cosa que alimentar e inspirar la vida, nada más y nada menos.

Karine tendrá ahora cuarenta años, dos hijos y unas bonitas piernas. Quizá viva en el VI eme arrondisment de Paris, cerca del barrio chino, a doscientos metros de la Butt aux Caille, en un piso igual que el de entonces, con las paredes empapeladas de rojo y las cortinas encarnadas, las lámparas granates, con una cocina exactamente igual en la que veinte años atrás encontré dos cucarachas diminutas correteando despavoridas a la búsqueda del calor del horno y su prudente oscuridad.

Flaubert y sus máscaras, afirma. El formalista severo, austero, místico en ese deambular por los recovecos del lenguaje. No es para tanto, responde, y bebo más Borgoña suave, ligero al paladar, en copa histórica en forma de campana invertida con grabado, abarrotada de un caldo casi rosado. Pierre alza su copa y dice que carga con su corazón roto en pedazos, que así se planteó la vida desde aquellos lejanos días en Cards, como una premonición de la elegancia espiritual que La Bella Lengua podía ofrecerle como contrapartida a su condición social, a su vida heredada de campesino. Una parábola como otra cualquiera del dolor y su esperanza, de los sueños convertidos en un posible simulacro de superación espiritual. El que ríe ahora soy yo ante la absoluta veracidad de lo que expresa. Es curioso el poder de la literatura, su esfuerzo por engrandecer y ampliar los horizontes, y como contrapartida el orgullo peligroso que otorga, ese soplo iluminador que insufla la consciencia de las palabras y el eco que provocan, a veces la inevitable desilusión de que no puede facilitarnos nada más, y otras la imperiosa necesidad de seguir creciendo a pesar de los límites de cada cual. Tiene el corazón lleno de verbo, de palabras y sintaxis perfecta y eso es lo que pretendo decirle con esa sonrisa.

Amanece en Paris y crece esa luz particular, extraña a menudo, única. Desde las alturas se vislumbra el empedrado mojado, árboles de un verdor intenso agitados suavemente por el viento, agua que corre abundante por las calles, que humedece los jardines frondosos y exuberantes, que alimenta el musgo que se adhiere a las paredes de piedra. La paleta de grises y verdes es tan amplia que haría las delicias de cualquier pintor atento. Michon mira a lo lejos antes de apurar la copa entera de un trago.

Crece la luminosidad sobre Les Invalides, brilla su cúpula dorada de repente, una furiosa lámina aurífera en un paisaje de apagadas sombras. A lo lejos se vislumbra la figura alargada e inmensa, envuelta entre nubles de algodón ensuciadas, de La Tour Eiffiel. También la silueta de la Tour Montparnase, con esa negrura de los tiempos en sus cristales ahumados, en su cuadratura solemne ¡Paris amanece! Mi Paris de aire nace lleno de sus mitos.

A pocas manzanas de este rincón, a la orilla del Sena, Corinne se agitaba con los ojos cerrados y las caderas contraídas sobre mi rostro, agarrada al cabezal de hierro forjado que golpeaba al ritmo de su cintura la pared: ella se enardecía en ese redoble. Fueron tiempos lejanos, de eso hace ya trece años, pienso, pero aún oigo sus gritos, la suavidad de sus enrojecidas mejillas cuando todo cesaba y se quedaba boca arriba sobre la cama respirando plácida, o cuando rencorosa se atrevía a culparme de sus desgracias e infiernos con los puños apretados y el mismo resuello animal de sus delirios carnales. El tiempo ha disipado la profundidad de ese amor, los rituales que cumplimos para fundar una sociedad afectiva y un hogar mugriento, lleno de la oscuridad de esa época. De cada historia guardamos unos momentos, supongo que a los gritos y la desesperación de un final la memoria se empeña en dibujar lo idílico y perdurable de la alegría, la dichosa agitación del cabezal marcando la pared, la juventud que encerrábamos en nuestros cuerpos y el transcurrir desde la placidez a la furia destructiva. Sin embargo no logro traerla hasta este balcón con la nitidez que deseo pese a estar tan cerca del estudio en el que vivimos. Apenas sobreviven fogonazos que surgen incontrolables entre la marea de luz que nos va inundando. Cuando revelo esas imágenes tiene el color sepia de lo antiguo e inalcanzable. Michon susurra que soy un sentimental. Desde luego prefiero lo sentimental a lo inhumano. Todo literatura. Bebo, y él bebe en abundancia a mi lado

Seis y media de la mañana. Crece el murmullo de la ciudad que el parque cercano amortigua. Llega en sordina, con una intensidad discreta sin estridencias ni brusquedades: un claxon que rompe el rumor de las hojas, un motor revolucionado en exceso entre el fragor de los setos y un clamor lejano bajo el agua. Acude la mañana con aura fantasmal que nos recuerda donde estamos; en un balcón de una onceava planta, en mitad de Paris, reflejados en los espejos de la barandilla y en los charcos que forma la lluvia ante la inmensa vista de una ciudad interminable. Podría enumerar un recorrido a ciegas desde allí, observando los tejados, las cúpulas majestuosas, y los edificios hacinados. Paris no cesa nunca, siempre hay algo que mirar en el intervalo de segundos en el que uno alza la cabeza. La lluvia es fina y fría, constante como agujas en la piel. Paris no se acaba nunca, huele a mausoleo y a teja de pizarra, a antigüedad digna y a parque de atracciones. Su aliento enreda la pálida lámina de este amanecer inesperado en el que los nombres sagrados se cruzan en cada calle, en cada esquina, en los edificios que surgen tras la niebla otoñal, en el influjo secreto de los ásperos despertares. Que se joda Nueva York. Es como un bebé ruidoso ante la majestuosa pátina marmórea de una gran dama de gruesos muslos y labios carnosos que susurra al oído sus encantos interminables mientras resista la dureza de la piel, que dice a gritos que sólo hay una literatura y viene de Paris. El café del Dôme en Montparnasse dibuja junto al Coupole y el Rotonda, con sus estufas circulares de hojalata que calentaban las mesas de la calle invernal, la construcción final del mito, la suave ironía del ceño fruncido de Unamuno recostado en la butaca subiéndose el cuello del abrigo y apretando la bufanda contra la barba blanca. Ahí estuvo la inteligencia y el arte del siglo XX, en los ojos saltones de Picasso y Derain burlándose de los transeúntes anodinos, la estirada dignidad pagana tan similar al gesto de un barman de hotel de lujo en la Riviera que desprendía el solemne Tristan Tzara, la mirada azul y perdida, casi llorosa pese a ser entonces un joven enérgico y fanático, de Ezra Pound, organizando definitivamente su destino entre los pliegues de un Côte du Rhone barato o un pastisse envenenado de poesía antigua, frente al manuscrito imposible de La tierra Baldía, Elliot chispeante y distinguido, tan rico como tacaño.

Surge la luz de la primavera como esta bruma luminosa que cae sobre nosotros; aún veo el rostro perplejo de Sandor Marai a la intemperie de una calzada observando el antiguo esplendor perdido allá por el año 46 cuando sus esperanzas comenzaban a quedar exterminadas, lo mismo que la risa contagiosa de Hemingway ensañándose inconsciente frente a  Scott Fitzgerald ya borracho, dormido con la oreja pegada al frío mármol de la mesa, o las copichuelas diminutas exigidas para el disimulo alcohólico de Faulkner, de paso en ese café, de paso en la vida a no ser por su escritura de hierro forjado. Está Joyce, viviendo del préstamo, jamás de su arte, siempre escoltado por el Pound que iniciaba sus cantos y sus revoluciones imposibles.

Michon brinda por mi mitología cultural del fin. Todas las invasiones son bárbaras y terribles, y arrasan con los tiempos buscando el exterminio y la extinción. Becket hojea furibundo unas páginas del Eclesiastes mientras guiña el ojo a una muchacha juvenil a la que se le atisban los muslos turgentes al estirar las piernas sobre la silla. Todos los libros están enterrados en las catacumbas, en los sótanos, en los rincones más recódnitos de esta cuidad; todos los libros y todas las mujeres pérdidas o aquellas a las que nunca pudimos hallar. Un laberinto del que apenas atisbamos reflejos esporádicos, sublimes visiones baudelerianas entre los tugurios del desastre, el amor que se fue extraviando, los mapas secretos que se construyen diariamente sobre la vieja cartografía de Paris. Michon asegura que él muchas veces ya no ve el antiguo recorrido de las calzadas, ni el aroma putrefacto de las calles empedradas, ni siquiera el esplendor de los reyes antiguos, que a lo sumo contempla inquieto el devenir de los días del terror, esos viejos alaridos de Saint-Just y compañía aspirando al ilimitado reino de la felicidad futura, al borde de la pesadilla, aquel extasiado miedo que sucedió a la libertad. Como si este tiempo y ese ruido que ensombrece la esperanza de la luz en este amanecer hubiesen ya vencido.

Copyright Jimarino



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prólogo de cinco itinerarios para una novela futura

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Por razones de derechos de autor y de edición, el prólogo de Cinco itinerarios para una novela futura  sólo estará disponible en el libro editado por Shangrila Ediciones.

Invito a los lectores que leyeron este texto a lo largo del último año y medio a que compren el libro, disponible en las páginas de la editorial, con enlaces directos desde aquí, desde Los perros de la lluvia o haciendo clik directamente en la fotografía superior. Debo dar las gracias a su vez a las personas que además comentaron en marzo del 2011 este proyecto, a quienes me enviaron correos electrónicos y por supuesto a quienes lo apoyaron desde el primer momento. 

Si les gustó el prólogo les animo a adquirir el libro. Todo su sentido se refuerza en esos cinco itinerarios literarios escritos para encontrar las claves de una posible novela futura, tal vez de una literatura capaz de perdurar.

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Albert Camus-Lourmarin-Antonio Machado-Collioure

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No existe ni un sólo cartel o indicación, nada que anuncie la tumba de uno de los escritores más importantes del siglo XX. Lourmarin es un pueblo típico de la Provenza francesa, cuidado, construido en piedra duradera, tan elegante y apacible. Apenas hay edificios nuevos más que en las afueras del centro urbano, y aún así son discretos, acordes con la belleza del paisaje y la extensión montañosa delimitada por campos de lavanda coloridos y rectangulares. La luz de la mañana es tan intensa que ciega los ojos. Caminamos despacio sobre un sendero empedrado escoltado de hileras de gravilla irregulares. Albert Camus fue un hombre tan consecuente en vida como ese modesto camino que se bifurca en un quiebro a las afueras de la población y desciende con una moderada pendiente hacia la carretera. A poco más de un kilómetro se levanta la muralla del cementerio.

Los cabellos rubios de Sara brillan bajo el sol. Su rostro ligeramente hinchado no ha borrado la belleza de su mirada, la limpieza de la cara, los labios carnosos y esos ojos llenos de bondad. Mientras caminamos le cuento que rara vez he mitificado demasiado a la muerte y sus iconos. Con una sonrisa intento explicarle que la única tumba que quise ver a mis diecinueve años fue la de Jim Morrison en el Pére Lachaise de Paris y la decepción que sentí al observar el deterioro del mausoleo, la cabeza esculpida arrancada del sitio para evitar el constante sufrimiento, los grupos de jóvenes bebiendo cerveza y fumando marihuana en las inmediaciones, abandonando los rastros de su presencia en forma de cascotes y colillas, fue inmensa. Preferí el paseo solemne y silencioso entre los setos, la mirada extraviada frente a la tumba de Sara Bernhardt o de Oscar Wilde.

Sara me provoca una ternura conmovedora, despierta el deseo de abrazarla, de acariciar sus mejillas y el cuello. Su voz es apenas un susurro suave. Su cuerpo grande y ancho me hace pensar en un refugio.

La primera vez que la vi fue en aquel Paris nocturno de mediados de los noventa, en la encrucijada de senderos sin luz, de túneles en los que me adentraba sin saber exactamente el destino ni las posibilidades: ella a punto de casarse, tan joven. Me subí a un deportivo de color negro y cristales ahumados y pensé que se equivocaba con aquel tipo guapo y espigado, tocado por una ligera alopecia, que conducía rápido y brusco por callejuelas estrechas. Ebrios nos cogimos por un instante de la mano esa velada en el asiento trasero del coche. La miré a los ojos y sentí todo lo que había sido y sería. El contacto con aquellos dedos huesudos y fríos me produjo uno de esos instantes eróticos jamás cumplidos, con ese esplendor de lo que perdura porque jamás se apuró, sin oscuridad en verdad, más bien como un reflejo de un enamoramiento fugaz e intenso frente a esa figura sublime de la época que contradice la anchura actual. Su boca tembló apenas, su olor impregnaba el vehículo. Cuando salimos del automóvil esa noche en las inmediaciones de la Place de la Bastille para adentrarnos en los subterráneos del barrio me sobrevino una profunda decepción. Helene me preguntó si me sucedía algo pero no conté nada; fue uno de esos suspiros de rara trascendencia en los que nos sentimos capaces de modificar el destino por un impulso, un sentimiento impetuoso de amar otra cosa o a otra persona sabiendo que no sucederá.


Aquel matrimonio primerizo duró apenas seis meses. De la alegría de esa fiesta de despedida en discotecas del Paris oscuro a las que no podría volver, quedó un infierno de silencios, maltrato psicológico y una culpabilidad inmensa e inmerecida. Aquel muchachote alegre y divertido deseó convertirla en una sumisa esclava de tardes de domingo aburridas y desahogos seminales al antojo de la erección. Más tarde sobrevino un viaje de estío a Valencia tras su separación, una estancia en mi casa de tres semanas y una cierta recuperación. Se enamoró de quien menos le convenía otra vez: Bellochi emanaba sus encantos perversos, su lucidez retorcida, y ella era demasiado inocente para un espíritu tan atormentado. Algo sucedió en aquel verano que volvió a trastocar su frágil equilibrio construido con los mimbres de un divorcio doloroso, un padre prematuramente muerto e ilustrado, de una biblioteca sublime, y del rumor otoñal de la casa en Le Bois de Vincennes, cerca de donde Rousseau y Diderot caminaron alegres trescientos años atrás dejando un rastro de solemnidad y presagio. La imaginación vuelve a provocarme pensamientos impuros. Sé que se quedaron a solas varias veces en el viejo apartamento de Bellochi, un mausoleo de la antigua gloria familiar en Embajador Vich, donde mi amigo guardaba un ejemplar de El extranjero firmado por el mismísimo Albert Camus en 1953. Quizá él le propuso alguna de sus oscuras maniobras sensuales, o tal vez una bestialidad física a la que su fragilidad no pudo responder. Nunca lo sabré. No dijo nada, tan cauta y aniñada como siempre, se limitó a fruncir el ceño y a apretar los labios.  A su lado recuerdo sus dudas perpetuas, que aparecen en ese instante cuando hablamos de sus dos hijos: Céline tiene dos años y medio y Robert apenas trece meses.

Camus posee una coherencia que empequeñece a cualquiera que se compare con él. Sus hallazgos fueron literarios, y al tiempo apuntó antes que nadie las barbaries de ciertas expresiones filosóficas a las que se opuso sin importarle las consecuencias. Mientras empujo la puerta del cementerio una extraña emoción me sobreviene. Ayudo a Sara a entrar, sujetando el grueso portalón de madera para que pueda pasar el carro de los niños. Helene y Raoul caminan detrás, a unos veinte pasos. Sé que a pocos kilómetros de aquí murió Albert Camus en un accidente de coche, y entre los restos del vehículo hallaron intacto el manuscrito de la que sería una nueva vuelta de tuerca en su literatura, obra desgraciadamente incompleta: El primer hombre. A Camus le fascinaba La Provenza por muchas razones, aunque él fuera francés nacido en Argelia: Pied Noir pobre y sensual. El mediterráneo lo llenaba de esa luz necesaria para no olvidar que antes que intelectual u hombre de letras era un ser humano impregnado de la sensualidad del mar y la tierra. Su mezcla de vitalidad e inteligencia quedó retratada en las hermosas páginas dedicadas a su infancia, en esa novela que sobrevivió a ese amasijo de hierro y chapa en el que halló su muerte, un camino literario renovado que retomaba asuntos biográficos y que a tenor del resultado, abrían una senda maravillosa para las letras francesas y europeas.

Sara me observa de reojo caminar hacia su tumba, buscar conmovido entre los mausoleos y las pequeña lápidas una inscripción.

Tiempo después me resultará complejo explicarle a alguien la sensación que siento al detenerme frente a una tumba de tierra poblada de plantas de lavanda, cómo me agacho y leo en una pequeña piedra, mal esculpido, su nombre: Albert Camus; de qué modo arranco un pequeño hierbajo y lo dispongo entre las páginas de mi diario de viaje. Un ritual sencillo y austero como su sepulcro. Camus hubiera preferido ese descanso al propuesto por Napoleón Sarkozy, empeñado en enterrarlo junto a los grandes de Francia en el Panteón de París, expresión en verdad de un deseo propio de grandeza soñado para sí mismo sin rigor ni razones de peso. Sé que la familia se negó, respetando la voluntad del escritor.


Cuando Helene llega a la altura de la tumba siento esa mezcla de admiración que yo había expresado con el pequeño gesto de guardar la ramilla de lavanda surgida  de la tierra gruesa. Comprendo que para algunos suceda algo parecido frente al sepulcro de Antonio Machado en Collioure. Todavía me estremece esa anécdota que contaba Maria Zambrano, recuerdos del viaje aciago, de la huida ante el avance de las tropas franquistas por carreteras polvorientas. El vehículo en el que viajaba su familia encontró a Don Antonio caminando por los caminos irregulares hacia Francia, envejecido, dolorido y roto, junto a una hilera interminable de refugiados que buscaban la frontera. El padre de Maria Zambrano, amigo del poeta, le invitó a que subiera con ellos y evitara una caminata a pie. Don Antonio esbozó una de sus afamadas sonrisas, se quitó el sombrero empapado de sudor y le contestó que él quería llegar a Francia junto a su pueblo. A estas alturas, le digo a Sara, la historia puede parecer inocente,  incluso un cierto gesto de altanería propio de un aristócrata de espíritu como fue Machado, sin embargo, en boca de Maria Zambrano, me pareció un gesto auténtico, una descripción precisa de la enorme humanidad del poeta, de su hermosa resistencia, que no pudo aguantar muchos kilómetros más allá, muerto en plena marcha, en Collioure, aguardando un milagro que salvara a la República. A Raoul, como a muchos franceses con cierta sensibilidad hacia España, le impresiona el relato. Su proverbial ironía queda inerme ante la nobleza de la actitud, frente a lo consecuente del gesto en relación a las idea del poeta: quizá he logrado imprimirle la misma emoción que en boca de la Zambrano me hizo llorar de rabia e impotencia sin saber exactamente porqué. Raoul nació aproximadamente treinta años después de la muerte de Antonio Machado, en la Bourgogne y, sin embargo, se siente conmovido por ese relato de emigración y derrota, lo mismo que me sucede a mí ante la huida de Sandor Marai o frente a la lectura de El mundo de ayer de Sweizg o con los personajes de Vida y destino de Grossman, ante los emigrados de Sebbald o los protagonistas de Sefarad de Muñoz Molina. Un siglo de hogares destruidos que no me afecta directamente pero que me emociona aun cuando jamás haya vivido algo similar.

El optimismo del mundo contemporáneo espanta ante la facilidad que puede tener la destrucción y la miseria para apoderarse de todo en un abrir y cerrar de ojos, por el frágil equilibrio que contiene una absurda pretensión de eternidad. Quizá por eso Camus me resulta tan cercano. Muchas veces, cuando algún titular del periódico me altera el ánimo, pienso al instante en qué es lo que pensaría él al respecto, no con la fe de escuchar a un gurú decadente o ufano, tan corriente en nuestros tiempos, voceros sordos, sin influencia profunda, sólo expulsando a gritos opiniones ruidosas, manipuladas, sino como cabal y libre reflexión sobre el destino del mundo, tan necesaria, tan ausente a nuestros alrededor por el estremecimiento de la banalidad y la censura de lo mediocre.

Sara sonríe ahora. Reímos los cuatro frente a la modesta tumba de Albert Camus, bajo un sol mediterráneo que nos inunda de una luz cálida y vital. Ella encontró a su príncipe azul en ese hombre extraño y afable, mitad genial en medio de lo anodino, empeñado en alcanzar un destino que le pertenezca mientras yo me cruzo de brazos y le ofrezco a Helene una vida estéril llena de obligaciones silenciosas, a ella, que  sostiene la frágil armonía, el suelo que se tambalea ante las viejas adicciones y mis suspiros de esperanza; siempre fue así, siempre estuvo a mi lado. Quizá ya no tengo fe en el destino, como muchos otros conscientes. De los inconscientes no hablo, de esos prefiero callar porque no suelo perder el tiempo con lo que me es indiferente.

La luz es tan intensa que quema los ojos. Mi empeño en no llevar gafas de sol me ofrece como resultado una mirada achinada débilmente azul y un halo blanco que envuelve el paisaje. Lourmarin suena como las antiguas canciones de Edith Piaff o las primeras de Gainsbourg. Camus debe sonreír envuelto por el día veraniego y transparente en La Provenza mientras Raoul descorcha una botella de espeso tinto de Bourgogne en un plácido cementerio medio abandonado, donde sobre la tumba de A. Camus los reflejos del sol provocan un hermoso espejismo.

Lourmarin, Marzo de 2011
Copyright Jimarino.

SERVIDUMBRES DEL ODIO

Hace un mes, releyendo las Crónicas de Albert Camus, correspondientes al periodo 1948-1953, encontré este extracto de una  breve entrevista que concedió en la navidad  1951 al periódico Les Progrés de Lyon. La sensación que me sobrevino, como suele ser habitual al leer la mayor parte de las reflexiones camusianas sobre su tiempo, o ante sus maravillosos ensayos, El mito de Sísifo o El hombre rebelde, fue la de comprender que ciertas palabras del premio Nobel de literatura están hechas de algo eterno, que sus presagios y afirmaciones, demasiado a menudo, dibujan el color de otras épocas y no sólo la suya con una certeza y un valor extraordinarios. De alguna forma, con las respuestas que Camus dio al entrevistador, tuve la sensación de que no sólo quedaba retratado aquel año 1951 y  los acontecimientos infaustos sucedidos las tres décadas anteriores, sino que nuestro propio universo renqueante parecía adherirse como un guante a sus diagnósticos. Quizá ahora habría que sustituir a la prensa, cuyo poder ha quedado reducido tal vez en exceso por otros medios de comunicación masivos aún más banales y ensordecedores, o tal vez las formas de poder han perdido sus máscaras y son ahora más invisibles y al tiempo más desnudas y discretas, pero su definición de la servidumbre, el odio y la mentira, mantienen la triste vigencia que él les concedió en este texto. Ojalá generaciones nuevas de políticos a los que probablemente no les dejarán llegar al poder jamás, se impregnasen de la transparencia, la humanidad y la valentía de sus ideas. Por si acaso, transcribo sus palabras a la espera de recoger algún fruto venidero. Valen la pena.


(1951) Entrevista a Albert Camus. Le progés de Lyon.

-¿Le parece lógico comparar las palabras “odio” y “mentira”?

Albert Camus:-El odio es en sí una mentira. Hace el silencio, instintivamente, en torno a toda una parte del hombre. Niega lo que, en cualquier hombre, merece compasión. Miente, por lo tanto, esencialmente sobre el orden de las cosas. La mentira en cambio es más sutil. Cabe mentir sin odio, por simple amor a sí. Por el contrario, todo hombre que odia se detesta en cierto modo a sí mismo. No hay pues, un nexo lógico entre la mentira y el odio, pero hay una filiación casi biológica entre el odio y la mentira.

-En el mundo actual, presa de las exasperaciones internacionales, ¿no adopta a menudo el odio la máscara de la mentira? Y la mentira, ¿no es una de las mejores armas del odio, la más pérfida y quizá la más peligrosa?

Albert Camus: -El odio no puede adaptar otra máscara, no puede privarse de esa arma. No se puede odiar sin mentir. Y, a la inversa, no se puede decir la verdad sin reemplazar el odio por la comprensión, que no tiene nada que ver con la neutralidad. Un noventa por ciento de los periódicos, en el mundo de hoy, mienten más o menos. Y es porque son, en diferentes grados, portavoces del odio y la ceguera. Cuanto más odian, más mienten. La prensa mundial, con algunas excepciones, no conoce hoy otra jerarquía. A falta de cosa mejor, mi simpatía recae en los raros que mienten menos porque odian mal.

-Rostros actuales del odio en el mundo, ¿los hay nuevos, propios de las doctrinas y las circunstancias?

Albert Camus: -El siglo XX no ha inventado el odio, por supuesto. Pero cultiva una variedad particular que se llama odio frío, maridado con las matemáticas y los grandes números. La diferencia entre la matanza  de los inocentes y nuestros ajustes de cuentas es una diferencia de escala. ¿Sabe usted que en veinticinco años, desde 1922 a 1947, setenta millones de europeos, hombres, mujeres y niños, fueron desarraigados, deportados o asesinados? En eso se ha convertido la tierra del humanismo, a la que, pese a todas las protestas, hay que seguir llamando la innoble Europa.

-¿Importancia privilegiada de la mentira?

Albert Camus: -Su importancia proviene de que ninguna virtud puede aliarse con ella sin perecer. El privilegio de la mentira estriba en vencer siempre a quien pretende servirse de ella. Por eso los servidores de Dios y los amantes del hombre traicionan a Dios y al hombre por razones que ellos creen superiores. No, ninguna grandeza se ha fundado jamás sobre la mentira. La mentira permite a veces vivir, pero nunca eleva. La verdadera aristocracia, por ejemplo, no consiste sobre todo en batirse en duelo. Consiste sobre todo en no mentir. La justicia, por su parte, no consiste en abrir ciertas prisiones para cerrar otras. Consiste sobre todo en no llamar mínimo vital a lo que apenas basta para mantener una familia de perros, ni emancipación del proletariado a la supresión radical de todas las ventajas conquistadas por la clase obrera desde hace cien años. La libertad no es decir lo que sea y multiplicar la prensa amarilla, ni instaurar la dictadura en nombre de una futura liberación. La libertad consiste sobre todo en no mentir. Allá donde la mentira prolifera, la tiranía se anuncia o se perpetúa.

-¿Asistimos a una regresión del amor y la verdad?

Albert Camus: En apariencia hoy todos aman a la humanidad (les gusta sangrante, como los chuletones) y todos están en posesión de una verdad. Pero eso no es sino una suprema decadencia. La verdad pulula sobre sus hijos asesinados.

-¿Dónde están “Los justos”de la hora presente?

Albert Camus: En las cárceles y los campos de concentración,  en su mayoría. Pero en ellos se encuentran también los hombres libres. Los verdaderos esclavos están en otras partes, dictando sus órdenes al mundo.

-En las actuales circunstancias, ¿no puede ser la Navidad un motivo de reflexión sobre la idea de tregua?

Albert Camus: ¿Por qué esperar a Navidad? La muerte y la resurrección son de todos los días. De todos los días, la injusticia y la verdadera rebelión.

-¿Cree usted en la posibilidad de una tregua? ¿De qué tipo?

-Albert Camus: La que obtendremos al final de una resistencia sin tregua.

-Ha escrito usted, en el mito de Sísifo: “Sólo hay una acción útil, la que reharía al hombre y a la tierra. Yo no reharé nunca a los hombres. Pero hay que hacer como sí”. ¿Cómo desarrollaría usted hoy esta idea, en el marco de nuestra entrevista?

-Albert Camus: Yo era entonces más pesimista que ahora. Es cierto que no reharemos a los hombres. Pero tampoco los rebajaremos. Al contrario, los levantaremos un poco a fuerza de obstinación, de lucha contra la injusticia, en nosotros y en los demás. Nadie nos ha prometido el alba de la verdad, no hay un contrato, como dice Louis Guilloux. Pero la verdad hay que construirla, como el amor, como la inteligencia. Nada nos ha sido dado ni prometido, en efecto, pero para quién acepta emprender algo y arriesgarse, todo es posible. Esa es la apuesta que hay que hacer en estos momentos. Cuando nos sofocamos bajo la mentira y cuando estamos acorralados. Hay que hacerla con tranquilidad, pero irreductiblemente, y las puertas se abrirán.

Volumen 3. Obras completas Albert Camus. Alianza Editorial. 1996



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