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26 de Agosto de 1950. También el mismo día del año 2013. Amanece. Termina la noche nebulosa, la charla alegre con el amigo en mi caso, y la solitaria contemplación de la ciudad dormida en el suyo. Una contemplación que él comprende infructuosa, fatigada, somnolienta. La mía posee cierta expresión apasionada y alegre, ebria. Hay un viaje en coche a eso de las cinco de la mañana porque T. se ha quedado a solas conmigo apurando gin tonics y fumando, charlando de ciertas cosas que a veces nos gusta compartir. Lo he llevado a casa amaneciendo. La hierba del jardin está mojada, recién regada por los aspersores, y el aire es fresco a pesar de la primera pátina de verano que surge con la luz del día. Él, Cesare, va a ver más bien un cielo espeso, bruñido de agua imposible, cierta negrura de humos e industria, de ciudad hacendosa. A mi la ciudad no me empuja a la fascinación, genera por el contrario el inocente anhelo, el eco impreciso de otra vida antigua que perteneció a los míos, por eso ese verano del 2013 miro conmovido las montañas y la exuberante cúpula de cielo pálido que se ilumina sobre el valle.
Pavese, como yo más de sesenta años después, no ha dormido. Va a pasear más tarde por una calle con árboles y una zona ajardinada. Yo he preferido el armónico deambular por una bonita casa ajena, alquilada para las vacaciones. Voy a contemplar el nacimiento y el fin de una vida, la silenciosa lámina confusa de conjuras y tentaciones, de hermosos rituales y gestos, alcanzando una cima personal, y luego un descenso definitivo, entre las brumas espumosas del agua de riego y el fragante olor de la madrugada sumido en un jardín cuidado, silencioso. Disipada la oscuridad desaparece ese miedo ancestral a la soledad que me sobrevino antes en la terraza, mientras de madrugada escribía. Cesare ya tiene todos los premios literarios tanto tiempo atrás anhelados, ha concluido muchas cosas y muchos libros, y no sabe mucho de la vida. Yo tampoco.
Él, como yo haré a su vez, dormirá toda la mañana, se despertará en un duermevela sudoroso de verano mediterráneo, sumido en la luz de un mediodía caliente, bochornoso. Sentirá esa sensualidad de la desnudez erecta en alguno de los viajes al cuarto de baño para orinar, la mirada fugaz a un espejo del cuerpo afilado y duro, del cansancio de su rostro. Escribirá a un amigo como yo le escribiré a cualquier otro o a él mismo más de sesenta años después, y le sentará bien a eso del mediodía. Se va a notar sereno poco tiempo, y enseguida llegará el atardecer y las sombras volverán a reflejar otro lugar en el que estar, no ese; otros ojos con los que mirar, no los suyos.
El declinar del día le hará esforzarse por hallar algo positivo. Tiene un ajado rostro, huesudo y duro, una expresión luminosa en los ojos, a veces casi húmeda, llorosa. No tiene mi mirada que se asoma a la pequeña barandilla de la terraza y abandona la pantalla encendida y las horas transcurridas en ese deambular por las palabras. A mí me falta algo también, una especie de aliento que esconde el paraíso y el infierno vividos en silencio en esos días de vacaciones en pleno verano; a él le falta otro, o eso creo, como si la esperanza nunca hubiese sido su fuerte, o quizá por el contrario, porque la esperanza ha anegado toda su posibilidad de vivir. Lo entiendo. Ama la literatura como yo, pero desprecia demasiado al mundo. Le falta esa sensualidad de la luz y la textura.
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“En las primeras horas de la tarde, después de poner en la valija los Dialoghi con Leuco, Cesare deja la casa de la calle Lamarmora con una simple señal de saludo, como siempre. Baja la escala, valija en mano, y va a tomar el tranvía que se dirige a Porta Nouva. Pero en lugar de encaminarse hacia la estación, se dirige a la parte opuesta, al Hotel Roma.” (Davide Lajolo. Il Vizio assurdo.1960)
En 1938, el 24 de noviembre, Pavese escribiría en su diario lo siguiente. Se deja de ser joven cuando se distingue entre uno y los demás, o sea, cuando ya no se necesita su compañía.
Esas palabras surgieron de un eco impreciso de realidad.
Pavese escribía desde la infancia, y el proceso de madurez, el alejamiento constante y opresivo de la infancia, del niño, tiene consecuencias en su temperamento. Cesare sabe que la literatura se ha convertido en su única forma de vida posible, y no por capricho o por una voluntad férrea, sino porque siente que el resto de la existencia casi siempre lo ha traicionado. Tuvo vida personal, normal, como Flaubert, pero fue decepcionante. La del francés no lo fue tanto a pesar de los rumores sobre sus encierros y su irritación frente a la realidad. A los escritores que me gustan les suele pasar eso, le dan excesiva preponderancia a este oficio sobre todas las demás cosas, tal vez porque cumplir la literatura, adentrarse en ella con ese fanatismo y esa desnudez, supone expresar una idea de la vida particular y a la vez esos aspectos históricos, simbólicos y universales que la afectan o la componen, algo obsesivo y constante. De alguna forma escribir es pretender atrapar la existencia posible o la soñada, y convierte el suceso anecdótico o biográfico en una necesidad de mitos.
La mistificación entraña ciertos peligros. Cesare ya lo sabe; toda su vida ha sido un proceso de extracción, una inmersión en la mina de la existencia, un golpe duro de martillo y pico contra la oscuridad, haciendo surgir a la vez en sus textos esa luz vital y luminosa de la transparencia y la fábula, esa magia de la ficción que como un ritual profano le sirvió siempre para continuar, para ver. La diferencia entre él y Flaubert, la diferencia con respecto a mi -no la literaria, esa es demasiado excesiva, sino la referida a lo personal- es que de sus abruptos descensos nunca salió del todo. Pavese no. La vida fue un fracaso para él. El amor lo traicionó, lo sumió en la duda, en la impotencia, en la lacerante expresión de la nada. A mí, sin embargo, la vida me trajo la sensualidad del tacto y el olfato, la claridad necesaria de la luz, el hecho agradable, la fascinación por el cuerpo y el perfume, por la textura y la fragante osadía del deseo que puede llegar a cumplirse. Esa respuesta no puede ser otra cosa que circunstancial, o también un hecho llegado de la infancia, o una educación, tal vez una experiencia disimil que separa el interior de uno mismo y sus reflejos en aquello externo inevitable que se vive.
Si Flaubert era un fingidor, un hombre de máscara y sobrio rigor artístico, a Pavese no le hizo falta fingir: él era así, torpe para la existencia, amargo para cualquier requiebro emocional, grave en exceso, solemne hasta el aburrimiento, o eso dijeron algunas mujeres de él, y sin embargo dotado de un don, consciente además de ese don, sufriendo por la imposibilidad de que esa facilidad extendiera sus efectos hacia el resto de su vida; una lucha infructuosa, un escarnio constante, una metedura de pata tras otra. Salvo en la literatura.
En la literatura encontró el hogar, o la expresión de hogar que todos esos personajes definían bien por ausencia o por defecto, en esa gradación continúa en la que se basa y se contiene la vida; también la forma de la patria, el lugar geográfico del origen, un rincón de la niñez no superado que los nacionalismos exacerbados mantienen en la madurez irresponsablemente. Pavese, en literatura se acercaba al término libertad a través de todos esos personajes que llenaron sus memorables novelas cortas.
Al adentrarse en esas vidas que le obsesionaban buscando la suya propia, su literatura cobraba una expresión de veracidad y metáfora precisa, un variado abanico de identidades forjadas de cada una de las voces creadas, hasta alcanzar esa rara perfección que tan pocos consiguen, ese instante en el que un concepto, un teorema, una novela a veces, descubren una expresión del mundo renovada y algo más exacta o verdadera, la revelan hasta hacer más nitida la existencia. Pavese entonces era capaz de entender a todas esas mujeres a las que jamás comprendió en la vida real, a las que jamás pudo llegar a convencer de quién era él y por qué pretendía el amor. Allí, en sus relatos y sus novelas, lo femenino parecía dibujarse sin que el lector apenas percibiera ninguna intermediación indeseada o ruidosa en exceso, no había opinión como en sus diarios, sólo la suave recreación vívida de esas mujeres que no permanecieron a su lado. Sin comprender esa magnitud, quizá por algo muy común entre los solitarios o los lúcidos, que alcanzan el hartazgo de sí mismos, en esa expresión del hastío que genera anticiparlo todo, estar condenado a no vivir nada nuevo o siquiera inesperado, todo ese mundo femenino se encontraba allí, completo, comprensible, claro, y no era capaz de verlo, surgía en sus libros incluso a pesar de su distancia, de su excesiva misoginia a veces, o más allá de sus opiniones recalcitrantes sobre el otro sexo y las terribles consecuencias que tuvo para él.
En la vida no, Cesare, y en la literatura sí. Pero la literatura no huele, puede en ocasiones alcanzar un simulacro de tacto o de olfato muy veraz dependiendo del talento del escritor y la capacidad del lector, o incluso despertar un sentido perdido, agazapado en la memoria, un aroma o una imagen detenida en nosotros que surge a través del mundo que construyen las palabras; es casi una sensación o una emoción real, o una experiencia que logra perpetuarse como hecho a veces casi biográfico sin serlo, o como una reminiscencia de una verdad sin que llegue jamás a producirse. Ese talento de la narración literaria que se adentra en la mente del lector, esa capacidad de recrear ambientes comunes, familiares, con el trazo preciso de una conversación, o con un simple gesto de un personaje; otras con la breve y extraordinaria descripción de un lugar, de una región, de un barrio de viviendas o de las calles principales de una ciudad.
En la literatura si y en la vida no.
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Flaubert construía una máscara para la vida porque poseía la vida en realidad, y en literatura pretendía una perfección casi inhumana y exacta que contuviera en su aliento la desnudez de la verdad y la exactitud. Pavese, sin embargo, solo utilizaba las máscaras en la literatura, y aunque fuesen máscaras propias, incrustadas en su personalidad a lo largo de los años, para que no pudieran ser visibles las difuminaba entre muchos de sus personajes, construcciones magistrales en apariencia tan ajenas a él a veces como las estatuas de Papúa, y a pesar de ello se encontraban llenas de su presencia, de él mismo. Uno escribía desde un refugio y un recogimiento forzado, construido artificialmente mediante la voluntad y el empeño, un aislamiento ideado, reflexionado, que fingía o poseía el empeño de alcanzar esa soledad vital, sin olvidarse de la existencia, como si se pusiera un traje distinto y cambiase por ello hasta de personalidad o de emociones, para exprimir hasta los límites el lenguaje, dotarlo de esa perfección sublime e incuestionable, pues al final, la vida sí le pertenecía; mientras el otro, partía de una bruma vital capaz de aprehender la existencia inconscientemente y utilizarla para la narración a través de su oficio, alcanzando en ocasiones la misma excelencia y magnitud en el lenguaje, para hallar una claridad que jamás pudo extender a la vida propia.
Un escritor que sabe vivir y se diluye en la literatura, y otro que comprende la dimensión de la vida en la literatura pero no logra apreciar el hecho de existir.
Esta madrugada de verano, aprovechando la soledad de la casa, la luz agradable del amanecer cálido, me desnudo por completo y me zambullo en la piscina. Llevo casi un mes y medio, quizá más, empeñado en escribir ese texto que tantas alegrías me ha dado después, Un ensayo sobre la creación literaria, y trato de dar forma a ese tercer libro todavía incompleto sobre el deseo, Nieve, a duras penas en el transcurso del estío bochornoso y lleno de angustia. Floto desnudo en el agua azul y pienso en Pavese y en Flaubert. Trato de comprender esas reflexiones irónicas del francés, esa manera sutil de burlarse de sí mismo y de su tiempo a través de la sobriedad y una consciencia de la novela como artefacto artístico -perdurable a través del lenguaje- e intelectual, humano y con pretensión de cierta sabiduría, con el que intentó dignificar un oficio y convertirlo en arte, expresando aquello que le parecía trascendente en la creación literaria y burlándose cruel y despiadado de lo que le resultaba grotesco, hecho de pose o de artificialidad sin sustancia.
Flaubert estaba lleno de vida.
Echado sobre la tumbona del jardín adyacente a la piscina después del baño, notando paulatinamente la calidez del sol que se apodera del cielo y de la casa, con los ojos cerrados y la mente en blanco, quiero sentir el calor, ese refugio, el calor y la vida que despiertan junto a mí mientras permanezco inmóvil en la orilla con el cuerpo cubierto de gotas de agua que se van evaporando al ritmo con el que el sol asciende.
Mi papel mezcla otra idiosincrasia particular de finales del siglo XX y principios del XXI. La mística bulle en ese reposo desnudo, resacoso y ligeramente atormentado. No debe haber una consideración excesiva hacia la tragedia, sino más bien, a lo sumo, cierto impulso dramático. Al contrario que Cesare, la sensualidad del cuerpo afilado, más delgado desde hace unos años, genera una felicidad asombrosa que me temo Cesare jamás vivió. Flaubert sí, aunque se cansara de todo como era habitual en él, de todo menos de la literatura -o de cierta literatura-, incluso aun cuando su excesiva seriedad fuera un artificio jocoso para su espíritu tan a menudo. En la literatura, Flaubert continuaba, se mantenía atento.
Recostado siento esas manos suaves del deseo que tal vez se posen en mí dentro de unos días. Siento la dolorosa sien latiendo agitada por el alcohol nocturno y abundante que se evapora después de horas embriagado. Siento placer ante la vida. Ese placer que nunca sintió Baudelaire sin culpa, que tampoco experimentó demasiadas veces, o llegó a un punto en que ya no pudo hacerlo de ningún modo, Cesare Pavese, y también ante la lectura -ambos deleites son placeres sensuales sin remedio-.
Comprendo entonces que el sentido trágico se reduce en mí a un pesimismo crónico que, sin embargo, es una forma de optimismo. Espero tan poco, que casi todo acontecimiento medianamente gozoso me llena de felicidad y a eso reduzco el abanico de esencias vitales que me reconfortan y mantienen el aliento vital. No espero nada, sólo el placer de los sentidos, y a su vez el extraordinario placer que me produce la literatura. Por supuesto la literatura de Flaubert, y la de Pavese. La frase impecable dotada de ritmo, música y sentido, que a veces aletea en la lectura mañanera, con el día brumoso, y que abre el cerebro al mundo, lo lanza al exterior tras las señales profundas de lo onírico, cargado de esa poesía vital que me hubiese gustado trasmitirle a Cesare Pavese. Y, no obstante, en realidad le comprendo. Cesare no era un clown cariacontecido y triste sin más, ni un imbécil lamentándose hasta desaparecer de su mala suerte y de la injusticia. Como Flaubert no era un eremita de las letras colgado de la nube incierta de las musas, solitario y en cierto modo ridículo en su encierro monacal. Tampoco eran poses para la posteridad. En la época de Flaubert todavía no se sabía mucho de esa mística que años después los escritores y los editores trataron de hacer sobrevivir aferrándose a los vaivenes vitales de cualquier autor y su frecuente relación con la adicción, la rareza o la extravagancia, la marginación, la valentía heroica o el silencioso retrato de un perfil sociológico a menudo rebelde, aventurero y lleno de voluntad y desidia al tiempo. Flaubert escondía su verdadera esencia en su propia imagen revelada en fotografías o en grabados de la época, aquella que él miraba en el espejo para seguir aferrándose a una pasión, o a esa forma que le era necesaria para defender por encima de todas las demás cosas una pasión.
![Immagine mostra. Ho dato poesia agli uomini. Cesare Pavese 1908-]()
Dicen que el atardecer en el que Cesare Pavese se suicidó en el Hotel Roma de Turin, éste realizó al menos cuatro llamadas a tres o cuatro mujeres distintas. Desconozco la veracidad de este dato, pero he podido leerlo en varios apuntes, principalmente en algunos estudios críticos y biográficos. Cuatro llamadas a mujeres para que lo acompañasen en esa soledad terrible del hotel, después de haber abandonado la idea de acudir a la estación y salir de Turín. Ninguna de esas tres o cuatro mujeres que recibieron esas llamadas acudió a la cita propuesta. Me encuentro que una de ellas fue Fernanda Pivano, aquella crítica italiana que me reveló hace mucho la esencia mitológica de la beat generation, que dotó a la literatura norteamericana de la mística necesaria para su consagración no sólo como relato juvenil acerca de la libertad, la superación individual, la rebeldía o la anticultura, sino de elementos críticos suficientes para su permanencia. Ya no leo a Kerouack o a William Burroughs, tampoco apenas a Ginsberg o Ferlinghetti, nada a John Fante o a Bukoswki, ni a Henry Miller, y sin embargo si que releo, y mucho, a Saul Bellow, a Faulkner, a Scott Fitzgerald o a Melville, y gracias a ella, a Fernanda Pivano, llegué a todo ellos, emprendí el recorrido que me trajo a Upton Sinclair y a Sherwood Anderson, a Truman Capote, Wallace Sterne o a John Dos Passos entre muchos. Pavese llamó a la Pivano, con la que debió unirle una relación muy íntima, pero ella, que sí contestó, declinó la invitación a cenar porque se ocupaba esa noche de su marido enfermo. Una de esa mujeres, a su vez, se mostró cruel y vengativa: afirmó que no acudiría por que la compañía del escritor italiano le aburría, le parecía un cara larga.
El poeta Joaquim Maria Machado de Assis escribió que cada criatura humana trae dos almas consigo: una que mira de dentro hacia fuera; otra que mira de fuera hacia adentro. Pavese parecían cansado de mirar hacia adentro para entresacar la materia prima de su literatura y a su vez la ilusión de su propia vida.
Tumbado, con el cuerpo desnudo, bronceado, sano a pesar del cansancio y esas punzadas de dolor agradable que provienen del exceso y que nos recuerdan una finitud y un contacto inevitable con la naturaleza física de la existencia, el tránsito de esa dos almas que expresó el poeta me sobreviene fácil, habitual en mi vida, y llega a resultarme con cierta soberbia un absoluto despropósito en el caso de Pavese, una anomalía que lo incapacitaba para aprehender esa esencia y hacerla fluida, corriente, que no la recogiera entre sus manos para hacerla servir a la existencia. Y eso que le gustaba tumbarse de joven desnudo en los rincones escondidos que conocía a orillas del río Po, después en otros ríos, o en las playas, actitudes que describió como nadie en esa belleza de la contemplación del hombre desnudo frente a la naturaleza. Comprendía a la perfección esa esencia contemplativa, de fusión con la tierra y el cielo, pero no lograba extenderla con provecho a su vida. El tránsito costaba, se estancaba o se cerraba, se hacía opaco o quedaba sellado; la luminosidad de su literatura no lograba asirse a la oscuridad o la amargura de su existencia. Y aunque enseguida me arrepiento de esa frivolidad, de esa ligera sorpresa condescendiente ante su incapacidad de entrelazar su sabiduría literaria en el acervo de la experiencia, llego a concebir sin excesivos problemas su decisión, los problemas constantes para entrelazar esa alma que mira de dentro hacia afuera, y esa otra que mira de fuera hacia adentro, concibo enseguida su falta de hambre vital y las razones de esa desgana, su agudo desasosiego, su profunda depresión.
De los ritos de sus relatos, que pasaban ante sus ojos y se convertían en iluminadoras narraciones de una precisión sublime, se despojó. De esas mujeres a las que no pudo llegar nunca, de esos amores que siempre se truncaron sin desenlace ya no vio nada en aquel hotel. De todas esas mujeres hermosas a las que deseó con el sexo y a su vez con el espíritu, hasta quedar exhausto e incapaz del amor, nunca gozó, al contrario que Flaubert, al que podemos imaginar con cierta facilidad lascivo y erecto ante cualquier hembra africana con las que se encontró a lo largo de sus viajes, con los ojos iluminados y la lengua húmeda, o seduciendo civilizadamente a soñadoras mujeres burguesas de provincias; ya no existía para Cesare la hermosura del paisaje de la infancia, las colinas áridas llenas de vides que fueron su primer hogar geográfico, su inicial apropiación del mundo, el lugar de su niñez, en ese anochecer, antes de atiborrarse de somníferos y aguardar la muerte.
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De alguna forma, la literatura es una máscara. A veces una máscara completa y encubridora, un fingimiento absoluto que pretende acercarse a una verdad, o una falsedad excesiva cuando pierde su medida y se convierte en un artefacto de la manipulación o el interés, cuando roza el panfleto y se aproxima a la receta mínima, a la consigna dirigida, algo demasiado común ahora, en estos tiempos de reducciones y simplicidad. En otras ocasiones sirve para ocultar aquello de nosotros que no nos gusta, enfrentar ese desprecio por el rostro humano que tenemos con la contemplación de un opuesto o una historia que estira del hilo en otra parte, que ciñe la existencia desde otro lugar diferente al que nosotros, pobres hombres, nos situamos o sufrimos; también para despejar la luminosa consciencia de lo que quisiéramos ser, medidos por la pericia y el oficio, por el bagaje vital y literario que nos conforma. La lectura posee ese diálogo con la propia identidad, un encuentro con nosotros mismos y una propuesta, a veces de espejo, otras, sin embargo, de respuesta, o de encuentro, e incluso de contradicción y oposición necesaria para esas seguridades anquilosadas que ya huelen a naftalina. La literatura es una especie de máscara incluso frente a aquello que surge de lo infecto, del horror y la derrota, de la miseria más absoluta, hasta en ese estercolero, en esa matanza, en esa carnicería, la máscara alcanza a dotar de sentido a la resistencia; al dejar testimonio diseña a su vez la resistencia presente y futura, adorna, la describe a veces, la desnuda incluso, pero ofrece esa dignidad. Lo mismo sucede con la maldad aunque tenga peor prensa en el bienpensante mundo actual que sólo presta atención al escándalo superficial sea de la índole que sea, no al hallazgo o la afilada perspectiva de otra percepción lúcida. Los trapos sucios se lavan en secreto, no se airean en esta sociedad, no se habla de los muertos ni tampoco del coste humano de los procesos, es de mal gusto. En literatura sí. Los muertos nos rodean. Los muertos están porque esa voz los recuerda. Por eso Flaubert quiso inventarse una máscara divertida, en ocasiones incluso grotesca, algo que, en la solemnidad forzada de sus relatos mueve a la sonrisa. Por el contrario, Pavese trató por todos los medios de inventar una máscara transparente, quizá porque quería ofrecerla a la vida que no alcanzaba, quería que sus respuesta existenciales estuvieran claras en su literatura; la llevaba puesta -la literatura-, pero quería que desapareciera, que le abriera las puertas de la vida verdadera y que lo mismo sucediera para sus lectores.
Uno y otro eran conscientes de que si repudiaron lo cómodo o la complacencia que les rodeaba, si dieron un paso más en literatura, e incluso en la vida a pesar de la mala suerte de Pavese, sabían que sus sueños no eran de este mundo, o sí lo eran, pero la representación de ese mundo se hallaba ya en su cabeza, su vida estaba irremediablemente en otro lugar que su destino físico, sabían con certeza absoluta que con el hálito de la divinidad se lograba un éxtasis posible hecho de resistencia y de dureza, una especie de recogimiento espiritual trazado de símbolos humanos aunque en el caso de Pavese ese don no sirviera para vivir. Así se despojaban la bruma de lo muerto sin razón que atisbaban, la gelidez de las almas que a veces quedan petrificadas en un suspiro para no obtener jamás ninguna luz.
La existencia transcurre. Nosotros con ella. Pero esa universalidad de lo divino, del espíritu, por alguna razón misteriosa, tal vez porque se halla cerca del núcleo de ese orden universal, esa transcendencia y esa continuidad al tiempo, ese recorrido de sombras y olvidos, ese deambular de la vida, no pasa. Nos vamos y sigue, aunque se modifique o llegue casi a desaparecer. Casi siempre como una esencia anónima, como un acervo común que flota y se resiste a desvanecerse por completo. Pavese anhelaba ese mito nuevo que con un lenguaje a su vez renovado podría perdurar como una esencia, como un descenso aunque fuese, mas sin apagar su luz, como ese relato de los griegos que había llegado hasta él; un mito que nacía de su mundo, que nació de la observación, de la insatisfacción, de sí mismo y sus tormentos emocionales. Un mito capaz de resistir al olvido del tiempo, de ser medio enterrado en otra época pero resurgir en las siguientes, de persistir en la humanidad. El mito era una necesidad propia interior, por eso, modesto, aunque las palabras anteriores hubiesen sonado a inmensa ambición, a deslumbrante destino, en él no había prepotencia; Pavese deseaba en sí comprender ese mito, y luego lograr expresarlo, hacerlo inteligible para los otros. Flaubert poseía una idea muy formal y severa del espíritu, por eso el humor, la ironía, la fina desmemoria o la burla hacia las solemnidades de lo humano, a su insignificancia sesgada; y sin embargo cómo se tomaba en serio su oficio, su literatura; que severidad y que absoluta pasión por la precisión -y por la belleza de esa precisión- del lenguaje, por exprimir sus posibilidades, por dotar de exactitud y rigor a la novela.
Quizá ninguno de los dos era tan pesimista ni tan optimista como creemos. Tal vez cada uno de ellos supo por su lado que la literatura nos aporta esa mezcla de verbo y carne tan enriquecedora para la vida, ese latido sanguíneo que es a la vez artificio de papel y signo, de palabra y tinta, ese despertar extraño y sublime de percibir la continuidad humana. Ambos sentían esa caricia deliciosa en el interior, algo incrédulos, al tiempo conscientes y fascinados por ese hondo y obsesivo deleite de manejar el lenguaje. Flaubert se refugiaba en ese aspecto bonachón y distante, en su empecinada y orgullosa soledad, mientras que Pavese sufría esa condición sumido en profundas depresiones y tristezas.
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La satisfacción con la vida propia, genera inevitablemente una mirada irónica, distante y humorística de las miserias de la existencia, de lo humano. Cada página de Flaubert, se fue convirtiendo con los años en otra cosa. Quiero decir que, si la primera vez que leí Madame Bovary tuve la sensación de asistir a un drama solemne, escrito con la exactitud y la belleza de las grandes novelas, las siguientes lecturas me permitieron atisbar el chiste, la distancia, algo que quedó claro del todo ante la lectura de Bouvard y Pecuchet, la novela incompleta de Gustave en la que dejaba en entredicho los inútiles afanes científicos y humanistas de una pareja cómica, ridícula tan a menudo, enternecedora tantas veces, sublime en algunos momentos de sus despropósitos y sus cuitas intelectuales. Flaubert, entonces, me pareció a pesar de su fama de hosco y solitario alguien satisfecho con su vida, un hombre capaz de distanciarse de aquello que le repelía o lo exasperaba y acercarse a la estupidez humana desde un humor inteligente y compasivo, compatible con una seriedad absoluta a la hora de transformar ese acervo vital en literatura. Llegaron a decir algunos que tras sus bigotazos excesivos se escondía una máscara bufa, y además un descubrimiento brillante. Sabía que la inteligencia de su época se había quedado rezagada, se escondía y se protegía a fin de pertrechar futuros resplandores por otra parte improbables. También que el mundo venidero sería aún más imbécil y estúpido; eso dijo Gustave. La seriedad formal de Flaubert con el lenguaje, la concentración máxima en la escritura y esa especie de idolatría literaria que nos legó y con la que algunos lectores aprendimos a gozar de la literatura, era algo que a la vez divertía profundamente al mago francés, lo que le empujó a advertirnos de los peligros de semejante solemnidad. Pavese -que tal vez entendió mejor que muchos de nosotros a Flaubert-, pese a sus intentos, no logró despojarse de ese aire de monje ensimismado con las nubes de la literatura, de ese absurdo e incierto afán. En Pavese las máscaras están la mayoría dentro de él. Parece que se protegía de la vida con ellas. La literatura era su modo de clarificar el drama que se gestaba.
Flaubert no hubiese soportado más de diez minutos la compañía de Baudelaire a pesar de su admiración literaria hacia el poeta.
Pavese hubiera deseado pasar con él una semana bajo el cielo mediterráneo de la Toscana aunque no se entendieran demasiado.
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El verano transcurre. Al bronceado endurecido del cuerpo se le une una ligera pesadumbre, como le sucedió a Pavese aquella tarde de verano en la que se alojó en una habitación del Hotel Roma de Turín y pretendió comunicar con esas tres o cuatro mujeres. Quedará por escribir unos meses más tarde una especie de conjuro personal cuyo destino todavía es incierto para mí: El hada de las bestias. A Una historia de la literatura (Ensayo sobre la creación literaria) se le añade un fragor que todavía no tiene forma en esas imprecisas tardes de verano, mientras corre el vino y la amistad cobra esa rara expresión que de tanto ser venerada por mis ojos se ha ido convirtiendo con los años en un motivo de soledad y decepción. Tendré que explicarme en el futuro ante ese libro que comenzaré en diciembre de ese mismo año y que concluirá en apenas quince días, que luego reescribiré al mes siguiente y quedará listo a principios de febrero de este año. Trato de hallar un mito, como Pavese, pero sin su claridad expresionista y narrativa, tampoco con la capacidad de burla de Flaubert. El mito tiene que poseer un profundo contacto con mi existencia inconsciente. No guarece una intención autobiográfica ni mucho menos, ni siquiera responde a un relato próximo. Es más bien un viaje necesario que no sé desde donde acude. Un recreación del mito surgida en un programa de Radio Clásica en el que se habló de las distintas adaptaciones de los compositores destacados de mitos populares o literarios. Aparecen enseguida con suma nitidez las dos versiones principales de Caperucita Roja, las que he leído en tantas ocasiones a mi hijo, las que mi madre me contaba. También muchos cuentos tradicionales de otros pueblos en los que la trama de personajes, el lobo y la niña, con la madre como personaje secundario, a veces la abuela de fondo, son comunes. Una mujer en sus edades. Un lobo hambriento, solitario, que desea comer. En la versión de los Grimm, la irrupción de la civilización europea-burguesa -aquella a la que perteneció con ciertos honores Gustave Flaubert-, con la falsificación lógica, de una intención pedagógica e incluso social, del relato original recopilado por Perrault, trasmitido de generación en generación entre los pueblos de Europa.
Es cierto que pronunciar presagios es en el fondo una de las razones fundamentales que nos empujan a escribir, aunque luego aparezca la necesidad de que el mito perdure como aviso y señal, como texto sagrado por encima del bien y del mal, de los cambios lógicos que el desarrollo humano genera en nuestros usos y costumbres, incluso en nuestro modo de relacionarnos emocionalmente, de dentro hacia afuera, con el mundo. Damos el nombre de presagio o de buenaventura a una palabra de mayor valor y contenido que a las palabras que se pronuncian en el entorno de las relaciones sociales corrientes, y sin embargo se utilizan para ello esas mismas palabras comprensibles y cotidianas que al ser entendidas permiten la comunicación básica con otros seres humanos en nuestra vida cotidiana. Los escritores -el oficio de escritor- transforman esas palabras hasta que creen haber conseguido con el lenguaje y la sintaxis esa autoridad cerrada en sí misma, y que además apela consciente o inconscientemente a lo sagrado, a la divinidad, a la permanencia. La vida de cada individuo es en el fondo tan pequeña en medio de la inmensidad del mundo que las máscaras con las que Flaubert se divertía, o aquellas que Pavese tenía incrustadas en su alma, cosidas en el rostro, las cuales pretendía arrancarse con la literatura, todas ellas, conformaban a su vez esa intención inevitable de oráculo, de premonición, de videncia y testimonio futuro. Flaubert y Pavese, cada cual a su manera, creyeron con fervor que su palabra corriente se había transmutado a partir de cierto momento en verbo capaz de apelar a la continuidad, a la extensión de lo sagrado y lo esencial. Siendo tan distintos, eran conscientes de las razones de la literatura.
![Cesare Pavese]()
En ciertas épocas de la humanidad, fue el ingenio el talento humano más destacado socialmente, la riqueza estaba ya dada de antemano en esa aristocracia francesa, en la corte y sus excesos, en Voltaire o en Diderot por ejemplo, aunque éste último comenzó a revelar la vacuidad y la inutilidad, las limitaciones de ese arte cumbre de la realeza y su séquito. El resto de la sociedad no existía. El ingenio convertía a nobles de rango medio en imprescindibles de los salones más brillantes y famosos de la época. Francia influía en el mundo; su lengua, sus costumbres, sus modas. Flaubert, estoy seguro, prefirió sin duda la risa erudita e irónica, la invención verbal, la inteligencia y el ingenio deslumbrante de Voltaire a la nobleza algo romántica, humanista de una forma más cercana a nuestra propia concepción del humanismo, más contemporánea, de Diderot. Pavese, por el contrario, debió despreciar como yo el ingenio a menudo estéril de Voltaire, esa parte del filósofo y enciclopedista más mundana y frívola, hecha para el aplauso y la gloria.
Hay cosas de las que no puedo burlarme, o con las que cuesta mucho ironizar, esencias de las que no me despojo así como así, y me obligan a afrontar el destino – y la literatura- con la seriedad de Pavese y no con la jocosa distancia de Flaubert.
Hoy en día, la ironía de Flaubert tendría tantas dianas que tal vez fuese imposible que pudiese lanzar sus dardos y describirlas todas a carcajadas en una sola vida. Sería una novela interminable. Los mitos que podrían representar nuestro tiempo no parecen aceptar bien la risa de Voltaire. Quizá el mundo sea demasiado terrible para esa risa a pesar de su aparente luminosidad, de la miseria que se esconde para que no se vea bajo la luz cegadora del escenario, del brillo de ciertos objetos y bienes fijados y destinados a conformar un horizonte vital, como fases de un proceso humano que pretende lo eterno y que, sin embargo, tienen una clara construcción social, sesgada, interesada, demasiado frágil para ser una entereza humana duradera, cambiante en función del entorno y las relaciones de poder; y es terrible esa existencia en su vacío porque no se aproxima ni por asomo a saciar la insatisfacción humana, su anhelo de continuidad y trascendencia, la inutilidad de la mayoría de nuestros actos, aunque represente una presunción de totalidad de la que tenemos la sensación de no poder salir, un hueco excesivo, latente de sentidos en esa vorágine que alberga una falsa máscara de eternidad. Y además, al contrario que otras épocas más inclinadas hacia la oscuridad, en este presente, esa latente negrura se presenta con desvergüenza, no disimula un ápice su insignificancia y su banalidad, pero pretender alcanzar el grado de grito, el nivel de la protesta o de celebración o ritual universal y constante. No hay horror de sangre en occidente, ni siquiera demasiado ruido de derrota en las sociedades actuales, y pese a ello, existe tal distancia entre esa concepción del ser, en ese asentamiento del hombre en su entorno, que le permite afirmarse y contrastar su interior con el mundo abierto que vive y con el que se interrelaciona, que el horror es silencioso, se agazapa en la imposibilidad, en la mirada superficial hacia las cosas y los actos. La falta de transcendencia hace surgir las enfermedades mentales, la depresión, la neurosis, las obsesiones incontrolables, la vida soportable con sustento de pastillas y hierbas y química antidepresiva. Que se lo pregunten sino a Rafael Chirbes y esos dos libros importantes sobre la España de nuestros días, que no parecen aceptar bien la risa burlona de Voltaire, su alegre frivolidad; el primero extraordinario, escrito en estado de gracia, Crematorio, y el segundo brillante y desolador hasta el hartazgo, La otra orilla. Desconozco la razón, aunque podría explicarme largo tiempo en relación a esas dos novelas, pero la realidad de nuestro mundo parece exigir una solemnidad amarga, una decepción sólida que tiene una fácil respuesta moral, resistente, poco apta para el humor. Hasta la respuesta moral justificada, múltiple, que nos llega por doquier, a menudo con argumentos humanos sólidos y verdaderos, queda ensordecida por el fragor. Intenten describir a los gruesos y abultados humanos que conforman la reunión de Davos, lo que les importa en verdad cuanto les rodea más allá de sus intereses, y al tiempo la impotencia de los que son conscientes de ese paulatino despropósito, como se encogen de hombros ante algo imparable e incontrolable, a los que dirigen organismos supranacionales, a los políticos de media tierra, a los extraños acuerdos y alianzas y sus consecuencias, en la barbarie, en el exceso de las masas y el poder; miren a este país y vean su pobreza que no es sólo económica, su incultura, contemplen el resultado del presente y el horizonte que se avecina, miren a su alrededor y pretendan regenerar algo, intenten alzar la voz, o levantar los brazos, cuenten el relato esencial de esa historia. Parece que ese relato tiene que ser sombrío para poder alcanzar su mito permanente.
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A estas alturas de texto, tengo la sensación de que Pavese escribía porque era incapaz de disfrutar de la vida. Flaubert, con un guiño de ojo cómplice y enseguida una mueca solemne, escribía para disimular lo extraordinario que le resultaba vivir.
La búsqueda de Pavese era el lenguaje capaz de sostener el mito de la vida no vivida. Lo de Flaubert tiene más merito a mi juicio aunque sea un bromista considerable. Esa perfección formal era el ocultamiento de aquello que le hacía vivir, y al tiempo el objeto, el sentido de toda esa vida, así que en esa perfección exhaustiva y obsesiva que sus lectores creímos entrever en sus textos, en sus elucubraciones sobre el lenguaje literario, en el rigor con el que trató de concederle a la novela una dimensión artística, ese lugar desde el que pretendió escribir y apeló a los otros a que comprendieran la magnitud de ese reto, ese sitio peligroso en el que la propia precisión y exactitud del lenguaje podrían eliminar la poesía de la novela si uno no sabe medir o no tiene nada esencial dentro que pronunciar y acaso sólo es objeto de perfección, se hallaba un ocultamiento, otra broma, pero con mucho sentido para él, de Monsieur Gustave Flaubert.
Meses más tarde escribiré una frase: El hombre se halla sentado frente a una ventana exterior.
Así comenzará El hada de la bestias, una frase que no retocaré en ninguna de las relecturas ni en la reescritura posterior. Es una frase de escritor. Tal vez no de Pavese o de Flaubert, pero sí suene quizás a Marguerite Duras. Pavese nunca hubiera escrito esa escena inquietante del escritor mirando por la ventana exterior al mundo de afuera. De alguna forma detestaba su rostro, su identidad, lo que era, sus poses incluso, su figura. Flaubert hubiera anhelado mayor exactitud lingüística y más complejidad al hecho de lo escrito, observando desde su asiento el exterior de una supuesta casa o piso junto a una ventana. El hombre no está afuera pero mira lo que sucede afuera. La mirada de dentro hacia afuera, y enseguida, si transcribiera un párrafo posterior, el efecto de lo externo que inicia su recorrido hacia el interior del hombre.
Eso lo sé esa mañana del 26 de agosto de 1950 y también ese mismo día del verano de 2013, cuando me levanto de la hamaca medio quemado por el sol y desnudo me arrimo a la orilla de la piscina y estiro los brazos para sentir esa libertad de la desnudez y del tiempo dominado. La vida esta aquí, pero yo no voy a escribir como un escritor que sí esta fuera, que alcanza alguna grandeza posible en esa insignificancia de desperezarme, de estirar los brazos saludando al sol.
Con esa frase y ese gesto animal de ofrecer el cuerpo a la luz del sol comienzo sin saberlo El hada de las bestias. El mito de Caperucita roja es mi mito, sin que pueda referirme a ser ninguno de los protagonistas del cuento exactamente, sino una mezcla de todos, incluso utilizando todas las versiones que fueron conformando la idea general del relato. Es una necesidad. Algo así como la expresión personal de lo que debe ser esa literatura que amo, una literatura necesaria, al menos para mí.
En el mes de diciembre siguiente, cuando escriba esa primera frase de la novela y en quince días sin apenas dormir cierre aquellas cien páginas de relato, me daré cuenta de que ese texto es una imperiosa exigencia mitológica, hecha con la exactitud del lenguaje que yo creeré adecuado, sobre un tema necesario en mi vida, y un diálogo al mismo tiempo con ese mundo externo con el que diariamente intercambio una buena parte de mi existencia.
La confusión es tanto pensar que la literatura es ajena al autor, una expresión más o menos ficticia de ciertas historias que nos rondan, sin tener en cuenta que cada relato, por alejado que esté de la autobiografía, es en cierto modo una expresión de algo íntimo o que se considera importante contar por alguna razón profunda, en ocasiones inexplicable hasta para quien la escribe, guarecida en la memoria, como pretender que este paraíso lingüístico es una especie de confesión desnuda y deliberada, una expresión del recorrido vital del escritor sin metáforas ni símbolos, un apéndice por completo unido a la identidad de quien escribe el texto.
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Y al tiempo, me doy cuenta mientras escribo ésto, que Flaubert no prestaría atención a estas biografías. Flaubert anhelaría otra grandeza, no el desarrollo de la misma aun cuando su evolución, o el trayecto de ese día en Rouan en el que nació hasta ese hombre envejecido prematuramente que ha dejado página a página la destilación del único proyecto que se tomó en serio, se parezca a tantas vidas dedicadas a esto. Pavese si que podría describir las laderas rocosas y peladas, de matorral bajo y seco, de la sierra de Gúdar que yo he contemplado. Pavese lo haría porque necesita esa genealogía, y no otra grandeza. En Flaubert todavía existe eso que es la gloria del escritor. Aún no esta fijado ni el límite ni la insignificancia. No ha nacido Beckett, ni tampoco Kafka. Pavese leería El Hada de la bestias y trataría de escribir el desarrollo desde ese viaje inesperado, del embarazo prematuro que me dio la luz, la enfermedad desde recién nacido, las duras condiciones de la falta de hambre, de la fragilidad física y del fantasma de la muerte nada más nacer. Me asignaría un origen amoroso, una familia respetable pero por discreción y normalidad, nunca por algo majestuoso o importante. Mi familia será genial después, en el propio desarrollo posterior, en la identidad que uno se construye. Veo a Pavese tratando de comprender la personalidad compleja de mi padre, y a la vez su extraña sencillez y transparencia, y al tiempo su afán en conquistar los hechos, en atrapar con su mirada la totalidad de los suyos hasta acoplarla en ese proceso nada totalitario pero sí empecinado de construcción del mundo. El padre es un creador en la existencia; el hijo no tanto, aunque tenga esa imagen de la construcción, ese reflejo de la abundancia práctica del padre. El niño es por tanto sumido en una suave pátina amorosa, y con ella, en esa preciosa existencia que percibe como suya, aplaudida y soñada por los demás, por la mirada adulta, surge la curiosidad terrible, insaciable, la pregunta y el cuestionamiento, la suma y la estadística que desea delimitar lo informe de la vida, la palabra y la poesía de la existencia, en una confusión hecha de amor, de hijo querido y deseado, de objeto acariciado y convertido en sentido, en fin. Pavese diría que me dotaron de sentido. Volvería a El hada de las bestias. Trataría de entender de donde viene esa furia extraña, ese lenguaje directo, desnudo, esa exuberancia de lo sexual, de la posesión masculina insaciable y el miedo femenino terrible a quedar aplastado por la cadera, los dientes y el sexo del lobo. Caperucita roja.
El niño amoroso, el niño mimado, querido, anhelado, alcanza la madurez con un mordisco de sexualidad intensa y con presunción de trascendencia. Anhela esa continuidad divina que sabe imperfecta y al tiempo única. Flaubert daría vueltas y vueltas a la trascendencia de la literatura porque todo lo demás será asumido y apurado hasta que las máscaras de su grandeza anhelada lo conviertan en un falso monje. El deseo de Pavese, a pesar de su fracaso existencial o de su dolor de existir, sería alcanzar un estado similar al mío; una potencia masculina y un anhelo de placer correspondido y compartido por una mujer o varias, por una representación divina de la creación, por una tangencia del cuerpo poderoso que responde a los deseos del alma y a la trascendencia irremediable de la inmortalidad imposible. El placer eterniza esa expresión de grandeza tan modesta en comparación con los sueños de gloria de Flaubert. Él francés preferiría la mitología colectiva de Victor Hugo o la fascinación por las tentaciones de San Antonio, hasta que halle los huesos confusos y la superstición de Madame Bovary. Pavese escogería al niño díscolo que agrada a sus semejantes en general, que hace guiños a lo femenino para concebir su existencia, que hacer reír y llorar para alcanzar el amor de lo otros, que utiliza el ingenio y lo poco que ha aprendido bien para sentir que es necesario; que desea el placer y la trascendencia del deseo para respirar, justo lo que él no pudo cumplir casi nunca hasta esa soledad del suicidio. Añadiría a ese ajuar una ligera tendencia hacia el orgullo, y me miraría con cierta condescendencia: le falta reírse de sí mismo, escribiría Pavese, como a él mismo le sucedió tantas veces. La cara de pasmo nos surge a los dos en ocasiones, a Cesare casi constantemente, a mi cuando la vida se me escapa o las circunstancias se empecinan en no llevarme a ninguna parte. Tenemos esa pasmo con gafas.
Flaubert no perdería mucho tiempo en conceder importancia a esas conversaciones llenas de contradicciones con las que antes me sumía en la confusión. Tampoco apreciaría la pátina del exceso con la que impregné esas confusiones a propósito durante mucho tiempo. No encontraría nada en mí susceptible de ser celebrado a excepción tal vez del brillo de los ojos que surge ante ciertos párrafos memorables de la historia de la literatura, o en ese deseo también de él y de todos esos que en cada generación celebran esa existencia del signo y la sintaxis, de la ficción verbal y la celebración del texto, de alcanzar ese triunfo de la literatura que en su caso conllevaba una gloria y una reconocimiento, y en nuestra época un silencio profundo sólo consolado por la satisfacción del avance, del recorrido sinuoso del verbo, del ritmo consciente del poder de la escritura.
Pavese sí comprendería que el afán del escritor en el siglo XXI, de esos escritores únicos como él y como Flaubert, no es tan sólo un raro encierro sin respuesta, un intento perdido de antemano de solidez, de consagrar el texto, de otorgar realeza a la palabra cotidiana en un intento de dignificar la expresión del lenguaje vivo, capaz de anhelar una mera supervivencia por pequeña que sea. Flaubert se hubiese burlado de esos afanes porque para él la gloria literaria todavía era posible. Tenía delante la figura de Victor Hugo, su ejemplo, su fama, su fuerza y sus pesada paternidad literaria; también al Balzac que desaparecería poco después, cubriendo las lagunas del extraño mundo que contemplaba con la exigencia de sus historias y sus acreedores. Era un oficio, pero Flaubert, tal vez, fue el primero que entendió y cumplió ese reto de monje, aunque fuera como máscara, aunque en realidad escondiera la vida que sí fue capaz de vivir y apurar pese a su cuerpo de coloso, ancho, y ese rostro a punto siempre de la risa.
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Hace años que descubrí que mi destino tiene al menos dos siglos a mis espaldas, de esa forma que nos legó Flaubert. Fue su existencia probable convertida en ritual. La dignificación del autor en esa intervención del texto, incluso el modo en que los lectores a partir de entonces comenzamos a acercarnos al autor al leer las novelas. Flaubert irá escribiendo todo eso, ocultando los huecos y los resquicios, mostrando la autoridad del autor aunque no se note en las narraciones en apariencia. Construye del gesto severo de su inmortalidad la máscara y su respuesta, la ocultación y la más absoluta desnudez de la verdad de la ficción. Es consciente de que la ficción es una saciedad insuficiente, pero es la mejor que conoce, el lugar en el que se siente victima y Rey, todopoderoso y pasivo, oráculo de lo divino y tangencia del relato vulgar. Allí, el riesgo es posible y no tiene excesivas consecuencias sobre el bolsillo o el cuerpo, o eso cree. Luego quedará demostrado que no, y la literatura tiene ahí una salida en la practicidad de los tiempo más allá del placer estético y la riqueza espiritual que procura.
Flaubert inicia su revolución del autor, y utiliza a otros para ello, aunque él posea una consciencia del oficio que será heredará cien años después por Pavese y por generaciones y generaciones de autores, hasta que el presente anónimo borre esa figura de nuevo, la ridiculice y la desprestigie, tal vez con razón, pero también con una clara intención de uniformidad insoportable, a la espera de otro próximo resurgir. Autor cuya validez y significado no importa más allá de su intervención en el relato de la ficción, en el poder de presagio, en la metáfora, en las palabras que intentan representar cada tiempo humano. Se acordará de Laurence Sterne seguro, por lo que supuso. Creerá haber llegado más lejos que Balzac y Victor Hugo. Comprenderá que la gloria que empujó el camino será lo menos importante.
Pavese sentirá esa presencia, yo también. El rigor con el que un hombre puede dejar pasar la vida combatiendo con la gramática o la sintaxis, con historias inventadas y metáforas inteligibles para los otros de sí mismo y de cuanto le rodea. Flaubert sentirá la debilidad física de trasnochar en busca del verbo y de la palabra. Deslizarse en las cuitas y vicisitudes de seres de papel, de vidas de papel. Y oir a esas otras voces que lo anunciaron sin conseguirlo. El texto se consagra, en sí mismo. Lo consagra el autor y el lector. El texto sobrevive a su propia historia, a duras penas. Ese es el sueño de Flaubert. El sueño de Pavese aunque sea por otras razones. El mío en esa imposibilidad de lo sagrado que obligan los tiempos.
Y cuando el día se ilumina hasta ese fulgor del verano, en esa cadencia de no haber dormido que me empuja tan a menudo a la depresión breve, a la negrura que tengo que percibir del mundo para concebirlo mejor, aquel 26 de agosto del 2013, o ese mismo día sesenta y tres años antes en el que Cesare Pavese decidió suicidarse, tengo ya en la cabeza la metamorfosis, el aleteo inconsciente de esa novela que empezaré a escribir unos meses después, a principios de diciembre de ese mismo año. Necesito una respuesta a algo que me ha atormentado durante años, afectando a mi autoestima, celebrando su presencia en cualquier expresión de la vida, una respuesta que además pretendo que pueda expresar si es posible una universalidad que merezca una insignificante trascendencia, un reflejo mínimo de mi propia identidad vital, mis fragmentos rotos, de mis naufragios sonados. Sé que estoy harto de cierta incomprensión, de un agudo dolor en el pecho que se ha instalado noche tras noche hasta no entender nada, ni siquiera lo que siempre ha estado a mi alcance.
Cuando me vista esa mañana cálida de verano después de pasar dos horas desnudo bajo el sol, en el momento en que haya calculado que han pasado más de veinticuatro horas con los ojos abiertos, que las niñas que ocupan la casa, que mi hijo, que todos los que habitan ese chalet de verano comiencen a despertarse poco a poco, a surgir de las brumas del sueño para integrarse en la realidad del día, estoy ya convencido de que debo dormir. De que el refugio que preparo, la salida o el itinerario que tengo que dibujar está ya en marcha pero necesita de un último recogimiento, de una protesta hacia la normalidad y la aparente consistencia del día, de los hábitos sociales y las relaciones humanas. Flota el postrero deseo borrado una semana antes sino recuerdo mal. La explosión de dicha al hallar un resquicio en el amor oxidado por el cual he atisbado de nuevo el brillo.
Luego el apagón general y constante, sabedor de que nada cambiará sino escribo El hada de las bestias. Ya no quiero explicarme, deseo contar. Una historia de otros, no la mía. Un grito mío, es verdad, a través de la metáfora de otros. Mi cuento en Caperucita Roja, Caperucita Roja y su efecto en mí. La imaginación de otra vida donde aquello que escriba no me haga daño en el cuerpo, no destruya el frágil equilibrio, que no sea un riesgo ni una queja, sino más bien tan sólo un símbolo. Y es un homenaje a esa frecuente incomprensión de la sexualidad masculina y la femenina en ese instante en que lo pienso. Un encontronazo a su vez. Un careo. Es el llanto de las mujeres que protegen, defiende y pierden su inocencia, que se regocijan a veces en ella, que la trasgreden y se alzan como las diosas originarias, y a su vez los aullidos de ese lobo masculino. La bestialidad de esa unión improbable, de esa ejecución del acoplamiento y el delirio sexual, en medio de un naufragio, de una herida femenina, de un raja que se erigió en origen y conflicto, en aspereza y soledad.
El hada de las bestias es el amor. Eso escribí al final. Eso que no puede asir así como así el deseo desnudo. Lo que el amor no debe olvidar jamás como definición, sin menospreciar ni oponerse a la palabra bestias.
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Hace casi una década, por el lugar en el que trabajaba y por la gente que frecuentaba entonces, buscavidas, solemnes impostores, derrotados y envejecidos hombrecitos que fueron a parar allí, a esa población costera, para restañar las heridas y encontrar un pequeño rincón, un refugio, pude recopilar cientos de historias a cual mas extraordinaria y curiosa, relatos que contaba a menudo a Severine en los ratos en los que estábamos a solas. Ella me animó a escribir muchos de esos relatos, los consideraba dignos de admiración y a menudo interesantes. Insistía en que debía despojarme de mis propias obsesiones para escribir con la distancia de esos argumentos de la vida real, que debía aprender a elaborarlos y a contarlos porque podían tener mucho interés para el público en general. A pesar de haber confiado media vida en su criterio, en sus valiosos consejos, que tan a menudo mejoraron la pobreza inicial, y que incluso repararon los excesos, los caminos erróneos y la panilodia que ciertos itinerarios hubiesen provocado, en este asunto yo le insistía en que, en la mayoría de las historias que me relataron esas personas de carne y hueso, sumidas en la emoción, el miedo y la alegría, me faltaba una metáfora suficiente, un aliento poético en cierta manera, o mítico mejor, que su trama no terminaba de ser asimilada por mi espíritu, que me faltaba algo así como una cercanía física y mental que hiciera surgir el duende de la escritura.
De aquellos seis años allí, que dejaron algunos buenos amigos, y también un mundo confuso, nebuloso, falso a menudo, lleno de contrastes y desastres, de alegrías tan breves e intensas como un suspiro convencido, quedó también una novela fallida compuesta de alguna forma de los rastros sesgados, informes e inexplicables que todos esos hombres y mujeres me revelaron con sus relatos: El ángel. Y aunque es verdad que el protagonista de ese libro luego surgirá en muchos textos míos posteriores, tanto literarios como en ensayos -por ejemplo en Una historia de la literatura– no es menos cierto que el poso literario de aquella larga experiencia vital ha sido escaso, leve, apenas revelado sin saber exactamente la razón. Esas historias las conocí, y muchas de ellas siguen vivas en mi memoria, es posible que incluso en muchos casos sintiera una aguda empatía por alguna de esas gentes o que llegara a comprender la esencia de sus periplos existenciales, pero mi alma no las había asimilado más allá de ese fragmento incompleto y sin valor, en esa novela titubeante, en la medida en que la literatura que yo quería escribir no podía nutrirse de ellas. Los argumentos podían haber sido un fantástico guión que expresara algo de una ciudad costera y su posterior relato de decadencia y víctimas, como un ejemplar retrato del auge y declive de toda sociedad o civilización. Pero ni entonces ni ahora he tenido ese relato dentro.
Eso le respondí a Severine entonces.
Veo el argumento, la anécdota, el interés humano, social e incluso antropológico, pero no lo tengo dentro. No está en mí.
Ella se cruzaba de hombros y me decía que hiciera como siempre, lo que me diera la gana.
Escribir es una elección, sí, pero a menudo inconsciente, tanto de la voluntad como de esos impulsos secretos que conforman hasta el carácter y dibujan en la sombra la vida verdadera. Pero aun teniendo en cuenta ese origen escribir siempre fue una elección.
No he escrito prácticamente nada de esa época. He borrado de mis textos nombres y situaciones, personajes extravagantes, gentes sin escrúpulos, mafiosos de tres al cuarto y delincuentes de poca monta, maltratadores, perseguidos y perseguidores, a casi todos ellos, incluso a los silenciosos sufridores que me conmovieron o a la buena gente que me fascinó, hasta a los pocos que me rodearon de verdad y fueron capaces de emocionarme con su humanidad. Puedo nombrar a cuatro o cinco personas todavía con cierta convicción, hablo con dos o tres más de uvas a peras.
Aquella fue un vida que no se impregnó en verdad dentro de mí. Estaba su superficie, el proyecto, los sueños y los sentimientos, las luchas, las derrotas y los fracasos de tantos, las alegrías y las ilusiones de otros muchos, a menudo de un modo emotivo, personal, y sin embargo, debajo no había nada que pudiera sostener una mera historia de palabras literarias, un texto literario que se hubiese empapado de todo ello, tampoco una metáfora consistente que pudiera ser expresada mediante la literatura. Era la vida de un periodo, no la vivencia completa de la existencia, de la literatura.
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Cesare se va a tumbar en la cama como yo me tumbo en la habitación al fondo del primer piso esa mañana de agosto. Me han dejado una cama pequeña. Veo el cuerpo de mi mujer cubierto levemente por la sábana, asoma el tanga violeta y parte de una camiseta blanca que le cubre el torso. El niño duerme de lado con la respiración pesada. Siento esa soledad de llevar un ritmo distinto al de la vida corriente. Me voy a echar en el catre pequeño, a solas, para cerrar los ojos y dormir mientras la casa despierta paulatinamente. El calor es intenso. Soy ajeno a esa existencia que alcanzará su esplendor cuando todos los habitantes de la casa se levanten. Ni siquiera existe una tangencia como la que esperaba del paraíso de vacaciones que vivo, con los viejos amigos y la historia construida a su lado, con las visitas que tendremos ese mediodía, varios invitados a comer.
Pavese estaba sólo como yo, pero ya no tenía fe en la vida.
Por un instante pienso en muchos de esos cuentos de Pavese que he terminado de releer hace poco. También en ese instante distinto del mismo día de agosto -Pavese al anochecer, y en mi caso aún no han pasado las diez y media de la mañana- trato de comprender en qué consistió su suicidio para dormirme. Echado en la cama comienzo a adormecerme con esa imagen de Cesare remando en el río Po, también de su terrible y extraordinario cuento sobre la violación de las dos muchachas en ese río, y luego intento comprender que hace que uno decida elegir la muerte, que razones pudo tener aquel flamante escritor italiano, alto y fibroso, que terminaba de ganar el Premio Strega, que trabajaba en la editorial Enaudi y no parecía tener problemas económicos. Cómo era posible que tras conseguir uno de sus sueños literarios, tras escribir las cientos de páginas del Oficio de vivir, sus apasionantes novelas cortas o los relatos que nos dejó, el famoso Diálogo con Leuco, Trabajar cansa o Vendrá la muerte y tendrá tus ojos, en ese instante en que tal vez alcanzaba la gloria de Flaubert, o algo parecido aunque fuese casi cien años después -con todas las diferencia que esa distancia temporal supone- de que el francés genial de las máscaras fundara su secta, tras marcar cuatro números de teléfono de varias mujeres y no conseguir romper esa soledad que se había instalado en él como un costra irrompible y asfixiante, tampoco la sombra del crepúsculo recubriendo el dormitorio, Cesare ingiriese una gran cantidad de barbitúricos para morir.
Seguramente me duermo mientras los ojos de Pavese se cierran.
Y uno piensa en la razón. En la desilusión terrible y demoledora que arroja al espíritu humano a desear su desaparición, anega la voluntad de vivir, la arrastra y abandona inmóvil al cuerpo, inutiliza cualquier pretensión de acción o reflexión, y ofrece la muerte. Y la vez se piensa en Flaubert y sus escondites. Quiero decir que Flaubert, en apariencia uno de los más severos monjes de la literatura, nos demostró que los escritores no escriben todo el tiempo, de hecho escriben poco respecto al total de horas que componen una vida. Flaubert nos había engañado aunque era verdad que no podía vivir sin combatir diariamente con una frase, sin leer. A Flaubert le interesaba la vida. Poseía esa especie de entusiasmo, esa avaricia de los sentidos que incluso en la modesta contemplación pasiva, hasta en la actividad más frenética y placentera, alcanza a diseñar esa energía necesaria para que el latido continúe, como pasa en literatura. La creación literaria responde a esos excesos y a esos recogimientos de energía que nos llevan a elegir el silencio tan a menudo y otras veces nos empujan a la invención, a articular en el párrafo, en el texto, el ímpetu de la ficción o la idea. Es un proceso que siempre me recordó al pitido electrónico de esos aparatos tecnológicos que pueblan los hospitales y garantizan la existencia todavía del paciente con el zumbido irregular que copia el latido del corazón, ese zumbido que a veces, en la enfermedad y la falta de energía queda convertido en un sonido constante y monótono, y un buen día comienza a dejar de palpitar tantas veces, o reduce paulatinamente su ritmo y la oscilación de su señal, se va construyendo una línea recta con altibajos tan esporádicos como enérgicos, se convierte en esos estertores finales de la vida que languidecen, hasta quedar retratados en una repetición obscena, una mueca sin latido, en una invocación del fin, en existencia cadáver. La literatura es un latido del alma. Una especie de misteriosa energía humana, parecida a otras muchas, artísticas o no, concentrada en ciertos puntos del cuerpo generadores de potencia, de creación, de voluntad y entusiasmo. Eso lo poseía Flaubert en mayor medida que Pavese. Pero tal vez no fuera una cuestión de resistencia o de capacidad humana. Hay que otorgarle el merito que corresponde a Flaubret, de la misma forma, por otras razones, deberíamos concedérselo a Pavese.
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Releyendo hace unos días el magnífico y curioso ensayo de Sartre sobre Baudelaire, publicado por Gallimard en el año 1947, y editado por Allianza Editorial en el año 1984, encontré la expresión final de ciertas dolencias, la representación heredada después de siglos de oficio con la que se articulaba la figura del artista, del poeta o el escritor, del pintor o del músico; su proceso de unificación en una misma expresión general, que los engloba a todos ellos.
Es posible que la eternidad concebida por el hombre, y en concreto por los escritores, no sea más que una expresión social. Al perfil psicológico profundo y terrible que Sartre realiza en la mayor parte del ensayo sobre la identidad de Baudelaire, su relación con la autoridad, la rebeldía o el dandysmo, el origen de su escandalosa poesía o la provocación de sus libros ensayísticos o en prosa, se le añade una expresión social, una especie de pequeña descripción de la evolución de esa identidad de autor cuya herencia recibimos sin darnos cuenta. Al texto de Sartre tal vez le falte algo de la expresión común del artista con el individuo consciente de su tiempo. Baudelaire no es un extraterrestre en sí mismo, un hombre enfermo e inconstante tan sólo, tampoco un diletante cuyos rasgo sexuales o eróticos oscilan entre la perversión y la impotencia, ni siquiera un simple visionario; no es tan sólo un extraordinario poeta que revolucionó la lengua francesa en los pocos años que vivió, convirtiéndose en cierto modo en un icono de un tiempo, en una figura que sigue fascinando a las generaciones posteriores por su crudeza, su extraordinario dominio lingüistico y la belleza descarnada y rotunda de sus poemas. A Sartre le faltó mencionar más que Bauelaire es hijo de una época que se transforma. Que los ojos de Baudelaire son por supuesto su propio miedo, su imagen reflejada en el espejo intentando ser asimilada en un ejercicio demoledor de narcisismo y desamparo a la vez, incapaz del amor, de la bondad, y sin embargo embriagado por el ideal del amor y de bondad hasta ejercer contra él mismo una severa punición sin resquicios, y sujeto a un mal que requiere del castigo, pero también fue el pasmo del individuo ante el mundo masivo y en constante progreso material que avanzaba sobre la humanidad, como si deseara salvaguardar algo de ese vertiginoso siglo XIX que se transformaba demasiado rápido para su esteticismo de salón o sus provocaciones espirituales. Precedía tal vez en el fondo a la rebelión de las masas como símbolo, inconscientemente se erigía como el último aristócrata del espíritu frente al exterminio paulatino del individuo en los países comunistas o su reducción a simples medios de producción en las democracias capitalistas triunfantes, a un mera utilidad consumidora y a un voto cada cuatro años sin sentido. Retomo a Pound y su teoría sobre las energías que se apoderan de ciertos hombres para que pronuncien las sentencias del tiempo, mediums en los que acude la historia del espíritu y sus reflejos ante los cambios que se suceden imparables. Baudelaire nos ofrece sin quererlo, sumido en sus propias oscuridades, una especie de resistencia que años más tarde Flaubert convertirá en su razón de ser, a pesar de las evidentes diferencias estéticas y filosóficas, de sus disimiles circunstancias vitales y humanas.
Baudelaire fue una individualidad de artista de un modo pueril, infantil. No en vano era el inicio de la construcción del autor, que luego nos servirá para acercarnos a los autores de otras épocas desde ese punto de vista. Iniciaba el camino de la santificación del autor, del texto sagrado, de la exaltación de su labor y su importancia, hasta este presente disgregado y confuso, donde regresamos a esa autoría sin nombre o a esa gratuidad sin importancia.
Es curioso que la madurez de sus poemas, la profundidad de muchos de sus versos, sea sin embargo fruto de una inmadurez perpetua, de la confusión e incluso de la superstición. Aunque quizá, a la exacta crueldad de Sartre a la hora de acercarse a Baudelaire le faltara la expresión de pasmo y niebla que atisbaba el poeta a su alrededor, insistir en mayor medida en el hecho de que carecía de referentes reales a los que aproximarse para construirse -a excepción de ese admirado Poe al que en el fondo se acercó por similitudes dramáticas de la biografía más que por asociación literaria o artística-. Tengo la sensación de que fue consciente -fue tal vez el primero- de su individualidad de artista a pesar de la inconsistencia o el despiste de sus motivos. Vivía en la confusión de sentirse despojado del poder de la aristocracia, de su libertad económica, que había defendido y sostenido económicamente a los artistas a lo largo de siglos, y en la necesidad de labrar otra imagen para su propia labor en una sociedad cambiante y en constante evolución que todavía no había asignado en sus nuevos paradigmas sociales una función al poeta o al escritor después de que la Revolución hubiese terminado con la nobleza sanguínea. Los burgueses oprimían, por supuesto, pero ya no eran una clase social ociosa o simplemente distinguida sin más por títulos y linaje. La burguesía iniciaba el imperio de la utilidad. Baudelaire era como un niño que apenas sabía nadar en la inmensidad de un océano agitado que lo devoraba. Flaubert, sin embargo, navegaba por esa aguas en un confortable barco, protegido por su fortuna y por sus máscaras, pero existió un proceso común en ambas vidas; uno sostenido por la confusión, el dolor y la inocencia a pesar de todo, y el otro ya consciente de su poder, o en trámite de conseguirlo, suficientemente atendido materialmente como para concentrarse en construir una imagen necesaria, una especie de idiosincrasia del oficio, una utilidad, una mistica al tiempo, una necesidad de la figura del autor literario en medio de un mundo que iba a girar sin remedio en torno al beneficio y la utilidad.
Sartre describiría ese proceso de Flaubert con hermosas palabras:
“A esos grandes muertos, que en su mayoría vivieron en la soledad, la inquietud y el asombro, que no llegaban a pensarse del todo ni como escritores ni como artistas, y que murieron, como cualquiera, inseguros, se les confiere desde afuera -porque ya están muertos y sus vidas se revelan como un destino- ese título de poetas que ambicionaban sin estar seguros de haberlo alcanzado y en lugar de ver en ese titulo el objetivo de sus esfuerzos, se les concibe, por el contrario, como una vis a tergo, como un carácter. No escribieron para convertirse en escritores, sino porque ya lo eran. Desde el momento en que uno se asimila a ellos y vive míticamente en su compañía, tiene asegurada la posesión de ese carácter: así, las ocupaciones de Flaubert, por ejemplo, lejos de ser el resultado de una elección gratuita y peligrosa, se le presentan como manifestaciones de su naturaleza. Pero como además se trata de una sociedad de elegidos, una asociación monástica, esta naturaleza de escritor se revela también como el ejercicio de un sacerdote. Cada palabra que Flaubert traza en el papel es como un momento de la comunión de los santos. Por él, Virgilio, Rabelais, Cervantes, reviven y continúan escribiendo con su pluma; así, gracias a la posesión de esta extraña cualidad, a la vez predisposición o sacerdocio, naturaleza y función sagrada, Flaubert se desprende de la clase burguesa y se sume en una aristocracia parasitaria que lo santifica. Se ocultó su gratuidad, la libertad injustificable de su elección: sustituyó con una corporación espiritual a la nobleza decadente y salvó su misión de escritor”.
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Pero siempre he pensado que existe una manera de rescatar a ese Pavese de cara de palo que con sollozos debió barruntar la idea de atiborrarse de estupefacientes y dejarse arrastrar al otro barrio. Y no pienso sólo en la consistencia de lo escrito. Una posibilidad de que tal vez él fuera una especie de consciencia de esa figura imposible del escritor, que en los años venideros -aunque tengo la sensación de que la decadencia había comenzado antes-, dejaría de tener sentido en esta sociedad del ocio y el consumo. Uno quiere creer a veces en él como en un romántico incurable que no pudo revivir en la vida real la dimensión del amor que concebía en su mente o en su literatura. Es decir, que se suicidó realmente por falta de amor. O quizá quiero verlo como una especie de solitario monje cuyo sentido vital debió agotarse en algún momento, a veces sucede, así, como lo cuento. La energía disminuye, el corazón late más despacio, la vida se estanca y uno no encuentra salidas, ni siquiera un horizonte posible. Podría verle así, como me siento en esa soledad del sueño que acude esa mañana de resaca del mes de agosto del año pasado. Un islote anímico en medio de una nada intangible y terrible que me sume en una sensación de irrealidad y sin sentido. No soy feliz, y esa mañana alcanzo esa consciencia con una plenitud sobrecogedora.
El hada de las bestias será una especie de pálpito sobre la imposibilidad de modificar un ápice mi existencia si sigo anclado al pasado, al presente irreal de mi hijo pequeño, a esas vacaciones que tanto desasosiego me han provocado, y a la perspectiva oscura de un año incierto, un trabajo alimenticio voraz e inhumano, y a una falta de deseo que se espera en los titubeos que han comenzado a apoderarse de los textos, de esos que edito de vez en cuando donde puedo, o de mi literatura más personal y querida. Y aunque El hada de la bestias tuviese una connotación explícitamente sexual, su expresión o su sentido podría extrapolarse a otras esencias humanas por igual. Eso pienso sobre la cama.
Sartre deseaba en el fondo salvar la vida de Baudelaire mostrando que el icono o la superficie no era más que un pátina inhumana que escondía en el fondo una identidad profunda, entristecida, naufraga e indolente. No son sus defectos lo que nos aterra, sino su fragilidad en ese texto, su imposibilidad de sobrevivir como el Albatros de su poema. La poesía, sin embargo, brilla en ese ensayo por su ausencia. Sartre elige otro modo de acercarse al poeta por razones secretas. La poesía de Baudelaire no necesita explicaciones hubiese dicho Sartre. Por eso yo querría rescatar ese momento de Pavese y darle la dimensión que requieren sus libros y sus versos. Y quizá esa fuera la razón por la que deseché esas motivaciones románticas o desesperadas que de alguna forma han formado parte de la mística del escritor desde que, primero Baudelaire en esa construcción de los mitos que dotaría a la figura del artista de ese malditismo memorable y a veces tan nefasto, y luego Flaubert, con su madurez, con su vitalidad y su capacidad de trabajo, gracias a su tiempo disponible, convirtieron en una especie de idiosincrasia particular del oficio de escribir.
Entonces pensé que manipular la figura dramática y triste de aquel hombre con cara de palo, que se sintió decepcionado por todo lo que emprendió, por todo menos por la literatura, fuese la política o el amor, la amistad o el porvenir, siempre adentrándose en aquello que consideró esencial, y dejando para la posteridad ese aire desvalido y frágil, introvertido, que lo llevó a la muerte, describiendo el proceso en un fascinante universo de literatura transformada en diario y en recorrido -como aquel Flaubert de las máscaras que algunos quisieron ver como un monje, como un presidiario de las letras ajeno al mundo-, no era algo honesto ni justo. Que en verdad, Pavese comprendió que el vicio de la literatura, esa maldición, el rezo de Flaubert encerrado en su mansión burguesa en medio de la campiña, ya no podía subsistir aquí, en las ciudades vertiginosas del siglo XX, y sin embargo, resulta heroico pensar que su suicidio fue ese grito desgarrado que los escritores durante siglos profirieron en medio del silencio, el dolor y la barbarie, que realmente Flaubert fue un islote de esperanza, un hálito de optimismo de la lucidez en esa larga historia de derrotas y soledad. Que Pavese murió por esto, por esa descripcion silenciosa y profunda de las falsificaciones y los artificios de la vida, por esta construcción del verbo y su espejo de ficción, por esa apropiación del lenguaje para un fin individual y a su vez para una expresión común que lograra rescatar las palabras de la tribu, lo sagrado del texto que Flaubert logró fijar como imagen y mística, como sacerdocio o justificación en sí mismo.
Escribir no es sólo un oficio, he pensado. Vivir, como diría Pavese, tal vez sí. Escribir no. Escribir es otra cosa, aunque Michon imaginara a Flaubert disfrutando del Sena, del viento agitando los árboles en los hermosos jardines de París, de las mujeres hermosas de las que gozó, del paisaje de la campiña civilizada, del desenfreno de la lectura y el vértigo sensual de la escritura, en esa especie de akelarre literario tan lleno de vida, necesario para alcanzar la imagen divina de esa libertad de crear, ese anhelo que he sentido tantas veces cuando esa barrera de realidad hace que escribir sea a veces imposible, que dedicarle tiempo a la escritura en medio de la supervivencia sea una cábala insostenible en el mundo contemporáneo, que sobrevivir para un escritor parezca en este presente una soberana renuncia, pero no termino de creerlo.
La escritura que amo siempre nace de un conflicto profundo de lo humano.
Y aunque siempre nos quede Flaubert, las cartografías de la literatura no encuentran ahora los iconos del futuro. Y no concibo esa incapacidad como una culpa tan sólo, sino como un destino colectivo, como ese malestar que alcanzo a Cesare Pavese en esa habitación del Hotel Roma de Turin, en el verano lejano de 1951.
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Al despertar al mediodía, con los gritos de los niños correteando por el jardín y la piscina, el calor sofocante, bochornoso, del mes de agosto a pocos kilómetros de la costa mediterránea, empapado en sudor sobre el catre pequeño, siento esa soledad terrible, esa ausencia que nada puede consolar. Y en ese instante comprendo que algo ha cambiado. No de una forma brusca y abrupta, un sueño o una pesadilla de esas que nos dejan en un lugar de la consciencia distinto de golpe y porrazo, aunque sea tan sólo en los minutos que preceden al despertar pleno, a la salida completa de lo onírico, sino más bien como un proceso largo y lento que cobra por fin su dirección justo en ese día, el mismo, sesenta y tres años después de que Pavese se suicidara.
Como si quisiera alcanzar la consciencia de estar vivo, paso la mano por mi vientre, por el pecho, por mis piernas, por el sexo. Quiero que mi propio tacto reconozca mi cuerpo. Intento buscar mi reflejo en el espejo al incorporarme para sorprenderme de la cara enrojecida por el calor y el sueño, abotargado y lento. Es mi cara, mis ojos, mis piernas, mis brazos. Necesito esa tangencia vital que el desgraciado Baudelaire nunca tuvo. Es la desnudez que de repente asoma de entre la sábanas humedecidas por el sudor y el olor de los alcoholes ingeridos la noche anterior que se evaporan, en una sala ligeramente oscurecida por las persianas medio bajadas, por la puerta entornada. Los gritos de los pequeños continúan flotando en el aire. Pero lo real es mi figura reflejada en el espejo ovalado y amplio, un espejo de esos antiguos de pie de madera y cuerpo entero, de una pieza, aptos para contener a un ser humano por completo igual que en un probador de una tienda de ropa. Estoy sentado al borde de la cama. Cualquier pliegue de carne o imperfección de la piel revelan mi propia esencia. Es mi cuerpo lo que emana realidad, tangencia, carnalidad. De alguna forma emana también la totalidad de sus esencias. Estoy vivo porque muevo la mano, porque pestañeo o respiro, porque esa desnudez funciona. Mi mente no puede separarse de ese bienestar que experimento a pesar del ligero dolor de cabeza que la resaca ha abandonado al despertarme. Eso no es una prueba de nada a simple vista, de haber descubierto nada, tampoco de la excelencia de aquello que he escrito o de lo que podré escribir, pero sin duda el empuje de toda esa representación sin vanidad, sólo una constancia consciente de la propia identidad física, esa desnudez que no necesita de adornos, de artificios o disfraces, es el hombre sin máscaras. Las máscaras son para la literatura, intentes construirlas al estilo de Flaubert o lo hagas a la manera de Pavese. No quiero continuar en esa mentira a pesar de su armonía aparente, sino destruir cualquier cosa que sea una falsedad o un artificio ajeno. La conciencia de que el único lugar donde esa extraña omnipotencia que el hombre cree albergar en sí mismo algunas veces, esa ilusión de divinidad absurda y tan frecuente, es en la literatura, en la creación, algo positivo si se limita y se disecciona, si contemplamos ese anhelo de trascendencia con sentido del humor o con rigor, pudiera ser, y para afrontarla con garantías, o al menos con alguna posibilidad de que sirva, debe ser con ese cuerpo desnudo, frágil y bronceado reflejado en el espejo, con ese cuerpo que lleva a sus espaldas el tiempo vivido, sus muescas y deterioros, su edad acumulada, y que se levanta ahora de la cama y comprueba que cualquier órgano o miembro, o músculo, responde al incentivo del cerebro, a los actos inconscientes que no se eligen y a los conscientes que se deciden.
Busco un canto que dure, una posibilidad de que la belleza de una prosa o un verso, que la máscara de la ficción que sí deseo empuje la existencia. Falta el texto. Ese texto será El hada de la bestias.
Y sólo resta la razón de esa mística, o su significado, o esa especie de esencia que la inteligencia creadora de la literatura necesita arrancar de las cosas y los hechos. Para Baudelaire, el horizonte era captar precisamente esa esencia inmóvil y perpetuar lo que le unía a las cosas, su perfume esporádico, fugaz, necesario. Su vida fue eso, una especie de exaltación de un ser previsto y nunca llegado, y una recreación de aquellas esencias del pasado mitificadas o atrapadas precisamente en su capacidad de dibujar con el lenguaje una realidad nueva y esencial, sin que ese concepto tuviera referencia alguna al futuro. El miedo de Baudelaire, su tenaz inmovilidad, su absoluto desprecio por el futuro, era una expresión exagerada de la mística de la literatura, de la poesía, por la cual cada pensamiento, idea o reflexión, esboza una simbología y un concepto divino, concentrado, inmóvil, por encima de su desarrollo, negándolo incluso, como si todo lo que existe ya fuera, ya hubiese sido, y no tuviese interés en su evolución. La verdadera creación de Flaubert, tal vez incluso por encima de sus perdurables mitos literarios, de Madame Bovary o La educación sentimental, Salambó, o Las tentaciones de San Antonio, fue convertir esa figura gimiente, destruida, patosa para la vida, ese tópico con motivo del desdén por la realidad y las penurias morales y económicas de Baudelaire, en una dignidad, en una máscara llena de matices sólidos y justificables, potenciales, vitales. Flaubert nos regala la mística necesaria para resistir y justificar la pasión por las grafías y la sintaxis. Su dignidad es un reto y un llamamiento a un ejercito de escribientes que construyen una tendencia, una guía posible, un camino con cientos de ramificaciones.
A Pavese no le bastó, tal vez porque, como le sucedió a Baudelaire, no logro conectar esas esencias aprehendidas de la literatura con el devenir de la vida, como si una inmensa nostalgia, una tristeza arracimada en torno al espíritu, insistiera en que el pasado ya estaba escrito como el futuro, y las posibles simbologías y motivos que guarecían el significado de las cosas, no fueran alcanzables, resultaran como fantasmas, pura espiritualidad sin contacto con la tangencia necesaria de la existencia. Algo así como hacer el amor con un cuerpo sin tocarlo. Como le sucedía a Baudelaire. Pavese no alcanzó a penetrar el sexo femenino. Baudelaire tampoco. La máscara de Flaubert sí.
La esencia era posible de apurarse en cierta medida, y ser una motivación física, tangible, posible. Uno imagina a Flaubert abriendo las piernas de una amante para lamer extasiado la vulva y admirar el sexo que le dio la vida, que lo mantiene después con vida. A Baudelaire lo vemos espantado y asustado ante los flujos y humedades vaginales, ante el olor intenso de la sexualidad, familiar desde el nacimiento. A Pavese, su propia impotencia vital provoca su tristeza, su insoportable melancolía, su dolor.
Lo que habría que preguntarse es si Flaubert y sus itinerarios iniciados, esa máscara del escritor y esa justificación hermosa e intensa del monje que junta y escribe palabras, que vive y no cesa de vivir, podrá sostenerse.
Cuando esa madrugada del 27 de agosto me dispongo a terminar de una vez Una historia de la literatura creo haber comprendido por un breve instante el secreto, la razón de esa escritura. Es obligatorio sostener cierta mística para alcanzar el presente y el futuro. Aunque hubiese podido tener dudas antes, de alguna forma, le debo mucho a Baudelaire y a Pavese, y la verdad, siempre tuve mucha, muchísima confianza en el rostro de cara de palo de las imágenes, en la expresión solemne de ese burlón inteligente y lúcido que fue Flaubert. Y por si las moscas, siempre nos quedará Madame Bovary, la receta de los santos, la expresión de la seriedad y la capacidad de unir esa sabidura misteriosa y a veces fantasmagórica de la literatura con el amargo e intenso presente de la existencia.
Se trata de rescatar esencias y hacerlas comprensibles para el tiempo.
De dar vida a lo que son sólo palabras.
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