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Channel: jimarino – LOS PERROS DE LA LLUVIA
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Intimidad (a la esperanza duradera del movimiento 15-M)

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(Todas las fotografías de la Sierra de Gúdar (Teruel) por cortesía del fotógrafo francés Michel Lavigne)

         La sierra amanece envuelta en la niebla y deja sobre los hierbajos y las hojas de los árboles, sobre el césped y la piedra, un rastro de humedad, una frescura que al respirar inunda los pulmones e irrita las fosas nasales, provocando un picor doloroso para quien no está acostumbrado. Nos contemplan mil años de historia desperdigada entre muros vetustos y piedras cuadradas, talladas a mano, y el campanario viejo, que se alza mudo, y esos caminos empedrados, que suspiran por los pasos de campesinos y mulas y carros de antaño. Soñamos hace algunos años con este paisaje, con un rincón como éste: una casa de dos pisos, planta baja y vivienda, y una luminosa buhardilla con apertura en el tejado gracias a una amplia cristalera incrustada entre las viejas tejas, y ventanales con vista a las montañas. Aquí se puede respirar, a pesar de la historia que asciende como vapor de agua, que impregna cada poro de mi piel y me recuerda que en este lugar, hace años, siendo un niño, un adolescente, fui feliz, y que entonces tenía sueños, una imagen de la vida futura espléndida, llena de posibilidades, y aunque uno siente nostalgia por la existencia que no pudo ser, no me quejo de haber sobrevivido y regresado, a pesar del invierno gélido y silencioso, a pesar de los fantasmas de la memoria que van poblando cada esquina, cada pedazo de muro. Aún me queda algo de aire, de hecho, pienso que antes era menos consciente del aire, y ahora, cuando subo a la montaña y contemplo la inmensidad del valle -Helene apoya su cabeza sobre mi hombro y siento como el viento mueve sus cabellos, que se pegan a mi rostro-, estoy seguro de estar vivo, sin ruido, sin el incesante parloteo de quienes no me interesan: ella y yo, solos, contemplando la inmensidad de las laderas y los ribazos, atentos a los movimientos de las aves que giran alrededor de los picos, o al paso cansino de un vecino que arrastra un carro con cebada para los animales, de los pastores que recorren las veredas con sus ovejas hambrientas.

         Camino por los senderos serpenteantes y retorcidos junto a ella, que me estrecha por la cintura y trata de sonreír al paso, a través de las hileras de arbustos y hierba con firme de tierra seca que delimitan los cauces y los terrenos de cultivo. Creo que es feliz, pero se contiene, tal vez porque sabe qué es lo que quedará al final.

         Sucede algo similar con Bellochi, que se acerca en coche hasta aquí dos veces al mes, y comienza a parlotear y evita mi mirada tan sólo para no verme como era antes, como soy ahora. A veces Helene y yo nos miramos en el espejo de la cómoda, el mismo que nos ha contemplado durante veinte años, que reflejó los cambios verano tras verano, y ella me acaricia el rostro y descubre el paulatino deterioro con una esperanza de belleza que concibe como cierta. Las canas son notorias en mis cabellos; se han hecho duros y blancos, muy erizados, aunque acabo de cumplir treinta y ocho años, y mis ojeras se esfuerzan por darle un aire sufrido a mis facciones aniñadas. El mentón antaño redondeado, se ha endurecido de un modo excesivo, y mis manos son largas y huesudas; manos de filósofo, que solía decir mi abuelo, las que yo quería, esas manos huesudas de dedos finos y estirados, ligeramente torcidos, como una ironía que me anuncia el tiempo que se disipó, y lo que queda, desde luego, hay que devorarlo. Y entonces llega esa pregunta, que como juego alguna vez expresé al abrigo de una conversación entre amigos, y escucho esas respuestas que en este instante bailan en la memoria, irresponsables, y sonrío con cierta condescendencia, y algo dentro de mí recibe luz en esos momentos en que la oscuridad parece ser la única respuesta. Bellochi se empeña en pronunciar su lista de quehaceres, en vista de un agotamiento irrenunciable y voraz del tiempo de existencia: pretendía la fama, porque en el fondo, palabras textuales, fue lo único que buscó, aunque supo vivir con su media fama, sin reproches, satisfecho, no menos suculenta e interesante que la completa. Inma optaba por viajar, como Nati, recorrer de punta a cabo el mundo, ora en barco, ora en avión o piragua, el amazonas, el desierto, el cañón del Colorado, la estepa rusa, la Provence francesa, y las ciudades colosales, se llenaban sus bocas de París y Nueva York y Berlín y Londres y Praga y Marraquesch, y las enlazaban con aventuras que siempre terminaban bien. Ahora ellas piensan en sus pequeñas, desmienten su heroico pasado de sexo drogas y rock & roll aunque mantienen ese empecinamiento particular de la rebelión a pesar de todo. Viajar, ya lo hice, como un castigo, o como dice Bellochi, como un viaje inconexo; porque mi viaje y el suyo fueron viajes desnudos, sin paracaídas ni salvaguarda, directos al corazón de la podredumbre humana, esparcida por doquier hubiera guerra o hubiese paz en cualquier parte del mundo. Y Jean hablaba de un final apoteósico, pero alejado de la fama, más bien una excelsa dedicación a la exaltación de los sentidos, hasta el karma del exceso, sin más: mujeres, vino y libertad, disponer de tiempo y dinero para gastar en un maremagno de desconcierto, hasta que el corazón dejara de latir y el cerebro se apagase. Pienso ahora en Reinaldo Arenas y su afán por concluir su obra como si fuera lo único que importara, entre la memoria y el esfuerzo. O en Fitzgerald y su Último magnate, o tal vez en un Musil tembloroso, ardiendo entre las páginas de su hombre sin atributos, o en el agotamiento físico y espiritual de un Hemingway borracho y decrépito vencido por la vida, hasta situar el cañón de su escopeta de caza sobre la boca y apretar el gatillo. Cualquier respuesta valía para expresar que algo de la existencia se iba apoderando de todos en el mismo instante en que conversábamos, segundo a segundo agotábamos algo de nosotros, y al pensar en un tiempo acelerado, que produjera un suspiro tan sólo y permitiera fijar la conciencia en esa fugacidad, surgía una vez más esa imaginación precisa, ese carpe diem que fijaba el único sentido posible.

         Suelo levantarme muy temprano, porque al ver nacer el día -primero sombras oscuras que acompañan el bullir de la tetera y un frío intenso, despacio una luminosidad creciente que se mezcla con el vapor de la cafetera y la ilusión de extender las páginas del libro que termino de empezar-, tengo la sensación de que gano algo, de que arranco un suspiro más, deseando empaparme de ese amanecer que en el fondo, a pesar de la calma, anhelo. Con sólo mirar los ojos llorosos de Helene cuando contempla el espejo de la cómoda y trata de sostener por un momento la idea de que puedo marcharme sin más, de que puedo desaparecer como se marchitan las hojas de los árboles en otoño y quedan sepultadas en la tierra desmenuzadas y polvorientas, me arrebata una tristeza inmensa que nada tiene que ver con el egoísmo. La consciencia de la vida, o mejor del fin de la misma, se fue diluyendo en un deseo profundo e insistente por unirme a un paisaje, a una manera de vivir que en la ciudad resultaba imposible. Pero esa conciencia me sirvió de acicate y a la vez de motivo. Si los hombres supieran por un instante que el día siguiente puede ser el último, todo cambiaría de la noche a la mañana, y sin embargo es una posibilidad que esta ahí, quieta, que existe, que acto seguido caiga una maceta de cualquier balcón sobre la cabeza de un transeúnte confiado, o que una mala maniobra del automóvil pueda provocar el accidente que finiquite una vida, o quizá una enfermedad misteriosa viva ya en el cuerpo de un ser humano y esté devorando los órganos vitales, anunciando el fin irremediable

         -Podemos elegir casi todo.- Diría optimista Mario, al que hace tiempo no veo, pues anda por otras montañas enfrascado en su trabajo, en sus nuevas esperanzas.

         Desde la ventana que da al viejo castillo derruido -sus piedras fueron utilizadas a principios de siglo para construir nuevas casas, en una afrenta revolucionaria contra el poder feudal, un gesto de justicia, ignorancia y brutalidad inaudito, sobre el que he pensando muchas veces-, el día surge de nuevo imprevisible y se llena de matices y colores, del sonido de los grillos y los pájaros que van poblando de vida las calles desiertas. He tratado de imaginar una caravana de aldeanos provistos de carretillas, ascendiendo y descendiendo ordenadamente el camino que rodea la iglesia y sube hasta el pico, los he visto arrancando las piedras del monumento, destruyendo los muros, y luego, con la carretilla cargada, descender despacio por el sendero empedrado. Es uno de esos actos subversivos que siempre me han fascinado, que irremediablemente, a pesar de la figura de mi abuelo, que aparece de fondo y niega una y otra vez aquel atentando contra el patrimonio cultural de la Sierra -¡por Dios, arrancar las piedras de un castillo construido en el siglo XV!-  me ha recordado a otras grandes revoluciones de la historia de la humanidad. Cuenta la leyenda que fue Ramiro Avisavientos, en mil ochocientos noventa y tres, quién fuera abuelo de Ramón Avisavientos, héroe de guerra republicano durante la guerra civil española en la sierra, muerto al cobijo de una iglesia abandonada en un pequeño pueblo cercano a Madrid después de asesinar por venganza al falangista que violó y fusiló a su esposa, sacó a golpes de su casa a Federico Montseny, el hijo del antiguo marques de la Villa, hombre poderoso y brutal, lo arrastró por el suelo del brazo, ya medio muerto, y junto al pregonero convocó al pueblo a una reunión de urgencia. Deseaba el ajuste de cuentas de la humillación y la miseria después de años de carencias y dureza. La historia fue repetida en un apellido, de igual forma que ahora el airado reproche civil ante un tiempo de sinvergüenzas y avariciosos, de ruido y mentira, tendrá una respuesta: energías humanas que van cobrando sus piezas en un juego de causa-efecto fascinante. Aquella revuelta fue el símbolo de un final, organizado por entero desde allí, un sitio demasiado alejado y abrupto como para que pudiera ser reprimido con la dureza exigida, y se aceptó después en la capital de provincia el reparto de tierras, y nadie puso pegas a la destrucción del castillo. Se acabó el antiguo régimen, y con ello el hambre, se aseguró la supervivencia de todos en un nuevo estadio que permitió al menos la subsistencia y el desarrollo; se hizo a lo grande, y que mejor modo de festejarlo que destruyendo el monumento, como una exégesis del hombre rebelde, tan menospreciado por el poder ciego, tan corriente sin embargo a lo largo de la historia.

    

      Desde hace algún tiempo, suelo prestar atención a las pequeñas cosas, como si fuera posible llevármelas a ese estado sin contenido que me espera, a ese largo sueño sin memoria, que tarde o temprano me empujará hacía la negrura, a pesar de la esperanza de Helene, y siento que en todo ello hay un afán secreto de alcanzar alguna sabiduría, y pienso en ello como síntoma, porque antes, años atrás, nunca tuve semejante curiosidad. Es importante conocer esos cambios, determinarlos, a poder ser aislarlos de lo demás, para saber o reconocer qué es lo importante. No ha muerto en mi el amor, que se expresa de múltiples maneras, no sólo en Helene, a la que quiero más y mejor, a la que considero parte de un recorrido necesario como si hubiese sido destinada a acompañarme, sino que pervive en los rostros familiares, en los libros que repaso a menudo a solas en la buhardilla polvorienta, en el recuerdo de aquellos que me acompañaron y tuvieron que marcharse por la fuerza o por la inercia, tantos cadáveres, en el brillo que  a veces se atisba en los seres humanos cuando una ilusión de futuro, de alegría, inunda la insatisfacción. No anhelo el amor infatigable y superficial de la seducción, ni siquiera los años salvajes sin nombres, poseído por la ebriedad de un sentimiento sin dirección ni rostros, como solía decir Jean cuando hablaba de lo que haría si supiera que al día siguiente todo fuese a terminar, en un afán de regresar a la antigua promiscuidad de nuestra adolescencia infatigable; por el contrario, cada minuto a su lado eterniza la vida, la hace, en cierto modo, inmortal. Lo único que echo de menos es el deseo, otra forma del amor igual de intensa, el deseo salvaje y arrebatado de perder la identidad, de echarla por tierra y obviar el yo en las fauces de otro, de gozar y sufrir en el mismo instante en que se detiene el tiempo para expresar el anhelo más eterno del ser humano: la fantasía de la continuidad imposible. Por eso aguardo con impaciencia que lleguen las nueve o las nueve y media, para poder oír desde la buhardilla el crujir del catre, sus pasos por la habitación, y entonces dejó mis papeles y periódicos, mis libros o mis escritos, y me precipito escaleras abajo sólo para desearle los buenos días y sentir el calor de su cuerpo. Y cuando tarda, recorro sigiloso el pasillo, y desde el marco de la puerta la contemplo extasiado dormir desnuda. Hay algo eterno en esa imagen que me sumerge de lleno en la sensualidad y en la historia del arte, en las visiones femeninas de todos los maestros, en los desnudos espaciados de asombro ante la belleza, algo similar al eco que oscila frente al empecinamiento de los cínicos por perdurar. Es como si todo naciera del deseo, la Venus frente al espejo que sueña el pintor Diego Velazquez, las cabezas rodando de los aristócratas franceses, la esperanza de que la servidumbre, el odio, la avaricia y la mentira se desintegren en el mismo instante en que Helene se estremece en la cama y Sophie suspira a kilómetros de esta sierra por aquel deseo interminable y eterno que me une a ella,  Courbet se extasía ante las durmientes y estas palabras alcanzan la luz, antes de la cálida tarde en la que negrura lo envuelva todo y yo desaparezca.

Copyright Jimarino


Archivado en: filosofía, literatura

Kafka-Roberto Calasso (K.)

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               Una historia de escritores, de buscadores de mitos. Supongo que como siempre. De escritores que escriben para vivir y viven para escribir inmersos en las leyendas de un arte milenario, en el sustrato de un saber que queda contenido en el olvido desmesurado del presente o en esa infantil creencia en el progreso ilimitado que acontece en el mundo; mitos que sin embargo mantienen una pulsión, un aliento necesario incluso hoy, una finitud construida de metáforas eternas, de saber encriptado, siempre a punto de alcanzar sus claves, sus códigos, siempre a punto. Roberto Calasso escribió sobre Kafka un libro llamado K.

 

                Al principio hay un puente de madera cubierto de nieve. Nieve espesa. K. levanta la vista hacía el “aparente vació de allí en lo alto”.

 

                Las palabras de Kafka poseen una exactitud y una precisión extraordinarias en su aparente extrañeza. Calasso –como Canetti unas décadas atrás- nos invita a leer literalmente las frases que Kafka escribió, algo que despoja a la lectura de sus obras de parte de su simbología más obvia, que transforma en cierta medida los textos. Hay un proceso de ahondamiento en la relación entre la biografía y la literatura final despojada de pistas, ofrecida como texto autónomo de ficción. Utiliza dos de sus obras mayores para su extenso ensayo: El proceso (1914) y El castillo (1922), aunque después vendrán alusiones constantes a sus cuentos; La condena, En la colonia penitenciaria, La metamorfosis, El desaparecido, El fogonero, entre otros. Ambas novelas no sólo son obras maestras de la literatura de todos los tiempos, no sólo se erigen como mitos duraderos de este noble arte, sino que de alguna manera anticiparon la venida de un mundo terrible -una cosa distinta es la capacidad humana para la felicidad, o esa ilusión que nos empuja hacia ella, la eterna construcción secreta y constante de las líneas de fuga que alivian la oscuridad, algo que no desmiente la dureza del adjetivo terrible-. El aparente vacío fue la expresión más exacta de un mundo sin Dios sumido en el caos de un equilibrio tan precario como extraño, similar a las afueras del castillo, el mundo al que K. se acerca siguiendo una invitación a trabajar de agrimensor, una invitación que se va transformando en una ironía, en una peripecia absurda, en un juego de laberintos en el que nada se encuentra, en el que apenas hay esperanza o resquicio para la luz, y siempre ese sentido del humor negro que envuelve a la muerte, quizá el único lugar lúcido en el que se libera la tensión humana.

               

                Pero volviendo a ese escritor y a su historia, contaré que hay escritores que escriben viviendo y viven escribiendo, que se ganan la vida con la literatura. De igual forma otros muchos viven de un cuento repetido, de una ausencia de esa mística tan particular de la ficción, de una excepción a la regla, falsos como los monederos de Gide. Hay escritores secretos, bien por decisión propia, bien porque no pudieron encontrar un lugar donde escribir, o mejor, donde reproducir lo escrito. Delleuze afirmaba que las ideas son capaces de remover la existencia, que menospreciamos la importancia de la idea. El mundo científico adolece de esa extensión de la generalidad, de la asociación, de la emocionalidad de la inteligencia, de ahí su finitud, su misterio ausente, su imposibilidad para alcanzar siquiera un intento de verdad completa, su dependencia del presente y de los objetos y mecanismos de fuerza, de las circunstancias temporales y espaciales. El universo de los hombres parece desposeído de cierta humanidad, aunque no pueda ser cierto

 

                          Este escritor de la historia es un escritor a medias secreto, a veces ruidoso, cuando es posible en ciertas épocas de su vida; otras silencioso como una serpiente, sibilino y discreto como ese William Burrouhgs que disimulaba sus adicciones y su inteligencia vistiendo elegante y mostrándose educado.

 

                           Kafka solo nombra un número mínimo, limitado, de elementos de la existencia que ordenaba quizá porque percibió la decadencia, como una especie de salvación posible, de oración mínima para reunir fuerzas, a veces en un intento de alcanzar esos espacios potenciales de la ciencia donde la energía se concentra para expresar una totalidad posible. Un mundo sin Dios exige de una fe humana. Cuando comienza a escribir El castillo, obra incompleta, Joyce ya ha publicado el Ulysses y Proust En busca del tiempo perdido. Todo lo que ve es percibido como una potencia descomunal a la que no podemos asirnos, un sinsentido que mantiene sin embargo un orden, una especie de negrura terrible que apenas deja resquicio para una luz posible, pero la vida continúa como en círculos concéntricos que se van extasiando en sí mismos, encaramándose, dotados del sentido de la copia y la reproducción. Toda la energía había pasado de ser humana a convertirse en centro, en aquello que se nombra como elemento central; me refiero a la taberna, al campamento militar, al castillo, al tribunal, a la diligencia, a una oficina,  a una mísera habitación en la que la metamorfosis sucede. Es algo así como el fin de la aventura, la capitulación del individuo frente a la preeminencia del espacio.

 

 

                Este escritor de la historia que vive para escribir y escribe para vivir se gana el sustento en un centro de poder similar a los descritos por Kafka, multinacional compleja, con aristocracia, jerarquía y círculos de poder y territorialización complejos y constantes, a veces incomprensibles para alguien ajeno e incluso para quienes lo viven. Cómo marca sus consignas y sus afianzamientos el poder resulta un proceso extraordinario; igual sucede en otros lugares, y aunque éste escritor tenga sus propias palabras o haya inventado un lenguaje, un lugar en el que cualquier vocablo descubre su propia identidad y se lanza a explorar el mundo de lo humano, su constante es el conflicto.

               El lenguaje puede ser totalizador, manipulador, construido para imponerse. Todo lenguaje que no sea libre en su intención, o que no tenga otra guía que la naturaleza de lo espontáneo o lo exacto, es un lenguaje que pudre, que atraviesa la humanidad, que funda nudos de imposibilidad. Este escritor percibe esa imposibilidad que organiza el mundo, una imposibilidad de sueños ideados además por otros. Esa no es una frustración hecha en verdad de la materia creadora de lo humano, sino una construcción impuesta por la mentira, la servidumbre y la manipulación.

 

                Calasso escribió sobre Kafka afirmando que lo invisible tiene una tendencia burlona a presentarse como visible, casi como si se distinguiese de todo el resto sólo por la vía de circunstancias particulares, como cuando se disipa la niebla y se hace visible el paisaje. El punto en el que se instala El castillo es siempre la elección, el misterio de la elección, su oscuridad impenetrable. Es como si aconteciera el simulacro de libertad que nos atañe a todos. Es incluso como la pretensión de ser escritor sumido en el seno de su organización, construyendo de libertad ficticia o temporal o sesgada su pequeño espacio de movimiento. La elección atormenta e insufla al tiempo valor, una especie de fuerza interior. Lo mismo sucede en El Proceso, aunque en esa novela, la elección deja de ser un paso adelante, y el estado se transforma en el terrible ser condenado, en verdad otra forma de elección fijada aún más desoladora e insostenible.

 

                Siguiendo a Kafka y Calasso, la impresión es que el poder, representado en El proceso por el tribunal, tiene la potestad de castigar, de condenar en esa novela, y en El castillo, la representación del vacío de allí arriba, de ese lugar todopoderoso y misterioso, de ese rincón oscuro en el que se suceden los actos y se reproducen tanto lo ocurrido en su seno como en aquellos lugares donde extiende su ámbito de acción -que a veces parece abarcar la totalidad de lo existente-, ese mismo poder es el que se encarga de elegir. La agudeza de Kafka dibujó en dos novelas aparentemente humorísticas, absurdas, dos formas de poder que terminarían por encontrarse en la primera guerra mundial y extenderían sus efectos hasta la creación de las democracias europeas tras la segunda guerra y, sin embargo, sólo eran expresiones complejas y extraordinarias del mundo interior de Kafka, de su prodigiosa capacidad de extraer literatura de sí mismo. El símbolo, la metáfora, incluso en el caso que nos trae entre manos, dos obras literarias de Kafka que para ser comprendidas según insiste Calasso es necesario leerlas con literalidad, lograban unificar en sus páginas la expresión de la realidad, la anticipaban, la construían en el fondo.

             Nuestro mundo contemporáneo, el que atisbamos constantemente regido por la incertidumbre, la oscuridad, la incomprensión o la imposibilidad de asimilar cuanto sucede, está lleno de ecos del universo de El castillo. Los totalitarismos, en cierto modo, aunque mezclasen otras cuestiones en su origen, estaban hechos de la materia del descomunal Tribunal que condena a Joseph K. La condena es siempre cierta y sus efectos terribles e inevitables. No existe además posibilidad alguna de una absolución completa, lo que hace todo aún más aterrador. La elección no deja de ser igual de desoladora e inexorable, con la diferencia de que en uno de los casos permite una ligera ilusión de libertad. Ser elegidos sin embargo, ahora y tal vez siempre, no deja de ser un terrible juicio incierto, probablemente sin escapatoria.

 

 

                El escritor del relato está obligado a argumentar propuestas que deben ser aceptadas por estamentos sin rostro en alturas desconocidas. Su poder se limita a aceptar o rechazar desde la base, al principio del proceso, y a elaborar posteriormente con palabras aquello que sostiene el negocio que le encomiendan. Sus palabras se adaptan al lenguaje imperante dentro de la organización, en esos periodos en los que pertenece a quienes le contratan. Jamás ha visto las caras de aquellos de los que dependen las autorizaciones de los estamentos más elevados, sino los rostros furiosos de mandos intermedios, de centrales cercanas. Todo funciona como un engranaje caótico que gira en torno a premisas que llegan desde un lugar incierto de Madrid, centro de poder inasible que decide tantos los cambios como las modificaciones a lo largo y ancho de la pirámide.  Las decisiones caen sobre los empleados incomprensibles e inexorables. Él continua escribiendo incesantemente cuando sale de la oficina después de diez horas de trabajo. La literatura le permite utilizar esas palabras que escapan a la rigidez del lenguaje de la empresa: las palabras de la poesía, la novela, el cuento o el ensayo le pertenecen sean cuales sean sus repercusiones; las otras no, aquellas que reciben organismos como riesgos particulares, centro empresas, inversiones, o intervención general, nudos de energía autoritaria acumulada y vigilancia en las que pululan cadenas de orden y rigor siempre dudosas, y que exigen unos puntos y comas determinados, un vocabulario establecido de antemano, unas normas de uso. Cuando regresa a la literatura sea leyendo o escribiendo, las palabras cobran su vida necesaria. Lamenta que exista un mundo en que las palabras son de otros y no espontáneas, siempre podridas y asociadas, agenciamientos del lenguaje explotadores, tenebrosos, hechos de servidumbre y esclavitud, que carecen de relación con lo primigenio, con las leyendas, con la comunicación, la metáfora, el símbolo o la libertad. Incluso aunque la historia de la literatura sea una tradición, su propia evolución establece los mecanismos por los cuales las líneas de fuga pueden llegar a producir la ruptura, el estallido, el acto creador, la verdadera identidad de un espíritu y su enorme capacidad iluminadora.

                   Todo es público por simpleza, por ocultamiento, y en realidad falsamente público.

 

 

                Calasso vuelve a insistir en la lectura exacta de las palabras de Kafka, y lejos de lo que una parte de la crítica apuntó sobre el autor checo, sus novelas principales como El proceso y El castillo, están lejos de la sensación de lo fantástico, de lo visionario o de lo extraordinario. Kafka maneja los detalles insignificantes desnudándolos de toda simbología y eliminando aquello que no tiene trascendencia en ellos. Teniendo en cuenta la extraordinaria argumentación de Calasso es posible que Kafka posea rasgos de un escritor antimetafórico dada la cercanía de su literatura respecto a su mundo onírico e inconsciente. Lo sobrenatural en apariencia es provocado precisamente por aquello que no se explica, el peso –la condena, la elección- que puede recaer sobre un personaje anodino del que sabemos poco. Casi toda la obra de Kafka sucede en una especie de vida psíquica. Los referentes a la realidad son tan mínimos que establecen una dirección aparentemente confusa, que él afirma sin remedio y que revierten en la llamada vida psíquica. Es como si todo fuera potencialidad, o mejor la potencialidad misma que se agazapa en la mente humana y queda reflejada en los textos. Es difícil hacerse una idea concreta de quien es Gregorio Samsa más allá de su transformación en La metamorfosis.

                Si una de las claves fundamentales de las novelas extraordinarias del siglo XIX era la evolución de los personajes en el transcurso de una narración novelesca, los cambios, las sutiles variaciones o las repercusiones en ellos de los sucesos que acontecen en la historia, para Kafka el instante inicial no es más que un momento de potencialidad que jamás se sacia por completo, las fuerzas del espíritu que chocan irremediablemente con estamentos que superan con desmesura la breve e insignificante intención humana de desarrollarse. Esa es precisamente su grandeza y su enorme originalidad, un mundo que al escritor aplastado diariamente por las palabras impuestas y los modelos que acuden desde las alturas le recuerda irremediablemente a cuanto le rodea: un universo construido en torno a mercados financieros, sean primarios o secundarios, donde cientos de lugares similares emiten señales de su consistencia y su evolución para captar fondos con emisiones de deuda interminables, participaciones constantes que oscilan desprecio e insolencia, como si la humanidad fuera una enorme vaca lechera que otorga réditos a aquellos que no se esfuerzan pero mantienen la abundancia del dinero. Todo es un conjunto interminable, casi infinito de potencialidades humanas que se desperdician, por eso, ese escritor, tal vez comprenda que Kafka fue el más exacto narrador del siglo XX y XXI por muchas razones, incluso cuando la desnudez de su prosa, esa especie de minimalismo a veces hasta anodino, le produzca una cierta monotonía, un sonsonete discreto que temporalmente abandona de vez en cuando.

 

 

 

 

                Pese a la ilusión de la democracia, esa pretendida y ficticia tabla rasa de igualdad, fraternidad y libertad, Kafka planteaba una oposición crítica tozuda, fuera por la presencia autoritaria de un padre que marcó sus pasos o por la vida en una sociedad burguesa y estable, tan bien representada por Thomas Mann al inicio de La montaña mágica. Cosas inamovibles, dirían durante varias generaciones aquellos hombres y mujeres que abrazaron el capitalismo burgués en el Imperio Astro-Húngaro o en la gran Prusia. Para Kafka el totalitarismo no era un lugar, sino mas bien un estado anímico, psíquico, que pertenecía irremediablemente al espíritu del hombre, y por añadidura a las organizaciones cada vez más complejas que generaba incluso en sociedades democráticas. La verdadera dimensión de su mirada hacia la existencia democrática con todos los matices que uno quisiera objetar en el periodo en el que Kafka escribe la ofrece El castillo. La autoridad de ese lugar de allá arriba en lo alto, lugar vacío, nunca podría aceptar otra cosa que sus propios código, códigos dictados por muy pocos hombres desconocidos que deciden los destinos de todos, hasta dejar a K. en la novela sumido en una especie de delirio, en una impostura. Su realidad, al diferir de la marcada por el poder de allá arriba, se convertía en una neurosis. Lo que se debe de hacer tiene poco que ver con un acto moral, sino más bien con un ímpetu, una insistencia, una norma social.

 

 

                 Cuando ese escritor argumenta operaciones de riesgo bajo la luz intensa de los focos blanquecinos, cuando negocia en lujosos despachos de dirección de empresas con nombres impronunciables y rostros que van cambiando diariamente, utiliza palabras fijadas, establecidas, impuestas, y lo único que le queda es el ritmo, esa especie de latido que lo acompaña desde muy joven, su propia música interior que marca la prosa y sus gestos sea cual sea su función. La exactitud de sus frases tiene poco que ver con un acto de libertad cuando se construyen para el argumento ante la invisible dirección.

 

 

                     El capitalismo democrático no posee en realidad ningún consenso, sólo acuerdos aparentes, un envoltorio de pacto; ni siquiera establece mecanismos de participación directa, tan sólo el voto a los representantes en listas cerradas o la asociación inofensiva, o el derecho a la pataleta en forma de huelga o de manifestación sin que se acepte bajo ningún concepto modificar las reglas del juego, tan sólo mecanismos de contención esporádicos, fugaces, espejismos de libertad o participación limitados; es un engranaje oscuro en la mayor parte de sus organizaciones a pesar de su apariencia de claridad y justicia, un engranaje perverso, jerarquizado hasta límites insospechados, asimétrico, un espacio de infelicidad y dominio, cuyo único sentido de pervivencia es la subsistencia que por aceptar sus condiciones integra a dos tercios de las poblaciones occidentales opulentas por lo menos hasta ahora, por una necesidad de supervivencia del sistema.

                       La decadencia de la cultura europea fue retratada por tres excelentes novelistas: Kafka, Beckett y Thomas Mann. La decadencia de la Europa actual no sólo es un imparable proceso de deterioro económico y de mala gestión política, sino un elaborado menoscabo hecho de ceguera e intereses de poder. El diagnóstico de la crisis es terrible por sus consecuencias de peso sobre la ciudadanía anónima y pone en cuestión ante el despropósito la propia legitimación de las democracias europeas al exigir una liberalización económica –por otra parte largo tiempo consolidada- y un empobrecimiento general de las mayorías reduciendo los mecanismo de corrección de desajustes de los que disponían hasta la fecha los distintos gobiernos nacionales cada cual en la medida de sus posibilidades. No se habla del fin de los Estados de Bienestar, sino que el poder esboza la denominación fin de los Estados Asistenciales perversamente, englobando en esa frase una reducción drástica de derechos, acompañada a su vez por un incremento del poder en manos de muy pocos que dejan a los representantes políticos un margen de gestión reducidísimo –los despojan prácticamente de cualquier posibilidad de gestión real-, y utilizando un lenguaje eufemístico destinado a ocultar la tremenda injusticia.

                             Los políticos sugieren a los funcionarios de El castillo y El proceso. Casi toda la creatividad económica y cultural esta en manos de grupos industriales, de organizaciones económicas o financieras: la incapacidad de las sociedades europeas para alcanzar una senda de crecimiento es un problema eminentemente cultural o de utilización del potencial humano, transformado de la noche a la mañana en un problema de costes e incentivos por aquellos que modifican el lenguaje. De igual forma este escritor que sobrevive entre focos y argumentos, descubre que su libertad no es más que un suspiro de unas horas a  lo largo de extensas jornadas sometido a una rigidez que poco o nada tiene que ver con la democracia; sabe que su creatividad se encuentra constantemente aplastada por la insistencia feroz de unos pocos que aplican las directrices auspiciados por la jerarquía, ejecutadas sin escrúpulos ni control, protegidos por ellas, que ejercen sus neurosis avalados por la ley imperante, y caen sobre él como le sucede a K. ante las reglas desconocidas que emanan del mundo de allá arriba, convertido finalmente en una especie de loco, en un ser racional tachado de incongruente ante la maquinaria poderosísima e incesante que emana del castillo. Es como culpar al esclavo de falta de imaginación, aunque ahora la palabra esclavo o esbirro se transforme en trabajador o en desempleado, y la palabra amo es una especie de eufemismo que sugiere emprender. Un emprendedor en nuestros tiempos es aquel que dirige su potencial creativo e intelectual a cubrir una necesidad humana por la cual obtiene réditos: canaliza su enorme fortaleza hacia una cosa, un producto, un servicio o varios: en el fondo un reduccionismo intolerable, y en nuestras sociedades, lleno de asimetría. La influencia o el premio por el esfuerzo siempre está relacionados con el poder que acompaña al acto en sí mismo. Esa es la clave del universo actual sino lo fue a lo largo de toda la historia, con la diferencia de que, ahora, los discursos del poder se extienden a mayor velocidad, su difusión es más sutil y constante, la competencia es día a día más feroz para la mayoría, que no para los que detentan alturas incuestionables, y lo que se pone en juego es la supervivencia de una pirámide de derechos en la que participa la mayor parte de la humanidad.

 

 

                Para los teóricos de las conspiraciones toda crisis es provocada. La idea es exagerada sin duda, pero en verdad toda crisis es un proceso complejo que implica a una buena parte de los estamentos que conforman las sociedades, y cuya responsabilidad mayor deviene de esos círculos de poder que en ocasiones, incluso de manera inconsciente y ciega, motivados por su maximización de beneficios y rédito, empujan al mundo hacia la parálisis y el desastre acompañados de cientos de millones de ciudadanos que juegan a lo mismo aunque esas masas cumplan las directrices a cambio de migajas. Kafka afirmaba que cuando una circunstancia ha sido considerada largo tiempo, puede llegar a suceder que ésta se resuelva de modo fulminante, siquiera sin poseer ninguna razón lógica o un aura de verdad, como si el aparato de la autoridad no tolerase por más tiempo la tensión, la dilatada exacerbación de la cuestión irresuelta y por eso procediera a liquidar adoptando una decisión sin la ayuda de los funcionarios.

 

                Un mundo de esbirros, de esbirros que ofrecen sentido común y sentido de la supervivencia. Eso es. Una élite que opera en el silencio e impone un discurso; unos políticos que lo repiten hasta la saciedad sin ofrecer demasiada resistencia. Una pirámide de esbirros que inconscientes van estableciendo el discurso, la cultura, el método y los límites.

 

 

                El escritor llega a casa tarde, fatigado, lleno de las palabras del poder, del lenguaje de la organización. Cuando se sienta frente al ordenador, en una silla acolchada de cojines, con el teclado en un aparador Louis XIV lujosísimo que heredó de la familia de su mujer, observa la pantalla en blanco y ninguna palabra libre, creadora, surge. Oye las voces de algunas personas que lo aman, ese susurro que habla del deporte y el aire libre, pero el aire libre es el paisaje veloz y devorador de una gran ciudad, sus avenidas lineales y sus hileras de coches interminables, y el deporte en general es una excusa de adictos a la endorfina, simplones de la imagen y adalides de la escasez, salvando toda esas excepciones que él respeta: hasta Murakami hizo un buen libro sobre la maratón, y sabe que su antiguo compadre Mimi se salvó de las adiciones por sus carreras de una hora por el río, o su hermana encuentra un equilibrio en medio de la incertidumbre para alcanzar algo de lo que desea, gente que hace compatible la normalidad del esfuerzo físico con la capacidad intelectual de pensar y alcanzar palabras propias.

                Este escritor no tiene tiempo de salir a la calle a hacer deporte, porque las exigencias de literatura, reducidas a horarios intempestivos y nocturnos o de madrugada, son insaciables, ni tampoco encuentra que ese aire del verano le ofrezca alguna posibilidad de hallar sus palabras anheladas. Decide servirse un gin tonic con hielo, tal vez una copa de vino blanco muy frío, hasta sentir que la ebriedad ligera le despeja de imposiciones la imaginación y surgen unas cuantas palabras, no muchas, sometido, dolorido, la espalda en tensión, el cansancio aflorando, la inutilidad del gesto entre los labios.

                ¿Para qué escribir? ¿Qué clase de resistencia a pesar de Delleuze y Guattari, a pesar de todo lo que ha leído y sabe, lo que ha oído, le ofrece ese acto tan fatigoso de mirarse a sí mismo frente al espejo y construir un mundo de ficción, y encontrar las palabras libres de la literatura de entre la inmensidad de imposiciones del lenguaje del poder que atraviesan el universo? Esa es la batalla interminable, inútil y estéril, perdida de antemano, una ilusión futura, una línea de fuga que se abre seguramente para perderse en la nada, pero que en su extensión encuentra una diminuta justificación.

               

               

 

                Pero el asunto central de El castillo y El Proceso es la escritura, en la medida en que Kafka sólo quiso hablar de sí mismo a través de las palabras de la literatura. Esa es la clave. La historia no es importante en esas novelas en verdad, lo es la escritura. Es el lugar (como afirma Calasso con una exactitud deslumbrante) de la espera de una concesión o del retraso de una diligencia interminable. Caminos tortuosos a un tiempo. Sabe que al llegar K. a esa aldea en la que aguarda que le otorguen el trabajo de agrimensor prometido, éste está condenado a permanecer allí, a la espera. Todo cuanto haga será alinear sus experiencias, jamás desarrollar su potencial, y sus decisiones no modificaran un ápice nada, están sometidas al azar del poder inasible, a las decisiones de sus mecanismos. Acepta su destino porque comprende con cierta rapidez que cualquier acto de rebeldía excesivo o incluso cualquier intento de forzar la situación no será más que una expresión de la desesperación.

 

                Qué motivo podría haberme arrastrado hacia esta tierra desolada sino el deseo de permanecer aquí.

                La tierra desolada es al tiempo la tierra prometida por una carta de la que K. llega en un punto del relato a dudar de su existencia, esa nota que le propuso un trabajo inalcanzable en cuanto llega a la aldea, ser agrimensor en el seno del Castillo.

 

 

                El sentimiento de resignación es similar al que expresa la religión. Es una especie de aceptación de aquello que nunca podremos modificar pese a que nos esforcemos, al tiempo que un alivio que nos permite eximirnos de la responsabilidad o la culpa derivada de esa impotencia. Los discursos sobre la voluntad son tan falaces como aquellos que sólo se encomiendan al destino, al azar o a la suerte. K. sabe que no puede emigrar, sino aceptar. Aceptar es en sí mismo el inicio de la religión, porque para aceptar uno debe encontrar un sentido, un símbolo de aquello inalcanzable, una metáfora que nos permita afrontar nuestra insignificancia. Todo el universo es asimétrico, y a la vez sumido en un caos, en un azar incontenible, imprevisible. Aquella hermosa canción de Antonio Vega, Lucha de gigantes, expresaba la fragilidad ante un mundo descomunal, hablaba de la misma sensación que siente K. ante la complejidad inasible, azarosa e inescrutable del castillo y sus mecanismos de poder. Aún a pesar de la literalidad que pretende Calasso para leer a Kafka, en verdad una lectura mucho mas fiel a la exactitud de su escritura, uno no puede dejar de vislumbrar con su imaginación las ramificaciones de semejantes símbolos, las infinitas sucesiones de analogías e imágenes que nos permite su idiosincrasia particular, lo que sabemos a través del la novela y trasladamos al mundo en que vivimos.

 

 

 

                Tengo la sensación de que Kafka atisbó con una lucidez extraordinaria los efectos de la decadencia, aunque fuera de un modo inconsciente, literario, incluso en ocasiones subterráneo, como su frecuente escritura nocturna e insomne. Si el castillo representaba la figura nebulosa de un poder omnipresente y desconocido que caía sobre K. y contra el cual el individuo no tenía absolutamente ningún poder de resistencia, el tribunal de El proceso distinguía asombrosamente bien los mecanismos de castigo y sus ramificaciones eternas con forma piramidal, la culpa humana que conceden los grandes nudos de poder a aquellos que dependen de él. Si las normas de un mundo inaccesible caían sobre K. y convertían su aventura humorística y en cierto modo absurda en un infierno de imposibilidad, el tribunal se aproximaba a la vida normal para asimilarla y engullirla, extendiendo su influencia a la totalidad de la vida, para dirigirla y aplastarla cuando lo creyera necesario.

                Nunca tribunal alguno perteneció a la vida normal, siempre cualquier condena no es más que un intento de usurpar su propia imagen reflejándola en el espacio incontrolable que sin embargo desea dominar e incluso dirigir.

 

 

                Tanto El proceso como El Castillo se construyen en el mundo imaginario, humorístico y original de Kafka. Es curioso como la rareza, la extrañeza que producen desde la primera frase la mayor parte de los textos mayores de Kafka esté construida desde el autismo y, sin embargo, por una fascinante magia, se convierten sin apenas esfuerzo en paradigmas de tantas y tantas realidades. Como si se hubieran escrito uno para el otro, un libro para dialogar incesantemente con el opuesto, para entrelazarse, ambos reflejan la angustia que se apoderaría en mayor o menor medida de cualquier individuo del siglo XX y el siglo XXI. Nada escapa a esa mirada tan particular, nada queda fuera de esos dos universos absolutamente construidos de ficción, ni siquiera la capacidad humana para la esperanza y la búsqueda de la felicidad.

                Desde la terrible indefensión del ser humano ante la inmensidad del poder desplegado en la tierra, hasta la inhumanidad de las grandes burocracias, de los totalitarismos utópicos, las matanzas, el desprecio por el hombre y su vida expresado por doquier a lo largo del siglo XX, la imposibilidad de la comunicación real y sincera entre seres humanos, la figura terrible de los esclavos y los esbirros, la ausencia de sentido en casi todo, la ceguera general del mundo y sus habitantes, su cobardía, la imposibilidad de alcanzar otra utopía que la mera supervivencia, la frustración inevitable de los espíritus libres frente a las barreras infranqueables de los límites impuestos por el poder y sus voceros, la incongruencia de ese poder sin rostro, articulado en torno a un orden inaccesible y autónomo a través del egoísmo y las expresiones de privilegio y circunstancia, todo ello, todo escrito en un puñado de páginas, construido con una economía de medios encomiable, llena de humor negro, fascinante en su incoherencia que tan a menudo despierta la asociación de elementos o cosas imposibles de asociar a simple vista, todo, absolutamente todo, estaba en esas novelas de Kafka escritas entre 1912 y 1923.

 

 

 

 

                Otro día más ese escritor decide dejar de escribir. Bartleby acucia en medio de una hilera de palabras manipuladas, de pequeños respiros y sueños esporádicos, auroras de luz que duran apenas segundos, una sexualidad constante que convierte la naturaleza en una inseminación furiosa. Ese escritor vuelve a componer informes similares, retahílas interminables de argumentaciones guardadas en archivos o en servidores, utilizando el lenguaje de esa organización que le paga, hasta que un día un texto se transforma. Es inevitable, es escritor. Uno de esos textos anodinos parece estar escrito de otro modo. Las frases se han alargado sin que él se diera cuenta, el vocabulario ha perdido cierta burocracia y las palabras resuenan con cierta exuberancia. Defiende tal vez una propuesta que emocionalmente le hace sentirse implicado más allá de lo profesional por la razón que sea. Tal vez se trate de un riesgo a conceder a una bella mujer o a un buen hombre al que cree correcto ayudar. Sin darse cuenta esa emocionalidad se ha transformado en metáfora y ha cruzado la barrera de las redes para ofrecer una argumentación para una propuesta distinta a las habituales. Tal vez sea hasta un enunciado narrativo sutil entre los pliegues de frases hechas y dichos repetidos. Es un acto inconsciente, pero es un acto libre que transforma ligeramente el entorno, por mínimo que sea su efecto y sin dejar de respetar las normas; no deja de ser una respuesta a la tiranía y a lo descomunal sin pretensiones. Y lo hace sin querer, y cuando dos días después alguien lo llama por teléfono y se presenta como el Director de Área, y al preguntar por él alza el auricular y siente un ligero temblor, ese escritor sabe que ha roto algo, pero todavía no comprende exactamente qué es lo que ha hecho después de meses sin escribir literatura, sin abrir una sola puerta de ficción, qué pretende ese hombre desconocido de voz ronca y autoritaria, en qué consiste lo que comienza a revelarle.

 

 

 

                Ese escritor ha rellenado miles de páginas. Si algo sabe es precisamente que la escritura literaria posee la posibilidad del río, que es en ocasiones corriente espesa y otras clara como esos pasajes fluviales donde las rocas y los ramajes purifican el agua en los cauces. Sea como fuere, las palabras del Director de Área le sorprenden porque él no pasa de tener un rango medio, su importancia es relativa, escasa. ¿Por qué otorgar mensajes de importancia a una argumentación cuyo sentido no es el lenguaje en sí mismo, sino un hecho económico que responde a la actividad de la organización para la que trabaja? El reproche del jerarca encorbatado y artificialmente solemne, que parece arrastrar las frases y las palabras como si su voz llegara de un lugar de ultratumba donde nada está vivo, no es por la operación planteada, por su concepción técnica o la conclusión del análisis de riesgo, ni siquiera por los datos que el escritor ha defendido o por la seguridad del crédito que se pretende asumir; no hay una crítica profesional a la actuación del escritor, ni un error, ni una incongruencia. Lo que subyace en toda esa charla es el miedo del Director de Área a perder el control, la autoridad, a perder la estructura de lo simple y lo que debe ser frente al argumento de la literatura, frente a las palabras libres que con cuentagotas, apenas asomando en el contexto indirecto de un mero informe profesional, surgen. Kafka expresaría con otras palabras esta idea; en el ámbito del castillo, el lugar de allá arriba, ni benévolo ni maligno, sólo un espacio donde se emite todo lo que existe, en el que se articula la existencia, hablaría de la barrera inexorable que debe separar la mente que formula el deseo y la aparición del objeto del deseo. El significado de esa situación, aunque sea en el espacio insignificante de una propuesta entre miles, es la impotencia de la organización. Una sola partícula minúscula construye una línea de fuga, una inercia cuyo destino es improbable y por eso peligroso, aunque responda al acto de un solo hombre entre miles.

                Esa figura de autoridad, situada en un altura consciente, ha sentido la vitalidad de otras palabras y tiene que reprender esa actitud para defender su sentido, su privilegio profesional, su estatus social y económico, su lugar en la empresa, pero en el fondo para protegerse de sí mismo, de eso humano que sigue permaneciendo dentro de su corazón, en sus actos incongruentes, en su ceguera y en su miedo, en su dolor. Es imposible que él racionalice su propia intervención pues vive inmerso en una fe. Entonces le dice al escritor que él, Director de Área desde hace cinco años, emblema y símbolo del poder en la provincia, va a enseñar a escribir a alguien que lleva más de treinta años viviendo en el mundo libre de la literatura. En verdad, un acto que mezcla la soberbia con la inocencia del desconcierto temporal, un gesto de autoridad que pretende borrar una luz, un hecho que dentro de unas horas se le habrá olvidado pero que, inconscientemente, ha significado algo para su anodino discurrir diario. 

 

               

 

                Calasso describe a K. como un modesto agrimensor que trabaja tranquilamente en una mesa de dibujo. Al releer el texto no se atisba ni un sólo brillo heroico en él. No pretende ayudas especiales, ni una salvación posible, ni quiere extender su propia salvación al mundo, ni protesta ni asume. Es su deseo, la potencia incontrolable del deseo humano lo que asusta en el fondo a los funcionarios del Castillo, a todos los esbirros que representan y defienden sin saber exactamente porqué las premisas de allá arriba, a esas gentes que se cruzan en su camino misteriosas ante él y le piden que renuncie. Lo único que no se puede dominar es el deseo humano, la imaginación, aquello que nada puede detener salvo la muerte y está lleno de potencia. Un hombre libre, K., que de igual modo pretende escapar de la opresión constante del poder evita caer al tiempo en la benevolencia de quienes nunca tendrán escrúpulos, de las normas sin alma, del egoísmo sin dirección. Calasso apuntaba con acierto la siguiente frase:

 

                El deseo es lo desconocido y sobre lo desconocido no podemos tener ninguna pretensión.

 

                Añadiría que sobre lo desconocido no se pude ejercer ni la brutalidad ni el poder en la medida en que es imposible comprender su sentido. Lo que más altera a los funcionarios (y a los chivatos, a los esclavos, a los esbirros, a los cobardes, a los mediocres), lo que más escandaliza a quienes defienden las máscaras imaginarias del poder, de lo que debe ser, de lo inamovible e incuestionables, es el deseo, el potencial tremendo y desconocido que todo hombre guarda en su seno, incluso cuando lo único que pretende es la libertad, o el goce, o la posibilidad de sobrevivir. Es curioso como la consciencia de que un puñado de hombres, o mejor, una multitud de hombres y mujeres tratando de hallar una lógica de alguna forma podría hacer caer esa especie de superstición sobre lo que debe ser sin más, sobre lo necesario, el mensaje interminable y omnipresente que emana del castillo y extiende su mensaje hasta perder su sentido y termina por apoderarse de la voluntad y la vida de todos, altera por su potencialidad el equilibrio de lo establecido. Lo intolerable que evoca el texto, o al menos a ese escritor que vuelve a sus páginas y relee los párrafos de la novela y siente auténtica compasión no ya por ese hombre, K., perdido en una burocracia sin lógica que convierte la realidad en un fantasmagórico paisaje del vacío, es que todos esos personajes insignificantes que aparecen encerrados en un mundo que jamás ganarán, que nunca en la vida lograrán alcanzar siquiera por asomo, renunciando al deseo, a la vida en sí misma, conformándose con lo poco que les queda, ese aire torvo y desafiante en su infelicidad que guardan esos aldeanos con los que el protagonista tiene que enfrentarse, llenos de posturas equívocas, ignorantes y al tiempo gozosos de serlo, desconfiados, como le sucede a todos los funcionarios que se cruzan en su camino, o con los delatores que denuncian la digresión del personaje, es que la actitud lógica y en cierto modo razonable de K., despierta en toda esa gente una sospecha, un reproche, una burla o una insoportable condescendencia, simple y únicamente porque K. desconoce las reglas imperantes en el castillo, incluso aunque ellos tampoco las conozcan más allá de su insignificante cotidianidad.

                La imaginación de Kafka desplegada en El castillo dota de una particular simbología a todo el pensamiento conservador que en su cobardía general, lleno de miedo y de descreimiento en la imposibilidad de cambio (como si agitar cualquier pequeña bandera pudiera remover los estratos marinos y destruirlo todo)  condena a aquellos que se expresan de otro modo, a los que anhelan algo distinto, pequeñas variaciones posibles de un guión que no es inamovible, que no es fijo, sino que está hecho de superstición y miedo.

                La razón por la que K. apenas consigue ayuda en su deambular por las afueras del Castillo, el motivo exacto por el que sólo recibe pequeñas muestras de simpatía, gestos condescendientes e incluso dotados de cierta generosidad, jamás apoyo real ni información esencial, ni siquiera ánimos en su proceso de búsqueda, es porque él no emana del poder, de él mismo no emana nada que pueda transformar fehacientemente en apariencia la vida de los otros, y sin embargo, guarecidas en su seno, están todas las posibilidades que todas esas gentes podrían utilizar y escoger para alcanzar otro lugar mejor.

 

 

                El escritor lee a Kafka y trata de comprender la rabia que le ha obligado a callar ante una afirmación ridícula expresada por ese hombre erigido superior por razones que carecen de toda lógica humana o profesional. Cuando avanza entre las frases, con esa particular puntuación propia de la prosa kafkiana, entre esas veladas y mínimas alusiones al espacio, a los objetos, como si cuanto imaginara ante esas palabras fuera un hecho simbólico, una especie de límite psíquico donde encerrar el espacio asfixiante e irónico, patético tan a menudo, en el que se mueve K., atisba sin remedio otras expresiones que comienzan a apoderarse de su propia autoestima, como si la losa que cae sobre él se aviniera más ligera: no cambia nada en verdad, cambia su actitud, esa sensación de derrota, de humillación, que a veces tiene que ver con el orgullo y en muchas otras ocasiones con el sentido común -y tal vez esta vez haya algo de orgullo en su herida-, pero a poco que piense, en el fondo, responde  a una imposibilidad de aceptar la ignorancia y la prepotencia sin más, también a la impotencia para modificar el entorno aunque su inteligencia o sus aptitudes reflejen otra forma de hacer las cosas, de alcanzar un lugar de respeto y colaboración entre seres humanos que viven sujetos a iguales objetivos, hasta que la abrumadora impresión de indefensión, de odio y sumisión sin argumentos, se transforma en una venerada forma de burla.

 

 

 

                El discurrir humorístico y a menudo absurdo de K. por las inmediaciones del castillo comienza a emprender ese destino fantasmagórico y de vigilia que siempre anunció a Kafka como a un escritor cerrado y oscuro, siendo sin embargo un irónico transformador de la existencia, una especie de médium entre la luz y las tinieblas del hombre contemporáneo. A K. no lo echan, pero nadie le abre una puerta, y la penumbra que envuelve el castillo cae sobre él transformando el sueño de trabajar allí como agrimensor en una pesadilla del punto sin retorno, del lugar al que todos, de una u otra forma, terminamos conduciéndonos. Ni siquiera el amor de Frieda deja de ser otra cosa que una forma más de aceptación, una aceptación que además no tiene ninguna recompensa interior y por supuesto tampoco exterior. No tiene forma de regresar de donde viene, y eso es lo que le revela a su amante recién conocida. Toda posibilidad de regreso, afirma Calasso, se ha cerrado para él. A partir de cierto punto ya no hay vuelta atrás. Hay que llegar a ese punto: un paso más allá de ese lugar sin retorno comienza la historia de K., tal vez la historia que todo hombre cruza y sufre, la línea que Kafka atravesó como nadie en su literatura.

 

 

                Los diarios de Kafka en las fechas en las que compone El castillo, e incluso en algunas notas halladas en el cuaderno donde escribió esa historia, revelan un punto en el que el escritor afirma lo siguiente: “la escritura se me niega”. Para un autor tan inaccesible en su biografía como él, un hombre anónimo que murió en el mismo silencio en el que había nacido, semejante premisa articulaba en torno al siglo XX –y por supuesto al XXI- una expresión del sinsentido, y de esa frase sobre la escritura negada un esbozo sobre aquello que no podía realizar, tal vez en ese afán que guió en verdad a todos los escritores de todos los tiempos  pero que quizá alcanzó a convertirse en una constante ya en el siglo XX, cuando las grandes preguntas sobre el sentido de la literatura asomaban en su imparable proceso de decadencia.

                Cuando algo es importante para una sociedad, cuando reporta beneficios a sus actuantes, cuando sirve para alcanzar estatus o importancia, pierde su naturaleza conflictiva. Cualquier arte o actividad que deje de ser significativa para una comunidad o sociedad, comienza a plantearse en su propio seno las razones de su sentido, como algo inevitable. Algo bien asentado en un engranaje cumple su función sin demasiadas complicaciones; es esa pieza que chirría o que se desajusta esporádicamente, es la que percibe la oscuridad del proceso final, del objeto de ese proceso en el que participa, la que plantea inmediatamente una especie de examen de su propia razón y de la coherencia general. Son impensables los espacios vacíos de Beckett sin las intuiciones de Kafka, como si uno hubiese atisbado el abismo y necesitara una continuidad, incluso aunque alrededor, lo único que queda sea el silencio. Kafka comenzaba un baile imposible con toda la historia de la literatura que había existido antes que él.

 

 

                Entonces ese escritor que atisba con una sonrisa la petulante ignorancia de hombre al que se le otorga el poder por sumisión y no por valía, comprende que la existencia no tiene ningún orden real, que el caos sume en el miedo a cientos de millones de seres humanos que aceptan y aceptaron la historia por una inercia (uno de los pecados capitales para Kafka junto con la impaciencia), empuñándola en el fondo con sus decisiones, hundiéndose en los más variados y exuberantes abismos de imposibilidad, cobardía, derrota y miseria. El escritor acaricia con sus dedos huesudos las hojas de los libros de Kafka, siente en sus yemas que para estar vivo necesita la piel, el amor, el deseo, que cada paso que da K. hacia el inflexible destino fijado para él por Kafka es un último gesto de rebeldía y supervivencia sin aspavientos, hecho para sí, cuyo sentido tal vez sea exhalar un suspiro y nada más. En la imposibilidad de modificar un ápice la existencia fijada de antemano, ante la inconsciencia de pretender que quienes les rodean sean conscientes de semejante proceso, el escritor comprende a K., y sobre todo se acerca a Kafka. Lo único que echa de menos en sus páginas es alguna alusión más concreta a la felicidad, a la capacidad ilimitada del ser humano para adaptarse a cualquier medio por hostil que éste sea, al posible cumplimiento y la satisfacción surgida de ese cumplimiento, que envuelve las decisiones interiores del hombre hasta hacerle soportable la banalidad.

                Tal vez la oscuridad de Kafka sea demasiado profunda, tautológica y excesiva para su frágil inteligencia. Que a ese señor de voz ronca y ademanes autoritarios se le noten los cabellos teñidos con tinte para disimular su vejez incipiente, que ante sus ojos inyectados en sangre sólo se atisbe el vacío de un discurso irreal que no le pertenece, una mala copia de la ley o los Reglamentos, que ante su cobardía ejerza el poder como equilibrio con un despiadado gesto de asco, que ante lo que no puede controlar surja la intolerancia, la ira y el malestar, que en sus movimientos nerviosos, histéricos, que se notan tras el auricular, su cambio de ánimo sólo pueda atisbar la mayor infelicidad concebida por cualquier ser humano, le provoca al escritor una  sensación de compasión, una inmensa compasión ante aquellos que lo derrotarán tarde o temprano, que caerán sobre él con los dientes afilados, como el castillo caerá sobre K. inexorable hasta convertirlo o bien en uno más de todos esos aldeanos o campesinos o funcionarios que va a frecuentar o ha visto ya, o en un funcionario inmerso en la particular cosmología incomprensible del lugar de allá arriba en lo alto, cumpliendo su ley sin resquemores, o tal vez en un cadáver sin aire ni tumba.

                El alivio de la religión, atisbado en el poder de las iglesias a lo largo de los siglos, adquiere ahora una nueva forma de sumisión aún más refinada y terrible, que alimenta de igual forma la ausencia de la metáfora religiosa y no posee una dimensión divina o espiritual. Todo cuanto cae sobre el escritor, de igual forma que las circunstancias que oprimen hasta la risa patética a K., es la sociedad. Semejante Dios, como anunció Dostoievski y años más tarde Kafka, significaba la extinción de la inmortalidad, de la trascendencia, de la inmortalidad del espíritu. El coste serían los terribles acontecimientos y matanzas sucedidos en el siglo XX y los que vendrán tal vez en estos inicios del siglo XXI.  

 

 

                Cuando Kafka escribió sobre el secretario Bürgel ni el escritor ni el superior que lo llama desde las sombras de un despacho lujoso, con la superioridad de barro de unos galones concedidos por la servidumbre a la organización, habían nacido y, sin embargo, a través de esos personajes creados para la literatura el escritor llega a comprender la esencia del hombre mediocre, del mediano aplaudido que en un sinfín de rincones en el seno de las sociedades contemporáneas pretende aplastar la figura del hombre libre por una reminiscencia constante del miedo. No existen los hombres libres por completo ni probablemente tampoco los hombres mediocres sean su totalidad más allá de fijar dos extremos utilizados como paradigma. Todo es gradación en el universo, complejidad, cúmulo de circunstancias, como excepciones a la regla que están más cerca de la enfermedad mental o el genio que de la vida.

                En El castillo, Bürgel habla de una crueldad de los funcionarios hacia las partes y hacia sí mismos, con toda la ambigüedad que se respira en esa frase. Añade que tal crueldad es también la suprema consideración, al reflejar en su constancia inexorable la necesidad de una férrea ejecución y actuación del servicio. La necesidad conlleva a simple vista una especie de sadomasoquismo. Todo lo oscuro que contiene semejante declaración de principios, forma parte del mundo en que vivimos examinando cualquier lugar hacia el que miremos, tal vez complicado el asunto por una masiva renuncia a los espacios de intimidad en pos de un mundo de masas intoxicadas por una maquinaria publicitaria ensordecedora, ciega y carente de consistencia que, sin embargo, en su desmesurado afán por imponerse, genera los gustos multitudinarios, guía las corrientes vitales y empuja a los seres humanos hacia el cumplimento de rituales civilizados que rozan lo ritual, lo maquinal. El proceso despoja a su vez de intimidad a los actos compartidos con otros semejantes, como si existiera, o debiera existir, una dualidad al menos en todas las caras de la existencia.  Kafka tuvo el sentido del humor suficiente como para escribir esas palabras en boca del secretario Bürgel, mientras lo describía estirando los brazos y bostezando, mostrando como dice Calasso, un desconcertante contraste entre la vulgaridad de ambos gestos y la gravedad inconmesurable de sus palabras acerca de la esencia del castillo.

                El escritor siente que el mundo que lo rodea está hecho de demasiados Bürgel, incluso de funcionarios aun menos conscientes y lúcidos que el secretario, que muy pocos Kafka esbozan esa sonrisa irónica que alivia esa sensación de peso, al menos en el seno de organizaciones empresariales anónimas, multinacionales construidas en torno a la ambición de unos pocos, al sufrimiento a menudo  de muchos a cambio de una ilusión de libertad y subsistencia, y a la mediocridad de la mayor parte de la humanidad. Los únicos que saben lo que pueden entresacar de ese tipo de organizaciones humanas son los accionistas, cuyo interés no depende de su esfuerzo directo ni de su conocimiento. La sociedad anónima es una perversión, al igual que la preeminencia de lo financiero sobre la economía real se convierte a su vez en una perversión intolerable en nuestro presente. Pero la figura de Brügel no es sólo una descripción de los hombres que en el transcurso de los años siguientes dominarían el mundo, si es que en alguna ocasión dejaron de hacerlo, sino a su vez, puso de manifiesto una realidad nueva, un entorno vital en el que el orden social era capaz de superponerse por completo en mayor o menor medida a cualquier orden espiritual o cosmológico, al individuo. En pocas palabras, representaba el triunfo de una existencia sin sentido sobre cualquier imagen simbólica, religiosa o humana de la existencia, despojaba de heroísmo a los actos de los hombres al arrancarles de cuajo la trascendencia, la inmortalidad y el misterio, desprendía en su bostezo toda la poderosa maquinaria del poder incomprensible y ciego, desterraba de un plumazo con ello cualquier posible sueño de inmanencia, condenados en nombre de un desconocido reglamento a fagocitarnos una y otra vez en un universo sin metáforas.

                El castillo no es solo una excelente novela incompleta, sino que se ha convertido con los años en un acto de rebelión incondicional. Por fortuna, el mundo seguirá siendo mundo mientras los hombres sigan siendo hombres, y cualquier expresión totalizadora chocará eternamente con un sinfín de actos de fuga que en uno de esos incendios inesperados prende la mecha en otra dirección.

                La mirada del humano primitivo al enfrentarse al misterio de la naturaleza y los astros, al misterio de su propia existencia, a la inmensidad de cuanto contemplaba, su necesidad de sentirse protegido y de dotar de contenido a la vida, breve, en el fondo animal e insignificante casi siempre, es a todas luces un acto de negación contra las limitaciones, un hecho que empujó el desarrollo, la imaginación, la técnica necesaria, que permitió al hombre imponerse a las condiciones fijadas por la naturaleza, un prefería no hacerlo que siempre flota alrededor de las decisiones de ese escritor que se resiste a aceptar la realidad constituida de múltiples fantasías de hombres mediocres, por instituciones aún más mediocres e interesadas, consistentes en satisfacer la inmensa necesidad de poder de aquellos que no logran entresacar otra cosa de sus vidas, erigidas a partir de su decepción como una forma de dominio y servidumbre, como una triste justificación.

                La diferencia entre ese escritor y el Director de Área se halla principalmente construida no por el rango profesional que uno y otro detentan, con su consiguiente efecto sobre su propia relación humana y sus cuentas bancarias, sino en la distancia que media entre el vacío existencia de uno y otro, aunque la victima en apariencia sea el escritor o K. El perdedor absoluto del envite sin embargo, salvando las posibles circunstancias inesperadas que acontezcan, siempre será Bürgel, el Bürgel que se cree protegido por un orden férreo y unos usos establecido sin importarle la moralidad de la misión, el origen, o el motivo de que así sea, obligado al mismo tiempo a justificar a menudo entre los demás razonamientos tan frágiles como castillos de naipes. Kafka se refería al miedo de quien se ve obligado a sostener lo que es insostenible por su falta de verdad.

                La argumentación demasiado exuberante del escritor provocó que el suelo de ese otro hombre se tambaleara, simple y únicamente porque tal vez, quien sabe, lo hizo estremecerse inconscientemente al leer palabras libres entre pliegos de anodinas argumentaciones, palabras de la literatura que lo agitaron, que lo obligaron a imponerse, como si cualquier desempeño fuera una sola cara, no contuviera en sí mismo nuestro propio rostro verdadero.  

 

 

 

 

 

                Pero K. no se revela ni desea cambiar ese orden, esa es la verdadera dimensión del acto rebelde que ejecuta con su empecinamiento para que el castillo cumpla aquel contrato propuesto. Es un acto individual, libre y decidido desde la humanidad. Nos recuerda al Bartleby de Melville pero con un grito de afirmación. No se trata de alterar nada de cuanto está hecho, sino de que alguien permita que K. respire y pueda desarrollar aquello para lo que fue requerido. Kafka daba una vuelta de tuerca en la historia del hombre rebelde. Se empeñaba en el que mito tuviera un lenguaje propio, en apariencia común, sin embargo capaz de abrir de improviso puertas del conocimiento y la consciencia hasta entonces nunca visitadas por los hombres, tal vez intuidas desde luego, pero nunca escritas en la ficción. El lenguaje común, el lenguaje del Director de Área que afirma su necesidad de imponer sus criterios de escritura en el ámbito de sus funciones, es el lenguaje de los siervos, algo que no tiene nada que ver con el potencial económico ni con el estatus social, sino con la calidad humana, la inteligencia y la decadencia.

 

 

 

                Lo fascinante es la sucesión de reflejos constantes sobre nuestro propio mundo, siempre desde la poesía de un espacio de ficción cerrado en si mismo, enigmático y válido únicamente en el ámbito de la propia literatura. Los arcontes, eso funcionarios que juzgarán finalmente a Joseph K. en El proceso viven ocupados en algo que solamente para ellos es manifiesto, respecto a lo cual, cualquier hecho externo es un potencial contratiempo. Todo lo que sucede fuera de ese lugar en el que viven se reproduce como un contratiempo, algo similar a un hecho irrelevante, consecuencia de algo ajeno a ellos, que se limitan a recibir a los imputados y sus expedientes, y a aplicar aquello para lo que están hechos y dirigidos. Calasso, con su finura intelectual avanzaba un ápice más, definía esos arcanos como seres humanos que se presuponen soberanos y autosuficientes al ejercer un poder encomendado, pero continuamente son atraídos hacia algo extraño y refractario, que se les resiste y quieren dominar. Siempre temen, aunque no lo digan, que un grano del mundo exterior penetre en las regiones inaccesibles en las que habitan, allí donde sólo viven ellos, y los aniquile como un virus inmenso que todo lo arrastra. Todos los esclavos de espíritu, por muy elevada que sea su situación, terminan por temer que algo los libere de su esclavitud, en definitiva, que se les despoje de su importancia.

 

               

 

 

                Este escritor de alguna forma está harto de esperar acontecimientos que no dependen de él. Cualquier literatura en el siglo XXI está hecha de esa espera desesperada y terrible, extenuante e incierta. Nada tiene el sabor que tenía de tanto reproducirse incesantemente en el imaginario colectivo. La esencia de K. o de Josehp K., protagonistas de El castillo y de El proceso respectivamente, está hecha precisamente de esa espera que tan bien interpretó Beckett en una buena parte de su obra. Sin llegar a ser un síntoma de la desesperación de Kierkegaard, la expresión resulta cuanto menos sombría. El mundo ya no nos pertenece, si es que alguna vez nos perteneció, y ahora somos demasiado conscientes de ese hecho. Tal vez esa constancia sea el único síntoma de madurez que el escritor respeta, el único que le resulta insostenible de cargar, terrible de sostener entre sus dedos frágiles. La misma expresión de terror asoma ante los ojos del Director de Área acostumbrado a la esclavitud con mayor encono a cambio de un estatus o una representación que él creyó adecuada o admirable. Es el mismo terror de todos, cada cual en sus círculos sin conexión con el resto de círculos humanos, siempre con el temor y la superstición de que todo concluirá si uno se descuida, como si descuidarse fuera la cuestión fundamental que conduce a la extinción, o como si de ello dependiera la ruina y o el éxito.

                Joseph K. aguarda una sentencia que lo libere de la angustia, de la culpa, de la ignorancia de haber hecho algo que desconoce y por lo que es acusado. K. espera concienzudamente que alguien cumpla la promesa que lo llevó hasta las inmediaciones del castillo para convertirse en agrimensor. Como dice Calasso, hagan lo que hagan su vida es extenuante, pertenece a esa vasta ciudadanía agonizante que patalea y opta por un partido político nacional, abraza causas más o menos justas o injustas, y se arremolina en las plazas públicas, las playas, los lugares de veraneo, los supermercados y las calles de cualquier ciudad. Están hacinados ahí afuera, incapaces de conocer su destino, creyendo que la voluntad les bastará, o la aceptación o la resignación o el cumplimiento de un improbable e incomprensible deber, una ley impuesta que simplemente por miedo jamás dejarán de acatar. La masa sin límites se extiende invisible e interminable ante los ojos de los poderosos, y atañe a casi todo, a esa mayoría que nunca construirá nada que afecte al mundo. En la torre del castillo y en el tétrico edificio donde se van a celebrar las ceremonias del poder, se asientan todos aquellos que deberían responder a las encrucijadas del destino, que deberían dirimir qué es justo y qué no lo es, pero no tienen respuesta. Pertenecen a un engranaje ciego, obcecado, donde la salvación solo parece ser la ley, misteriosa ley de usos y costumbres, de insistencias y presiones, ley al fin y la cabo, como una conciencia que en este caso es limitada y representativa de una forma única y exclusiva de poder y dominio. Aguardan la chispa y temerosos de que esa especie de brasa inesperada haga arder un círculo nuevo insisten en construir otro aún más opaco y oscuro.

                Kafka elevó con sus personajes la potencia de la escritura, amplió sus horizontes, dibujó nuevos paisajes fantasmagóricos, retrató como nadie la metafísica de la historia sobre el hombre. Lo bueno es que la muerte anónima y silenciosa de ese escritor checo que apenas publicó en vida, le sirve a ese escritor, que seguirá buscando palabras libres si es posible. Tal vez un día la chispa surja de él mismo o de cualquier otro como él, y la autoridad se disipe en nuevas cobardías insostenibles.

 

 

 

                El escritor, en su próxima argumentación no cumplirá nada de lo exigido. Su sentencia es reconstruir el mundo y lo hará con palabras sea cual sea la repercusión del gesto, y cada palabra debe poseer la fuerza de esa libertad aunque sea en el disimulo y la brevedad de un parpadeo, arrancadas las palabras manipuladas, los ensordecedores alientos del poder: a la busqueda de palabras primigenias, de reconstrucciones de esos lugares en los que la prosa o el verso hacen aletear el subconsciente hermoso de lo posible, la potencia positiva de la creación humana, aunque la batalla esté perdida, aunque tenga que rehacer su vida en otro lugar. No hay aceptación posible cuando se trata de eso que es esencial en cualquier hombre. La libertad de otro es la nuestra, dirá ese escritor. Todo cuanto soy son mis palabras y mis afectos. Lo mejor es imaginar el rostro del Director de Área, de ese hombre compungido por el miedo y la deshonra cuando ya no sirva, y sus huesos terminen olvidados en cualquier rincón insignificante, donde su nombre sea exactamente igual a los demás. Ninguna mediocridad puede sobrevivir más allá de la concesión temporal de los amos. Eso lo sabía extraordinariamente bien Kafka.

 

 

                El escritor lee en los diarios de Kafka una curiosa teoría sobre El Quijote de Cervantes. Hay algo en ese texto que facilita una cercanía profunda, que le ofrece algunas de las claves de ese extraño demiurgo que habitó la literatura y la experiencia numinosa, como si en sus ojos, cuando mira una fotografía suya, hallara una especie de reflejo familiar. Como siempre en esas palabras hay algo triste y al tiempo humorístico, como si esa mezcla fuera la combinación exacta, como si Kafka hubiera medido todas las palabras para alcanzar ese efecto tan particular. Escribía que Don Quijote era sólo un títere encargado de sufrir los fantasmas de Sancho Panza, el que recibía las consecuencias de los riesgos y los fantasmas del otro. Sancho Panza se sentaba en silencio, se escondía detrás de muros y árboles, fingía ser práctico y con los pies en la tierra, y reflexionaba sobre lo que había acontecido. Miraba a aquel personaje escuálido y convulso, observaba con ojos atentos la irrisoria figura, los golpes recibidos, la insostenible ternura de un ser desvalido y al tiempo valiente como pocos, lanzando al mundo de la España del Siglo de Oro y a la literatura tal vez por una necesidad del propio Sancho de reírse, de respirar y tratar de atisbar los límites de su propia locura, de su asombro y sus miedos frente al mundo. Don Quijote era capaz de hablar de libros de caballería sin avergonzase, de teología, de amor galante, de justicia y consumir su cuerpo y su alma en todo ello. Sancho Panza sólo lo miraba de reojo, lo seguía en un segundo plano, observaba cuales son las consecuencias de esas pasiones que ardían en el anciano caballero. Nunca se jactó de ello, de lo que hicieron. Para muchos, Sancho Panza se limitó a escribir una novela.

                Cuando las luces se apagan y el piso queda a oscuras, el escritor mira las hojas del libro y encuentra ese alivio que necesita para afrontar esa noche larga y oscura, para acercarse al día de nuevo y soportar las pulsiones, la irracionalidad de cuanto le rodea, la figura del Director de Área, la esencia del castillo, la oscuridad del tribunal, la ausencia de deseo poderoso, la renuncia, tal vez hasta el futuro. Sin embargo, como le ha sucedido cientos de veces, las palabras de la literatura alivian algo, modifican por un instante la realidad, transforman el eco ensordecedor en una suave música que lo reconforta. ¿Por qué escribe? Se vuelve a decir entre las sombras del cuarto mal ventilado, intoxicado de humo en pleno verano caluroso. De nuevo Kafka, como si albergara en su seno todo el saber gnóstico, la espesura de la raíz y el origen, susurra su mito. Tal vez siga escribiendo finalmente por ello.

 

 

                Durante largo tiempo, en la parte más prolongada de su historia, el mito fue para los hombres la fuente primera del saber. Después se convirtió en una serie de historias engañosas y vanas, cuyo significado se reducía a entender la forma en que los hombres habían vivido en el pasado. Las fuentes del saber eran otras. Lo que antes contaba el mito ahora se demostraba y aplicaba. Pero alguien se dio cuenta de que una parte del saber del mito había permanecido cerrada en el interior del nuevo saber. No tiene importancia, pensó la mayoría. Sabemos un poco menos acerca de nuestro pasado. Pero ¿qué importa el pasado cuando tenemos frente a nosotros la inmensidad del presente? Sin embargo, algunos insistían. Se habían dado cuenta de que aquella parte inaccesible del mito trataba de las “sentencias finales del tribunal”. Ningún texto hablaba de ellas precisamente porque esas sentencias “no son publicadas”. Nació así, en algunos, la esperanza de que a través de los mitos se pudiera llegar a conocer algo que de otro modo no se hubiera descubierto. Para la mayoría no fue más que una vana ilusión. Pero no podían probar que lo fuese, porque les faltaban sentencias recientes del tribunal que pudieran contraponer a las antiguas. Mientras tanto, el mundo seguía desarrollándose en procesos y sentencias siempre provisorias. Sustraída toda realidad, toda autenticidad, todo era un amasijo de apariencias y postergaciones.

 Copyright Jimarino

               

 

                 

 


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Una casa griega y la leyenda de los santos escritores

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                Sé que era una casa oculta entre la abrupta pared de un acantilado y el pliegue de un fino brazo natural de tierra. Una recóndita cala griega de arena blanca y lámina azul.  Soñé con ella muchas veces. Escribí hace muchos años sobre esa casa y el acantilado, y el pliegue natural y la cala de arena blanca, y en ella sucedió una traición y luego lo olvidé todo.

                En 1926 el millonario norteamericano G.Brenan y su mujer Melissa se instalaron allí algún tiempo. Viajaron desde Saint Trópez hasta Grecia pensando que les convendría cambiar de aires. Eran amigos de los Fitzgerald, testigos ocasionales de su fiesta permanente en los salvajes años de la Riviere y la Provenza. Es posible que Scott paseara alguna vez por esa orilla de madrugada o que se quedase dormido en la playa más de una noche, borracho como una cuba, mascullando sus revoluciones literarias. No sabemos si fue el propio mister Brenan quien mandó construir la casa de madera en aquella época feliz o si ya estaba alzada antes de su llegada y se limitó a reparar las maderas en mal estado y a aislar los muros y el tejado para el invierno, a ampliar el salón y alargar el balcón hasta que rodeara por completo toda la superficie de la fachada.

                Cuentan que Lawrence Durrell y Henry Miller gritaron catorce años después a bordo de una barcaza de remos que aquel era un rincón maravilloso para morir, a unos cincuenta metros de la valla, en un amanecer oscuro y ebrio de mar calmo. Los dos se equivocaban sabiendo lo que ocurrió después.

                Ese elegante americano que se enamoró perdidamente de Zelda, que la vio perder paulatinamente su esplendor en un apagado rumor de locura y silencio mientras Scott se bebía las bodegas de Francia tratando de mantener a duras penas su obra y la fama descomunal conseguida años atrás, vio como una fría mañana de febrero del 29 su esposa se subía a una barca de pescadores con varias maletas y se alejaba para siempre de la playa sin decir siquiera adiós. Gerald Brenan no pudo soportar la soledad que sobrevino después, las noches llenas de estrellas que una detrás de otra fueron llenando el espacio de la cala, la compañía constante del mar y el deambular ocasional de los pescadores que traían provisiones una o dos veces por semana, el recuerdo de Zelda y de Melissa, las antiguas fiestas en la Côte D´Azur, el brillo de una época exterminada.

                -Todos estaban destinados al fracaso.-Eso es lo que dijo Ernest Hemingway con una media sonrisa en el rostro una mañana soleada bajo la tenue luminosidad de la sala principal de la Biblioteca Pública de Nueva York, frente a un buen número de periodistas congregados para cubrir la presentación de su nuevo libro. Ernest conocía ese rincón al menos en fotografía, sin que hayamos podido confirmar que llegase a visitar la cala alguna vez.

                 Y esa casa construida para albergar un amor profundo y una utopía de distancia quedó abandonada en 1938, poseída por la crueldad hermosa de los dioses griegos, por las narraciones de Homero que alguna vez, quien sabe, cientos de años atrás, tal vez se acercara a esa playa antigua para buscar la existencia de un poema o el inicio de una aventura. Como me sucedió a mí en esa novela interminable que nunca llegué a concluír, cuando conté que Ricardo Rey se volvió loco tratando de escribir en una hoja la misma palabra una y otra vez, incapaz de comenzar nada que fuera duradero, abandonado por su mejor amigo, por su hermano del alma, también por ella, la mujer de su vida, en un descenso prolongado a los infiernos. Castigo de santos escritores.

                En ese lugar siempre surgirá la aventura, la literatura.

                Cuando Henry Miller viajó a Grecia en 1940 oyó hablar de un americano alcohólico que vagaba desde hacía años por las islas contando historias. Decían que vestía con harapos y lucía una larga barba blanca que le llegaba hasta el inicio del vientre. Durrel nunca creyó aquel relato de pescadores, y pensó que se trataba de un mito, de una leyenda heredada de la antigua literatura griega. Lo que no entendía es porque los isleños se empeñaban en afirmar que aquel hombre era norteamericano.

                -Prefiero los mitos a la historia, desde luego, y los cuentos que se transforman en mitos a los cuentos sin mas.- Eso le respondió Miller, con el pitillo sobre el labio inferior ligeramente torcido y el sombrero protegiéndole el rostro de un sol intenso de mediodía en Corfú, vestido de blanco y sudando ligeramente. Miraba al Colosso de Marussi a los ojos.

                Al final convenció a Lawrence para emprender su búsqueda. Alquilaron un pequeño barco de motor con una barca de remos, y una madrugada de septiembre de 1940 comenzaron a bordear la costa y acercarse a las islas. Si el americano vivía, Henry tenía que encontrarlo. Fue una especie de pálpito inexplicable, una intuición similar a otras que habían ido conduciendo su existencia desde Nueva York hasta Europa. Estaba convencido de que aquel hombre les contaría hermosas e increíbles historias, que quizá lo hallarían en alguna de la tabernas costeras de muros blancos y húmedos, celebrando la santa ebriedad -pensó en la leyenda del Santo Bebedor de Roth-, la locura de una existencia desperdiciada, reclamando a gritos la atención de los lugareños, retándoles en el fondo, acechando con deseo el paso de las mujeres por los caminos polvorientos y pedregosos.

                Victor Lazslo, de origen húngaro y fortuna oscura acumulada durante la segunda guerra mundial, alquiló una gran embarcación de vela en el verano de 1951, y aunque nadie lo ha podido confirmar, se cree que en los camarotes del barco viajaban Miller y Blaise Cendrars, atraídos, más de diez años después de que Miller animara a Lawrence Durell a acompañarle, por la leyenda del norteamericano. Esta vez el trayecto no duró tan sólo un fin de semana, sino que durante diez días recorrieron islas, costas, rincones paradisíacos y hermosos tan sólo accesibles a pie o por el mar. Comían junto a la orilla en pequeños restaurantes costeros, dormían en el barco, hablaban incansables de mitos y leyendas, siempre atentos a cualquiera que pudiera decirles algo sobre el misterioso americano. Se detenían en cada pueblo alzado sobre la arena del mar o encima de escarpados y abruptos acantilados, en cualquier lugar donde pudieran atisbar unas casas, un pequeño puerto pesquero.  Jamás encontraron al legendario vagabundo.

                La historia de la literatura nació a menudo de largos viajes por el mediterráneo.

                Aquella casa quedó extraordinariamente descrita en un texto de 1932 que durante algún tiempo se le adjudicó a Lawrence Durrell, hecho que él negó pocos meses antes de morir, reconociendo que sin duda le hubiese encantado escribir algo así. Aquel manuscrito me lo entregó una fría mañana de febrero en Barcelona el propio Enrique Vila-Matas, plastificado con sumo cuidado, guarecido del aire y el polvo, del tiempo, en una urna transparente y aislante. Me dijo que durante décadas, esa hoja envejecida había pasado de escritor en escritor, con una lista ilustre de propietarios ocasionales, y que a él se la había dado una tarde de primavera en Paris el mismísimo Julien Graq. No podía explicarme la razón exacta por la que me entregaba a mí el dichoso manuscrito. Simplemente se había dejado llevar por la intuición de que debía hacerlo en esa cita prevista entre ambos con casi tres semanas de antelación debido a su apretada agenda. Reconoció que apenas me conocía, y que siempre pensó en entregárselo a Roberto Bolaño, que no sólo sabía de la existencia de aquel escrito, sino que lo deseaba con fervor. Le había dejado leer el texto al menos en tres ocasiones, y cuando creyó convencido que ya no le hacía falta y decidió entregárselo a su amigo éste se murió. Llevaba dos años pensando qué hacer con el documento cuando leyó un artículo mío sobre Fitzgerald y su tormentosa relación con Hemnigway y creyó que aquello era una señal. Supongo que por eso me dio el manuscrito.

                No supe qué decirle en ese momento, emocionado porque me hallaba delante de unos de los escritores vivos que más admiro, y me concedía el honor de poseer por algún tiempo semejante presente del que había oído hablar en varias ocasiones. Pero acepté el regalo. Sólo me puso una condición. A partir de un momento –lo sabría- sería necesario que entregara, tal y como él había hecho, a otro escritor esas hojas.

                Gracias a las palabras sin autor guardadas durante más de setenta años pudimos hacernos una idea de cómo era en realidad la hermosa valla blanca que surgía de la arena, el armazón de madera que sostenía unos metros sobre el suelo la casa, la estructura del balcón que envolvía todos los muros o las escaleras que ascendían desde el pequeño porche hasta la entrada, detalles sobre la decoración, los muebles, o acerca de la forma del tejado. También supimos la historia de una mujer, cuyo nombre no se revelaba en el escrito, cumpliendo desnuda cada mañana temprano un paseo desde la casa hasta la orilla del mar. Los ventanales eran amplios y orientados para recibir con plenitud la luz. Las salas grandes y luminosas durante todo el día. Las cortinas de gasa blanca y fina oscilaban a causa de las leves corrientes procedentes del mar.  No había exceso de lujo, sólo objetos exóticos, tapices y cerámica oriental por todas partes, botines procedentes de viajes lejanos. Desde cualquier punto de la vivienda se podía ver el mar a pocos metros. En el porche se acumulaban media docena de hamacas y tumbonas, también un par de confortables sillones de esparto con cojines en el respaldo y en el asiento alienados junto a la pared. Se hablaba de un gato que maullaba a menudo al llegar la medianoche encaramado a la barandilla, y de un escritor que trataba desesperadamente de escribir una novela.

                Durante años, muchos escritores supieron de aquel relato y lo buscaron afanosamente. Bastaba con que cualquiera empezara a escribir con cierta pretensión literaria para que de una u otra forma la historia de la casa, el americano y la hermosa mujer que se bañaba desnuda con las primeras luces del alba día tras día, apareciera, casi siempre por causalidades, en boca de un tercero o en una novela olvidada que se abría esparciendo polvo, en un documental sobre cierto escritor o en cualquier conversación inesperada sobre literatura, y el rumor sobre la existencia de manuscrito crecía y crecía entre el gremio de escritores sin que nadie se atreviera en verdad a hablar abiertamente del asunto.

                En un texto hallado en el año ochenta y dos entre el legado de Vladimir Nabokov, se descubrió que el autor ruso estaba al corriente de la extraña historia de la casa en una cala griega, aunque dudaba de que el documento que yo guardé tantos meses en un cajón de mi escritorio existiera.

                “Se trata de una especie de vellocino de oro de los escritores de ficción, de un mapa del tesoro secreto, de una leyenda acumulada que sostiene una tradición en sí misma sin que necesite un cuerpo físico. Un invento útil, un soplo de trascendencia que nos une ”

                Cuando leo esas palabras suelo sonreír.  Haber tenido en mis manos semejante texto, y creer en realidad que se trataba del famoso escrito de 1932, fue como flotar en el mullido de un nube, como sentirse elegido por una magia irremediable concedida por los dioses de las letras, por una leyenda hecha carne, sangre, tinta y papel, incluso aun cuando pueda pensar en ocasiones que Enrique me tomó el pelo, o que a él se lo tomó Julián Graq, y así sucesivamente.  La tentación de continuar ese ritual asomó muchas veces con una fuerza desmesurada y pensé maliciosamente en falsificar parte de la leyenda misma, añadir algo que la hiciera más trascendental y poderosa, participar de un modo más heroico en su continuidad para establecer una relación mayor con mi persona que la mera posesión temporal. Algo guardaba ese manuscrito sin embargo que impedía mentir sin saber exactamente en qué consistía esa prohibición. La tentación asomaba pero una voz impredecible aseguraba que la literatura debía ser auténtica, que uno no podía transformar las leyes de un arte como ese así como así incluso aunque con ello publicitara mejor nuestra tradición, que en realidad era necesario escribir bien y ser honesto.

                Durante el tiempo que poseí el manuscrito sucedieron cosas inexplicables, pequeños detalles que cambiaron mi existencia y que sería demasiado largo de contar en estos breves apuntes.  Pero hay un hecho que no puedo pasar por alto, la historia que Pierre Michon me contó una madrugada fría de noviembre en el XIIIem de Paris, coronando la ciudad ebrios en el balcón de la casa de un viejo amigo suyo, Phillipe Sollers.

                Tal y como le conté a mi suegra, Chantal A., la fascinante historia de esa casa en Grecia, el recorrido fabuloso del texto desde 1932 hasta nuestros días, los detalles guardados, la mitología alrededor de ese vagabundo americano que contaba historias, la figura sensual de la mujer que se acercaba a la orilla, de todo lo sucedido en torno a ese lugar, con sus viajes  y visitantes y buscadores ilustres que nombré a conciencia, mi propia escritura inconsciente de los hechos iniciada a principios del año 1998, me estaba comenzando a pesar demasiado, y contemplaba desde hacia unas semanas la posibilidad de traspasar el texto a otro escritor.

                Mientras le relataba esas sensaciones imperiosas de desembarazarme del documento no percibí en mi obsesiva exposición como el rostro de Chantal, escritora de éxito en Francia a su vez, se transformaba, como sí, a pesar de no dar crédito a la famosa historia misteriosa, a la posibilidad de que en realidad el manuscrito existiera y estuviera en manos del marido de su hija, la aproximaba a un secreto conocido por todos los escritores de ficción desde los años treinta hasta ahora. Por un instante apareció en su mente la famosa racionalidad gala y me interrumpió bruscamente.

                Había hablado hacía apenas cuatro semanas en Montpellier con Pierre Michon y Pascal Quignard sobre el asunto precisamente. Pascal estaba convencido de que todo era una invención de Henry Miller, pero Michon no estaba del todo seguro y aseguraba que Fitzgerald mencionó el manuscrito en el transcurso de una conferencia en la universidad de Princenton en 1937, a la que asistieron apenas quince alumnos ante el mito derrumbado, atravesado por el tiempo, naufragando en un mar de alcoholes de alta graduación, es decir, unos tres años antes de que Lawrence Durrell y Miller se subieran al barco para buscar al misterioso norteamericano que contaba historias, y unos catorce años antes de que Lazslo, Cendrars y el propio Miller volvieran a buscarlo.  Pascal Quignard dijo que podían ser ciertas esas palabras de Fitzgerald, pero ¿acaso el vagabundo más antiguo de la literatura, o al menos así habíamos deseado verlo la mayor parte de los escritores a lo largo de los siglos, no había sido otro que el mismísimo Homero ciego que recorría las islas contando las hazañas de la Odisea, leyenda apócrifa pero sugestiva que nos alimenta? ¿O no era verdad que con un poco de imaginación podíamos asociar ese manuscrito y al americano que supuestamente lo había escrito con Moby Dick y el Capitan Ahab de Melville?

                Saber que Chantal A. conocía a Pierre Michon me hizo proferir un aullido animal que la asustó. La miré fijamente a los ojos y le dije que necesitaba ver a Michon lo antes posible, que había sido él precisamente el escritor en el que había pensando para traspasar el texto guardado, y al alejarme de la sala para buscar a Helene entre la sombras del dormitorio, no percibí la mueca de dolor que por un instante ocultó la alegría natural de mi suegra. A pesar de todo su escepticismo, por un instante, creyó convencida que yo había decidido concederle el honor de poseer, como todos los nombres ilustres anteriores que lo hicieron, el famoso manuscrito griego de 1932.

                Su decepción fue menor que el asombro provocado por la historia que le conté. El propio Enrique Vila-Matas me había ofrecido ese texto, un escritor que ella adoraba, al que coquetamente, en alguna ocasión, me había comentado amaba en secreto, o mejor, de quien se había enamorado a través de sus palabras, de sus historias.

                Fue una suerte que apenas una semana después Michon acudiera a una conferencia en Le Halle, que surgiera escuálido y solemne de entre la masa y mirara con sus ojos miopes –o al menos eso me pareció- por encima de la gente acumulada en el salón de actos y me viera. Una hora después, gracias a la mediación impagable de Chantal, cenábamos en un agradable restaurante judío de Les Marais. Entre hummus y bolitas de carne y salsas aromáticas Michon relató su encierro. Era un hombre agradable, nada terrible a pesar de mi turbia imaginación y del respeto excesivo que mostré hacia él y su solemne e impresionante literatura. Monstruo vivo que exhalaba carcajadas gozosas de literatura. Entonces contó esa historia, la de Antonin Artaud, y yo le dije que el manuscrito estaba en mis manos y había decido entregárselo a él por muchas razones. Primero porque lo consideraba un maestro, y segundo porque yo apenas tenía tiempo para escribir, y consideraba un despilfarro que siguiera en mis manos sí dudaba de mi condición de escritor. Sus ojos se humedecieron de repente. Alzó la copa de vino, bebió un trago lento y largo, y cuando abandonó la copa sobre la mesa me contó que veinte años atrás, a mediados de los años ochenta, poco tiempo después de publicar Vidas minúsculas, recibió una carta de un sacerdote de Aix-en Provence, de nombre Bernard Ferrand.

                -Este sacerdote era muy anciano –dijo-, un hombre muy sabio. En los años cuarenta, en plena guerra, había editado un libro de poemas hoy imposible de hallar.

                Se encontraron en un café de Le Cours Maribeau. Lo reconoció enseguida, flaco, diminuto sobre la silla, muy viejo en comparación con la juventud que ocupaba la terraza aprovechando el buen tiempo de un mes de mayo luminoso. Se miraron por unos segundos. Michon encendió un cigarrillo y el sacerdote le confesó que Vies minuscules había sido una experiencia estética deslumbrante. Michon agachó la cabeza y se sentó frente a él.

                -Hace muchos, muchos años, fui a visitar a Antonin Artaud al psiquiátrico donde estaba recluido. Cuando le pregunté por el secreto de su profunda obra, por esa especie de oscuridad lúcida y terrible que planeaba en toda su literatura y en sus ensayos, Artaud dijo que el oscuro era él, que sus textos estaban llenos de una luz heredada, de un secreto ajeno guarecido misteriosamente en su mente confusa. Existía un manuscrito dijo, un manuscrito que él había leído, del que incluso podía recitar de memoria pasajes enteros, rezar esa hermosa prosa que en Grecia, en 1932, un vagabundo americano dejó escrita sobre una casa junto a la orilla del mar, en una cala perdida, rodeada por un brazo de tierra y un abrupto acantilado. Tenía la intuición de que en verdad el americano no había compuesto esas frases en el año que todos fijaban como origen, sino que había encontrado un pergamino algunos años atrás en Atenas, datado varios siglos antes de Jesucristo, y se había limitado a traducirlo al inglés, adaptar ciertas descripciones a su época y a transcribirlo en la hoja de papel que circulaba desde hacía años de escritor en escritor. Me aseguró que Cervantes había tenido en sus manos el texto original, y que incluso Shakespeare llegó a guardarlo egoístamente más de un lustro. Habló emocionado de otros propietarios ilustres; Flaubert, Tolstoi, Dostoiesvki, Proust e incluso Joyce.

                Poco antes del amanecer, cuando bajamos a la calle para despedirnos ebrios y fatigados, a pocas manzanas de la cúpula de Les Invalides, saqué de la carpeta que había arrastrado conmigo toda la noche el supuesto texto de 1932. Los ojos de Pierre se iluminaron ante el papel plastificado. Tardó unos segundos en reaccionar. Se sentó en un banco del puente. De lejos parecíamos dos clochard enfundados en abrigos oscuros, yo con un gorro de lana, y él con una gorra de sport marrón claro, las bufandas apretadas alrededor del cuello, los rostros impresionados. Nada más comenzar a leer las primeras líneas del texto Michón empezó reír, primero con suavidad, enseguida carcajadas que resonaron a través de las aguas del Sena. Quise que me dijera si sabía algo sobre el escritor norteamericano vagabundo, sobre aquella casa que construyó o rehabilitó Brenan, sobre el misterio de esas palabras que había guardado algún tiempo, pero se fue alejando alzando la mano a modo de despedida, sin dejar de reír.

                -Adiós, Jimarino, adiós.

                Le grité que me dijera por qué se reía. Se lo pregunté varias veces. Michon se daba la vuelta y alzaba el brazo,

                -Lo sabía. Lo sabía. Me lo dijo Hugo Clauss. También Claudio Magris. Y Tabucchi. E incluso Günter Grass.

                -¿Qué te dijeron?

               Comenzó a llover. Oí algo de un secreto. La tromba de agua ensordecía sus palabras, ya situado a unos veinte metros de donde estaba empapándome… Letras… El futuro. Un lugar en el mundo. Las carcajadas continuaban… Nuestra casa.

                -¿Nuestra casa?

              Se borró de repente. Tuve la sensación de que la niebla que cubrió en pocos minutos el puente lo había arrastrado hacia L´Ille Saint Louis. Ya no podía ver su figura enjuta, su paso cansino. Inmediatamente pensé a qué escritor le entregaría más tarde el manuscrito. Luego que sucedería si uno de eso escritores que iban a poseerlo decidiera destruirlo o guardarlo para siempre a pesar de su extraño influjo, jamás traspasarlo. O tal vez Michon sabía quien era el misterioso vagabundo norteamericano que quiso escribir en Grecia una novela y decidió dárselo personalmente si es que aún vivía. O puede que incluso ya supiera de la existencia del pergamino griego. Al fin y al cabo, yo estaba convencido de que ya no iba a necesitar ese texto. Mis palabras languidecían. El tiempo había borrado su insistencia, el afán por contar. Necesitaba tiempo tal vez, pero la energía había mermado. En cuanto regresara a España tenía pensado llamar a Ricardo Menéndez Salmón para preguntarle como conseguía mantener la calma y las fuerzas para seguir contando. O mejor al propio Vila-Matas, que tuvo la deferencia conmovedora de entregarme personalmente el famoso manuscrito ¿De donde sacaba la energía ese hombre? Al compararlo conmigo, me sugería el esplendor de una ballena en alta mar, retozando sobre la superficie de las aguas, frente al insignificante navegar de una araña de río.

           Tal vez había perdido el secreto de este arte, eso que permite creer que vale la pena seguir escribiendo.

                El agua empapaba mis cabellos, caía por mi rostro y me mojaba los labios. Recordé muchos días en los que me había calado hasta los ojos de lluvia, días de amores secretos, de tardes de infancia en la sierra, ebrios de vino y deseo adolescente, las manos finas y heladas de Lucía, huella de los centenares de festines eróticos posteriores, de las ramificaciones de los sentidos expresados en todas esas vidas que nunca cumplí reunidas en un nombre que no fue demasiado importante pero definió a todos los demás; me acordé de las fiestas perpetuas, de los insomnios y los saludos al sol con la garganta seca, todo esos años borrados, el rastro efímero y confuso de lo escrito a lo largo de casi tres décadas. Entonces pensé que tal vez la lluvia podía limpiar algo de todas esas cosas que habían ido ensombreciendo la literatura que guardaba mi existencia. No era nada importante en el fondo. Una impresión fugaz de haber tenido el manuscrito, de haber compartido el mismo texto que otros tantos tuvieron por un tiempo. Pero esa impresión dejó una huella más profunda de lo que creí en un principio. Me di cuenta al examinar el efecto que me produjo más tarde una propuesta oída en los últimos meses; se pedía que, ante el probable impago de la deuda griega, el gobierno heleno podía vender algunas islas. Me sentí indignado hasta el punto de que, tras leer la noticia, me puse furioso y comencé a gritar que aquello no era posible. Mi mujer me miró sorprendida, como si la noticia no fuera motivo para esa ira tan impetuosa y visible.

                -No entiendes lo que eso significa.- Dije en voz baja, apenas un susurro que no oyó nadie.-Eso sería entregar nuestra única tierra libre, nuestro único lugar sagrado-.

                Michon se había evaporado por ese puente y nunca más volví a verle. Mi suegra hace meses que no viaja hasta Valencia, según parece está recorriendo la vieja y agujereada Europa en una roulotte con su nuevo amante. En una postal me confesaba que tal vez había perdido el gusto por escribir y prefería beber y morir despacio, leer y hacer el amor mientras el cuerpo resistiera los envites del tiempo.

                -La culpa es de Beckett. Queda ya poco por decir…

                Entonces pensé en una frase de Bauchau –un frase que tal vez inventé, no estoy seguro a estas alturas-.

                -Lo mejor sería perderse en una isla griega, vivir en una casa junto a la orilla, escribir una palabra tan sólo en una hoja de papel día tras día, adquirir el ritmo del mar y finalmente desvanecerse como las olas.

                En ese instante me pregunté porqué demonios había vuelto escribir un texto como éste. En voz alta, a solas, sin que nadie me oyera, me acordé de todos los títulos de libros que inconscientemente otros escritores me habían robado a lo largo de toda mi vida.

                Porque leer es una vida absolutamente maravillosa.

Copyright Jimarino

                         


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Vida de poetas-El bosco

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Flaca y de hermosos ojos negros, Blanca guiña un ojo ante el retrato de Julio Cortázar reflejado en mi rostro. De un modo parecido conocí a Jesús, a su hermano, sobre el césped de Blasco Ibáñez, la facultad de Ciencias económicas y empresariales a mi espalda y la de Psicología enfrente, bajo un sol agradable de primavera, con los cuentos completos de Cortázar zumbando en el aire. Escapaba de un examen incómodo, de una tensión nerviosa que alimentaba la ansiedad y el desconcierto. Me sentía lleno de desamor y confusión, sumido en un agudo periodo de renuncias. Blanca siempre llegó después, como un presagio que oscilaba en torno a la serpiente, oscuridad tras la blanca nobleza del hermano mayor, aunque se asemejaban. Ella era más hermosa y menos accesible.

La Facultad de Ciencias Económicas sigue oscilando en ese destino improbable en el que me equivoqué, porque yo estaba con Cortázar y Borges entonces, y aquellas palabras tuvieron que haber alumbrado otro camino mejor, y no me refiero sólo a mí, sino para el mundo. Qué lumbreras económicas alientan el universo, qué ojos más agudos avistaron todo lo que sucedería, qué soluciones más brillantes observamos envueltas en trajes Armani, maletas de Vouitton y chaquetas de Dior allá por los templos del mundo contemporáneo. Ellos no son los sabios de este mundo aunque lo parezcan, eso es algo que no deberíamos olvidar jamás.

El camino de Blanca y su hermano Jesús tampoco fue demasiado ejemplar a simple vista: los dos están muertos. A Jesús le dediqué dos poemas y una vez más, después de su muerte, representamos en su honor Los arrancacorazones, una obra de teatro exterminada, perdida, de la que siento pánico incluso con sólo referirme a ella. La escribimos a dos manos en un mugriento piso del Carmen en el año noventa y tres, a pocos metros del estudio en el que mi querida Amparo copulaba con su viejo pintor por esas fechas, nada importante ahora: hoy el tipo será un cincuentón envejecido prematuramente, con barba blanca y calvo como una bola de billar, y no creo que haya llegado a convertirse en Picasso -tampoco yo parezco Tolstoi-, y seguramente hace mucho que no ve a Amparo, ni la toca, y el tiempo lo cura todo y hace años que me trae sin cuidado su destino. Sin embargo queda rencor en los sentimientos traicionados, en lo que no terminó de morir de forma natural, aunque la importancia en el presente sea ridícula y nos resulte indiferente el destino de los implicados. Pero el sentimiento perdura sin rostro, se transforma en un ronroneo vulgar, en una carcajada exagerada, a veces en un exabrupto, y misteriosamente sigue doliendo. Aprendimos algo cuya esencia no podemos olvidar. Como llamar ciencia a la Economía y ver a los ministros del ECOFIN alardeando como gallos soluciones de rigor impecable que, sin embargo, no llevan a ninguna parte. Hoy toda Europa está en recesión mientras Alemania esboza esa mueca de triunfo, esa expresión indiferente de granjera empecinada, tozuda y austera, que comienza a dirigir un corral que se asemeja al espacio de una película de terror para nosotros, con los rostros contraídos y una sed insostenible.

A Jesús y a Blanca los arrastró el tiempo, como a nosotros nos arrastrará el poder en los próximos años. Un poder sin rostro ni alma ni nombres, gestionado por un puñado de peleles que representan con su solemnidad ridícula una sinfonía del futuro tan negra que me asusta ver a mi hijo crecer.

A ellos, a Jesús y a Blanca, ya no los puedo ver salvo cuando releo los cuentos de Cortázar, llenos de anotaciones y la memoria de entonces. Y no puedo hacerlo demasiado tiempo porque me duele, porque ver esas pocas fotografías que guardo me destruye.

A estas alturas las razones de la supervivencia siguen siendo hermosas, se anteponen sin duda al declive general de cuanto veo, de cuanto oigo, a la tristeza de un país dividido, con un Juez probablemente condenado por razones judiciales, pero juzgado de ese modo por la apisonadora política de un partido y unos intereses que, estén o no estén gobernando, dominan el cotarro. Y tantos ciegos aplauden, y tantos voceros lanzan sus consignas. Ni siquiera fueron capaces de condenar una autarquía que nos maniató durante cuarenta años al atraso y al autismo, a la corrupción. La corrupción no llegó con la democracia, sino desde la historia de España, agudizada por décadas de dictadura construida a base de insectos parasitarios. La indignación da paso a un especie de construcción de un héroe que tal vez no merezca ese apelativo, pero la metáfora siempre fue poderosa, eso es algo que el poder nunca comprendió del todo a pesar de dominar durante siglos nuestros destinos. Cada retroceso en sus privilegios se dio por una metáfora creada a gritos para las masas, misteriosamente asimilada por todos. Sólo me falta confiar en las masas aunque sea tan difícil.

Hoy en día -tal vez nunca pero hoy menos-, las multitudes no se parecen en nada a aquel poeta kamikaze, huérfano de padre y madre, diez años mayor que yo, que desde los diecisiete años tuvo que mantenerse a flote y cuidar de una hermana pequeña. Uno se hace poeta por diferentes razones, incluso deja de serlo temporalmente, y vuelve a recuperar el brío por motivos inaccesibles. Esto se lo susurraría a varias sirenas que conocí. Un poeta viene y va, se deshace y se reconstruye, vomita y desaparece, se esconde y aparece cuando uno menos lo espera, a veces en la vida y otras en la prosa, en un informe médico o profesional, en un argumento legal, pero nunca se es poeta por voluntad propia, como mucho uno se esfuerza en ser corrector de poesía o afilador de poemas, nunca poeta, que se asemeja más aun estado de ánimo, a un spleen ante la existencia o a una iluminación pasajera, a una emoción hecha de palabras esenciales que acuden inesperadamente. Observando el panorama general a veces parece que ser poeta es una cuestión de vanidad, pero no debemos hacer caso al presente. Hay que dirigirse al futuro. Esos poetas oficiales se irán deshaciendo con los años, quedarán muy pocos, y si existe un futuro posible no está ni estará jamás en ellos.

Jesús fue poeta por necesidad que no es poco, o al menos es lo que solía decirme. Por la misma razón yo leí por necesidad, y escribo y escribiré porque el impulso de hacerlo siempre fue mayor que el de no hacerlo, incluso a pesar de la existencia presente o del desánimo que a menudo me envuelve. Tres meses sin estar aquí, en esta página que se llamó Los perros de la lluvia en honor a un tiempo exterminado. Tres meses en los que el tiempo ha ido transcurriendo y he pensando en escribir muchas cosas, y he escrito otras y me he ido de viaje y he sufrido y he amado de nuevo y mi hijo crece y el mundo se vuelve loco y a un señor que hizo lo que en cualquier país europeo se había hecho muchas décadas atrás, condenar una dictadura que no fue blanda, sino terrible y duró cuarenta años, o que se pasó de la raya investigando la red de corrupción más grande de la democracia española, impensable en Alemania, en Dinamarca o Suecia, tanto por el montante de dinero sisado y el número de personas implicadas -desgraciadamente muchos de ellos no serán ni siquiera juzgados- lo inhabilitan once años.

No tengo ninguna simpatía personal por el Sr. Garzón, pero su persecución política me aterra. Tal vez de su martirio nazca esa metáfora necesaria, esa es la esperanza frente a muchas cosas, incluida esa reforma laboral que nos hace retroceder muchas décadas, que nos sitúa en un estadio de media esclavitud teniendo en cuenta la situación real del mercado de trabajo español. No se prima la creación de empleo, sino la facilidad en el despido y la insistencia en el desequilibrio, y se argumenta que será útil para los reajustes empresariales (de nuevo un eufemismo que expresa la legalidad absoluta de la reducción de costes basados en el empleo, no en el incremento de productividad necesario que implica a todas las partes del proceso económico) y para evitar el absentismo laboral (para generar el miedo que nos acerque a la inclinación, a la mediocridad, al sí señor y a la delación del igual), que degrada el trabajo y lo convierte en una especie de mendicidad mal pagada y forzosa, y que contradice numerosos estudios económicos recientes sobre la rigidez del mercado laboral español, anunciándose a su vez con un impacto inmediato -hasta el 2013 los más optimistas- negativo. Pero dicen que es por los parados y por el futuro de este país.

Jesús nació para mí aquella tarde de primavera soleada en la que en una terraza comenzamos a hablar de literatura. Tras las dos horas de charla ininterrumpida me dijo que haberse encontrado por casualidad conmigo, leyendo tumbado en el césped de Blasco Ibañez un libro de Julio Cortázar, le había parecido una señal poderosa para anunciar algo. Creía en esas cosas, en esos misterios que la novela y el cuento siempre albergaron como si supieran de la vida más que nosotros mismos, eso que se olvida cuando nos parece que toda la realidad es única y la expresa el señor De Guindos o la señora Merkel.

Me cuentan que en una población griega un grupo de ciudadanos ha tomado un hospital y lo han declarado de su propiedad. Soy pesimista, pero hay gestos que incendian el optimismo enseguida, porque poseen esa fuerza que provocó que a mediados del siglo XIX los grupos políticos obreros comenzaran a reivindicar sus derechos y a exigir su entrada en los parlamentos. La lucha de todos esos hombres y mujeres durante décadas provocaron un hálito de dignidad en las masas europeas, en las condiciones de trabajo, en el destino de los pueblos, y junto con los terribles desastres de la primera y la segunda guerra mundial y el miedo patológico del poder occidental al comunismo soviético, se produjo en Europa la mayor concentración de integración y bienestar social habido y por haber en la historia de la humanidad. Europa brilló como lugar de los derechos humanos y la integración a pesar de los defectos que podamos encontrarle a cualquier régimen. Hoy me parecen logros soberanos, y esas batallas que nos concedieron a todos nosotros la posibilidad hasta ahora de construir vidas más o menos dignas es la respuesta de este presente al futuro, y nació de un puñado de metáforas sobre la justicia y la libertad.

Un grupo de jóvenes de mi ciudad -una ciudad somnolienta y banal en vista de lo que aquí ha sucedido y el resultado y las tibias reacciones civiles ante semejante expolio- se acercan a la calle Colón, símbolo de la opulencia comercial y burguesa de la ciudad, y se enfrentan a la brutal policía y a la delegada del gobierno enarbolando libros. Cuidado. Tenemos libros. Aún oigo las voces de todos esos que repiten lo que oyen, que todos son perroflautas y antisistema violentos. Que salen a la calle manipulados. Se sale a la calle porque nos da la gana, porque no protestamos ante la derechos que ganan unos libremente sino ante la reducción bestial de derechos de la ciudadanía, los trabajadores y todas las clases sociales que no pintamos nada en esta sociedad, la inmensa mayoría voten a quien voten. Por eso salimos. Por eso salen. Porque la apisonadora política no puede tener respuesta en el parlamento ante su mayoría. Porque por lo menos ante el deterioro y la injusticia podremos expresar el desacuerdo en la calle o donde nos apetezca. Cuidado. Tenemos libros. Es hermoso aunque puede que no trascienda. Poesía y literatura, como me dijo Jesús el día que me citó en su casa la tarde siguiente a nuestro primer encuentro para comenzar a escribir algo juntos, nada que ver con la forma de desprestigio que a veces se entrelaza por culpa de algunos y con razón a esas palabras. Sabía mucho de letras, y precisamente fue él, el poeta de mi generación, sobre todo cuando miro el sombrío panorama de vendedores de humo e imagen, de amiguetes cogidos de la mano odiando al otro, de abominables desiertos silenciosos, el deterioro general de la cultura y el espíritu, la suave cadencia de los días desaparecidos.

Cuanto más sabemos más terrible parece el mundo, tal vez por eso hay tantos optimistas natos. Me acuerdo de mucha gente, cada vez más, como si los fantasmas del tiempo empezaran a anunciar un declive. Entonces no comprendía del todo en qué consistía la consciente decadencia de Jesús, la pendiente afilada y destructiva que remitía a cada una de sus genialidades. Guardo poemas suyos, demasiado pocos, apenas una docena, tan extraordinarios desde hace años, que al releerlos me duele algo, pero son poemas que me obligó a destruir y a silenciar. No puede existir una poesía más que la del instante, la que provoca ese arrebato, ese vértigo, esa construcción del presente. Los poetas pueden llegar a creer que lo que construyen es sólido como las columnas de los templos, pero basta que una generación cambie de palabras para que esa realidad quede convertida en polvo inasible e incomprensible. Tal vez presto mucha más atención desde que conocí a Jesús a los poetas que buscan esa palabra primigenia y eterna que flota para siempre en el inconsciente colectivo, que aletea en cualquier identidad, comprensible a pesar de su extrema dificultad de ser fijada. Esa poesía que sólo leen unos pocos, los guardianes de una larga tradición; una tribu extraña, construida de viejos mitos que ya no importan y sin embargo son esenciales.

Jesús poseía ese aliento. Podía haber escrito como entonces otros exitosos autores de nuestra generación un aliento poético de sexo drogas y rock and roll, pero prefirió buscar otras palabras. Quedaron selladas pero de alguna forma las guardé. Como me sucede ahora, cuando no tengo nada que contar tan a menudo, cuando el silencio terrible se instala entre mí y la hoja en blanco, cuando creo que es mejor no hacerlo -preferiría no hacerlo-, no ponerme a teclear o a alzar el bolígrafo sobre la fina lámina de celulosa para construir las letras, y entonces pienso en él.

¿Cómo traicionarlo? No puedo.

Un día mi querido amigo y extraordinario poeta Antonio Tello me contestó a un correo desolador que le escribí que la obligación del escritor era ética -con toda la hermosa y libre ambigüedad de la palabra ética-, generar un universo verbal de ficción alimentado por un compromiso ético y estético sumido en una tradición de siglos y guiado por esos sentidos fundamentales que a lo largo de las décadas construyeron la historia de la literatura para ofrecer o revelar un conocimiento esencial de lo humano que ayudara al escritor y a los lectores a valorar la justicia y a aspirar a la libertad en el mundo. Lo demás es el espacio de la historia, y la historia, afirmó, es un campo yermo de cadáveres. De qué escribir en un mundo sordo, eso es lo que Jesús habría dicho esbozando una sonora carcajada. Escribir para uno, para ti, para cuarenta, pero escribir porque es necesario. Lo mismo hubiese dicho Bolaño, y seguramente Borges o esos desesperados de la escritura que para no morir siempre construyeron otra frase más.

De Blanca me enamoré perdidamente y su hermano no dijo nada. Fue un breve periodo de transición entre la antigua vida salvaje y el apacible descenso que sobrevino después. Aquella cantante, con un grupo de música formado exclusivamente por mujeres, harapienta y dolorida como un gato callejero, esbozaba lamentos profundos en las cavernas de lo oscuro. Tal vez fuera normal, su destino se truncó desde niña y eso deja un poso inevitable. Alguna vez, cuando nos despertábamos de buena mañana helados y veía mi casa agradable, austera pero agradable, me contaba que ella, desde los ocho o nueve años, jamás había vivido desayunos alegres o en armonía, que pese a los esfuerzos de su hermano por alcanzar la normalidad, por escapar de la pobreza y la miseria, el frío y la inseguridad habitaron en su corazón y en su paisaje. Pero no odiaba a nadie, eso esa cierto. Su rabia era interior, sin dirección. Luego descubrí que toda mi luz le cansaba, que extraer la alegría de mí, la fuerza de ese equilibrio que me propuse ofrecerle entre las brumas de mi propia reencarnación no era suficiente. Que vivir de ese modo le hubiese cansado. Alejado de los dos, toda mi furia adolescente, mis adicciones reiteradas, mi relación afilada con la muerte que me acompañó tanto tiempo, se fue disipando, mostrándose como exabruptos ruidosos sin contenido, retazos de aquel muchacho incapaz de aprehender de alguna forma consistente el mundo.

Porque acaso no se pueda elegir ni siquiera a través del mito. Porque para llegar a ese extremo en el que alguien se suicida, es necesario que las circunstancias aprieten hasta ese punto, porque vivir es un vacío y una plenitud, lo que sucede es que a algunos el vacío les llegó demasiado pronto, y el esplendor al que aspiraron siempre se convirtió tarde o temprano en un pasaje desolado a su alrededor ¿Que iba a hacer un chaval de apenas diecisiete años, que no terminó en un hospicio porque cumplió los dieciocho pocas semanas después de la muerte de sus padres y un viejo amigo de su madre le preparó un contrato de trabajo que justificara medios para poder cuidar de su hermana pequeña, en medio de un mundo descomunal, inmenso, ruidoso como el mar agitado, inasible como el cielo? Sobrevivir, y lo hizo durante treinta y tres años.

En mil novecientos noventa y tres, con viente años, yo canturreaba aquella mítica canción, Loser, de Beck, como si fuera el resumen de mi existencia.

I´m a loser baby, why don´t you kill me?

Ahora prefiero Gagnants perdants de Noir Desir. Puedo aceptar que no me llamen ganador, no ser más que un alma silenciosa que trata de defender su voz, pero jamás aceptaré que somos perdedores, que Jesús perdió. Hemos perdido, pero no somos perdedores.

Cada fornicio traidor de Amparo me había estremecido de arriba a abajo y la vida promiscua posterior, aquel exceso de vacío entre labios sin nombre y noches de absoluta inconsciencia de las que apenas nada recuerdo, me habían dejado en una encrucijada sin pasos que dar, sin caminos que recorrer. El día en que mi pintora cerró las puertas de nuestro infierno y yo quedé helado y destruido frente a una autovía ensordecedora me di cuenta a mis diecinueve años que el mundo ya no vendría hacía mi, que probablemente mi destino como estrella del pop o mi futuro literario nunca serían el soñado, que la existencia estaba delante de mí y que debía pelear con uñas y dientes por ella, acercarme a sus entrañas oscuras y sufrir los mordiscos de los lobos para avanzar unos pasos, que nada iba a ser como imaginé, que todo era un panorama yermo y construir algo sería una cuestión de apretar la mandíbula y subir las mangas de la camisa y tener paciencia. Hoy tendría que darle las gracias, de corazón. Su desamor trajo toda la insatisfacción que necesitaba para adentrarme en el mundo. Ella fue la metáfora de mi crecimiento posterior, de mis cartografías, aquello doloroso que me impulsó a la felicidad una y y otra vez a pesar de todo lo amargo que me sucedió, de todos los límites que crucé, de esas veces en las que me asomé al abismo y a la muerte, de lo que aprendí sobre el amor en esos años posteriores de asombrado desamor, de cómo ensamblé las escaleras, los pasadizos, los recovecos de mis refugios y las ventanas donde asomarme para respirar.

Escribimos Los arrancacorazones en apenas dos meses. La compañía de teatro que iba a interpretar la pieza nos aplaudió a rabiar cuando Jesús y yo ensayamos la primera representación. Yo no sabía nada de teatro, o mejor, ni siquiera sabía escribir, pero Jesús me hizo partícipe y a menudo protagonista.

Como Bergman unos años antes había explicado al anunciar su retirada del cine, Jesús sentía que a sus treinta años la estética moderna lo había convertido en alguien fuera de moda, en un eco de otra época y otro tiempo, y aseguraba necesitar mi contacto con el presente, aquella vida falsamente glamurosa que además terminaba de perder al separarme de mi pintora. Ella no fue la persona más importante de mi vida ni mucho menos, quedó muy por debajo de ese grupo de gente que amé y me amó. Pienso que fue incluso menos importante que Lena años atrás en su exhibicionismo discreto, en la sensualidad que a mis doce o trece años aprendió el sentido de la seducción corriendo detrás de ella y su tristeza, viéndola aparecer desnuda y fantasmal en las sombras de los pasillos de aquellos viejos caserones, anunciando el placer sin recibirlo ni darlo, o en todas las mujeres que he amado después, en esa dualidad del amor esbozado en Helene y en Sophie, pero Amparo tuvo ese don, ese mensaje demoledor: me reveló el fin del sueño, de una posibilidad. Su marcha fue como agujerear el globo hinchado de ilusiones del que colgaba y me elevaba unos metros por encima del suelo, esa fuerza interior que consideraba que creyendo y deseando uno edificaba el destino, que pisando fuerte con aquellas botas de piel de serpiente atadas a los tobillos como una segunda piel en invierno y verano podía dibujar esas huellas y ese recorrido que me llevara donde quería.

Amparo fue el final de la inocencia, y por eso me marcó tanto. Jesús llegó justo después, y fue la primera consciencia de la terrible experiencia de vivir, incrustada sin remedio en la maravillosa intensidad vital, emocional e intelectual de estar vivo.

Se puede pensar que suicidarse es una especie de renuncia. Que sólo se suicidan los desesperados, los locos o los enfermos. A veces es verdad, pero después de pasar algún tiempo al lado de mi viejo amigo tengo mis dudas. Cuando recibí tiempo más tarde la noticia de su suicidio, cuando ya hacía mucho que no lo veía, muchos meses después de que Blanca se fuera a Berlín en julio del año 94, después de que él decidiera trasladarse a Barcelona, pensé que había mucha gente viva que continuaba de pie por una renuncia. Hoy en día estoy más convencido de ello que nunca. La vida está sobrevalorada; es el signo de nuestro estúpido tiempo.

Ayer leí un fragmento de la carta que Stephan Sweizg dejó escrita antes de envenenarse con su mujer en Brasil en plena segunda guerra mundial y me di cuenta de hasta qué punto Jesús era consciente de lo que era la vida:

Prefiero, pues, poner fin a mi vida en el momento apropiado, erguido, como un hombre cuyo trabajo cultural siempre ha sido su felicidad más pura y su libertad personal. Su más preciada posesión en esta tierra”, argumenta antes de desear a todos sus amigos que “vivan para ver el amanecer tras esta larga noche”.

Conforme escribíamos Los arrancacorazones comprendí que estaba aprendiendo más en unos días de lo que había podido aprender en años. Sus lecturas fueron tan enriquecedoras que muchos de los autores que él fue descubriéndome son ahora lugares indiscutibles de mi biblioteca, y libros que de una y otra forma me cambiaron la vida, me ayudaron a seguir, a comprender, a continuar vivo y mantener la esperanza y las uñas afiladas. No sé cómo pudo leer tanto en tan poco tiempo. Tal vez en esas bibliotecas públicas que por inútiles y por falta de presupuesto cerrarán una tras otra a lo largo de los próximos años, en un proceso de ajuste que no afectara a lo superfluo y banal, a los que más poseen, sino al resto, a todo lo que es justo y esencial. Porque Jesús no tuvo dinero en toda su vida. Porque de Malcom Lowry o Joseph Conrad, o Stevenson o Melville, de Dostoievski o Tolstoi, de Margarite Duras, de Faulkner o Sábato, de Onetti, Proust o Virginia Woolfe, de Joyce, jamás hubo libros en su casa. Nunca poseyó más que un reducido puñado que ocupaba una estantería diminuta al lado de un sillón con los muelles rotos y el mullido medio deshecho, la mayor parte de esos libros regalados o robados, sin embargo, y pese a no tenerlos físicamente, fue una de las personas que mejor valoró esas novelas, las leyó como si devorara el tiempo, como si le hablarán directamente al alma de su propia vida y de lo que contemplaba, le sirvieron para vivir intensamente, para pensar en cómo vivía, le permitieron alcanzar ese estado de sabiduría increíble que le permitió escribir su poesía silenciosa y su filosofía de la extinción. Nunca lo menosprecié porque se matara. Las razones para vivir son la mismas que sirven para afrontar la muerte. Eso lo dijo Camus y, francamente, no hay demasiadas personas que tengan el coraje de guiarse de ese modo para vivir lo más posible o para suicidarse antes de tiempo cuando ya no podemos seguir defendiendo la dignidad y la libertad.

A Blanca también le gustaba leer, y mucho. No poseía ese brillo intelectual que asomaba en los ojos de su hermano cada vez que hablábamos de nuestras novelas preferidas, pero leía, de otro modo, como una especie de oración interior que escupía en cada uno de los conciertos de su grupo, en aquella época en la que gozó de cierta fama en el mundillo musical independiente.

Reconozco que verla esa primera vez subida a un escenario, esa noche en la que su hermano me invitó a uno de sus conciertos en un antro del antiguo barrio del Carmen, cerca de donde habíamos escrito y ensayado Los arrancacorazones, fue la razón más importante para sentirme atraído por ella. Fina, de huesos largos y delicados, piel muy blanca, pechos pequeños, casi masculinos, y una figura fibrosa y endurecida, alargada como un cristo. Me sentí pequeño ante su vida, falsamente autodestructivo ante su fuerza, burgués en el fondo a pesar de mi supuesta amoralidad, aficionado ante sus terribles abismos y adicciones, y débil ante la oscuridad majestuosa y bella que desprendía esa mujer. Desde el principio supe que yo no iba a ser el hombre de su vida, así que me tomé su ofrecimiento como un modo de recordar algo memorable, de adentrarme en una personalidad irrepetible. Ella no me necesitaba y yo me propuse no necesitar a nadie tiempo atrás, así que todo fue relativamente intenso, apasionado y fácil. Ella permitía esa distancia, la gozaba incluso, la marcaba con un ímpetu deslumbrante. Me enamoré de ella aún así. Me enamoré de un modo adulto por primera vez en mi existencia, de su particular forma de actuar que tanto nos fascinaba a mi y a Jesús, de su relativa fama en la ciudad, de su descaro y de como hacía el amor, como si fuera la última vez, como si todo cuanto besaran sus labios fuera a exterminarse al día siguiente; de su obscenidad sensual y sutil, de su negrura tierna, de sus juegos malabares frente al corazón y sus excesos.

La imaginé muchas veces subida en una cuerda floja, en un trapecio. Ser estable con su pasado no era cosa fácil, no debemos olvidarnos nunca de ello. La infancia decide casi siempre nuestro equilibrio futuro. Podemos aprender inglés o informática, hacernos economistas, ingenieros o abogados despiadados, pero nuestro equilibrio lo marcará la infancia. También nuestra felicidad y nuestras tristezas, nuestros abismos y nuestros destinos incluso a pesar de esos avatares destructivos y terribles que acontecen en toda vida. Es como si la niñez eligiera por nosotros al nacer.

Yo siempre vi en Blanca, a pesar de todo lo negro, una tremenda vitalidad, y lo mismo me sucedía ante las imponentes carcajadas de Jesús. Pero miré mal, o equivoqué la mirada. Lo importante es que alguien que se suicidó puede enseñarte muchas cosas que sirven para vivir, o darte una cartografía posible, unas señales en el mapa desconocido y enigmático que tenemos que desentrañar con nuestros pasos y decisiones. Tal vez Blanca tuviera un mal viaje y no quisiera morir, ya no lo sé. Había pasado casi un año y medio desde la última vez que la contemplé desnuda, más de un año desde esa tarde en Madrid en la que la vi con vida por última vez para despedirnos y me dijo que era un buen chico y un buen escritor, y que debía tener esperanza. Que las diosas de Blanca y su universo de brujas deslumbrantes y agoreros del tiempo perdido me dieran esperanza es algo que no he podido todavía olvidar. Así es la vida, como diría mi querida amiga Ana Luisa.

Cada vez que abro mi colección de cuentos completos de Julio Cortázar, esa edición de Alfaguara que me entregó mi padre primero, y después, cuando una desvergonzada amiga de mi viejo compadre Jacobo se la llevó para no devolvérmela, fue un celebrado regaló de Helene, tengo la sensación de abrir el cajón donde guardo nuestros experimentos literarios, la obra de teatro de Los arrancacorazones, esa carpeta donde todavía me quedan un puñado de poemas de Jesús que releo con los ojos cerrados. El tiempo todavía sigue doliendo en alguna parte de mi piel, es como si lo hubiese traicionado sobreviviendo, renunciando, recomponiendo mi rincón de laberintos y pasadizos, y anhelo la vejez para reconciliarme con todas las épocas extinguidas. Se acercan los cuarenta a pasos de gigante y tengo la hermosa sensación de que a pesar de todo aún me quedan algunas cosas por apurar. Cuando veo la triste imagen de los triunfadores ahora ya desvelados y ufanos, o la sonrisa satisfecha de ministros y consejeros y señores elegantes hablando de nuestro destino, cuando observó el deterioro de la cultura, cuando cae la noche y esa tristeza bordea los ojos de la gente que me cruzo por la calle y oigo el exabrupto y el grito, la desesperación, cuando leo que en Europa hay ciento trece millones de personas viviendo bajo el umbral de la pobreza, o que la Generalitat Valenciana no paga a las farmacias ni a los colegios ni a las guarderías mientras se descubre el agujero de Emarsa y Camps pasea su inocencia y sus trajes, cuando observo la mueca de hastío que esboza Sarkozy expresando la grandeur siendo tan sólo decadencia, cuando los periódicos asustan y los hombres claman sin vergüenza que son ellos los sabios, pienso que aún puedo reconstruir una o dos veces más mi vida, y si lo pienso para mi, soy capaz de traspasar esa esperanza a toda la gente que conozco y que merece la pena. Tengo la sensación de que la sabiduría ahora mismo está proyectada en el secreto y en el futuro, es silenciosa, tranquila, los lectores son porteros de edificio, empleados de medio pelo, putas de bar de carretera, que los escritores de verdad apenas susurran, que los hombres que cambiarán el mundo están inventando las nuevas metáforas del futuro, que mi pequeño Mateo alienta con su generación una esperanza de transformación, que Garzón será recordado como una especie de Dreyfus machacado por el conservadurismo español que nunca soportó perder el poder después de ejercerlo durante siglos, que esta crisis no es más que un invento y mi compadre Pierre seguirá vendiendo su frutas y verduras bio, y Mario actuará por fin en teatros de verdad y la literatura maravillosa volverá a servir a mucha gente en un futuro cercano, que la vida dará un vuelco o al menos alcanzará ese equilibrio que en algunos momentos de la historia nos ayudó a seguir.

Blanca se lanzó de un cuarto piso en uno de aquellos edificios ocupados del Berlín de la reunificación. Era como si decidiera morir en medio de la historia, o donde la historia celebraba la victoria de los ganadores. A veces la veo planeando como esta Europa perdida, agitando las nubes y tratando de proferir su largo réquiem. Tal vez lo hiciera intoxicada de todas esas drogas que los dos tragamos como caramelos para niños enfermos, los niños engañados que fuimos, ahora sin paraísos consistentes, aunque a ella se le cayera la infancia demasiado pronto y esos engaños fueron pasto de la miseria y la derrota, o tal vez llegó a pensar que ya nada valía la pena, que el recorrido había sido demasiado veloz e intenso, como un relámpago, y su hermano muerto ya no la protegería y la tierra que pisaba se derrumbaría tarde o temprano como caen los castillos de arena construidos por los hombres a la orilla de la playa cuando suben las mareas, y era mejor la dignidad del vuelo que el envejecimiento triste de la desesperanza y la derrota. No puedo saberlo, y durante algún tiempo aquello me atormentó. Pero tal vez, como si a veces los ángeles que nos protegen -rumor de tiempo, viejos trovadores, almas lúcidas encendidas de destellos, la inteligencia y la luz- extendiera sus alas de vez en cuando, llegados como un fragor inesperado, como un pliegue y una chispa, los escucho, los oigo. A Jesús diciendo que la batalla de la literatura era una contienda futura, que ya todo estaba casi perdido, que había que alimentar la hoguera, la llama, y a Blanca extendiendo sus brazos y decidiendo volar como Hrabal, como Walser envuelto en la nieve. Y en sus voces encuentro aquello que tengo que salvar, aquello que todavía me enciende y me obliga a respetar al prójimo, a odiar despiadadamente a los que convierten estos falsos paraísos en infiernos anunciados, a los que engañan a los inocente, a los que pisan a los otros para impulsarse más alto, a los esbirros que masacran la libertad y la dignidad.

Hemos perdido sin remedio por si alguien piensa lo contrario. El espectáculo ha terminado, no queda nada en los inicios del nuevo siglo que sea consistente, que nos una y, sin embargo, no somos perdedores, en cada uno de los abrazos que damos, bajo la piel y en el corazón, entre las brumas de los que construyeron para nosotros un rumor en la historia, una victoria del alma frente al mundo, en todas las canciones y los versos y las novelas hechas de furia y libertad, está el rumor de aquello que debe perdurar, el aliento enfurecido de los que nunca ganaron pero jamás fueron perdedores, como un aviso para navegantes, como un viento silencioso que se cuela entre los pliegues de la mentira y los naufragios, para que entre los restos que nunca recogerán los imbéciles y los esclavos quede esa materia prima de lo humano, aquello que nunca se doblega, el límite que hace ante la injusticia alzar la cabeza, ante la tiranía buscar otras palabras, frente a los límites hallar otro itinerario, ante el absurdo encontrar el sentido, frente al dolor y la mentira acariciar con los dedos erizados el amor y la verdad, aliviar el pesar de vivir.

Jesús siempre me habló de aquellos grupos de desheredados que huían de las hambrunas y las pestes en el medievo, que recorrían Europa con sus troupes de prestidigitadores, poetas, músicos, harapientos vagabundos del hambre y la picaresca. Él solía decir que de ellos nació el arte que le gustaba, que de ellos llegó esa extraña resistencia de los hombres ante los infortunios, la imaginación encendida de los derrotados frente a la derrota despiadada. Se nutría de esa esperanza, y una vez me confesó que tal vez el mundo se iba a poner mucho peor de lo que todos esperaban, y que si yo lo deseaba, lleno de confianza en mí, formaría conmigo una de esas pandillas de inventores de aire, de mercaderes de arena y limpiadores de nubes, de prestidigitadores del tiempo, que a mi lado él podía creer, reinventarse, empezar de nuevo. Ahora me toca a mí comenzar a reunir a todos esos perros de la lluvia que aullarán en las noches de invierno, se lo debo, a él y a mi hijo, al hombre futuro que se negará a ser carne de cañón, aderezo maltrecho en una escenario que no le pertenecerá, masa ruidosa sin alma ni voz, anónimo despojo del poder en su crecida intolerancia, en su dureza orgullosa, que no creerá a los amos ni respetará a los esclavos, aquel que entone las canciones que aliviaran la oscuridad futura, los que conviertan en polvo las indecencias de éste presente, los que alumbren alguna vez un mundo de luz y no estos templos de mercaderes.

Soplemos con fuerza a las brasas para que se mantengan.

Copyright Jimarino


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Tres generaciones y una literatura-Mi hermano del alma

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A Daniel Ariño

Mi hermano siempre tuvo un gusto exquisito para la estética del arte. Como espectador adivina siempre esas películas perdurables que a veces se cruzan en nuestra retina para ofrecer esperanza en un lenguaje tan poderoso y maltratado. Como lector perezoso que es, selecciona con una intuición asombrosa lo que lee -ahora me pide todo McCarthy de repente, todas sus novelas resguardadas en mis abarrotadas estanterías de libros-, lo desmenuza, lo digiere y lo convierte en acervo eterno y recurrente, en conversación interesante sostenida de guiños y lucidez. En música no exagero si afirmo que es uno de los especialistas mas avezados y exactos de este país, que siempre me alimenta de sonidos novedosos, me ofrece la renovación de mi variada discoteca, me otorga el pulso de lo nuevo y bueno para no perder el tren del futuro.

Mi hermano del alma hizo esta fotografía hace apenas un mes, en la boda de mi hermana. Tal vez fuera la contrapartida de aquel cuento que escribí en 1998, premiado varias veces pero aún así secreto, incomprendido. El relato quedó titulado con aquel Mi hermano del alma que tanto me unió a él. Es un cuento sobre la tristeza.

Él llamó a esta foto Tres generaciones, porque fue su mirada a esos tres nudos vitales que entrelazan a esta antigua familia sin abolengo, pero de alguna forma llena de milagros, y también porque somos importantes para él: nuestro padre, su hermano mayor, y el pequeño Mateo, su encantador y hermoso sobrino, mi hijo.

La fotografía, sin saber la razón, se la envié al día siguiente de recibirla a mi amiga Diana de Concordia. Ella expresó con una precisión extraordinaria lo que le sugería la imagen. De alguna forma me dio claves que, con el peso sentimental de la misma, había obviado. Pienso que es una buena fotografía, y aunque esa sensación pueda deberse al componente afectivo que me ata a su significado, me quedo con la belleza de su mirada. La guardaré toda la vida. Nos retrató en un momento hermoso; un viernes por la mañana de asueto, con la fatiga de la semana en mi rostro, la tensión ante un futuro oscuro; la alegría del pequeño por tener a su papá y a su abuelo en un día inusitado, y por no ir a la guardería; el lógico entusiasmo de mi viejo por el matrimonio civil de mi hermana pequeña, que está en la foto sin que aparezca, contemplando ese instante.

Hace ahora catorce años escribí un texto sobre mi hermano que comenzaba así.

He perdido la sonrisa de aquel niño rechoncho que solía caminar pegado a mí esbozando una sonrisa bonachona, el mismo que alardeaba de ser el futbolista del barrio que más aguantaba el balón.

Mis recuerdos de infancia están en su rostro, en sus ojos, similares a los de entonces. Lo estaban hace catorce años y ahora. Es imposible no tener deseo de acariciar esas mejillas en el presente barbudas y fieras, y recordar la piel suave del niño, sus miedos, la expresión de temor inconsolable. Estaban a nuestro lado los viejos amigos, aquellos que nos acompañaban entonces. Los nombres bailan en su íntima expresión de melancolía. Los rateros nos robaban las canicas y él sentía pánico ante ellos, se refugiaba bajo los faldones de la abuela Carmen, como Oskar, el protagonistas de El tambor de hojalata, que solía esconderse tras las faldas largas de su abuela y descubría aquel particular olor turbador e inolvidable.

Sus miedos fueron siempre una especie de Bestia de la selva, por eso hemos hablado tantas veces de aquel relato de Henry James, uno de los mejores de la historia de la literatura junto al Bartleby de Melville.

No sé porque situé a mi hermano en la encrucijada de una despedida en aquel instante del cuento, cosas de la ficción literaria.

Estoy atado a él de por vida, y no sólo por esta fotografía que vuelve a renovar ese lazo en sus ojos. No se puede ser consciente y parte implicada, pero él lo consigue con la distancia de sus egoísmos y sus exabruptos autodestructivos. Ambos los fuimos, autodestructivos, pero llenos de amor. Autodestructivos como perros mojados huyendo de la vida o abrazándola sin protección.

No sé exactamente cual es la diferencia entre él y yo, aunque sí percibo la suya con respecto a la mayor parte de la gente que trato.

Es un milagro. Él es un milagro lleno de existencia palpitante. Le cuesta levantar su enorme corpachón en la penosa medida de los tiempos analfabetos, pero ahí sigue, aguardando que acuda para escucharle. Tal vez perdió algo de aquel brillo, pero eso nos sucede a todos. El caso es que escribí aquel cuento, pensé en su risa, pero retuve mucho más su tristeza crónica, estética. La tristeza no fue enfermedad, sino genio, aunque eso lo supiera después. Una tristeza desconsolada y enorme, como si en sus ojos se hubiese detenido la del mundo.

A veces se le toma por alguien ensimismado y ausente, pero en realidad lleva en sus entrañas la irracionalidad de cuanto sucede a su alrededor, los desmanes del hermano mayor, los temores de su pequeña Carmen; la historia de mi padre y los antepasados, que generación tras generación construyeron un intento de dignidad; las lágrimas de mi madre y su miedo al poder, a la dictadura asesina y despiadada que tanto apaleó a mi abuelo hasta su muerte -murió asustado y rabioso el 23 de febrero de 1981-. Esos ojos de mi madre están en él. Los ojos a los que aterroriza el discurso menguante, regresivo, del presente, esos señores que azotan los derechos de otros y gimen mirando al cielo divino, auspiciados por el dinero y las iglesias contemporáneas.

Todo eso estaba en él cuando escribí ese cuento, y él tiene ese gesto de rabia que le hace apretar la mandíbula cuando oye los lamentos.

En esa fotografía, mi padre, como dijo Diana, esta en el suelo, tiene los pies en el suelo. Esa es una constancia que siempre alivió mis vuelos, aunque hace años que soy yo quien sostiene tal vez los últimos aspavientos alados de mi viejo, quien recoge la herencia de aquella vieja lucha.

Cuando a los dieciocho años me enamoré de esa mujer más alta que yo e insistí en marcharme a Madrid para ser poeta, mi padre siguió con las plantas de los pies pegados a las baldosas. Luego recogió sin rencor ni ensañamiento mis pobres cenizas. Él está en ese lugar de la solidez, de las suelas de los zapatos desgarradas de tanto caminar, jamás separadas de la superficie de la tierra.

Recuerdo el relato que me hizo de la muerte de Juan el largo, y el cuento que escribí con todo ello, Los testigos, y comprendo porque está ahí. Sabe más de la injusticia que yo, que empiezo a percibirla de verdad ahora. Puede que yo tenga palabras más hermosas, pero él supo, a través de esa vivencia confesada una tarde fría de abril en la sierra, junto a la chimenea del salón, gracias al suicidio de Juan el largo y a las razones de aquella muerte acontecida en 1958 en las calles apacibles del pueblo donde nació, donde suelo ir en cuanto puedo aunque sean sólo unos días, por la propia historia de mi abuelo, su padre, que ejerció algún tiempo como Juez de paz allí, en qué consistía la ceguera, la crueldad y la sumisión de las masas frente al poder. Ese suicidio marcó su vida, hizo aparecer el miedo a lo que es más fuerte y terrible que nosotros, hacia aquello que puede no sólo aplastarnos o matarnos, sino destruir el alma, nuestro entusiasmo. Al fin y al cabo Juan no fue más que un suspiro de dignidad y libertad exterminado, un ejercicio de voluntad suicida encaminado a aliviar el sufrimiento, ese sufrimiento que termina con la resistencia del hombre por insoportable, obsceno y demoledor.

El pequeño Mateo, así lo vio mi hermano, se eleva unos metros, pero no pierde el contacto con la arena de esa playa, ni con la línea del mar, ni con el abuelo, tal vez porque sabe que mi gesto de preocupación, esa expresión desolada en una altura limitada e inútil, pero altura a pesar de todo, no lleva a nadie a ninguna parte. Es como si viera en Mateo una síntesis de siglos acumulados, una especie de lugar intermedio donde no vive ni el romanticismo desesperado ni la preocupación entristecida e inmóvil.

Hay días, al sentarme frente a él, en los que el aire se hace irrespirable. Todas las ventanas y puertas del apartamento están cerradas, como si la vivienda, amplia y agradable, imitara su estado de ánimo decaído o él pretendiera que así fuera; apenas entra luz por la rendijas de las persianas, que llenan de puntitos cuadrados el suelo, la mesa y nuestras caras, y el humo de los cigarrillos queda retenido en la habitación y el pasillo como una tercera presencia que uno termina por sentir encima hasta la asfixia.

Un día mi hermano desapareció. Lo hizo durante mucho tiempo. Se perdió en alguno de sus lugares idílicos, se escondió entre las nubes y sombras que habíamos construido juntos. Lo hizo porque el hermano mayor ya no podía ayudarle, embadurnado hasta las cejas por el mundo. Se fue porque el padre que pisa el suelo ya no lograba protegerlo. Porque el abuelo represaliado murió el día 23 de febrero del año 1981 y no llegó construir nada sólido para nosotros, porque Juan el largo se suicidó ante la intolerancia y el desprecio de un pueblo, porque este país no podrá cambiar jamás.

Cuando volvió a aparecer, en su rostro habían surgido las arrugas, los dientes amarilleaban en exceso por el tabaco, en sus ojos siempre había alegría entre las lágrimas.

Su regreso fue como aquella memoria del ángel que escribí en forma de verso, un arrebato místico, una especie de luz que nunca ha dejado de brillar. Desde sus ideas más solidas y extraordinarias, hasta sus planes más extravagantes -ese hacerse camionero en Noruega, sus discos de slam en español y francés jamás concluidos, los viajes a lugares exóticos que siempre planea y una y otra vez pospone, sus innumerables amores virtuales, un mundo de mujeres solas, incomprendidas, cansadas de hombres ruidosos según su teoría, sus salidas nocturnas incendiando la ciudad de fantasmas perdidos, sus improperios a la banalidad y el engaño-, eso que define todo lo que él es, conforma aquello a lo que un hombre debe agarrarse cuando cae. A veces al mirarlo contemplo esa esencia que siempre me protege cuando el vuelo se alza en exceso, cuando olvido que mi situación en esa fotografía, en esas nubes improbables mirando hacia otro lado, no es más que un deseo de salir corriendo, la inminente posibilidad de desplomarme. Él confía en Mateo, y lo hace en el eco de esa sabiduría de origen impreciso, que comprende que el lugar no está en el aire intoxicado donde yo me sumí media vida, pero tampoco en el paso firme de mi padre asustado por el tiempo terrible que le tocó vivir, por la desconfianza ante el futuro que nos sobreviene con sus nubarrones imprecisos.

Estamos hechos de la misma materia. Todos.

Celebraremos hoy, tal vez mañana, que Bodas en casa de Hrabal, por fin, se ha vuelto a reeditar, como llevamos años pidiendo los dos a voces. Así me lo han confirmado algunos de los maravillosos lectores de este blog, como si fuera un triunfo colectivo, ante esa novela que mi hermano adoró a los cuatro vientos, de la que tanto hemos hablado. Por fin Hrabal. Un pequeño triunfo. La fiesta con mi hermano será una de esas melancólicas reuniones de vicios y memoria que siempre nos acompañaron y nos acompañarán, entre la risa divina que formará siempre el reto que él ponga a los absurdos del mundo y los hombres, a la barbarie y a la miseria que nos quieran echar por encima de la cabeza, y lo hará abriendo sus ojos verdes, mirando los míos y diciendo basta.

La valentía de mi hermano reside en todo lo que ama y en lo que le sirve para sostenerse. Es la valentía que halló en la esencia de esa literatura que relee constantemente y a la que es capaz de llamar sin rubor literatura de la verdad. El se ríe con Faulkner y Joyce. Con lo que no entienden de Faulkner los analfabetos funcionales mi hermano suele rezar en silencio. Faulkner y Onetti, cuenta. Onetti y Cormac MacCarthy. Dostoiesvki y las brumas de Tolstoi. Proust y la llama de la Duras entre los dedos, y la ilusoria supervivencia de Malcom Lowry, a quien quisimos parecernos hace mucho en nuestras citas alcohólicas ahogadas de palabras.

Tal vez toda mi literatura se la deba a mi hermano.

A ese momento en que aquella monja inhumana del colegio religioso al que íbamos lo paseó clase por clase después de mearse, con apenas cinco años, por todos los pasillos, hasta llegar al aula de su hermano. Y yo vi ese dolor, esa humillación, esa bestialidad disfrazada de piedad, y lloré de rabia. Porque era un niño de ocho años y no supe qué hacer, pero reconocí el verdadero rostro de la crueldad, del horror, del miedo y la venganza en los ojos de esa mujer; la humillación de mi hermano por aquella hija de Dios, por aquel efluvio de bondad religiosa que desde entonces siempre fue la imagen injusta y miserable de la Iglesia oficial todopoderosa ante mí, siempre al lado del poder a lo largo de la historia de este país. Y yo entonces, que no supe reaccionar ni pude gritar, me oriné también, y las risas de mis compañeros no fueron más que el dolor del individuo ante los rebaños domesticados, pero fue un dolor lleno de rabia, lleno de odio hacia lo que representaba esa mujer, a su autoridad en ese lugar.

Fotografía cortesía de Gabriel García

Mi viejo amigo Gabriel, ahora en Paris trabajando tras la crisis que diezmó sus posibilidades aquí, me dijo no hace mucho que los enfrentamientos vienen de lejos, de siglos atrás. Los reconoció Blanco White en el exilio. Goytisolo y Santos Juliá. Un encono que acude desde todos las pasajes de nuestra historia. Desde el franquismo que fue no sólo una dictadura sino una representación radical, no erradicada del todo, de la filosofía de una parte de España que nunca ha dejado de tener el poder ni de reivindicarlo como un derecho y no como una responsabilidad. De aquellos muertos que no han sido enterrados. De todo lo que jamás se ha cumplido ni cerrado en nuestro devenir. Él sabe mucho de esa cosas. Me hace pensar. Como Severine, que estudió nuestro triste destino como país durante siglos hasta sentir un escalofrío. Como esos franceses lúcidos que frecuento en mis viajes y que siempre se asombraron de lo que aquí sucede o sucedió, sea bueno o malo. Veo a Gabriel frente a sus libros, en esas conversaciones que tiene de noche, cuando la ciudad duerme y él se queda a solas en un país extranjero para ganarse la vida en vez de disfrutar de nosotros, de Valencia, de su amante, de su existencia perdida de momento, conversaciones con esos autores que lo miran de reojo y lo acompañan para decirle de donde viene y porqué está en ese agradable apartamento de Paris, tan lejos de su casa.

En esa fotografía se pierde mi mirada y no encuentra ninguna dirección sólida. La de mi pequeño es segura sobre la barra metálica. Mi padre nos vigila a ambos, aguardando sujetarnos con su vejez a cuestas, con sus piernas doloridas y sus ojos azules tan tristes. No hemos olvidado nada o eso espero. Los siglos de la familia flotan en ese cielo, en esas líneas rectas que conforman el cielo, el mar y la arena de la playa. Mateo tal vez busque un navegar más plácido que mis vuelos con caída. Estoy a punto de caerme ante tantos nombre muertos, tantas palabras sin sentido, tantas vidas desaparecidas entre mis dedos, tanta incertidumbre ante el futuro.

Una vez mi hermano nos salvo la vida. Hace muchos años de eso. Esa escena la escribí en Mi hermano de alma. Un momento clave en el que descubrí su enorme fortaleza, no sólo física, sino espiritual. Fue capaz de abandonar el papel del hermano pequeño agazapado en el camal del mayor y se transformó en una especie de ángel vengador, que con una fiereza desconocida, mítica y salvaje, nos salvó a todos, a mí y mis amigos, a esos inocentes que, al contrario que él, no comprendimos hasta que punto al mal hay que combatirlo porque existe. Lo hizo para luego deshacerse, languidecer, desplomarse como un pesado fardo en el suelo días después. Pero en su grandeza de aquella noche aciaga en la que nos defendió de la agresividad y lo imprevisto, encontré siempre una resistencia, una fuerza.

Sé que está, siempre está. En el mismo lugar, con la misma risa.

Se ríe de aquellos hombres que creen avanzar veloces por encima de todo, surcar triunfadores y ufanos el mundo. Lo hace de mí y mis pretensiones huidizas. De las conversaciones ridículas que atrapa al vuelo por doquier, en los cafés y en los bares nocturnos, en los mercados y en los centros comerciales, entre amas de casa insatisfechas y ejecutivos de medio pelo, en las cafeterías elegantes del centro de la ciudad donde se confabulan los grandes negocios o en los bares de barrio obrero, entre los inmigrantes o en las charlas de los paraninfos universitarios. Se ríe de él, de su gravedad y su debilidad, de sus exabruptos románticos, de sus dolorosas profundidades. Se ríe de los ministros y los dirigentes europeos expulsando como marionetas eufemismos que en verdad anuncian el fin de los estados de bienestar. De mis pesares anímicos y mis quebraderos de cabeza. Lo hace con un risa humana, serena, llena de amor. No concibe sino es riendo la ambición sin sentido ni la materia convertida en fin. No es la risa cruel de aquellos que celebran el deterioro y el exterminio, eso no lo puede permitir. Es un ángel humano, grueso y violento, que planea incesante en mi subconsciente para recordarme donde estuve, de dónde vengo, qué lugares fueron importantes, dónde está lo esencial. Es como cuando lee los cuentos completos de Virginia Woolf y es capaz de entresacar la modernidad de su técnica literaria, la profundidad de sus descripciones psicológicas, sus aciertos como narradora, y lo enfrenta sin titubeos, mediante la burla, ante cualquiera de esas malas novelas que todos conocemos. No hay manera de superarle en esa farsa, en ese juego en el que la risa asciende hasta el espíritu y lo llena de inteligencia. Se ríe entre las palabras de Ezra Pound de los libros de autoayuda, baratos prospectos de la banalidad contemporánea. En el gesto rabioso de esos perdedores que nunca lo fueron y a los que siempre defendió.

En una ocasión amamos a la misma mujer, hace mucho tiempo, y yo se la arrebaté por capricho. Durante años no tuvo rencor, pero me ha echado en cara ese gesto más de una vez. El frívolo ángel negro surcaba los mares de su éxito insignificante creyéndolo inmenso e inagotable, pobre iluso, engrandecido, gigante ante ese firmamento de estrellas que pensé duradero e interminable, quitándole el amor para disfrutar de mi ligereza inconsistente entonces. Su gravedad se encontró siempre con cierta tendencia mía a la profusión y a la levedad. Lo curioso es que a simple vista siempre pareció que yo vivía y él contemplaba. Pero no me odió. Ni siquiera en los peores momentos. Siguió amándome incluso cuando lo abandoné, cuando no fui consciente de su dolor.

Luego me callé. Desparecí. Al inicio -y él lo sabe- de toda su demolición humana, toda su grandeza destruida y posteriormente reconstruida a duras penas. Sabe que mi alma, como si fuéramos siameses, es la suya, y viceversa. Mi hijo es su hijo. Mi padre lo es de ambos. Los lugares que yo le relaté, los paraísos y los infiernos que pude contarle, son suyos, como le pertenece la memoria de todas esas mujeres amadas que construyeron mi alegría y que él sólo vio de lejos en su prolongada enfermedad de tristeza, hoy en día libre de nuevo de todas esas tormentas, recuperado y lúcido como un Cristo hablando de amor en los templos de los mercaderes.

Me río de las burlas que puedan hacerle los guerreros de la actividad. Él se ríe con la suavidad de la brisa del mar que acompaña a la fotografía. Sus ojos retratan la absurda comparsa de movimientos incesantes, de estupidez, entre las brumas de la confusión. Hace tiempo que espero algo heroico de él sin comprender que lo que debería hacer es reconocerlo en su grandeza quieta, en su inmóvil contemplación de la existencia.

Su mayor recompensa tal vez ha sido su victoria sobre mí, y no porque esa alegría acuda a través de mi derrota, sino como un premio al presagiar hace mucho la derrota de mi mundo a su pesar. Él tenía razón, incluso ante aquellos que se mofaron de su postración insostenible, de su inmenso corazón.

Un buen día aquella mujer a la que los dos amamos, pero que yo le arrebaté sin piedad, una mujer que yo perdí después, a la que siempre quise volver a ver para decirle cara a cara que lo sentía, que me conoció en una época insensata y que ella valía mucho más de lo que pensé, para decirle que entonces yo no era más que una veleta hinchada de vanidad y viento estéril, volvió a aparecer. No hace mucho de esto, tal vez unos meses antes de que la fotografía en la que fijó a esas tres generaciones que le importan surgiera de sus ojos. Ella le dijo que entonces, hace ya tantos años, se equivocó. No debió haberme elegido a mi sino a él. Tenía razón.

Enciende una lamparilla, con cuidado, como si el interruptor fuera tan delicado que pudiera romperse en caso de apretarlo con fuerza. Obstinado, insiste en esa parsimonia que denota torpeza; abre un cajón, se mueve lento, muy pesado, mientras voy despidiéndome de él, en silencio, contemplando sus gestos, sus movimientos, por última vez, o al menos así lo creo. No volveré, quiero decirle, pero las palabras no salen de mi boca, se ahogan en mi garganta y me limito a observarle con atención. Es como si intuyera que el viaje siguiente va a ser a ninguna parte y que él aceptará la soledad sin más explicaciones, porque en toda su enorme fragilidad existe una dureza rocosa, propia del enfermo mental, una voluntad de hierro que sólo concluirá con la desesperación, algo que ahora veo lejano y que, por el contrario, se me antoja un problema más mío, o de Miguel y Carmen, que suyo. Deja sobre la mesa un grueso álbum de fotografías.

-Ya lo he visto otras veces.- Le digo cortante. Pero él insiste: -Vamos tete, que he organizado las fotos de otra forma-.

Sé que ese es su último intento, y que debió hacer algo parecido con mi padre cuando le dijo que se marchaba. Imagino la escena; Miguel y él en la cocina, mientras oigo como me pide que acerque la silla para poder ver juntos las fotografías, cientos, casi miles, suyas, de toda la familia junta, de sus viejos amigos, en diferentes lugares y momentos de la vida.

-Fíjate en ésta, que cara tenías. Y aquí, mira, que pelos llevaba yo. Mira la mamá, qué guapa, qué joven ¿no crees?

-Muy guapa, Tangofino, muy guapa. Igual que tú.

No se puede tener todo, y yo tuve una familia que se me fue escapando como el agua que fluye por los ríos, resbalando entre los límites del cauce por una ley inexorable. Se le caen las lágrimas y me contagia ese estado de postración a pesar de la entereza con la que yo había planeado esta última visita. Algo me desgarra las entrañas; Miguelón tan joven, al lado de mi madre, que parece llenar de luz la foto y augura la tiniebla de su desaparición.

Toda la dureza de Tangofino va perdiendo fuerza en esa cocina que ilumina con suavidad una lámpara de bombilla blanca, y sólo queda un espeso silencio conforme pasa las páginas, páginas que ha dividido por capítulos y que encabeza con un titulo escrito con rotulador negro, acompañado de unas fechas.

                             LA FELICIDAD DE LAS MARIPOSAS (1984-1987).

-Buenos tiempos ¿Te acuerdas del viaje a la playa? ¿Del restaurante junto al mar donde comíamos sardinas fritas y habas con jamón? Mira Carmen, qué pequeñita, lo mayor que se ha hecho…

Hace mucho que no le oía decirme hermano de ese modo, con ese cariño, y mientras lo dice me pasa la mano por el hombro; no pronuncia esas palabras pero las oigo; no te vayas hermano, no te vayas, no me dejes tú también. Y entonces me señala un capítulo, me avisa antes de pasar la página.

-Ahora viene el mejor de todos, mira, mira como se llama…

                              MI HERMANO DEL ALMA

                                           (1986-1990)

                           * * * * * * * * * * * * * * *

Y sigue vivo. Sigue vivo para esperarme.

Dentro de unos días viajaré hasta donde está, allá perdido en sus lugares elevados y sus actos sociales, para filmar un cortometraje sobre él. Será Mi hermano de alma diez años después de escribir ese relato. Dijo que sí. Mi hermano insiste en que sí mientras sus fotografías siguen inundando de alegría el espacio de mi existencia. Mateo cuenta a todo el mundo que Tito, mi hermano del alma, es el más fuerte. Mi padre sigue buscándolo entre las sombras de su cuarto lleno de humo y música para hallar consuelo. Mamá mira de reojo todas las escenas que hemos vivido juntos y celebra su presencia.

La historia de una familia que le debo a los ojos de Diana y de mi hermano. Tres generaciones, una literatura y un hombre colgado del aire.

El ojo de mi hermano es lo que me retiene. Su voz es el eco de lo que no puede derrotarse.

Una vez me dijo que la escritura debía ser el lugar de la valentía, y él estuvo muchos años sin escribir. Ahora llena cuadernos de palabras sagradas y yo, tal vez, deje de hacerlo.

Cosas de los ángeles.

De los ángeles y de la literatura.



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marcel schwob-Petronio/Lucrecio (Vidas imaginarias)

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               El Petronio de Marcel Schwob es sensual a pesar de su fealdad tuerta, críptico como un jeroglífico, sobrio a la vez. Nació en tiempos de faranduleros que vestían ropas verdes, tal vez en las largas migraciones del teatro del hambre, con los ojos enrojecidos de curiosidad, cargando la miseria y transformándola en luz extravagante, como si avecinara la edad media en esa época temprana del hombre, a punto de extinguirse por la corrupción y la inhumanidad aquel esplendor heredado de los griegos y extendido en Roma, un mundo muerto que no reviviría en las letras hasta el exilio de Dante siglos después, que no resurgiría finalmente hasta el Renacimiento, aunque la vida fuera siempre vida y nunca deje de serlo. Petronio vio con los ojos nublados de cansancio el eco de esos animales monstruosos, la voz engolada de los enanos, la suave cadencia de las bailarinas, el eco de los músicos que parecían recoger la luz, el fuego y el color de la existencia sin rumbo en la armonía hecha de diapasón, silencio y nota, hijos de los que nada pueden perder y anhelan alcanzarlo todo con el espíritu, aunque sea espíritu de supervivencia, de festiva iluminación.

         El mundo era el mismo de todas formas. La mirada de Petronio avanzando por la tierra era similar a los ojos de Marcel Schwob rasgando con la pluma el papel o la mía inquieta frente a la pantalla que parpadea. Mundo de sextercios o euros, de libertos o financieros. Fuera como fuese, la misma ambición y el mismo color sangriento, la expresión desolada en los ojos de los desheredados y arrastrados, de los cojitrancos, los vagabundos y los inflados vencedores, esos altos funcionarios de entonces que aspiraban al poder municipal, a la llamarada impetuosa y distante del éxito y la corrupción. Rapsodas y poetas entonaban sus lamentos en los ligeros vientres de las ciudades, vientres de arena húmeda, de oscuras conspiraciones y lúbricas expresiones de la fascinación. Imperio fálico aquel, dominado por la hombría y la violencia a pesar de todo, a pesar de los rapsodas y los titiriteros, y los pintores que ocupaban esos barrios que olían a mezcla de tierra y hierbas, a alcohol y linimento.

            Cuando leo cada frase del Petronio de Schwob intuyo la ciega fascinación de Borges, que siempre volvió a este relato y a todos los que Schwob dio existencia en Vidas Imaginarias, hasta pensar que Petronio no fue aquel procónsul, y más tarde ese ufano cónsul de Bitinia, sino ese observador fascinado por la agitación del mundo exterior que miró desde las oquedades de su palacio, envuelto en riquezas y placeres hasta quedar condenado a la vida elevada. Era el universo fascinante de una provincia enriquecida, donde toda la exuberancia de Roma pasaba con cuentagotas, despacio, para ser asimilada. Como no escribir después el Satyricon y recordarlo entre la niebla del exilio y la desgracia, hasta quedar exhausto en un suave despojarse. Pero Marcel, inventando, tal vez extasiado ante esa prosa coloquial, esa picaresca que luego Fellini convirtió en deslumbrante imaginación de la lascivia y la decadencia de esa civilización perdida, escribió otro destino, para Borges más verdadero, para mí a su vez también, como si su alma hubiese intervenido en ese milagro y quedara reflejado en su escritura para cobrar otra dimensión más veraz que la Historia.

           Gracias a este periodista francés descreído y brillante, poco antes de su amor desgraciado y su muerte temprana, atisbamos la infancia elegante de Petronio. Jamás dos veces la misma ropa en el fragor del año. La casa sumida en la limpieza absoluta, con el deambular de ramajes atados barriendo, y mujeres y hombres recogiendo restos. Era un lugar distante del mundo a pesar de sus ventanas, las mismas desde las que Petronio se parapetaba para ver pasar la fascinante farsa de la tierra. Roma era el centro del universo, y aunque él estuviera en provincias, aquel reguero residual guardaba ese caos, esa humanidad hacinada que iba y venía de las capitales del imperio hacia los lugares recónditos que las circundaban. Buena comida en la mesa, deliciosos manjares acumulados durante años por esclavos sollozantes y campesinos empobrecidos.

          En ese palacio que a veces he visto en sueños, esa estructura sólida de la antigua arquitectura romana, quizá algo tosca en comparación a otros ostentosos edificios del imperio, pero no exenta de belleza, de sencillez efectiva en las líneas rectas, de sensualidad en las circunferencias y los círculos y los bordes inesperados, se guardaban objetos de todos los consulados romanos, delicadas joyas asiáticas, figuras africanas de marfil o madera, emblemas de otros pueblos bárbaros, flotaban perfumes exóticos, brillaban con la luz del sol cristales embellecidos por la mano del hombre. Los viajes del padre cobraban forma en ese museo, en todo lo que se guarecía entre los muros de los jardines cercados de verjas: animales de todas partes, extraños ojos de reptil, monos y mamíferos pequeños, sonoros pájaros cantores. Era difícil la sorpresa ante ese pedazo de tierra recogido allí año tras año y trasladado a ese lugar, a no ser esa mirada exterior por la ventana que Petronio cumplió curioso a partir de cierto momento de su vida.

          Schwob lo vio vivir en esa molicie, en el entusiasmo menguante de tenerlo todo al alcance en ese rincón, envuelto en el fragor de los bosques cercanos, en el pachulí exótico, en el olor de las maderas al otro lado, en la brisa del mediterráneo a pocos kilómetros, en el eco de las telas sedosas y las obras de arte. Pero él buscaba en toda extensión plana de exuberancia algo distinto.

           No en vano se hizo amigo de aquel esclavo, eso lo cuenta Marcel, con cierto aire sensual. Amigo y compañero de juegos. Siro le enseñó cosas desconocidas siendo joven. Tal vez fuera un artista de los de ahora, mensajeros del hambre silenciosa, de gestos para jugar y modelar en el aire de los bosques, esas palabras sin ruido que nunca repercuten en nada. El caso es que Petronio quedó fascinado por sus manos embrutecidas de trabajo, por ese ingenio desmesurado que llevaba a Siro a atisbar la realidad de otro modo, y se la mostraba generoso, a él, al mismísimo Petronio intocable que vagaba sin entusiasmo entre su melancolía. Petronio comprendió que en Siro y en todo aquello que pudo mostrarle, se hallaba algo distinto a todo lo visto y leído, al tiempo de los antiguos y sus imaginaciones improbables. Pronto se dio cuenta de que sus enormes diferencias poseían una sed, y entonces surgió la poesía en medio de esa planicie deslumbrante que él no veía. Palabras entre sus dedos, que surgían ante cada una de las maravillas que Siro le ofreció.

        Marcel Schwob vio en Siro una especie de iluminación inconsciente. Y así fue como le regaló a Petronio aquellas vidas de gladiadores destruidos y rasgados de cicatrices, de perdedores impenitentes sin más luz que el subterráneo deseo, lugares oscuros de humeantes vapores, prostitutas con defectos físicos innombrables alcanzado el cénit en el entramado opaco de las ciudades secretas, soldados exiliados, viviendo la pobreza de los sextercios escasos, desvanecidos entre tanta taberna y tanto vino, y ese dolor del cuerpo tras todas esas penurias de las campañas militares contra los bárbaros, con esos golpes y heridas lejanas recibidas allí en las fronteras con Renania o en la Galia conquistada; videntes maquilladas con polvos y pinturas africanas, que ofrecían la providencia y el destino por monedas, mirando fijamente a los ojos; vagamundos -como escribió Schwob- que guardaban una historia entre los labios, y luego esa otra imagen que se entrelazaba sin remedio con todo lo oscuro y subyacente en el esplendor de las ciudades; los misteriosos niños adoptados que entraban y salían de casas de senadores, siempre jóvenes y frescos, eternamente; las mujeres hermosas que por las mañanas paseaban por los jardines y al llegar la noche eran despojadas de identidad en las tabernas y los baños públicos, en esa parte de la ciudad que el padre de Petronio jamás frecuentó. Aquel mundo imaginado, apenas atisbado entre las cortinas lujosas de las ventanas del palacio, existía, estaba lleno del eco del otro, de su decadencia abarrotada de grandes palabras, y él lo mantuvo en la retina, participó a veces, se sumió en esos baños y vapores junto a las esclavas, aprovechó la insaciable respetabilidad de esas mujeres con dos rostros, el día plácido y la noche de goce, en el latido de aquella pederastia aceptada por los tribunos y los ciudadanos ilustres, vio a las mujeres llorar de deseo y placer, a los hombre golpear, asestar puñaladas, envenenar, fornicar hasta la sangre y el abandono, así fue, con Siro de la mano, adentrándose en lo que ni siquiera ahora se ve pero existe; imagen del poder real, imagen oscurecida del verdadero anhelo de los poderosos, de su lascivia y su inmoralidad, imitado por ese río secreto de la masa, como una copia decadente sin glamour pero sin dejar de ser pretensión de copia.

           Tuvieron que llegar los treinta años y aceptar esa libertad plena, y luego recoger en los labios las palabras que transformaban toda esa realidad, tenerlas entre los dedos, degustarlas y pensar que valía la pena escribirlas. Las historias de buscavidas y libertinos coparon sus silencios, tenía la materia prima del mundo, el secreto de aquella interminable hilera de desheredados que habían sido destronados del imperio, arrastrados por sus extensiones interminables, sumidos en la luz y las sombras de otro reino secreto al que podía llegarse en cualquier momento.

               Las ideas le acudieron al reflejar lo que había visto de la mano de Siro. Tal vez el criado muriera o fue liberado después ante semejante concentración de sabiduría, porque desapareció algún tiempo. Guardaba la esencia de una vida real y desconocida que abrió la mente y el alma, los ojos de Petronio. El pueblo ignorado surgía ante su mirada y no se diferenciaba de las tribunas en las que él había hallado el poder desde la descendencia de su padre y su familia. La misma miseria, pero extendida entre miles y miles de seres humanos sin domicilio ni rostro. Observó de nuevo, desde la ventana, regresado de nuevo al Palacete tras años de ausencia, ese recorrido incesante de gentes, sumido en su arte muerto, desde las palabras de su padre que le sugirió que se desprendiera de todo lo humano para alcanzar su rango.

         ¿Cómo hacerlo si uno quiere vivir en las palabras, que las palabras reflejen un suspiro sostenible de la existencia, de lo humano? Bajo los cuadros exquisitos y esos bellos objetos que gozaba en silencio, miraba ahora la ventana y enseguida volvió a ver a los enanos y a los saltimbanquis, a esas mujeres sin destino mas hermosas, y luego escribía porque ahora conocía el misterio de muchos de esos itinerarios. Porque la vida estaba en todas partes. En ese palacete, desde luego, en los honores acumulados por su padre, en su triste historia de cónsul defenestrado por envidias y secretos en los que no participó por desgana, despojado del vicio de la mentira y de la ambición, pero también en esos rostros arrugados y envejecidos, en esas barbas canosas tan abundantes, en las cicatrices terribles de los cuerpos guerreros, en la deformidad que anhelaba el espectáculo cruel como sustento y el aplauso discreto como supervivencia. Sabía ya como como eran los mesones infectos cubiertos de chinches y cucarachas, escribió sobre las peleas nocturnas que llenaban de cadáveres las noches oscuras en las ciudades, de las muertes inesperadas, de la sangre y el deseo. El deseo. Y ahí, entonces, se sintió hermanado con otro hombre al que nunca conoció, un poeta que vivió el deseo, aunque Petronio sufriera mucho de desamor, aunque fuese ligeramente bizco, algo tuerto, pequeño y delicado como una mujer.

           Y entonces pensó en Lucrecio, poco antes de alejarse junto a Siro, Siro que había vuelto, que no murió, y que ante la condena a muerte que fijó Nerón para Petronio a causa de las mentiras intoxicadas y pérfidas de Tigelino, decidió acompañarle, ayudarle a sobrevivir en aquel mundo en el que antes anduvo sumido como mero espectador.

          Se fueron. Durmieron al aire libre, se entremezclaron con las catervas de artistas sin techo, comieron pan ázimo y aceitunas pasadas y blandas como bizcochos demasiado mojados, inventaron la magia ambulante, escucharon la historia de los viejos tercios militares en boca de soldados abandonados a su vejez impotente, alejados de todo, a punto de la pobreza pese a sus honores y sus muertos, y la sangre que salpicó sus ojos y sus músculos ahora reblandecidos y curtidos de grietas. Había escrito todos los libros de aquel Satyricon envenenado y en ese instante en que esa vida de paso se convirtió en su habitat presente, tal vez en su futuro, dejó de escribir.

          Quizá debió hacer al revés, porque Petronio vio, escribió y luego vivió. El propio Marcel Schwob hubiera dicho muchos siglos después que era mejor lo contrario, ver, vivir, y finalmente escribir.

          Empezar a vivir fue más fácil de lo que Petronio había pensado. Caminó por sendas empedradas y polvorientas durante meses, se ofreció en ciudades y pueblos, sobornó con lo que guardaba, junto a Siro fueron traicionados varias veces, pero no les importó demasiado. Petronio pensaba en Lucrecio constantemente, mientras bajaba día a día un peldaño más en esa sociedad que contempló desde las ventanas de su palacete perdido. Buscaba algo en ese poeta que había imaginado y al que nunca vio, y por primera vez en su vida se dio cuenta de que estaba siendo protagonista de sus pasos, y a la vez sintió que le faltaba un impulso fundamental: el deseo.

          Creyó que, a lo sumo, había llegado a atisbar simulacros de deseo en los brazos de Siro, en los lugares mórbidos y decadentes en los que se adormiló desnudo y se embadurnó de aceites perfumados. Le faltaba algo esencial por vivir. El ojo se le fue afeando, parecía cerrarse aún mas, y el sano perdió el brillo y ganó negrura.

             Desapareció un buen día, eso escribió Marcel Schwob, y Siro lo buscó, tal vez pensado que había encontrado algún rincón donde detenerse, y lo hizo durante varias noches, y luego creyó que se había ido en busca de aquel poeta del que tanto hablaba, con quien soñaba a menudo, pero no fue así. Sodomizado y ardiente cayó sobre las tumbas de un cementerio abandonado en las cercanías de la provincia, con una ancha hoja de acero clavada en el cuello, desangrado, con los brazos extendidos, como una crucifixión de cristo venidero, yaciente, con el ojo sin brillo, que atisbó el final con su descenso cromático, abierto, afirmando en su mirada aterrorizada que vio el mundo sin conocer finalmente a Lucrecio.

 

       Pero Petronio, y eso Marcel Schwob lo sabía, no pudo haber conocido jamás a Lucrecio, porque murió mucho antes, tal vez cien años, y de como supo de él no podemos llegar a explicarlo con lógica, y tampoco adivinar porque lo buscó.

         Tal vez fuera porque a aquel visionario de la decadencia absoluta le faltaba el brillo de la alta cultura asociada a esa gran familia que superó a la suya en honores y riquezas, porque Petronio no contempló como Lucrecio los pórticos engalanados y gigantescos de esa mansión junto a las montañas, y no conoció esa distancia hacia el mundo, o que en vez del universo lumpen de los desheredados y el vulgo que sobrevivía a duras penas, su espacio, la vida, fuera para Lucrecio durante algunos años la alta política o la veleidosa sofisticación de la Roma Imperial.

         El contacto de Lucrecio con la existencia fue distante, visionario y abstracto. Lo vio todo desde la elegancia y el recogimiento. Conoció a Memnio, eso cuenta Schwob. Lo conoció a pesar de adentrarse en otro de los lugares hermosos de la tierra, en el brillo de los bosques, de la naturaleza ajena a los hombres, creada durante siglos de crecimiento espontáneo y vital; esa luz, esas estrellas, la edad eterna de los arboles gigantescos, la suave luminosidad rasgada de las montañas solitarias donde el ser humano no había llegado. Cada día, el niño Lucrecio atisbaba las infinitas posibilidades de esa naturaleza esencial que contaba más siglos que el hombre. El hombre fue objeto de desprecio ante la sosegada independencia de la familia, y así lo vio: desprecia al hombre y a sus conquistas, sus cuitas y a sus conspiraciones y triquiñuelas. Tal vez por eso Petronio quiso conocerlo sin saber que había muerto tantos años atrás, porque había visto todo de la condición humana, mientras el otro atisbaba el brillo de lo eterno, la placidez, que fue a veces cruel, de la naturaleza y sus luces y sombras.

         Un día recorrieron tal extensión de bosque que llegaron a un círculo despejado en el que apareció un cielo como un pozo azul. Fue el calor después de kilómetros de hojas verdes y reflejos fugaces de un sol inexpugnable. Un círculo mágico que debió convocar con su esplendor inesperado la religión en él. La paz en su espíritu conmovido por la inmensidad de lo creado, su insignificancia ante ese claro, junto a los ojos extasiados de Memmio, tan absorto y fascinado como él. Después de contemplar esa belleza, Lucrecio comprendió que la totalidad percibida en la naturaleza había colmado sus anhelos. Tenía la religión, la moral y el eco de la vida en sus manos, y no sabía que hacer con todo ello. Entonces cogió a Memmio del brazo y le dijo que hablaran con su padre.

           Así fue como, poco después, todavía joven, marchó a Roma y decidió estudiar elocuencia.

           

         Nada dice Marcel del destino de Lucrecio en la capital. Sabemos de su larguísimo poema fragmentariamente, Sobre la naturaleza de las cosas. Nunca olvidó las palabras de aquel guardián adusto de la familia que, con los cabellos encanecidos y el rostro severo, le dijo que lo que debía aprender en verdad era a despreciar los hechos humanos. Tal vez por eso nada hizo cuando el viejo murió, ni tampoco cuando Memmio desapareció seducido por la gloria o quien sabe si por la muerte misma o quizá por el amor. Lucrecio regresó con ciertos honores desconocidos, volvió a ese mismo lugar en el que dejó a su familia, esta vez sólo, acompañado de una hilera larga de esclavos y sirvientes que recorrieron detrás de su carromato los senderos empedrados y serpenteantes que ascendían hasta el bosque. Parecía un comitiva fúnebre, silenciosa giraba y se retorcía a la altura de ladera, oscilaba en los gestos fatigados y sudorosos. Subida a un caballo, al final de la caravana, unos campesinos vieron a una hermosa africana envuelta en un vestido de paño de una pieza, de color blanco intenso. Barbara, bella como aquel claro iluminado que contempló su amigo en la juventud, y tal vez malvada.

           Ya había escrito Lucrecio que los hombres no debían temer a los Dioses ni a la muerte. Quizás había contemplado la fugacidad de la belleza en esa mañana soleada tras la caminata con Memmio, y tomado la decisión de irse para luego volver sin ataduras humanas, colmada la curiosidad, comprobadas las palabras de su padre. Y era ateo no por su escepticismo ante los dioses, sino tal vez por ese extraño secreto de la religión que siempre acompañó al hombre y del que se aprovecharon todas las iglesias y templos posteriores. Había aprendido mucho de los libros y también de la vida, aunque siempre como un espectador ajeno a todo ello. Vio las guerras salvajes, la sangre manando por las calles ensordecidas de odios, la corrupción de cualquier forma de poder y gobierno humana, y estaba perdidamente enamorado.

         Después de contemplar lo que él consideró la única imagen posible de Dios, de negar que todo lo demás pudiera acompañar a esa masa informe de seres humanos que había visto a lo largo y ancho de Roma y sus cercanías, se dio cuenta de que la vida estaba hecha de deseo, el mismo deseo que Petronio no se atrevió jamás a alcanzar a no ser quizá en esa muerte violenta. Lucrecio era poderoso, de complexión fuerte, seguramente capaz del ejercicio físico extremo y la posesión, o así lo veo a través de los ojos de Schwob. Era culto y silencioso, pero su cuerpo poseía el brillo de la musculatura henchida, la suavidad de la piel endurecida sin cortes ni excesos, sino más bien hecha de caminatas y de esfuerzo gozoso, constante y apacible. Y era feliz a su vuelta al palacio, porque algo había colmado toda su existencia.

               El deseo. Ser deseado y desear como acontecía en el lecho, en el dormitorio nocturno en el que la mujer africana se adentraba para el amor, como si el eco salvaje de todo lo natural quedase exprimido en aquella cópula incendiaria mirando a las estrellas colarse por el ventanal. Ruidosa y ebria tras el vino, la mujer agitaba sus caderas y montaba la verga insuflada de sangre, y Lucrecio perfeccionaba aquella contención y esa explosión posterior postergada para el placer durante horas, y comprendió que aquella vulva enrojecida, que ese sexo por el cual se introducía noche tras noche, días tras día, era el origen de la vida y lo único humano que podía interesarle.

        Fueron los días de vino y rosas, en el esplendor de aquellos rituales físicos de la reproducción. Adentrarse, pegarse a esa piel para sentirse uno, anhelando en el fondo, de modo inconsciente, la imposible continuidad de lo humano en la inseminación abundante que surgía como el fruto salvaje de la naturaleza ¿Donde estaba la cultura cuando ella abría las piernas y él contemplaba aquella inmensidad desconocida donde nacía la existencia misma, y admiraba los pliegues sedosos, la suavidad, la humedad desbordante que luego apuraba con su sexo, con su lengua, con los ojos, hasta el sueño, hasta quedar exhaustos, ella con la cabellera desparramada de rizos negros sobre la almohada y él respirando entrecortadamente, el corazón latiendo aprisa, y entonces Lucrecio pensaba en la muerte sin miedo?

 

      Marcel Schwob tal vez no se atreviera a llenar de palabras ese vértigo. Porque era el mismo vértigo que a veces acontece en una existencia, el vértigo del amor y el deseo fundidos en el cuerpo. Lucrecio apretaba contra sí los senos endurecidos, brillantes como el metal, cubría su boca de otra oscura que sabía a frutas del bosque, a bayas y a hierbas, sabor similar a ese de antaño, cuando adquirió el hábito de ponerse entre los labios ramillas y hojas perfumadas al lado de Memmio mientras paseaban.

        Se amaron. Se amaron con esa verdad furiosa de la carne, en una comunión salvaje y al tiempo establecida por los siglos, llegada hasta nosotros, con la sensación de que sólo se puede amar una o dos veces así a lo largo de una vida. Eso pensaba él en esos frecuentes espasmos sobre la piel humedecida, en el fragor de los labios húmedos, en la ascensión y la caída de las erecciones y los gemidos, ante el éxtasis impenetrable de esa mujer que se agitaba entre sus brazos, que gritaba excesiva en el placer y arañaba y mordía sus hombros, arrancaba de él la inseminación desbordada. Y ella aprendió palabras de amor que no eran solo la entrega de la piel, la pericia de las piernas entreabiertas, la aspereza irresistible de su lengua sobre el glande y los testículos del amante. Lucrecio el poeta y la bella africana bajo la luna.

          Un día Lucrecio vio el cuerpo exhausto y desnudo de su amante, su piel oscura contrastando con la suavidad blanca de la sabana teñida de flujos, se sumió en ese olor del sexo detenido en silencio, contemplando esa sensualidad del deseo, y entonces pensó que nunca podría poseerla por completo. Siglos después de esa escena de inquietud al amanecer, Virginia Woolfe escribió El estanque para hablar de todo ello con su fabulosa intuición, y yo, casi cien años después de la muerte de la inglesa, compuse aquel cuento titulado La balsa, y tal vez ambos vimos mientras escribíamos a Lucrecio contemplando la desnudez de ese cuerpo inasible que había penetrado y besado durante toda la noche, esa herida misteriosa que había lamido y acariciado hasta sentir el sueño, cayendo como la oscuridad, sin avisar, inconsciente al final, incontenible después de un tiempo largo. Los lamentos del deseo se habían exacerbado quien sabe si impulsados por una caricia que anunciaba la decadencia, al agudizarse las fantasías y anhelar los sentidos otras mayores y más variadas. Era capaz de degustar el placer cada segundo, de cerrar los ojos y adentrarse en esas texturas y en ese perfume de la carne caliente entre los brazos, recordar cada beso, cada gesto y postura, pero no lograba alcanzar ese interior hasta su esencia anhelada.

          Lucrecio se perdió tal vez, y la Africana no se lo perdonó. La esclava poseía la sangre real de aquellos antiguos reinos sometidos por el poder de Roma, su orgullo incontenible, su dignidad arrebatada pero viva. El poeta con el que Petronio soñó se sintió tan poderoso que se rodeó de la humanidad en lugares oscuros y viciados durante algún tiempo. Lo vieron -como Petronio sería visto años más tarde- adentrarse en lumpanares con tres o cuatro mujeres al tiempo, y afilar su potencia y anhelar algo más, fuera con efebos rubicundos o con suaves adolescentes femeninas sin vello en el sexo, con mujeres ardientes de otros, con las que se encontraba en la discreción de mesones alejados de los centros urbanos, amantes experimentadas, refinadas en la infidelidad y el secreto de alcobas contratadas por horas, de secretos innombrables. Era un amante ávido y resistente, adorado por su sexo y sus silencios, por esa pasión con la que achispaba el ánimo de las mujeres y las hacía aullar de gozo. Y cuando regresaba de sus descensos a esos rincones que su viejo años atrás le pidió aprender a despreciar -alejarse y despreciar a los hombres y a los hechos humanos-, él se acercaba a la africana y pese a querer amarla ya no podía contener el semen. Era capaz de fornicar durante horas sin expulsar una gota de semilla pero ante ella, ante su desnudez magnífica y conocida, ante el amor, se derramaba sin llegar a penetrar su sexo como tiempo antes.

          La amante comenzó a esconderse, a agazaparse en las habitaciones y los cuartos solitarios de aquella casa de montaña muriendo despacio. Al tiempo se volvió altiva, recelosa, soberana, y se fue alejando de él , como si cada afrenta de Lucrecio fuera un motivo de retiro, una expresión de la extinción del amor sexual y sentimental que ambos se tuvieron. Ya no se tocaban en los largos pasillos de la mansión, jugaban al gato y el ratón con amargura, y las noches transcurrían en vela, con los ojos abiertos y la distancia sin deseo.

Pero él seguía deseándola, en cada uno de los escasos momentos en que lograba entreverla en la bañera, o cuando la desnudez de ébano surgía del agua enjabonada, o al acostarse, en el momento que ya el sueño inundaba el rostro de esa mujer y él contemplaba ese mismo cuerpo que había gozado durante años, y lloraba desconsolado, sobre todo en esa raras ocasiones en las que lograba aproximarse y ella lo rechazaba y escapaba a otro dormitorio o se escondía de su deseo guareciéndose en el inmenso jardín del palacio en plena noche. A veces, ella no podía escabullirse, y su insistencia la retenía frente a él. La africana surgía de entre las sombras y el duelo se producía. Lo que antes fue dulzura se transformaba en Lucrecio en una violencia que arrancaba las ropas y anhelaba apoderarse de esa desnudez, pero esa bestialidad quedaba rota en el momento en que se miraban a los ojos, y entonces él se derramaba otra vez a pesar del anhelo de abrir esa cadera que antes apretó contra sí extasiado. Entonces Lucrecio huía, huía avergonzado, humillado, y anhelaba encararse a la lasciva obscenidad de los hombres, y allí era poderoso, entre muslos desconocidos y sexos entreabiertos que poco o nada le importaban, fueran amantes ocasionales, prostitutas, lo que fuera, daba igual mientras se tratase de actos sin emoción, sin amor, y regresaba después saciado, colmado de desahogo para atisbar el deseo en la africana y nunca cumplirlo.

          Un día vio caer un rayo sobre una extensión lejana del bosque por la ventana y aquella visión terrible de la luz y la electricidad rasgando el cielo y quemando inexorable la frondosa vegetación, lo devolvió a la vieja biblioteca de su padre. Se adentró en las sombras de la fría sala, hojeó pergaminos y copias, y cuenta Marcel Schwob que releyó con sumo interés un libro de Epicuro. Eran las antiguas palabras del padre soñando otra vida ajena a los hombres, viviendo su encierro y su exilio de la humanidad con la poderosa maquinaria del dinero y la distancia. Entendió que la variedad del mundo era tan excesiva que resultaba inútil seguir manteniendo ideas sobre lo que no podía llenarse, lo que siempre sería refutable, enmascarado o superado, despreciado o simplemente ignorado.

          Se dio cuenta de que lo único verdadero que había vivido eran los momentos en los que pudo fundir sus átomos -descubierto ese concepto además por él- con la naturaleza de aquella loca contemplación junto a Memmio, o en todas esas imágenes del deseo que guardaba proyectadas hacia ella, junto a su amante africana, en ese instante en el que las lagrimas se precipitaron, como antes lloró toda la ausencia de su cuerpo contra el de ella, hasta fundirse ambos en un anhelo inolvidable, en un deseo de la media naranja de la que nos separan al nacer. Un reminiscencia tal vez del embarazo, o su propia mística de la pieza que falta, de la imagen robada, fruto de esa cercanía en la que el feto nace entre los fluidos cálidos de la madre, en el refugio del vientre, en esos pliegues, en esa piel entrelazada que al final se disemina y se escurre en la salida terrible y magnífica a través del útero, en el descenso hacia el exterior entre los labios carnosos y suaves de la vagina.

            ¿Por qué con ella esa diferencia? ¿Porqué con la africana el deseo que trascendía la mera cópula, los excesos de la sangre caliente y la química de los átomos? ¿Por qué era ella la elegida para ese esplendor que no había podido recuperar y que le hacía perder pie día tras día? Todos los movimientos del mundo expresaban sin remedio un caos, una hilera interminable de fuerzas, atracciones y repulsiones constituyendo no sólo la fisonomía particular de su cuerpo, su fortaleza o su inmenso deseo hacia ella, los rituales del acoplamiento, sino la historia, las guerras y conjuras, la sangre vertida de hombres por hombres debida a millones de causas a cual más inútil y enferma.

          Entonces pensó una vez más en Memmio, y se acordó otra vez de la plenitud que vivió con su amante africana, y ni corto ni perezoso cogió un bastón y el papiro de Epicuro, y creyó poder recorrer el mismo camino extenso hasta llegar a ese claro, y tal vez deseó echarse sobre la hierba como entonces y mirar el cielo, y luego leer y seguir contemplando ese pozo eterno de luz azul.

           Había llegado a la mitad del camino de la vida, como Scwhob cuando escribió sus vidas imaginarias, aunque luego murió pronto, sin avanzar más en ese proceso, como Dante expulsado de aquella ciudad poderosa, anhelando revivir a Beatriz, como todos eso hombres descubiertos en la nada de pensar que cada movimiento humano es un justificado error.

          Lucrecio miró cada piedra, cada rama de los árboles, cada tronco y hoja e insecto, se empapó de los colores durante horas, contempló conmovido los cambios en el cielo sin importarle la hora de regreso y las primeras luces apacibles del atardecer, y sintió las variaciones del sol y pronto la llegada de la noche, y comprendió que él y todo lo que conocía era pequeño e insignificante, y desaparecería sin remedio, y sin embargo los días serían por los siglos de los siglos iguales a ese cielo azul que apareció ante sus ojos en el claro, e iguales en esa noche estrellada y tibia que borraba los caminos y oscurecía el espacio circundante hasta dejarlo en la penumbra absoluta. Era un conjunto de átomos anhelando algo imposible, pero que continuaría eternamente sin él y sin ella, y entonces sintió de repente que, tal vez, lo único que no podía concebir era la muerte de su amante africana, la muerte de su deseo hacía ella, aquello que no soportaría sobrevivir, y lloró, como no lo había hecho nunca a no ser de niño, porque su padre no tuvo razón y había hechos humanos que permitían trascender algo de nosotros mismos. Haberla poseído, acariciar con sus dedos su entrega y su amor, tratar de hacerlo en su imposibilidad de entonces, era lo único brillante y continuo que guarecía en sus manos junto a la visión de ese claro, lo que aseguraba una inseminación futura, un esplendor, adentrarse de nuevo en el origen del mundo, y tenía que ser en su sexo, en el de esa africana a la que amaba, única y exclusivamente en el de ella, donde había ardido como un fuego fatuo, en el lugar en el que se había sumido, agitado en una imperiosa y frenética cópula que respondía y comprendía a todas a la vez por un sólo sentimiento incomprensible e incontrolable: el amor.


           Pudo afirmar con el rostro mojado mientras caminaba a tientas por los senderos oscurecidos, perdiéndose, guiándose por la estrella del norte con dificultad, que la muerte provocaba una tristeza injustificada por el cadáver, sin embargo, el muerto dejaba de sufrir, y era la vida la que recibía y guardaba hasta el fin del duelo el pesar, la ausencia, pero aún así no podía comprender su existencia sin ese deseo que lo ataba a ella, y que pensaba duradero incluso cuando su cuerpo ya no pudiera dedicarse al amor y la piel no fuera dura sino floja y arrugada, y pese a ello se sentía capaz de seguir deseando eso en ella. Alcanzaba a comprender la insignificancia, pero no podía aplicarla a la inmensidad de ese sentimiento que lo ataba a la africana. Pobre Lucrecio, que, sin embargo, sí conoció aquello que Petronio no pudo percibir más que por intuición, a ráfagas decadentes y sin demasiado valor. La carne y su amor desnudo, la trascendencia de la carne, su comunión con el pálpito de la naturaleza y con su propia extinción: la enormidad del amor.

           Y a pesar de su espléndida visión, al llegar ante el portalón enorme de madera y a esos arcos ennegrecidos por el tiempo, al contemplar la calma del paisaje y el bosque recorrido detrás suyo, a punto de hacerse de día, siguió temiendo a la muerte y la vida, por ella y por su amor.

           Quiso expresarle esa misma mañana recién nacida a su amante, que quemaba hierbas en un recipiente de barro en la cocina, que había comprendido algo fundamental y que, con paciencia, de nuevo, podrían recuperar ese esplendor. Volvería a desearla como la había deseado, y recuperaría la virilidad a su lado, la fuerza de acariciarla y besarla, de penetrar su vagina y adentrarse en ese ritual del acoplamiento, de la carne abierta, los sexos enardecidos, la felicidad de esas cópulas extasiadas de amor. Pero no lo hizo. Los ojos de ella, que también habían pensado el fin del esplendor, de otro modo, ante el dolor por la huida de Lucrecio, en el desamparo absoluto de sentirse desatendida, vacía, con el sexo infértil, sin ser llenado, con el semen desperdiciado entre las sábanas o en otras vaginas y anos desconocidos, odiaba, odiaba por primera vez en su vida, como si el amor inmenso que Lucrecio guardaba en sus manos fuera el objeto de su dolor y su sufrimiento más agudo, pero sonreía sin saber porqué.

          Sirvió el brebaje de hierbas en dos tazas y aguardó a que Lucrecio bebiera. Él debió pensar en ese momento en un Petronio futuro que iba a morir apaleado, con un filo de acero incrustado en el cuello, o tal vez en el esplendor fugaz de aquella Virginia Woolf que soñó en un estanque todas las muertes de los de antes, el amor a orillas del agua, la interminable sucesión de actos que conducían a ese momento de la escritura a lo largo de los siglos, frente al símbolo eterno de la naturaleza reflejado en esas aguas apacibles, o en aquel texto sobre el deseo que yo escribiría cientos de años después, en el que no supe como expresar que la grandeza de todo el deseo era su contacto con el amor. Y Lucrecio bebió, y al instante se le nubló la vista y olvidó todas las palabras griegas de Epicuro, y sintió un compulsivo deseo de embriagarse, de embriagarse hasta morir, y vio ese cuerpo querido delante suyo y le pido a la africana que se desnudara para él, y ella cumplió.

        Esa misma noche Lucrecio murió envenenado, porque había conocido la muerte, y la muerte, como la vida, estaba en aquel deseo que el brebaje hizo resistir en él hasta que todo se apagó.

Copyright Jimarino 

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cinco itinerarios para una novela futura

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         El tiempo transcurre muy rápido, tanto que a veces uno no percibe la dimensión de los años, sus ecos impredecibles y esas reverberaciones inesperadas, la medida de las experiencias y vidas acumuladas en cada uno de esos períodos de trescientos sesenta y cinco días que cayeron uno tras otro, ahora tan fugaz y lejano su sentido, desde hace poco aún más, incansables despliegues de mariposa dejando una presencia insignificante, algo demasiado cotidiano y frágil, en ocasiones doloroso.

             Hace dos años, tal vez algo más de lo que pienso, de modo inconsciente, nacieron estos Cinco itinerarios para una novela futura. Primero con Bolaño, por supuesto, en un texto muy lejano en la memoria, lleno de aquel regreso a la literatura que desde 1995 había abandonado, cumpliendo a conciencia ese aire de Bartleby enfebrecido, hastiado y melancólico, tal vez perplejo ante la vida nueva. Quizás fuese Bolaño y aquel texto, Instrucciones para la literatura salvaje, lo que me concedió otro lugar, otro ánimo. Él y su poema sobre Perec a su vez. Yo había paseado como Roberto de la mano de esos niños de letras día tras día sin saber qué hacer, y entonces leí ese breve poema: Un paseo por la literatura, y me hizo escribir, de otra forma, alejarme de ciertas obsesiones que debían desaparecer, encontrar la senda que justificase la razón por la que seguía creyendo en el futuro de la novela y en la historia de la literatura. Esa breve introducción al mundo de Bolaño se hizo algo más amplia, y aún así, me parece el texto más cercano y sencillo, más que el resto, aunque sea el último paso del itinerario, tal vez el más difícil de comprender y expresar.

         Gracias a Bolaño descubrí Shangrila, esa revista maravillosa que desde hacía varios años mantenía un proyecto cultural sólido y atractivo  en torno al cine y la literatura. Colaborar con ellos, o mejor, que me invitaran a hacerlo, supuso recuperar la antigua pasión de ser editado que entre 1989 y 1995 se convirtió en una parte de mi vida fundamental, y que luego quedó sorda, inútil, convertida en un prolongado silencio consciente y voluntario, casi empecinado, que sólo determinadas circunstancias, a partir del año 2006, dejaron exhausto y sin sentido para recuperar alguna luz posible.

      Cinco itinerarios para una novela futura sólo podía editarse con ellos, en Shangrila ediciones, por muchas razones. Tal vez porque aquel texto de Bolaño terminó en las páginas literarias de su revista, porque de repente me sentí en una casa, en un hogar del que voluntariamente me había despedido tantos años atrás, sometido a una presión vital y a un exceso que necesitaba de otro aliento. Eso fue, o al menos es lo que creo. Instrucciones para la literatura salvaje fue el comienzo.

         De forma desperdigada, una o dos veces al año, los textos sobre novelistas y poetas contemporáneos fueron provocando esa extraña pulsión narradora, construyendo en silencio ese libro que guardo todavía con algunos capítulos por concluir, Vidas de papel, esbozando los cuatro itinerarios restantes entre toda esa maraña de lecturas y vivencias acumuladas. Cada autor un periodo de mi existencia; primero la lejana juventud a estas alturas, la magia de aquellos mitos iluminadores que flotaban en el recuerdo; después las relecturas que desde el 2008 acumulaban fantasmas y nuevas visiones como si esta edad que llega, los cuarenta airosos, y este rostro que sobrevive y esta voz que no termina nunca de apagarse, tratara de recuperar lo esencial, reuniera fuerzas para expresar esa energía, esa queja, rastreara interminable entre la vieja memoria y las antiguas literaturas engullidas.

        Cuando en el transcurso de las navidades del año 2010 y los inicios del 2011 Los milagros de Dostoievski puso a prueba mis nervios, no sólo por la lectura febril de Fiodor, sino por la dificultad de afrontar con dignidad a un autor de semejante envergadura, por ese acompañamiento tolstiano que me vi obligado a cumplir para hallar un espejo donde comparar su valor o sus ideas con garantías, esa especie de supervisión desde la literatura del otro, comprendí que esos cinco itinerarios escritos; Instrucciones para la literatura salvaje, Roberto Bolaño; Richard Ford y la literatura norteamericana, de la mano de Richard Ford; La montaña mágica: una novela de Europa, con Thomas Mann y El Tiempo literario y la memoria, a través de En busca del tiempo perdido de Proust, no habían sido otra cosa que un ejercicio de lectura convertido en escritura destinado a buscar lineas de fuga hacia el presente, un intento de actualizar aquello que me fue tan útil en las primeras décadas de mi vida, un ajuste de cuentas con un tiempo y una existencia que se me antojaba perdida, naufragada en un mar agitado de voracidad y confusión. En definitiva, se trató de rastrear un horizonte de la literatura futura desde el pasado, buscar los elementos que debía guardar en su seno la novela para seguir ofreciendo esa verdad deliciosa y placentera, de una belleza estética deslumbrante, ese lugar de sabiduría que durante siglos había acompañado a la humanidad como un acto de inteligencia y civilización.

      Todas mis premisas para cada uno de los itinerarios que se separaron del resto de Vidas de papel, un libro tal vez más literario y menos ensayístico, aunque todo lo que escribo termine por convertirse irremediablemente en literatura, no expresaban más que un agudo temor ante la extinción, el esfuerzo de un lector lleno de fe como yo por hallar lo perdurable de la novela, aquello que mantiene su vigencia a pesar del mundo en el que vivimos, eso que hace de cada libro un acto nuevo y al tiempo lleno de tradición, una profundidad humana y espiritual fabulosa por encima de otros ocios inocuos y otras artes; eso que me sigue sirviendo, a lo que me costaría demasiado renunciar.

        Podrá reprocharse a Cinco itinerarios para una novela futura -y eso es algo que asumí desde el primer momento en que escribí en marzo del 2011 el prólogo, al comprender la unidad del recorrido- cierta subjetividad, o una insistencia en el gusto, pero al afirmar el motivo del libro en esa breve introducción, la que inicia la obra, creí ser capaz de sostener con argumentos, con cierta lógica, la pasión con la que había leído y releído las novelas de cada uno de esos cinco autores que conforman el texto, y sobre todo sus ramificaciones constantes e inevitables hacia mi presente y el futuro de la literatura y el mundo. Había hallado la cartografía en la que se sostenía todo ese periodo, parte de mi juventud, hasta esa temida madurez que, al final, no era para tanto. Y en esos itinerarios se hallaba además toda la esperanza y la fe en la supervivencia de la novela, en todo aquello que seguimos considerando ineludible y delicioso de este arte antiguo.

           Para el lector habitual de Los perros de la lluvia, la orientación de los cinco textos que conforman el libro será familiar. Notas y líneas narrativas, autobiografía, ficción y obsesiones a veces, de esa literatura que sigue iluminando pasajes de lo humano, rescatando esas hojas muertas que caen de los árboles en los bosques de libros, palpitando de vida y palabras, que construyen la convivencia y la resistencia de los hombres ante la historia, con sus silencios y sus ecos: eso buscaba, eso quise hallar en cada uno de esos nombres y lugares de la historia de las letras donde creo que vale la pena detenerse para coger impulso.

        Cinco escritores y sus reflejos literarios, más de cien autores mencionados en las páginas del libro; un homenaje a Tolstoi y al siglo XIX literario en Los milagros de Dostoiesvki, también a Balzac, Stendhal, Dickens, Henry James, Herman Melville y Gustave Flaubert; un recorrido por la memoria literaria a través de En busca del tiempo perdido de Proust, con Joyce y Kafka de fondo y Vargas Llosa y Onetti como maestros de ceremonia en El tiempo literario y la memoria; una historia de la decadencia de la cultura europea, con Thomas Mann rodeado de los espectros de Jorge Luis Borges, William Faulkner y Samuel Beckett, en Una novela de Europa; una historia necesaria de la literatura norteamericana en el siglo XX contada de la mano de Richard Ford y su trilogía de Frank Bascome en Richard Ford y la literatura norteamericana; y una cartografía de futuro construida con los huesos literarios de nuestro querido Roberto Bolaño en Instrucciones para la literatura salvaje.

       Espero que les guste. Este país tiene ese hálito de las viejas venganzas impregnado en su sangre, y la cultura, por razones enconadas y áridas, se desangra en un sordo y prolongado suicidio provocado. Comprar el libro supone no sólo leer esos cinco itinerarios que rastrean el futuro de la novela y sus posibilidades todavía a mi juicio abiertas y vigentes, sino colaborar con una editorial independiente, valiente y llena de un profundo amor por la cultura literaria y cinematográfica.

     Tanto en los distintos links disponibles en esta pagina, como directamente en la web de la editorial                  http://shangrilaediciones.com/pages/bakery/swann-libros-1-66.php pueden adquirir el libro. Los puntos de venta físicos en los que se puede encontrar Cinco itinerarios para una novela futura se detallan en la página web de la editorial                                http://shangrilaediciones.com/pages/puntos-de-venta.php

                  Mientras tanto seguiremos por aquí, últimamente he brindado en abundancia con Marguerite Duras. Pronto dejaré sus sombras de letras en esta desvalida cartografía: me he enamorado de ella.


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Marguerite Duras- Ecrire (escribir)

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                 El pasado mes de agosto, mi suegra, como saben conocida escritora francesa, y yo, iniciamos a las nueve y media de la mañana un largo peregrinaje alcohólico y literario hasta Hyéres, hermosa ciudad de la Côte D´Azur, a apenas cuarenta kilómetros de Saint Trôpez y Port Grimaud. Nos aguardaba allí a las once un viejo amigo de Chantal, Monsieur Frédéric Chellin, también escritor y director de la prestigiosa y elitista revista de Aix-en-Provence Litteratures.

      Entre las diez menos cuarto y las diez y treinta y cuatro, en un agradable café con vistas a la bahía, bebimos tres Campari con hielo, dos Ricard bien fríos escarchados de cubitos y una copa deliciosa de rosé de la región. Cuando me dispuse a subir al coche mi somnolencia y el sopor etílico eran tan notorios que estuvimos a punto de cancelar la excursión. La promesa de un baño marino sumidos en ese aire cálido atraía como si las sirenas silbasen desde el pliegue final de las olas. Aún así nos atrevimos finalmente a viajar, tal vez porque esa era la última oportunidad del verano para encontrarse con Fredéric.

       Tardé una barbaridad de tiempo en recorrer los doce kilómetros desde Le Mourillon hasta Hyéres, concentrado en no salirme de la vía y atento a los colores y la luz del mediterráneo que pugnaban por despistarme. Todo mi espacio visual se llenó de nubes cristalinas que flotaban ingrávidas frente a mis pupilas dilatadas. Llegamos tarde y medio borrachos, como era de esperar. Chantal me dijo que, por un instante, había pensado en aquel viaje que casi un siglo antes celebraron Fitzgerald y Hemingway. Insultamos con vulgaridad ebria al machote de Ernest y volvimos a brindar para pasmo de Fréderic con un Campari nada más sentarnos en una terraza de la plaza principal de la ciudad tras los saludos de rigor. Los dos empeñados en ser Fitzgerald escribiendo ante el asombro de Monsieur Chellin, pero con aquella vieja resistencia a la bebida del otro, así que los papeles no estuvieron claros en ningún momento y propiciaron una absurda discusión ventilada con otra ronda más.

       Semejante ebriedad a las once y media de la la mañana tenía un motivo, no se crean que somos alcohólicos sin más. No en vano, mi suegra es una atractiva señora de sesenta y cinco años, con pasiones deportivas en cuanto tiene la ocasión, autora apreciada por la crítica, con ocho libros publicados, muy bien conservada para su edad hasta el punto de que muchos, al mirarla de espaldas, la toman por una treintañera de buen ver, y que, además, escribe como los ángeles. Denota respetabilidad por doquier, ese ha sido parte de su destino, ese aire suficiente y burgués. Yo tengo peor diagnóstico, pero guardo con bastante elegancia las apariencias a poco que me esfuerce. Quiero decir, en resumidas cuentas, que teníamos una buena razón para semejante exceso mañanero.

         Le dijimos a Fredéric que por el camino interminable en coche -una temeridad que no acabó con nuestros huesos en una comisaría de la police français por mi matrícula española- habíamos hablado largo y tendido del panorama literario mundial y nuestras últimas lecturas, aunque a veces el discurso fuese un balbuceo y un pesado regusto a alcoholes de graduación respetable. Sobre todo, y a partir de cierto momento, de Franzen y su Libertad, que nos había fascinado, aunque la escritura de Jose Dónoso (yo El lugar sin límites, y ella, casi en éxtasis, El obsceno pájaro de la noche) situaban a la literatura norteamericana en esos lugares privilegiados de la narrativa pura, y al chileno en ese lugar sagrado de los artistas de las letras, punto de partida que nos permitió divagar un buen rato. Fredéric se limitó al poco a soltar con su sobriedad habitual una sonora carcajada.

         -Dos gallos incendiados -afirmó-, cacarean en este corral-.

        Se calló de inmediato ante el desdén que mostramos sin tapujos mi suegra y yo. Al fin y al cabo Fredéric bebía zumo de frutas del bosque natural, sin azúcar ni conservantes, y siempre fue un tipo bastante soso.

      -¿Porqué esa distancia?.- Se repetía Chantal por lo bajo.- Entre Michon y Phillipe Roth, entre Juan José Saer y Paul Auster? ¿Y porque a pesar de todo nos gustaba tanto Libertad de Franzen? ¿y tanto El lugar sin límites o El obsceno pájaro de la noche?

      Vargas Llosa nos había decepcionado a ambos con El sueño del Celta; escrita con una torpeza inusual en un autor de su rango. Chantal se había cansado de mi querido Vila-Matas sin saber exactamente la razón. Tras aquel flechazo de un par de años atrás que la llevo a enamorarse de Don Enrique el sentimiento se había convertido en una ligera decepción. Habló de Sebald y de Quignard, que mantenían el tipo. Yo le dije que me había fascinado la escritura de Elifried Jelinek, pero no su insoportable mala ostia.

         -Premios Nobel, premios Nobel.- Murmuró Fredéric sin añadir nada más.

        El sol era bochornoso a medio día. Se intensificaba el calor con el alcohol que habíamos tragado. Mi suegra pidió de buenas a primeras un Sauterne mientras esbozaba una teoría sobre las técnicas literarias utilizada por Döblin en Berlin Alexanderplatz. Aseguró que era impecable la escritura, pero el libro le había resultado frío y desagradable, muy lejos del Ulysses de Joyce a pesar de la insistente comparación de la crítica literaria alemana.

       -Suis d´accord ma belle mere… esa Alemania que tanto nos irrita, que tanto ha perjudicado a éste continente…

       Luego acudió a mi mente la fascinante lectura de Gracq y la fijación por varios pasaje de su novela Los ojos del bosque. Me fascinaba la historia del teniente francés. Su soledad humana, los paseos por ese bosque húmedo y extenso, aguardando la guerra. Ese hombre que visitaba a la hermosa y desinhibida joven que habitaba la casa del pueblo. Les confesé que había tenido exuberantes sueños eróticos leyendo la novela, e incluso recordado pasajes sensuales de mi vida enterrados gracias a la magia de esa escritura, a ese sutil recorrido del lenguaje por las fibras y resortes de la memoria y sus ecos agazapados, adentrándome en esos bosques frondosos que fijaban la frontera, en la hermosa historia imposible entre un oficial del ejercito y una hermosa lugareña en un village evacuado. Había leído en éxtasis esa prosa clásica, hipnótica, precisa y al tiempo poética, que se encaramaba a mis ojos y me cegaba con su ritmo y su belleza. Otra prosa excelente para la salud. Los paseos del oficial hasta el secreto cálido de ese caserón. La hoguera encendida, el olor del café y el té, del pan. El cuerpo desnudo de la jovencita que contrastaba con la rudeza alcohólica de los soldados hacinados en el búnker, aguardando una cercana batalla que nunca llegaba. La sensualidad de esa soledad de la espera en el refugio, su decadencia de óxido y humedad, ese ambiente masculino, obsceno, que enseguida quedaba exhausto, anegado ante los despertares sensuales del teniente y la muchacha en el dormitorio, contraste sublime. Tuve la sensación de enamorarme de ella, de gozar de sus pechos y sus caderas, de esos actos de amor gozosos, de esa extraña libertad en medio de una guerra, de la desnudez y la alegría sexual y vital de la chica. Fueron gozosos momentos de lectura.

      Chantal me guiñó un ojo. De alguna forma la vida nos ha construido a través de la literatura con semejanzas que combaten la diferencia generacional y cultural: ella francesa, sumida media vida en el mundo editorial y elegante de la Francia literaria, y yo un español hijo de la democracia, en un país embrutecido y teniendo que lidiar diariamente con el sector más antropológicamente salvaje y obsceno de los existentes en el mundo contemporáneo a pesar de su aparente sofisticación. Nos unía, pensé de repente, Proust y Virginia Woolfe. También Marcel Schwob e Italo Calvino. Cesare Pavese y Onetti. Baudelaire tan a menudo, tan afín a nuestra negrura disimulada, y Apollinaire y Camus, y Bolaño. Últimamente. Bolaño. Donoso ocupaba muchos de nuestros recientes pensamientos.

     –El lugar sin límites-. Repetí de repente, que me remitía a una novela corta magistral de Onetti. No llegué a pronunciar el título cuando Chantal gritó: Los adioses.

      Pero sobre todo nos une ese viaje de la mano de Fredéric. Hyres, los lugares en los que a finales de los años setenta Marguerite Duras paseó su diminuto cuerpo y su cara abarrotada de hermosas arrugas.

      Marguerite, Marguerite. Pasión desde diciembre del pasado año para mí. En tres meses leí y releí toda la literatura que guardaba en mi biblioteca de la Duras, compré las obras que me faltaban traducidas al español, y me empeñé en leer en francés L´amour y La Douleur. Esa misma Duras que a mis diecisiete años consideré falta de interés, prosa demasiado femenina según mi notas -imbécil que fui-, la que amaba mi querida hermana o Helene, aquella de la que dije que escribía novelas demasiados breves para mis gustos monumentales de entonces, en un estilo demasiado minimalista, casi ausente; la misma a la que menosprecié por los títulos de sus obras.

    Dios, la adolescencia, a estas alturas, casi me parece una enfermedad a superar, aunque tal vez será por está madurez que se avecina intolerable y terrible. Ya no lo sé. Pero allí estábamos, con Fredéric, en Hyéres, bebiendo como cosacos y a punto de la santa ebriedad despreocupada y expansiva, por ella, por Marguerite. A pesar de las burlas inocentes de Vila-Matas, que años después de mis exabruptos contra ella me harían concebirla como una abuelita entrañable, inocente y famosa. Ella, que ahora sé que fue la gran dama de las letras francesas con permiso de Simone de Beauvoir, Nathalie Sarraute o aquel fenómeno moderno y fugaz que fue Françoise Sagan; mi Marguerite, a mis ojos de letras por encima de la académica Marguerite Yourcenar.

       Fredéric se reía, él, el mayor especialista que conozco de la vida y milagros de la Duras, capaz de cumplir desde la terraza donde seguíamos Chantal y yo liquidando alcoholes como si estuvieran de rebajas el recorrido diario de aquella pequeña fuerza de la naturaleza en aquellos lejanos días de 1979, en Hyéres. Se reía porque mi suegra quiso conocerla durante treinta años sin suerte. La siguió como si Marguerite fuera un gurú ofreciendo el paraíso, lo hizo desde sus artículos de prensa, sus películas, sus guiones memorables, sus obras de teatro o todas esas novelas que nos regaló. No se perdió nada de ella, e incluso en el año 1994, cuando comenzó a publicar regularmente sus propios libros, estuvo a punto de aceptar el encargo de escribir su biografía, que una conocida editorial parisina planeaba por entonces, proyecto que llevo a cabo cuatro años más tarde Laura Adler. Mi suegra hubiera escrito una biografía a mi juicio mucho más literaria y vibrante; el libro de Adler siempre me pareció frío, lleno de datos sin alma para un corazón como el de la Duras.

     Cuando pudo conocerla, ese día en que la cercanía llegó a ser un roce vanidoso y posible, en la entrega de un conocido premio literario en Lyon, Marguerite se murió. Yo sólo era esa mañana en Hyéres un advenedizo que regresaba al redil. Aquel antiguo diletante, cargado de furia, que hizo pasar a la gran escritora europea de las letras contemporáneas por sus ojos enrojecidos de jovencito díscolo como un pluma fugaz sin atender a esa voz en verdad, a esa extraordinaria y sublime voz. Porque si estábamos borrachos era por ella, siguiendo aquellos rituales que tanto le costó abandonar a pesar de la vejez y la enfermedad. Campari en los tiempos de Los caballitos de tarquinia, con esa maravillosa novela sobre el amor en el sopor del verano italiano. Vino siempre. Porque aquel dolor de la anciana Marguerite aferrada a la botella siempre fue nuestro dolor sin saber exactamente la razón; el miedo a esa vida despiadada y terrible, la necesidad de traspasar con la santa ebriedad las barreras del miedo y el silencio. Siempre igual, ebriedad, dijo Chantal, tan sobria en ese instante de desnuda borrachera, y Fredéric contó como la vio entonces, como la sintió en esos lejanos días de 1979.

        Y entonces, cuando Frederic comenzó a hablar, y se interrumpía de vez en cuando para mirarnos con cierto desprecio, comprendí que tenía miedo, miedo a que no pudiéramos seguir el relato más importante de su vida. Los ojos de Chantal se cruzaron con los míos, y entonces me di cuenta en ese instante de que habíamos atravesado esa barrera imperceptibe que nos situaba en un lugar de letras alcoholizadas, entre esos nombres pronunciados hasta la saciedad con la solemnidad y el respeto de lo que se admira con las entrañas; ya éramos uno a partir de ese momento, no como la antigua camaradería que nos suele acompañar en nuestros desmanes lectores, sino junto a Marguerite en esos mediodías ebrios con las gafas de sol puestas y los vasos recogiendo los rayos de sol. Fue un gesto cómplice y al tiempo individual. Una especie de salto a otra dimensión, a otro tiempo. Todos los libros de Marguerite estaban ya en nosotros como recién leídos. Yo con la premura del lector tardío, casi posterior, con el filtro de las tradiciones, casi siempre insuficientes para una prosa como la suya: mi suegra extasiada de aquella persecución que la hizo leer a la Duras de la A a la Z desde los años sesenta, leerla en los libros y en las revistas, en la prensa, escucharla en la radio, ver sus películas, tratar de conocerla, vivir como si lo hiciera por ella. Cada cual con esas palabras, con el efecto de sus novelas y sus imágenes, de sus ensayos y sus artículos de actualidad, seducidos por ella, la gran alcohólica, la gran escritora, la lolita sensual que devino mujer de apasionado deseo, de muchos amantes y decenas de cópulas desesperadas, la gran mujer que supo envejecer a pesar de la tercera persona vanidosa y extraña y del éxito final, aquella explosión de los años ochenta que El amante provocó convirtiéndola en una celebridad mundial mas allá de las fronteras de Francia, calificativos que sabíamos sin mediar palabras que Fredéric rechazaría, ese Fredéric y su amable sobriedad, su cultura suave como los colores de los jardines con palmeras que bordean la carretera de Hyéres, con esa cordialidad constante y esa bondad reconocida tal vez en todas partes, por nosotros desde luego allí, en ese cruce del tiempo en la Côte d´Azur, en esa terraza iluminada por el sol. Fredéric era prácticamente abstemio, y eso era una diferencia de consideración.

       Supongo que Chantal tuvo que decirlo en ese momento degustando a la Duras.

    -Te faltó el abismo querido Fredéric, siempre lo mismo-. Eso pronunció mi suegra, a punto de la carcajada.-El abismo para entender por completo a Marguerite-.

       Nuestro rezo fue literario, sin excesos ni parafernalia a pesar del alcohol. Prosiguió mi suegra excitada como un devoto ante sus iconos.

        –En un jardín no se está sólo. Pero en una casa, se está tan sólo que a veces se está perdido. Ahora sé que he estado diez años en la casa. Sola. Y por escribir libros que me han permitido saber, a mí, y a los demás, que era la escritora que soy. ¿Cómo ocurrió? Y, ¿cómo explicarlo?. Sólo puedo decir que esa especie de soledad de Neuphle la hice yo, fue hecha por mi. Para mí. Y que sólo estoy sola en esa casa para escribir. Para escribir libros que yo aún desconocía y que nadie había planeado nunca.

        Chantal chascó la lengua, brillante y feliz. El párrafo entero es de la Duras, memorizado, como todo ese libro, Ecrire, reconstruido en su prodigiosa memoria, lleno de resortes que producen su salida exacta, sus palabras extraídas como rollos de papel ante el tirón del lenguaje, de una sola palabra a veces. En ocasiones pienso que vio en ella algo más que su extraordinaria literatura.

      La luz caía sobre la mesa. Me veía reflejado en sus gafas de sol mientras Chantal alzaba la cabeza y afirmaba que un escritor siempre necesita un lugar, aunque se trate de un viajero inconsolable o de un alma sin raíces, siempre necesita el espacio de la escritura si es escritor. Cuatro paredes, una puerta tal vez, que en ocasiones es el cielo, el mar, el desierto, puertas naturales en el fondo, una ventana por la que mirarse a sí mismo, con persianas que propicien el encierro necesario cuando se convocan las palabras de la literatura.

     Es ahí donde ella encuentra esa soledad de la escritura, también la de la vida, igual de inexorable y terrible pese a la compañía de los afectos, del amor y la amistad, tan llena de la misma luz. Sus ojos húmedos me fascinaron de repente, tal vez vi su rostro de joven entre la vejez controlada de ahora, ante el deterioro irremisible de la piel y la carne que he visto avanzar despacio con los años en ella.

   Pronunció todas esas palabras con una solemnidad que celebró el jolgorio alcohólico que nos embriagaba sin alardes. Esta sagrada borrachera de Duras y alta graduación.

    Ahora estaba sola, mi suegra, sin Fredéric y sin mí, tal vez con la Duras en esa casa de Neuphle a la que me llevó una vez, hace unos años, en una de mis frecuentes visitas a Paris: primero la Rue San Benoit y más tarde el peregrinaje hasta Neuphle.

    El hecho de la escritura es una pregunta solitaria a uno mismo, sin importar la repercusión. Es hallar nuestro libro desconocido, el poema del que nada sabemos y que debe brotar porque está ahí, agazapado en algún lugar de nosotros. Entre cuatro paredes, siempre, ventanas cerradas o medio cerradas, una puerta que franquea la salida al exterior cuando todo es demasiado insoportable, cuando necesitamos el alimento de afuera, tal vez las voces de los niños, las risas de los amigos, el beso delicado u obsceno de los amantes.

    -Hay hombres y mujeres de un sólo libro, o de una sola idea, pero eso no es importante, lo importante -añadió, provocando un cierto pasmo en el bonachón de Fredéric-, es que la soledad de la escritura esté siempre ahí, que la necesitamos siempre, aunque no escribamos.

     -Rulfo.-Dije de repente.

     -Rulfo.-Asintió Chantal.

 

           El sol cubría Hyéres. La luz del mediterráneo rompió esa soledad que se instalaba en el rostro de mi suegra, su sonrisa todavía aguantó la alegría en el movimiento de los labios y el gesto del cuerpo removiéndose en su silla. De repente se estremeció sobre su asiento. Las palabras hacía tiempo que se habían arremolinado en torno a un vocabulario esencial, porque llegar a la esencia de una palabra es un esfuerzo sobrehumano, y se llega a pocas lo largo de toda una vida intentándolo, a unas cuantas que terminamos por dominar después de años acercándonos a ellas. Estaba buscando en ella misma a Marguerite, aquello que la unió a su imagen y a sus libros, a su mundo de ficción. Buscó la soledad que acompañó siempre a la Duras de las primeras novelas. Sin esa soledad no se escribe, incluso en la desapacible sensación de no hacerlo se encuentra la pulsión inconexa o fragmentada de la soledad: a veces fructifica en el papel y la tinta, otras difumina la intención de hacerlo aunque persiste esa escritura, su objeto al menos.

         -Es una separación de los demás, nada aristócrata aunque pueda parecerlo superficialmente, absolutamente ausente la mistificación o el exceso, en su justa medida, sino una separación que también es propia, en la que la experiencia cede, la compañía se disipa, y entonces se anhela esa soledad de la escritura, aunque sea mentalmente. Me pasa en un museo, en mis clases, en cenas con amigos, en los viajes con Michel o Milena. Es un instante inevitable, imprevisible, en el que la soledad me sobreviene; es el lugar de la literatura que llevo dentro, también del diálogo con el tiempo, con los otros escritores.

         Apuré la tercera copa de rosado provenzal y y me acudió un deseo imperioso de insultar a Fredéric, a su tibieza vital, sin saber porqué, pese a ser alguien tan bueno y cercano, que siempre estuvo allí, desde que colaboré en su revista dos años atrás, en todos mis viajes a La Var que cumplo irremisiblemente cada verano y guardo una cita para él, para recibir su hospitalidad y hablar de libros. Es un extraño sentimiento de encono, a pesar de que es un lector fabuloso que me ha descubierto numerosos autores franceses, canadienses y belgas, ecos de esa lengua maravillosa que toda mi vida he adorado. Este es un lugar terrible en verdad, egoísta sin pretenderlo, de alguna forma cruel. Si se quiere escribir de verdad, ese aislamiento puede llegar a convertirse en rencor. Muchas veces, en períodos insostenibles, escribir es lo único que ha llenado mi vida, escribir y el amor, como si ambas pulsiones tuvieran una dinámica similar siendo tan distintas, y han sido las únicas que jamás me han abandonado. Escribir es más una forma de deseo que una forma de amor, y en eso estaría de acuerdo conmigo nuestra querida madame Duras.

        Marguerite dijo que la escritura nunca la abandonó. El amor si, aunque sustituyera un amante por otro, decenas de veces, el amor sí. Sin poder explicarlo ni afrontarlo, el amor se le fue, volvió, de otra manera, pero una parte de aquel antiguo enamoramiento se evaporó para no volver.

 

         A pesar de todo Frederic no cesaba de darnos detalles, anécdotas, hechos, ajeno a la ligera antipatía que me sobrevenía. Quizá sabe más de aquello externo que rodeó a Marguerite a lo largo de su vida que nosotros. Puede admirar a la Duras e incluso a Chantal, -a mi apenas me ha ha leído, solo ese puñado de colaboraciones en su revista en el 2010 y el 2011-, pero aseguró que esa extraña mística que mi suegra y yo ensalzamos sin darnos cuenta nunca le pareció convincente, que siempre le resulto lo más flojo y accesorio de la Duras.

     Esa fue su venganza, su demostración de que su agudeza nos adivinaba. Chantal le respondió que desde que el hombre tuvo la facultad del lenguaje, siempre quiso contar, y que la lengua escrita además, siempre fue no sólo un modo de contar sino un lugar en el que expresar algo más íntimo, algo más esencial.

      -La excusa es contar. Contar es el medio en que hacemos inteligible aquello que nos parece innombrable e inexplicable. Contando llegamos a algo, es una iluminación de nosotros mismos que adquiere, en función del talento y la habilidad, una esencia universal, que se asemeja a los fuegos de artificio. Siempre estamos a punto y nunca llegamos, pero hemos visto esa luz de repente, sobre todo leyendo, y a veces escribiendo.

     Marguerite en mis labios, como una degustación sonora del misterio, de repente. En su soledad necesitaba escribir. La oí decirlo a mi lado: un fantasma me susurraba a la oreja esas palabras. Puedo decir lo que quiera, pero nunca descubriré, aunque viva mil años, porqué se escribe ni cómo se escribe.

 

     De la terraza bañados por el sol, Fredéric nos lleva a rastras, ruidosos, tambaleantes, hasta un bodega del centro de la ciudad que Marguerite, en su breve estancia en Hyéres, solía frecuentar. Nos dice que el local ha cambiado mucho. Pasamos al tinto Côte Provence entre las sombras húmedas de la madera que cubre los muros y la ligera humedad que nos recibe.

        A menudo mi suegra me sorprende. Tanta contención que lleva un tiempo aflorando en forma de exceso, a su edad. La veo un día de repente dar un portazo a su vida burguesa y tranquila, a sus bienes acumulados, a su marido, perdiendo el norte en la maraña de carreteras comarcales de la hermosa Europa, buscando huellas de un continente que desaparece, o al menos su esencia, su historia. Su pesimismo es una forma de rebeldía que a cierta edad cobra una forma más lúcida y al tiempo más virulenta.

      -La soledad siempre tuvo un significado claro para ella: o la muerte o el libro. Tal vez también el whisky, eso significaba…

     Su lengua se soltó entre las sombras que nos envolvían. Fredéric quizá se sintió alguna vez así. De repente tuve la sensación de que la escritura fue para ella el lugar de la pasión. De la pasión fugaz e intensa de la vida, de su efímero fulgor, de lo que nos sostiene. Que sucede lo mismo en el amor apasionado; la obscenidad del éxtasis cobra a veces una trascendencia muy superior de lo que creemos, y esa obscenidad es a la vez la desnudez de la literatura, su falta de pudor, aunque una cosa se haga con palabras y alma, y corazón y razón, y la otra se construya con la piel, la lengua, la hermandad, la saliva, los flujos, los humores del cuerpo.

    Marguerite, eso pensó mi suegra alzando la mirada, escribía por deseo, no por amor. Una razón de ser, oímos en sus labios húmedos. Lo que te obliga a apretar un cuerpo desnudo contra ti, a sentir el sexo pleno, saciado, la saliva, el sudor, a morder, siempre fue una razón de ser que había que concluir, como un libro. Tan insatisfactorio al terminar, tan necesario como un libro. La Duras aseguraba que nunca había hecho un libro que no fuera ya un razón de ser mientras se escribía, y eso sucedía, fuese el libro que fuera.

      Creyó que escribía pero nunca pudo acercarse a ello desde un punto de vista intelectual -era demasiado poderosa e inasible la idea-, aunque participara tan a menudo de la vida política y cultura de su tiempo. Tuvo una fugaz iluminación cuando Lacan escribió un artículo al leer El arrebato de Lol V. Stein. No debe saber lo que ha escrito. Porque se perdería. Y significaría la catástrofe. Para ella, esa frase se convirtió en una especie de identidad esencial, en un derecho a decir absolutamente ignorado por las mujeres…

    -Lacan.- Dije mojándome los labios con el vino tinto. -Ahora, eso esencial, mi querida suegra, me parece algo también ignorado por los hombres, qué curioso…

       Tengo la sensación de que Chantal siempre me ha ocultado a mí y a su hija, a su marido, a muchos de los que la han conocido, a sus lectores más fanáticos, el contenido de su esencia; esa misma que a Marguerite le pareció descubrir en las palabras de Lacan, en aquella larga entrevista memorable de dos horas que la Duras y el psicoanalista más famoso de su tiempo celebraron en un café de París, simplemente porque él había quedo absolutamente conmovido y seducido por El arrebato de Lol V. Stein.

      Fredéric intentaba seguirme a duras penas cuando dije en mi francés de andar por casa, ebrio e inconexo por el alcohol ingerido y los efectos del cambio de temperatura entre el sol abrasador de la terraza y la oscuridad de la bodega, que Marguerite casaba mal con los tiempos que vivimos. Que en España tan sólo se leía una parte reducida de su obra; El amante, El amante de la China del norte, algunos textos secundarios, que muchos de sus libros estaban descatalogados. Que me parecía demasiado grande para que toda su escritura no estuviese editada en bolsillo, intolerable que no se estudiase más, que no se hablara de ella demasiado; un derroche que sus películas no se encuentren por ninguna parte. Tenía la sensación de que los tiempo estúpidos y analfabetos la borraban.

      De nuevo hablé de las traducciones: muy difícil traducir sus silencios, sus desmanes con la sintaxis, sus palabras fundamentales que tal vez no encuentran correspondencia en otros idiomas. En Francia se celebraban aniversarios de su obra. Le Monde editó un especial hace un par de meses. Se anunciaba una nueva biografía, se reeditan textos sobre ella. También textos escritos por ella.

 

         La Marguerite que se casó con Robert Antelme es muy distinta a la viejecita encabronada que disfrutaba las mieles del triunfo y el dinero tras la publicación en el año 84 de El amante, a esa mujer endiosada, tal vez hasta demasiado pagada de sí misma que hablaba de ella en tercera persona. De esa Marguerite antigua que vio como su marido regresaba destrozado de los campos de concentración alemanes medio muerto, con el cuerpo y el alma destrozados, y odió, y expresó ese odio una y otra vez con la misma precisión y talento con el que narró el amor o el deseo.

         El deseo. Esa historia sexual y salvaje de “L ´Homme assis dans le couloir” era igual que su odio ante lo que un país, una nacionalidad, una raza como ellos decían, había destruido en Europa, lo exterminado en una comunidad humana religiosa como la judía. No podía perdonar, de la misma forma que no podía evitar sentir fascinación por la violencia del falo, por la explosión virulenta de la eyaculación, por las luces del deseo entre los brazos de una carne y un sexo húmedo. Esa violencia era la suya, aunque vivieran muchos años y se olvidara aquella pasión por otras.

        -El deseo se mantuvo siempre en su escritura.

       Y mi suegra sonrió, porque tal vez también estuvo alguna vez de ese modo entre sus manos. Por un instante la veo desnuda por el bosque, años atrás, con un hombre, otro hombre distinto a su marido y a todo lo que conozco, un hombre salvaje, con el sexo henchido, persiguiendo la eternidad de esa cópula, de ese ritual sagrado hasta que le falta el aire, para luego alcanzar la soledad de la escritura, para escribir, para vivir tal vez.

      –Hallar en un agujero, en el fondo de un agujero, en una soledad casi todo, y descubrir que solo la escritura te salvará. No tener ningún argumento para el libro, ninguna idea del libro es encontrarse, volver a encontrarse, delante de un libro. Un inmensidad vacía. Un libro posible. Delante de nada. Delante de algo así como una escritura viva y desnuda, como terrible de superar. Creo que la persona que escribe no tiene ni idea respecto al libro, que tiene las manos vacías, la cabeza vacía, y que, de esa aventura del libro, es cómo nace la escritura seca y desnuda, sin futuro, sin eco, lejana, con sus reglas de oro, elementales, la ortografía, el sentido.

 

         A veces pienso que todo lo llevo al territorio de mis pasiones, pero en verdad con Marguerite es casi inevitable, lo mismo que le sucede a mi suegra. Los años de exceso, la sensación de libertad acumulada para alcanzar una soledad posible, debieron ser comunes, salvo la distancia generacional de cada época, con los abismos de la Duras y posteriormente, unas décadas después, con los de mi suegra. El espacio de lo oscuro. Esa negrura que siempre necesitamos para alcanzar una luz. Luz que ella expresó. La Duras, que quedó respirando en ese limbo, como ausente, como si toda su obra no fuese otra cosa que un profundo psicoanálisis de sí misma destinado a ofrecer una solución de alegría y paz a los demás.

       ¿Por qué sus infiernos me apaciguaron tanto al releerlos hace unos meses, alejado ya hace mucho de mis lugares siniestros, de mis adicciones y mis tristezas?

      Ella dijo una vez que en la vida llega un momento, y creo que es fatal, al que no se puede escapar, en que todo se pone en duda: el matrimonio, los amigos, sobre todo los amigos de la pareja, los otros también. Lo único que no ponía en duda era la maternidad, la paternidad. El hijo. Los hijos.

     -El hijo no se pone en duda. Y esa duda de todo lo demás crece alrededor de uno. Esa duda está sola, es la de la soledad. Ha nacido de ella, de la soledad. Ya podemos nombrar la palabra. Creo que mucha gente no podría soportarlo, que digo, huirían. De ahí quizá que no todo hombre sea un escritor. Si. Eso es, esa es la diferencia. Esa es la verdad. No hay otra. La duda, la duda es escribir. Por tanto, es el escritor, también. Y con el escritor todo el mudo escribe. Siempre se ha sabido.

     Todo el mundo que la lee. Y esa soledad es la potencia del deseo. Fredéric me miró cuando dije esto. La soledad como potencial deseo, el lugar en el que se entremezcla ese deseo necesario para la escritura. La duda también. Porque la duda es poner todo en jaque, revolverlo todo, hasta lo cómodo o confortable. Pienso en ese día triste en el que los lectores no escriban con Marguerite, no se adentren en esa soledad -en ese deseo y esa duda-. Frederic me acusó de pesimista pero yo le pedí que mirase a su alrededor.

 

         El bodeguero sirvió otra ronda de vinos. Fredéric aceptó al primer alcohol de la mañana, adujo que ya era hora de violar sus preceptos, de trasgredir ese fascinante autocontrol. Ese orden en sus quehaceres trastoca su admiración por la Duras, precisamente una mujer muy ordenada, obsesionada con que la cama estuviese hecha o las cosas de la cocina cada una en su sitio. Sé que Chantal pensó: ¿como es posible que se adentre en Moderato Cantabile, en Ecrire, en Ojos azules caballos negros, en Los caballitos de Tarquinia o en El dolor, y sea tan sumamente metódico, tan timorato hacia lo que es incontrolable, tan ajeno a esa oscuridad necesaria para su luz?

      Hemos hablado tantas veces de esa oscuridad cada vez que las novelas que leíamos eran capaces de despertar esa fascinación terrible, desmesurada. Porque en el fondo, o al menos es lo que pienso, comprendíamos como Marguerite que llevar a cabo un libro es un acto difícil, tanto como la vida cotidiana. La dificultad de una novela exige de una especie de fe, a no ser que uno sea un inconsciente o un ignorante. Cualquier atisbo de creación conlleva un esfuerzo. La escritura tiene además componentes muy estrictos: la soledad que tanto llenaba los labios gruesos de la Duras, pero también el dominio de la sintaxis, el encuentro con el modo de contar, el contacto real de esa escritura con la emoción y la idea, la extraña inconsciencia con la que se celebran los puntos de vista de la narración hasta conformar algo sólido. Un camino tortuoso y difícil, hasta el punto de que Marguerite solía decir con una leve amargura en el rostro que si no hubiese escrito se habría convertido en una incurable del alcohol.

      Bebía mucho, eso es cierto, tal vez porque no se puede escribir siempre, porque el estado de ansiedad que genera la escritura requiere de pausas, de silencios, otras veces de vida necesaria alrededor. Ella decía que temía ese estado práctico: estar perdido sin poder escribir más. Era ahí donde aseguraba que se bebía de verdad. Como uno está perdido y ya no tiene nada que escribir, que perder, uno escribe. Mientras el libro está ahí y grita que exige ser terminado, uno escribe. Está obligado a mantener el tipo.

       Marguerite no podía soltar un libro siempre antes de que estuviese completamente escrito, o eso decía; sólo y libre de ti, que lo has escrito. Le resultaba tan insoportable como un crimen. Cualquier humor al respecto me resulta cínico. Chantal diría que no hay muchos escritores así, que abarquen esa especie de mística del escritor con tal sinceridad, naturalidad, coherencia y calma. ¿De donde viene la obsesión de los textos?.

      Por eso tal vez Lacan quiso conocer a la mujer que había compuesto El arrebato de Lol V. Stein, porque su extrañeza y su curiosidad fueron monumentales: sintió que todo lo allí escrito llegaba de un lugar profundo, un abismo arrebatador y verdadero, con una escritura que parecía una especie de lámina sutil capaz de adentrarse con su silencio hasta rozar muy de cerca la totalidad de un sentido, de una locura. Marguerite no creía posible que un escritor de verdad pudiera quemar su manuscrito. O bien lo que estaba escrito no existía para los demás -no tenía esa necesaria pretensión de alcanzar el sentido que pudiera ser comprendido por los otros- o no era un libro.

      Uno siempre sabe lo que no es un libro: el mundo está lleno de novelas que cubren estanterías de librerías y no son libros.

        -¿Cómo te defiendes tú del miedo, hijo?.-Dijo de repente Chantal.

      Su sinceridad alcohólica me suele provocar pasmos. Retrocedí al instante ante esa pregunta; tenía la frase de Marguerite acerca del miedo, también el eco de Lowry o los cuentos de Pavese en la cabeza. Pero me vino de Marguerite, tal vez porque ahora el Campari volvía a brotar de la mesa para pavor de Fredéric.

       Fredéric convierte el miedo del escritor en una organización ficticia, en una voluntad conmovedora. Yo no sé lo que hago para convertir ese vértigo, que se parece a todos lo miedos humanos, pero que encima posee un doble peso. Miedo al papel en blanco, a no ser, no llegar a escribir lo que deseo, lo que necesito, lo que me devora por dentro y tiene que salir.

     Al no contestar, mi suegra prosiguió afirmando que tal vez se defendió del miedo con una respetabilidad distinta a la de Fredéric, pero no por ello menos ficticia. Las cosas nos defienden relativamente de ese miedo, pero no bastan. Los objetos, las casas, lo tangible. Los hijos, aunque provocan otros miedos. La nada.

      -La Duras solía contar que cuando se acostaba se tapaba la cara. Tenía miedo de sí misma. No sabía cómo ni porqué. Y por eso bebía alcohol antes de dormir. Para olvidarse, a sí misma. Enseguida el alcohol, escribía, me pasa a la sangre y luego uno duerme. La soledad alcohólica es angustiosa. El corazón se nota, si. De repente late muy deprisa sino llega el sueño.

      Fredéric, al que había animado el vaso de tinto, sacó de su pequeño bolso Ecrire. Entonces leyó en voz alta, quizá para acallarnos, cansado de esa complicidad que lo dejaba fuera frente a su excursión, sugerida por él, tras los pasos de Marguerite en esta bella ciudad de Hyéres, en la Côte D´Azur, a orillas de la Provenza.

 

      Cuando yo escribía en la casa todo escribía. La escritura estaba en todas partes. Y cuando veía a los amigos, a veces no acertaba a reconocerlos. Hubo varios años así, difíciles, para mí, si, diez años quizá, quizá duró diez años. Y cuando amigos incluso muy queridos acudían a visitarme, también era terrible. Los amigos nada sabían de mí; me apreciaban y acudían por gentileza creyendo que hacían bien. Y lo más extraño era que no me importaba. Eso hace salvaje a la escritura. Se acerca a un salvajismo anterior a la vida. Y siempre lo reconocemos, es el de los bosques, tan antiguo como el tiempo. El del miedo a todo, distinto e inseparable de la vida misma. Uno se encarniza. No se puede escribir sin la fuerza del cuerpo. Para abordar la escritura hay que ser más fuerte que lo que se escribe. Es algo curioso, sí. No es sólo la escritura, lo escrito, también los gritos de las bestias de la noche, los de todos, los vuestros y los míos, los de los perros. Es la vulgaridad masificada, desesperante, de la sociedad. El dolor; también es Cristo y Moises y los faraones y todos los judíos, y todos los niños judíos, y también lo más violento de la felicidad. Siempre. Eso creo.

 

 

      Nos quedamos sobrios, apagados. El jolgorio dio paso a una suave caída. Cuando Fredéric propuso ascender hasta la parte alta de Hyéres, por los barrios que se adhieren a la montaña y ascienden hacia el castillo, salimos disparados. Necesitábamos el aire, el extraño rumor del aire cálido, del sol, para recuperar cierta entereza. La ebriedad era intensa y confortable, una suave ceguera que erizaba la sensibilidad, me cegó los ojos. Casi me tambaleaba entre los escalones de piedra que cubrían algunos pasajes. Me sorprendió la resistencia de mi suegra, que se cogía al brazo de Fredéric para sostenerse, pero en el rostro no se le notaba nada, al contrario; su disimulo era conmovedor. Me puse a su altura al imaginar a la Duras con medio litro de Campari en la sangre subiendo la cuesta. Igual o peor que yo tal vez.

     -La escritura tiene ese reverso. Su luz siempre nos hace ir muy lejos, a veces la oscuridad. Hasta que uno la remata. Otra vez Marguerite en la luz. De repente todo cobra un sentido relacionado con la escritura, es para enloquecer. Dejamos de conocer a la gente que conocemos y creemos haber esperado a quienes no conocemos. Sin duda se trataba simplemente de que ya estaba cansada de vivir, un poco más cansada que los demás. Era un estado de dolor sin sufrimiento. A veces es estremecedor leerla, hijo. No sé si tú podrías llegar a entenderla Fredéric, con tu optimismo eterno. Ella decía que no intentaba protegerse de los demás, en especial de quienes la conocían. No era algo triste. Era desesperación, la que he sentido tantas veces en mi vida. Eso lo escribió Marguerite cuando estaba embarcada en el trabajo más difícil de su vida: el amante de Lahore, escribir su vida. Mientras escribía El vicecónsul.

    -Se pasó tres años para terminar el libro.- Contó de repente Fredéric, sin hacer caso al comentario de Chantal sobre su actitud vital. Marguerite no podía hablar de él porque la menor intrusión en el libro, la menor opinión objetiva, habría borrado todo su sentido. Otra escritura, corregida, habría destruido la escritura del libro y mi propio conocimiento del libro; dijo. Esa ilusión que tenemos -y que se ajusta- de ser la única persona que ha escrito lo que hemos escrito, sea nulo o maravilloso.

     Le pregunté a Fréderic, que parecía conocerlo todo sobre la biografía de Marguerite Duras, porqué ella mintió sobre la veracidad de lo sucedido en El amante, porque lo hizo, sabiendo además que una historia mucho más cercana a la verdad, salvo que el personaje del amante era europeo y no un chino, ya se hallaba en Un dique contra el pacífico. Fredéric se encogió de hombros.

      -No lo sé… vanidad, tal vez un juego, una venganza inconsciente. La Duras estuvo diez años casi olvidada por la crítica. Sus escarceos con el cine la habían apartado de establishment literario. Se dio cuenta pronto de que sus nuevos lectores leían El amante como si fuera un texto biográfico, escandaloso, sensual. La película que se hizo después ofrecía una imagen de un chino hermoso como un Dios. La verdad había perdido sordidez, ya no era una especie de prostitución ideada por la madre y el hermano mayor para conseguir el dinero del amante millonario, sino una sensual y espléndida exhibición del deseo femenino, del amor físico entre un hombre y una mujer…

      Cuando vi esa famosa entrevista con Pivot, quise entender la burla de Marguerite, sólo cuando el público la aclamaba comprando masivamente su libro, tomando El amante como una vivencia real de la autora, vio la posibilidad de ajustar cuentas con su larga existencia como escritora. Eso lo pensé en la ebriedad fatigosa de nuestro paseo, cogidos ahora Chantal y yo del brazo de Fredéric. Una especie de revancha. Una solicitud de engaño, de distancia y de burla, tal vez harta de demasiadas cosas. La Marguerite que vendió millones de copias de esa novela, exploraba la mentira de los tiempos, tal vez por primera vez en su vida. No sé si de modo consciente, pero lo cierto es que entrevió ese lugar de falsedad en el que participó, y que nada tenía que ver con la verdad de la ficción. Era una escritora de ficción, y por tanto escribía novelas, sin embargo aceptó el reto de mantener una verdad imperfecta de su biografía -deliciosa de su extraordinaria literatura- adornada, dulcificada, inclinada hacia una de sus pasiones, el deseo, la sensualidad, hasta convertir una historia miserable en una especie de reivindicación del amor carnal. Podía ser lícito; los escritores son despreciados, o empezaban a serlo por entonces: inventores de mentiras, de ficciones, en un universo de realidad inamovible. Palabras libres, insignificantes, en medio de la dictadura del lenguaje de masas, mediático, manipulador y obsceno. Demasiado poco un escritor. La palabra realidad había cobrado una forma terrible, tiránica y preeminente, como sucede hasta ahora. La búsqueda de la realidad objetiva es una especie de lucha perdida de antemano como sabe la historia de la literatura, que, sin embargo, alcanza con una mediocridad insostenible una preeminencia desesperante en nuestros días.

    Chantal añadió algo. Palabras de la Duras otra vez, mientras sudábamos en la ascensión, nos deteníamos ante un hermoso mirador y veíamos como la ciudad de Hyéres descendía extensa hasta el límite de mar.

        -Un escritor es algo extraño. Es una contradicción y también un sin sentido. Escribir también es no hablar. Es callarse. Es aullar sin ruido. Un escritor es algo que descansa, con frecuencia, escucha mucho. No habla mucho porque es imposible hablar a alguien de un libro que se ha escrito y sobre todo de un libro que se está escribiendo. Es imposible. Es lo contrario del cine, lo contrario del teatro y de otros espectáculos. Es lo contrario de todas las lecturas. Es lo más difícil. Es lo peor. Porque un libro es lo desconocido, es la noche, es cerrado, eso es. Un libro avanza, crece, avanza en las direcciones que creíamos haber explorado, avanza hacia su propio destino y el de su autor, anonadado por su publicación: su separación , la separación del libro soñado, como el último hijo, siempre el más amado…

      Estas palabras que acabo de pronunciar me hacen llorar, no sé por qué.

    -Eso es lo que escribió Marguerite después de ese párrafo. Su consejo me fascina por su ambigüedad y al tiempo por su exactitud: escribir a pesar de todo, pese a la desesperación. No; con la desesperación. Qué desesperación, no sé su nombre. Escribir junto a lo que precede al escrito es siempre estropearlo. Y sin embargo hay que aceptarlo; estropear el fallo es volver sobre otro libro, un posible otro de ese mismo libro.

     Mi suegra se detuvo y miró el horizonte. Estábamos a pocos metros de una casa en la que Fredéric nos aseguró que Marguerite Duras pasó varias horas aquel año que estuvo en Hyéres. Su sonrisa era enigmática, como si ocultara una parte del relato a propósito. Es su pequeña venganza, aunque no nos interesase saber qué hizo allí la Duras. Chantal se tambaleaba, la ebriedad era de alguna forma ya incontrolable.

A veces pienso que guarda en ella toda la contención de una vida, agazapada, sólo aireada en su enrevesada ficción, en sus mundos literarios, tan alejados a menudo de su propia realidad que describe en una especie de enigma que a menudo me cuesta desentrañar. El rastro está ahí, tal vez en esa borrachera mañanera, en ese físico fibroso y ágil a pesar de la edad que le antecede, que podría fatigarla sin excusa, en las sombras de sus ojos cuando alza la vista y trata de esbozar una sonrisa alegre entre la respiración entrecortada.

      Aún recuerdo sus palabras una noche fría de Noviembre, en su balcón de Paris, los dos arrebujados bajo una manta, de madrugada. Atacados de insomnio. Ninguno podía explicar porqué a las tres de la mañana, a cinco grados bajo cero, estábamos allí, encendiendo un pitillo tras otro. Fue ella quien trajo el vino, la manta y una par de cojines, y entre aquella humareda que se entremezclaba con la niebla sobre la ciudad congelada, me contó palabras que luego leí en Marguerite, y que me permitieron de alguna manera comprenderla, quizá incluso comprender una parte de mí llena de desasosiego. Me dijo, como si fuera la Duras quien le susurraba al oído, que se está solo frente a una novela que va a comenzar, que ese instante en el que empieza a crecer en uno mismo es similar al primer sueño de la humanidad. Nunca pudo encontrar algo similar a esa sensación, a excepción de la emoción de la maternidad y esa ilusión parecida proyectada en el futuro de ese feto que llevó en su vientre, o en el deseo, en la sensualidad de un amante deseado con toda el alma, alargado ese anhelo largo tiempo hasta ser degustado finalmente.

        Es estar sola en la escritura aún yerma. Escribió Marguerite Duras.

     Cuando me preguntan porque atisbo esa diferencia tan enorme entre lo que creo entender por literatura y esas novelitas cualquiera que se leen incesantemente sin saber el motivo, remaches de muy poca calidad que mal imitan la tradición narrativa del siglo XIX sin su pausa ni su profundidad ni su precisión, y lo hacen tal vez con la necesidad de zaherir a esa extraña consciencia de pertenecer a una tradición de siglos, de agujerear la escasa confianza en el futuro o en las posibilidades de una escritura de esa índole, fuerzas que a menudo me vencen hacia el desánimo, me someten aunque no viva de esto ni lo haya hecho nunca más allá de un puñado de euros, algún premio, y de colaboraciones esporádicas que alientan la ilusión de seguir, pienso en Marguerite. Podría burlarme como otros ilustres lo hicieron de su ensimismamiento, de su extraño ritmo, de esa sintaxis imposible, rota, a veces tan ambigua que exige tomar partido, de su solemnidad excesiva tal vez. Pero no lo hago, como no lo hice esa noche con mi suegra, en esa pose de ambos tan mitificada e incluso estereotipada, dos humanos congelados en un balcón de Paris en plena tempestad de invierno, insomnes, trascendentes hasta el patetismo. Pienso en esas palabras que todavía me acuden, incluso en sueños alguna vez, frente a la insistencia de las masas por borrar la magia.

 

         La escritura ha existido siempre sin referencia alguna o bien es… Sigue siendo como el primer día. Salvaje. Diferente. Salvo la gente, las personas que circulan por el libro, nunca las olvida uno en el trabajo y el autor nunca las echa de menos. No, estoy segura, no, la escritura de un libro, el escribir. Pues es siempre la puerta abierta hacia el abandono. El suicidio está en la soledad de un escritor. Uno está solo incluso en su propia soledad. Siempre inconcebible. Siempre peligrosa. Si. Un precio que hay que pagar por haber osado salir y gritar.

 

       En pleno inicio del siglo XXI, este oficio, este sacerdocio, parece extraño, ajeno al devenir del mundo. Exige una pausa consciente, casi necesaria, un sentido del tiempo espaciado, ruidoso y al tiempo sordo, inocente. Requiere lectores atentos que ahora no tienen tiempo. Soledad, que a pesar de que no se ha ido ni se irá nunca, o de que incluso es más incierta y desolada que nunca, parece sin embargo hecha de ruido incesante, de excesiva compañía. Todo parece comunicado pero cuesta mucho encontrar esa comunicación profunda de la que hablaba Duras. Por qué seguir, dijo mi suegra, llena de furia. Por qué seguir a estas alturas, ella sobre todo, por edad, por tener todas las necesidades cubiertas, por tener tiempo disponible, por qué seguir con ello.

       El universo de lectores futuros parece una barco improbable al que nos aferramos como lo haría la Duras si tuviera que empezar a escribir ahora, como susurra Michon, como lo piensan muchos otros. Dónde reside la necesidad de esta trascendencia salvaje que vive constantemente en las obras maestras de Cormac McCarthy o Coeezte.

      Marguerite escribía todas las mañanas. Sin horario alguno. Nunca. Puro arrebato. Puro deseo apresurado, aunque luego sus correcciones fueran interminables, constantes. Toda su vida fue así, a excepción de lo referido a la cocina, en la cocina siempre supo cuando había que ir para que tal cosa hirviera o tal otra no se quemara. En los libros, más tarde, también lo sabia. Podía jurarlo: nunca mintió en un libro, eso dijo. Ni tampoco en su vida. Excepto a los hombres ¿Cómo les mintió a los hombres? ¿En qué?

      Quedó la carcajada de Chantal en el aire. ¿De qué modo lo hacía? Y ella volvió reír, como si supiera en verdad que clase de mentiras cumplió con ellos en medio de su deseo, de sus arrebatos amorosos. No me lo confesó ni a mí ni a Fredéric, porque sería rebelar tal vez algo insoportable.

        Entonces, si no hay respuesta, necesito cambiar de tercio. Sé que a la Duras también le mintieron esos amantes y amores acumulados; Mascolo, sobre todo Gerard Jarlot, todo ellos escritores inferiores a ella, mucho mejor Antelme, que siempre fue modelo de hombre de una pieza, de una ética irreprochable, como Camus. Y entonces les cuento que cuando voy a una librería pienso siempre en unas palabras que ella escribió. Esas en las que les reprochaba a los libros, en general, es eso: que no son libres. Que se ve a través de la escritura que están fabricados, están organizados, reglamentados, diríase que conformes. Una función de revisión que el escritor desempeña con frecuencia consigo mismo. El escritor, entonces, se convierte en su propio policía. Entiendo, por tal, la búsqueda de la forma concreta, es decir, de la forma más habitual, la más clara y la más inofensiva. Sigue habiendo generaciones muertas que hacen libros pudibundos. Eso me gustaba cuando ella lo escribía. Libros pudibundos. Incluso jóvenes. Libros encantadores, sin poso alguno, sin noche.

      Chantal miró de reojo a Fredéric y a sus novelas impecables, tan asépticas. Dicho de otro modo, escribió la Duras: libros sin auténtico autor. Libros de un día, de entretenimiento, de viaje. Pero no libros que se incrusten en el pensamiento y que hablen del duelo profundo de toda vida, el lugar común de todo pensamiento. Y cuando Marguerite se refería al dolor profundo de toda la vida no era para referirse a libros dramáticos, desoladores, sino porque es común ese duelo, incluso hasta para los más inconscientes e ignorantes. Se refería a esa verdad irrefutable que, además, es origen del pensamiento, aquello que debemos pensar para llenar eso, la profunda tristeza que simplemente por su finitud y sus interminables despedidas conlleva vivir. Ese dolor.

 

       No sé qué es un libro. Nadie lo sabe. Pero cuando hay uno, lo sabemos. Y cuando no hay nada, lo sabemos como sabemos que existimos, no muertos todavía.

 

       Me fascinó esa escritura de Ecrire, ese hermoso testamento de frases precisas, de palabras necesarias, cumbre de su lenguaje, decía la Duras, espacios donde todo se eleva para hablar lo más rápido y preciso posible de todo lo que puede hablarse con las palabras de la literatura. Ni siquiera en sus sombras, en sus ocultamientos o amabilidades hacia sí misma encuentro algo en verdad reprochable.

 

        Cada libro, cada escritor, tiene un pasaje difícil, insoslayable. Y debe optar por dejar este error en el libro para que siga siendo un verdadero libro, no una falsedad. La soledad no sé en qué se convierte luego. Aún no puedo decirlo. Creo que esa soledad se torna trivial, a la larga se convierte en algo vulgar, y que es un gran acierto. …algunos escritores están asustados. Tienen miedo de escribir. Lo que ha ocurrido en mi caso, quizás haya sido que nunca he tenido miedo de ese miedo. He hecho libros incomprensibles y han sido leídos.

 

 

        Fredéric habló de las razones por las que Marguerite necesitó a partir de cierto momento el cine, más allá del interés que mantuvo por ese lenguaje artístico a lo largo de toda su vida. Hiroshima mon amour entre los dientes, todas esas palabras esparcidas en esa cama de hotel, entre la desnudez de los amantes. El cine era una proyección de las obsesiones de la escritura que compartía con un grupo. En el fondo la soledad de la literatura, ese proceso de ahondamiento de sí misma que la llevaba a adentrarse en cada una de sus novelas y sus obras, quedaba ligeramente aliviado al compartir con los actores, con las personas con las que habitualmente filmaba, sus obsesiones.

      Chantal asintió, reconocía esa superioridad de la biografía que Fredéric, con tan sólo un vaso de vino tinto y toda una vida dedicada a los milagros de la Duras, expresaba. Tanto mi suegra como yo nos acercamos a la esencia de sus libros de ficción o sus obras de teatro. Entrevemos al autor en cada uno de los pliegues de las hojas rellenadas por la tinta, en la endiablada sintaxis, en los diálogos y gestos descritos para cada uno de sus memorables personajes. Pero él conoce esa exactitud, la buscó, rastreó por los fondos de su legado, vio una a una todas las películas, habló con quienes la conocieron, hasta dejar en el aire esa vida que nunca se atreve a afrontar, y de la que guarda cientos de libros y documentos en un enorme estante de su biblioteca. Siempre nos dice que no se atreve, tal vez como me ha sucedido a mí a lo largo de los meses en los que le he dado vueltas a la posibilidad de afrontar un texto sobre ella. No saber quién era en verdad, si fue el amor o el deseo lo que la empujó a mantenerse en pie, si la escritura tuvo esa pureza cristalina, si su existencia no fue otra cosa que un prolongado engaño, o una especie de sinfonía desafinada que sólo las notas de palabras en cada una de las partituras que fueron sus libros expresaran en realidad su esencia. Cómo hacerlo en medio de toda esa complejidad, en sus ambigüedades y secretos, conocer una vida tan larga, tan rica, tan variada, y más tarde tan falsificada por su literatura sin desearlo, por aquel coqueteo impensable que a partir del año 84 la convirtió en una celebridad no sólo en Francia, donde ya gozaba de prestigio y reconocimiento, sino en todo el mundo, fingiendo que aquella novela, El amante, era un hecho acontecido, tal vez porque el público lector se lo pidió una y otra vez hasta que decidió burlarse, aprovechar esa ingenuidad molesta e insistente, a menudo tan ignorante.

        Si hizo cine fue para intentar escapar de esa soledad. Porque ella sabía que la soledad siempre está acompañada de cerca por la locura. La locura no se ve, o al menos no siempre se ve. La Duras escribió que cuando se extrae todo de uno mismo, todo un libro, forzosamente se está en un particular estado de cierta soledad que no se puede compartir con nadie. No se puede hacer compartir nada.

        -Uno debería leer sólo el libro que uno ha escrito, enclaustrado en el libro.- Continua Chantal

      Hay algo en ella de Dostoiesvki, aunque su estilo, su modo de componer, sea tan diferente.

         -¿Por qué de Dostoiesvki?.- preguntó de repente Fredéric.

       -Para la Duras -respondió mi suegra- el enclaustramiento en el libro posee una aspecto profundamente religioso. Ella nunca pronunció palabras como las de Fiodor por la sencilla razón de que escribió en la segunda mitad del siglo XX y no en el XIX. Dios estaba ya desaparecido del mapa; el maná era la tecnología, la ciencia, el progreso material y científico. Y sin embargo, los hombres seguían haciendo lo mismo, tratando de escribir, tratando de contar, tratando de ahondar en sí mismos. La escritura es una fe en el fondo, sino carece de sentido. Por eso me gustan los escritores como Duras, los que sin boatos ni alardes, sin excesos, plantean el hecho literario como una trascendencia interior.

    -Lee Ecrire, Fréderic, lee esas páginas..-Animé en esa última ascensión. El libro manoseado, subrayado hasta la saciedad, lleno de pliegues en las puntas, de anotaciones a bolígrafo.

      –Uno debe leer sólo el libro que uno ha escrito, enclaustrado en el libro. Esa frase tiene un aspecto religioso pero no lo experimenté en el acto, pude pensarlo después (como lo pienso en este momento) con motivo de algo que podría ser la vida, por ejemplo, o la solución a la vida del libro, de la palabra, de gritos de aullidos sordos, silenciosamente terribles de todos los pueblos del mundo…

          … todo escribe a nuestro alrededor eso es lo que hay que llegar a percibir…

        -En pocas palabras, hay que creer en la trascendencia del alma, en la posibilidad de que perdure; esa era la idea terrible de Dostoievski, la que se le planteaba frente a los movimientos utópicos que tenían como fin los condicionantes materiales de la vida sin prestar atención a la inmortalidad del alma. Y eso es una forma de locura, porque siempre será un misterio humano. ¿Qué es los que queda de los muertos? (Y no hablo de su presencia física, eso desaparece, el cuerpo se convierte en huesos que se transforman a su vez en polvo, el olor muere, el rastro se evapora), pero ¿qué queda de eso muerto que es intangible? ¿De qué esta hecho el recuerdo? ¿A dónde van las palabras y los gestos trascendentes?

 

      La ebriedad remitió conforme Fredéric nos hizo regresar a buen paso hacia el centro de la ciudad y paseábamos despreocupados por las calles de Hyéres. Una hora después de la última copa ingerida, el sopor era evidente. Fredéric anunció una comida en uno de los restaurantes en los que comió Marguerite treinta años atrás, que ahora, nos confirma, por supuesto tiene otro nombre, otro dueño, otros camareros.

 

        Aquel año lejano de 1979, Marguerite se dedicó de lleno al cine. Tal vez necesitó salir de sí misma, encontrarse con la complicidad constante de la gente del cine. Faltaban pocos años para que El amante, escrito en tres meses según sus palabras, viera la luz y su existencia sufriera una nueva modificación brutal, un cambio que borraría las huellas de la antigua Marguerite o las amplificaría hasta la deformación, que la convertiría en una mujer famosa, teatral y provocadora, y a veces en alguien insoportable.

      Fredéric se reía mientras nos servían los primeros platos en el restaurante. Por un momento se le ocurrió imaginar que pensó ese Gerard Depardieu salvaje y sensual, tan jovencito, frente a la tremenda y ácida energía de la Duras, los dos subidos en ese camión para filmar una historia hermosa y entrañable. Una Duras que no aceptó que la maquillasen, que salió en la pantalla con sus arrugas y sus excesos de alcohol cubriéndole los ojos. Qué exposición de esa lúcida vejez que, aunque no lo fuera, siempre nos pareció prematura al tener en el imaginario sus fotografías antiguas, su belleza imprecisa. Imaginé que, ambos buenos bebedores, tragaron alcoholes de alta graduación juntos, incluso que ella coqueteó por gusto con ese joven por entonces fuerte y atlético, ruidoso y obsceno, que mostraba su cuerpo desnudo en cualquier película en la que le pagasen, pero esa sensación, de alguna forma, nos pertenecía más a Chantal y a mí. Las brumas en la mirada de mi suegra reflejaban ese sufrimiento de años que siempre he percibido en su rostro. Aspira al punto de liberación que tal vez se persiga a lo largo de toda una existencia, una salida honrosa a sus pulsiones, a su ímpetu vital, pero cuando cree hallar el lugar de fuga, se contiene, respira profundamente y se detiene.

         Marguerite insistía en que la liberación se producía siempre cuando la noche iniciaba su dominio. Cuando todo quedaba quieto afuera, el trabajo, el eterno movimiento de la vida. Entonces gestaba ese lujo nuestro, de los escritores, ese instante de calma que nos pertenece, similar a mis madrugadas eternas, a esas cinco de la mañana en las que salto de la cama y la ciudad duerme y no se oye nada y todo el aire tiene esa pureza de lo novedoso, de lo vacío que hay que rellenar, milagro de la escritura en la sombra, tan a menudo la noche todavía viva, clareando tan despacio.

       La Duras escribía de noche, porque tal vez sus borracheras monumentales no le permitían madrugar. Era la afilada vida de oscuridad y misterio lo que la seducía para el acto de la escritura. Aunque decía con cierta ironía que un escritor podía escribir a cualquier hora.

       -No sufre sanciones de reglas, horarios, jefes, armas, multas, insultos, policías, jefes y más jefes.

           -… ni las gallinas cluecas de fascismos futuros.

           Fascinante definición de los esbirros.

 

 

 

          El día acabó al atardecer. La luz declinaba en la costa dejando un rastro rojizo en el horizonte. El interior del coche se fue oscureciendo y el alcohol se evaporó hacia un prolongado silencio. Una ruta más de Marguerite cumplida, como aquel trayecto inolvidable con Chantal hasta la casa de Nuephale, en aquella ocasión con una ebriedad aún más intensa y cierta luz en los ojos. Buscábamos su rastro. Mi suegra logró trasmitirme en esa insistencia en el itinerario la necesidad de acercarme a los lugares -tan importantes- de la Duras, tal y como ella buscó a esa mujer fascinante a lo largo de tantas décadas sin saber por qué, ella, tan poco mitómana más allá de su amor por la literatura y ciertas obras. El silencio acompañaba la noche hasta que le pregunté porqué fue Hiroshima Mon amour, y un poco antes Moderato Cantabile el punto de inflexión que la convirtió en la gran dama de las letras francesas. Es verdad que antes surgió Un dique contra el pacífico, y Los caballitos de Tarquinía, pero Hiroshima mon amour fue diferente. Alain Resnais filmó sus palabras y la experiencia se sostiene si uno se siente cómplice de ese lenguaje, de ese ritmo particular, las frases cortas como aleteos de olas a la orilla del mar, el adjetivo doble, reiterativo, exacto.

         -¿Por qué a partir de Hiroshisma?

         -Porque supo lo que era follar.

     La respuesta de Chantal flotó en el aire, se esparció como un remolino de duda que asomaba en el cielo, a orillas de la luna llena que surgía entre las montañas del interior. Esta Provenza de noche posee la misma fascinación. Los ojos azules caballos negros. Mi suegra repiqueteó en la guantera, se sacó un cigarrillo Vogue del bolso y fumó. Dejó de fumar hace treinta años pero su nueva revolución tiene aires de revival, de excesos, de reto a la contención de su existencia, a esa familia que la adoptó tras el matrimonio, burguesa, elegante y distante como los búhos

       -Cuando una mujer hace el amor como Marguerite gozó con Gerard Jarlot, como él la amó a ella, es posible cualquier cosa.

        Tuve ganas de reír escandalosamente. La señora bien conservada de 65 años miraba el horizonte y comenzó su risa. No le pregunté, lleno de pudor, por que tal vez a ella le pasó lo mismo. Alguien le ofreció ese deseo tan intenso que recordarlo duele, tan imperioso para ella que tuvo el don de extraer la voz, las palabras, la autoestima, el eco, aunque significara en algún momento la derrota o el dolor más absoluto. Pero ese conocimiento era suyo, y tal vez Jarlot, ese hombre seductor y mujeriego, de una sola novela a la que ella dio su toque y su ayuda para ser editada, escritor mediano de prensa y demasiado atraído por el erotismo como para establecer alguna literatura perdurable, despertara a esa bestia, a esa inmensa mujer que escribió Ecrire.

        Siempre vuelvo a Ecrire, en ese periodo en el que ya Marguerite parecía tan a menudo una caricatura de sí misma tal vez, una especie de icono televisivo y periodístico, una imagen detenida, un personaje de ficción, de su propia ficción. Ecrire es la síntesis de todo ese camino, escrito dos años antes de su muerte. Tal vez ese hombre que tanto daño le hizo alentó esa fuerza, ese aliento entrecortado que nos susurra; La Douleur, El amante, El arrebato de Lol V. Stein, Moderato Cantabile, El Vicecónsul, El amante de la china del norte, Indian Song. Ese hombre que la penetró, la poseyó, la arrebató quizá como a uno de sus personajes para hacer de ese deseo algo trascendente, ese aliento, para amplificar aquel antiguo y eterno deseo de escribir, siempre escribir.

       Estoy seguro de que Chantal se regocija en alguno de esos actos imposibles de su vida que, a pesar de todo, la trajeron aquí, puede que más muerta que viva a veces, otras expectante ante la palabra justa, esa que la hace una escritora conocida aunque siempre oculte su nombre.

 

       Nadie puede

 

       Hay que decirlo: no se puede.

 

      Y se escribe

 

      Lo desconocido que uno lleva en sí mismo: escribir, eso es lo que se consigue. Eso o nada.

 

      Se puede hablar de un mal de escribir.

 

    No es sencillo lo que intento decir, pero creo que es algo en lo que podemos coincidir, camaradas de todo el mundo.

 

    Hay una locura de escribir que existe en sí misma, una locura de escribir furiosa, pero no se está loco debido a esa locura de escribir. Al contrario.

 

     La escritura es lo desconocido. Antes de escribir no sabemos nada de lo que vamos a escribir. Y con total lucidez.

 

    Es lo desconocido de sí, de su cabeza, de su cuerpo. Escribir no es ni siquiera una reflexión, es una especie de facultad que se posee junto a su persona, paralelamente a ella, de otra persona que aparece y avanza, dotada de pensamiento, de cólera, y que a veces, por propio quehacer, está en peligro de perder la vida.

 

    Si se supiera algo de lo que se va a escribir antes de hacerlo, antes de escribir, nunca se escribiría. No valdría a pena.

 

    Escribir es intentar saber qué escribiríamos si escribiésemos -sólo lo sabemos después. Antes, es la cuestión más peligrosa que podemos plantearnos. Pero también la más habitual.

 

    La escritura: la escritura llega como el viento, está desnuda, es la tinta, es lo escrito, y pasa como nada pasa en la vida, excepto eso, la vida.

 

 

    Mi suegra apagó el cigarrillo antes de entrar en el parking. Nos esperaba lo familiar en esa hermosa casa con vistas a la bahía de Toulon. Aquello que encierra y acoge a un tiempo. Ese lugar en el que se nos reconoce y sin embargo estamos solos. Me miró de repente antes de apagar el motor y salir del coche.

    -Tal vez ese último párrafo sea lo que diferencia a los grandes escritores del resto, pero no hay que reflexionar, lo sabes.

     -Sonreí y asentí con la cabeza. Tenía ganas de darle las gracias a Jarlot y de paso beberme otra copa más, aunque no resultase decoroso, en compañía de esta escritora a la que le brillan los ojos con las palabras y el alcohol. Como a Marguerite, como a mí, en ese instante en que uno comprende que esta locura de escribir no tendrá fin hasta la muerte, aunque no se escriba físicamente, no se manche de tinta la hoja. Que esa soledad hay que celebrarla. Y no es mística. Es la evidencia de que las palabras esenciales siempre esconden un secreto inaccesible, pero siempre buscado, siempre anhelado.

     -¿Otra copa?

     Marguerite dirá que sí.

 

 Copyright Jimarino

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


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Eclipses (Una novela del deseo)- Proust-Kenzaburo Oé

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Extracto de la novela Eclipses, que ya navega sola, que ya es desde octubre un soplo, un deseo…  Gracias a la inestimable ayuda de Carmen Ariño y a la reencarnación de la abuela Carmen, ambas ávidas lectoras de éste imposible… también a Diana, por su sinceridad cercana… a Daniel Ariño, por esas cosas que sólo puede decir él. 

  

           Cuando leyó Una cuestión personal de Kenzaburo Oé, tras revisar un texto del amante acerca de la novela futura, tuvo una aguda sensación de simpatía y cercanía por ese personaje literario que miraba los mapas de África y soñaba con emprender un largo viaje que lo alejara de su vida cotidiana. Oé logró entresacar toda la fascinación por la huida que se percibe vulgarmente como un gesto de irresponsabilidad, pero que tal vez esconda en su complejidad una especie de deseo ancestral de ser nómada, de extender las posibilidades de la existencia ilimitadamente, de tratar el camino como una aventura y no como un guión prefijado. Huir no siempre es escapar, aunque a veces lo pueda ser. La responsabilidad final de ese personaje en la novela le ayudó sin lugar a dudas a afrontar el verdadero recorrido que debía cumplir. Ante el hijo monstruoso, incluso antes, frente a ese parto violento, sin amor, dolorido por la insatisfacción y la monotonía de lo cotidiano, por la angustia de envejecer y aceptar lo que contiene en su eco sordo una existencia prevista de antemano, se hallaba sin duda una respuesta coherente a la derrota de todos. Era ese momento de la existencia en que comprendemos que no podemos cambiarlo todo. Es una idea terrible que depende del grado de madurez y de sensibilidad de cada cual para expresarla. Los posibles caminos se limitan por una mezcla de experiencias y decepciones acumuladas. Conocemos nuestros gustos en mayor o menor medida, en función de lo que hayamos profundizado en nosotros mismos. Lo esencial ha quedado retratado a poco que prestemos atención a lo que sucede o ha sucedido a nuestro alrededor. Todo se construye demasiado difícil y, fruto de esa conciencia, atisbamos la marea sin aire, la vela que no se hincha, el avance lentísimo y anodino, la dificultad de hallar otra corriente vital que nos empuje hacia otra parte. Percibimos los trayectos como algo ya pisado bien por nosotros o por los demás. No vemos nuevos itinerarios sino líneas en mapas demasiado rayados y dirigidos. Los actos, las cosas, las emociones, ya no nos son nuevas. Entregaríamos algo de nosotros mismos porque una parte de lo que tratamos de acometer tuviera un sabor nuevo, pero hay demasiada memoria, demasiado acumulado detrás como para vivir esa ilusión. Hemos perdido el ojo crítico, el ojo despierto que atisba la sutiles variaciones y sólo entrevemos un paisaje tras otro que nos recuerda a lo ya visto aunque sea en lugares que nunca visitamos. Es un sabor similar en el cuerpo amado, desnudo entre nuestros brazos, fruto de los cientos de espejos acumulados que contemplamos durante años. Lo mismo sucede con el sabor, la memoria lo disgrega, busca orígenes, comparaciones. Y el olor, exactamente igual. El tacto se ha endurecido y aquella antigua percepción de texturas de la infancia ya no nos sorprende.

         Pero los procesos son aún más complejos y menos evidentes, no poseen la rapidez de un párrafo, siquiera la sinuosidad veloz de una intuición.

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         Todo fue lento, fue dejando una extraña huella en su recuerdo, huella antigua de todo lo existido, hasta que el silencio fue aliviando el dolor como un zumbido inevitable y constante al que los seres humanos se van acostumbrando. Lo extraordinario de los afectos es que de igual manera que exageran el lugar donde crecen, a la persona que convoca esos sentimientos, desarrollan su dependencia y su existencia en torno a nuestra propia identidad, como si el amor no fuera una cuestión de química tan solo, sino de poesía, de metáfora y exageración, hasta construir y convertir lo que tenemos delante de la mirada en un paraíso personal. Semejante intensidad, remite, diluye sus efectos y se transforma, dejando un rastro distinto, una especie de melancólica renuncia que permite aceptar el adiós, la despedida, que supera el duelo y permite continuar.

        El amante recomendaba para entender el amor la historia de la literatura. Una lectura extensa en el tiempo, recurrente, amplia a lo largo de los años. El narrador apuntó mucho de esos autores mencionados por el otro para saber. Escribió sus nombres, buscó sus libros, comprendió de qué estaba hecha la magia de la literatura. Había que adentrarse en En busca del tiempo perdido al menos una vez cada década, a ser posible más veces, para seguir enriqueciendo su enorme sabiduría con la experiencia del tiempo. Esa obra era el latido del tiempo. No había pedantería en su consejo. Más bien parecía un eco impreciso de todo lo que era necesario comprender tras experimentar un vacío semejante.

         Después de su desaparición el narrador ha tratado de seguir sus consejos con provecho.

        En busca del tiempo perdido es uno de esos libros de literatura que el narrador ha leído poseído por la fiebre, por el entusiasmo y el placer, y no tardó demasiado en comprender la magnitud de su valor. De repente le sobrevino un profundo pesimismo respecto a lo que había sido su actividad principal durante toda la vida. Ese libro tuvo un efecto desmitificador sobre cualquier planteamiento científico. El reflejo de la exactitud, de la medición, la hipótesis y la prueba, no dejaba de ser una referencia sesgada aunque cumpliera parámetros universales. Proust era tan poderoso como los grandes científicos del siglo XX que admiraba, y había llegado muchos años antes. Ese siglo había destruido la preeminencia de los mitos como forma de sabiduría por una nueva superstición numérica. La ciencia ocupaba el lugar de los mitos y reducía el espacio de la literatura. Los teoremas sustituían a los cuentos. La medición a la palabra. La hipótesis a la invención. No sabía si en verdad la literatura había alcanzado un límite o por el contrario había sido victima de esa nueva superstición. El mundo adquirió esa pátina racional y positivista que lo iba a llevar a dos guerras mundiales, al desarrollo tecnológico más espectacular de la historia de la humanidad, a las catástrofes de todo un siglo terrible, y a uno nuevo que comenzaba con el corazón latiendo despacio, el aliento entrecortado y el futuro oscurecido.

        Igual que sucediera con los ilustrados en el siglo XVIII, el sueño de la razón científica iba a generar monstruos incluso más terroríficos que los sueños de la razón ilustrados. Voltaire era un optimista luminoso mientras que Kafka, dos siglos después, se adentraba en las tinieblas, en el espacio de la pesadilla y la locura. El humanismo tenía bastantes siglos de ventaja respecto a la ciencia y tal vez entendió de antemano que aquel camino tampoco iba a llevarnos a ninguna parte, y que cualquier desarrollo científico toparía eternamente con el misterio de la vida, con la idea de Dios, irresolube a pesar de los esfuerzos, y seguramente con la mala utilización que el hombre siempre hizo de aquello que le otorgaba poder fuese la invención que fuera. La constancia fue para el narrador una especie de intuición fugaz. Sus contemporáneos sabían más que Proust, pero la sabiduría, sin saber exactamente porqué, estaba en las páginas de su obra, en ese libro, y eso es lo que comprendió y le hubiese gustado decirle a él. Darle las gracias por ello. La esencia de lo humano guardaba en su seno todo su desarrollo, y era posible que los complejos universos del lenguaje humano, no sólo el lenguaje verbal sino todos, el matemático incluso, estuvieran guarecidos ya en nuestra propia genética, que adentrándonos en el origen tal vez lográsemos desentrañar la expansión, y no al contrario, como suelen hacer los científicos, examinar la expansión para acercarse al origen, a la explicación, a la teoría.

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      Aceptar el proceso por el cual vamos perdiendo aquello que insufló vida a la existencia es un aprendizaje doloroso; un proceso hacia dentro, jamás hacia fuera. Creemos que es el exterior el que nos permite esa especie de felicidad intensa e irreal, y al final todo, absolutamente todo, esas emociones que transforman el eco de lo que hacemos en una especie de latido constante y una esencia que palpita en nosotros es interior. En ocasiones hasta siente que cada paso del presente está prefijado por un mapa y unos códigos inasibles inscritos en sus entrañas. Nada ocurre alejado de nuestra mente y nuestra alma, aunque el narrador no puede afirmar con pleno convencimiento que existe eso que llamamos espíritu, o el alma, o el arrebato doloroso o entusiasta que nos obliga a actuar, a agitarnos, a perder el norte y abrazar el sur.

      Los procesos por los cuales se construye toda esa materia tal vez sean tan sólo impulsos de energía, chispazos de química cerebral traicionera.

        Le hubiera gustado decirle a ese hombre que seguramente todo existió en su cabeza, sobre todo teniendo en cuenta lo que sabe de ella a esas alturas.

 

       Esta historia, sus constantes, sus lugares y ambientes, sus actos de amor, su sexualidad incendiada y el dolor que provocó en ambos, al fin y al cabo, piensa que fue elaborada por la mente de él, por el rostro que él quiso erigir en torno a una pasión.

 

        Albertine fue una de las grandes creaciones imaginarias de Proust, y alcanzó ese punto de fuga tan intenso y verdadero de las obras de arte, una especie de reflejo universal que logra dibujar en el eco de las palabras la línea en la que se entrecruzan la verdad y la imaginación literaria. Hasta sentir la pérdida que supuso dejar de verla, dejar de saber de su existencia y su camino, y entonces leer La fugitiva con manos temblorosas, no comprendió en que consistía exactamente la literatura.

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      La banalización del mundo no afecta a esas grandes expresiones del espíritu mientras haya al menos una persona que las reviva, que las recree en su imaginación, en su pensamiento, y aunque uno no pueda jamás cumplir ese proceso de la ciencia, de hipótesis, prueba y conclusión, la exactitud con la que algunos escritores fueron capaces de crear un espejo de la existencia comenzó a producirle un silencioso respeto. Como algo inevitable, a veces incluso en apariencia prescrito, no cree que pueda cambiar su modo de mirar y, sin embargo, sí que se siente capaz de llegar a construir una especie de solemne reconocimiento al arte elevado y sincero. De la misma forma, de la admiración y los celos que tuvo hacia ese hombre, fue aprendiendo a saber quién era, a otorgarle una dimensión distinta a su figura y al efecto que tuvo en la vida de ella.

       Todo descubrimiento esencial es en realidad azaroso, hecho de oportunidad y atención desde luego, pero guiado finalmente por la casualidad.

       Deja escrito en esas páginas del cuaderno que van llegando a su fin. Siente la conclusión de un largo proceso de vaciado y conocimiento, algo que sólo puede expresar por escrito, que tal vez sea imposible de comunicar a las personas más cercanas. Pero sabe que a pesar de la breve satisfacción, lo alcanzado es incompleto, imperfecto, inasible en su totalidad. A lo sumo le permite acercarse a los procesos por insistencia hasta que logran revelar algo, tan poco, tan escaso en medio de las emociones y sentimientos que constantemente nos explican y nos afectan. Ahora sabe que no fue sólo una historia sexual, que fue mucho más, tal vez porque él, sobre todo él, el amante, o tal vez él solamente, quiso construir una metáfora del amor más intensa para ella, para todo lo que compartían.

        Aquel poema que escribió concluía con un verso que el narrador no ha logrado olvidar, que a veces le reconforta, le hace borrar de un plumazo el rastro de su cobardía y su imposibilidad:

 

                                   …no pudimos vivir de deseo

Copyright Jimarino

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CARMEN RAMÍREZ (1953-2013)

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          La muerte no se entiende, a lo sumo se soporta, se afronta, o se pacta con ella, como en aquella extraordinaria película de Bergman. No entiendo esta muerte, pero sí su vida. Supongo que los años dan forma a un afecto, que llegamos a establecerlo de modo intuitivo, sin pensar en ello. A nuestra Carmen la he pensado y la he sentido mucho en estos dos días transcurridos desde su desaparición. En realidad, sin que me diera cuenta, ha estado estos últimos años siempre por aquí, entrando y saliendo, dejando sus maravillosas pinturas, su arte irrepetible. Mi casa tiene muchas cosas de ella, cuadros, muñecas, estuches, objetos de arte que han ido llegando sin que me diese cuenta. No era amiga de excesivas confidencias, tal vez por la edad que me separa de ella, o porque mi relación siempre fue más fluida con su hermana Ana Luisa. Carmen parecía no estar a veces, pero me doy cuenta de que me ha dejado huella, mucho más de lo que pensaba, que la voy a echar de menos, que su muerte no la entiendo ni la entenderé nunca, que de alguna forma, guardo algo de ella que no podré arrancarme así como así, incluso en esa suave distancia de una amistad ligera pero no por ello menor.

     Así es la vida es un libro maravilloso escrito por Ana Luisa Ramírez e ilustrado por Carmen. Cada cierto tiempo me acuesto con mi pequeño Mateo y antes de que se duerma lo leemos. Cuando era niño los dibujos de Carmen le fascinaban. Hemos recorrido cada uno de los cuadros que poseo de ella maravillados, hemos mirado cada página de este libro, que ahora se me antoja ya fundamental sino lo fue siempre, cientos de veces, y nunca dejamos de descubrir un detalle más. Supongo que por eso ofrecer este pequeño homenaje que tal vez debí haber cumplido antes, pero los seres humanos somos así, nos damos cuenta de las cosas esenciales demasiado tarde.

     El viernes, en Viena, se fue alguien a quien yo amaba. Y soy muy malo para estas cosas, para cabronas necrológicas y despedidas miserables e inesperadas.

     Que seas muy feliz en tu cielo de arte, objetos, colores y niños. Sé que se te concederá en esa sombra de la muerte toda la luz de la vida. Quiero creerlo. Que mucha gente te quiso y mucha gente te recuerda y seguirá haciéndolo. Dejo esta pequeña isla en el tiempo de la red, con tu nombre y algunos dibujos.

       La muerte no se entiende. Ahora mismo ni la soporto.

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Afrodita-Atenea-Elisabeth Costello (Coeetze)- De nuevo, el amor (Doris Lessing)

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Uno imagina ese surgir inesperado. Debe ser mirando la playa vacía al atardecer. La luz declina en una suave cadencia. Esas mismas playas medio desiertas en las que vi pasar las horas contemplando un cuerpo femenino, bronceado de horas y ocio, de amor y aprendizaje. De esos instantes adivino la imagen.

Hay un ligero viento y las olas se arremolinan en la orilla, ascienden un metro, a veces dos, y lanzan su dentellada espumosa contra la arena. Sentado sobre la toalla, a solas, espero, así quiero verlo. Cierro los ojos e imagino ese mundo de caos y desorden, oscuro, habitado por materia inerte y vida lenta.

La Diosa del deseo tiene que brotar desnuda de la espuma burbujeante del mar. Me cuesta vislumbrar esa concha en la que debe ir montada, pero no su cuerpo, los pechos henchidos, luminosos, los pezones ligeramente violetas, anchos sobre la cima, el vello oscuro, enmarañado, los muslos blanquísimos, la linea de los hombros huesudos sosteniendo frágiles el peso de la suavidad materna. No veo la concha marina, es imposible, y sí sus pies. Tampoco esas representaciones pictóricas del mundo posterior, timoratas, ligeramente aniñadas, sino una figura mucho más sensual, segura de sí misma, de cabellos oscuros y frondosos deslizándose hasta el final de la espalda, los gestos nada recatados, obviando esa ridícula visión estática, púdica y mística.

Ella, que nace del mar, es sensual, sexual, carnal como la espuma que le acaricia repentinamente los pies cuando pisa la arena.

No abro los ojos todavía, porque sé que ella quiere para vivir una isla grande y hermosa, no la pequeña Citera. Su nacimiento es un delirio, una danza ambiciosa y física, un juego de deseo, de afilado deseo que expresa en cada uno de sus movimientos. Busca el origen de algo, como su antecesora, Eurínome. Cada vez que pisa, esa sensualidad construye, por lo menos en los momentos de su génesis. Surgen la hierba y las flores conforme avanza desnuda hacia el interior de la duna. Entonces abro los ojos y ya no está. Ha desaparecido. El día se difumina y la luna vigila el destino de las cosechas y la oscuridad.

Cuando camino hacia la pequeña casa de madera, a apenas treinta metros de la orilla, los pies me pesan. Esta soledad pesa incesante aunque sea elegida o así lo crea en el espejismo de voluntad de haber escogido este reducto, esta espera. El rumor del mar se ha ensordecido. Se aguarda la magia, pero es difícil que acuda a esta playa, y sin embargo es un lugar ideal para ello. Espero a esa mujer. Después de tantos meses de hacerlo, sin moverme, quieto, escribiendo sobre ello, tratando de erradicar lo otro, todo lo demás. Esperarla porque ese es el destino que deseo.


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Pienso en Afrodita de nuevo. En lo que no sé, ese periodo entre su salida del mar desnuda, inocente todavía, hermosa y llena de esa sensualidad espontánea, ajena a su poder, y la otra, la que en el Olimpo de los Dioses, entre las diosas más sensuales y hermosas, posee el ceñidor mágico que complementa su belleza.

¿Que es un ceñidor? ¿Cómo complementar la belleza para hacerla aún más irresistible?

Es una Diosa todavía joven pero ya no posee la inocencia. No la tiene en ese lugar de intrigas y deseos exacerbados. Sabe lo que es el placer y los espasmos de la creación: de esa violencia nace la vida. Los dioses enarbolan caprichosos sus falos y violan. El matriarcado cedió. Ella es la protegida del Dios terrible. Su poder da miedo hasta al propio Zeus, su padre. Porque aunque yo la vi salir del mar, los dioses masculinos se disputaban su parentesco tal vez para asirla y protegerla, para hacerla suya o simplemente disponer de su belleza; estos dioses sin alma, acostumbrados al incesto. Otros dijeron que nació de un sexo seccionado en plena eyaculación, del semen de Urano.

Una fascinación engendró a esa belleza. Cronos lanzó el sexo de su revuelta al mar. En esa espuma que acarició los pies de Afrodita. Pero también se habla de su padre, Zeus, o él quiere que sea así, no va a aceptar que el origen del mundo sea femenino, que Eurínome, que la propia Afrodita, surja del mar sin su mediación todopoderosa, que luego sea inseminada por un baile, por un baile y una serpiente ansiosa de poseer. Así que habló de Dione, hija de Oceáno y de Tetis, hermosa ninfa marina. También pude ver esa avaricia masculina.

Uno imagina a Zeus cuarentón, fornido y ancho de espaldas, nervudo, de piernas musculadas y vello pálido, abriendo esos muslos, adhiriéndose a esa humedad del sexo, expulsando a gritos su placer para engendrar a esa Diosa. Los hombres prefirieron esa imagen. Otro sometimiento más, aunque hermoso.

 En enero hace frío aquí. El mar está agitado y su rumor es inalcanzable, casi vuelve loco, como el del viento. Esta soledad es propicia para los mitos. Porque yo espero a esa diosa que tiene otro nombre. Y como la otra, es de carne y hueso, de piel y músculos. Pero tengo que pensar en otra cosa, en esta escritura lenta que me aproxima al fin de año, al invierno, a los nuevos 365 días que llegan. Tengo que esperar a que esa torre en la que vive se desmorone. Que el suelo ceda bajo sus pies, que el deseo rompa los cerrojos y la haga volar hasta aquí, o salir del mar de repente.

Ella no es como Afrodita pero posee el mismo poder inconscientemente. Pienso en su cuerpo, en su placer, en su belleza. En sus ojos y sus labios. Esta Afrodita mantiene todavía algo de inocencia. Me siento como un fauno atisbando la orilla a la espera de las ninfas. Tal vez por eso, porque Zeus hizo lo que hizo; entregar a Afrodita, su presunta hija, a Hefesto, un dios herrero y cojo. Un Dios mediocre pero laborioso. Silencioso y obstinado, concentrado en su nada cotidiana. Esos son buenos esbirros, jamas creadores de nada que agite o inquiete. Por eso él para la deliciosa Afrodita, pensó Zeus, para contener el poder de ese ceñidor mágico indescriptible, para someter esa furia salvaje, ese recuerdo de aquel día en que yo la vi surgir del mar en un remolino poderoso y posar los pies sobre la arena húmeda y traer la vida.

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Pienso en la propia espera. Anochece y desde la ventana se atisba la negrura inquietante del mar, el tenue brillo lunar en la superficie metálica, la soledad azulada de este paisaje. Pienso en Hefesto cuidando de los tres hijos de Afrodita. Ese hombre apagado, sin brío, sumido en el hollín de la herrería, impregnado del sabor a óxido y ceniza de las virutas y las chispas, el cuerpo fornido ennegrecido de fuego, frío en su sueño y en su despertar. ¿Cómo iba a soportar Afrodita a un hombre así?

Zeus y Hefesto se equivocaron. Aplastar la rebeldía no era más que una forma de despertarla, sobre todo para una diosa como ella. Esconder la sensualidad de ese cuerpo lo puso de realce, la hizo abrazar el viento, alcanzar el oleaje de nuevo, anhelar aquella antigua posesión. Esos hijos, dicen, son de Ares, un Dios impetuoso, borracho y pendenciero, dios de la guerra, de cuerpo ancho y musculado, saturado de heridas. Veo al mismísimo Zeus reflejado en ese cuerpo de hombre, y a ella, Afrodita, deseándolo incansable en la tardes aburridas de lluvia.

¿Cuánto duró? ¿Cuánto tiempo transcurrió así ella, gozando cuando Hefesto se ausentaba, atravesando el bosque y llegando hasta la orilla del mar para revivir su propio nacimiento entre sus brazos?

Esa fascinación. Ella lo dijo: un hombre, un hombre que sabe como estrechar mi cuerpo, como estremecerlo, que penetra en mí y me recuerda al soplo que me engendró, con el que luego engendré al mundo, que riega de semilla todo lo que soy, que se deja engullir por mi sexo y recibe toda esa humedad en éxtasis, que adrede extiendo sobre su piel, abierta de piernas acaricio todo su cuerpo con mi vagina, impregno su vientre, su torso, sus nalgas, su espalda, su pelo y su cara…

A estas horas de la noche el silencio me devora. ¿Por qué buscar esta soledad en esta playa invernal para que transcurra el fin de año? Aún no lo sé, aunque en el fondo sé que la espero, la espero a ella, pero no sé como va a encontrarme si no dije a nadie a dónde iba, sino sabe en qué consiste todo este viaje. Pienso en el peligro, en dar ese paso por el cual nos adentramos en otra existencia e irremediablemente pasamos a formar parte de ella. Como fue entre Afrodita y Ares.

Una noche, la diosa y el dios de la guerra yacieron durante dos horas, quedaron desnudos y fatigados, entrelazados, y les sorprendió la oscuridad durmiendo. Fue en el palacio de Ares en Tracia. Era hermosa aquella desenfrenada cópula y sus plácidos repliegues hasta la ternura del sueño, la espalda de ella contra el cuerpo cálido de él, la respiración entrecortada y el olor del sexo impregnando el dormitorio.

Alguien los espió, porque su límite siempre fue el día. Como una maldición, Zeus les dejó gozar del secreto y la oscuridad para que se amaran, cuando comprendió que contener la furia de Afrodita era una locura, y lo hizo para que las apariencias dotaran a ese matrimonio con Hefesto de cierta dignidad. Al fin y al cabo era su hija.

Estos dioses masculinos siempre velando por la moralidad femenina, incumpliéndola sin embargo cuando se trata de ellos, de sus posesiones y deseos. Esa moralidad del miedo, esa necesidad de saciar y al tiempo constreñir el poder de la mujer. Hefesto nunca supo nada hasta ese momento. Afrodita cumplió el mandamiento sin titubeos. Las noches, a menudo, eran de Ares, y antes de que surgiera en el cielo la primera claridad, regresaba a su lecho y dormía junto al herrero. Así durante mucho tiempo ¿Por qué romper aquella norma, por qué hacerlo? Tal vez porque el deseo es inasible, incontenible en ciertos estadios, jamás sometido, sólo apaleado, ensordecido, retenido en los cobardes o en los voluntariosos.

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Escribo sobre el deseo, en esa trilogía en la que llevo enfrascado desde comienzos del 2011. Terminé Eclipses en octubre de este año. Empecé otra novela una semana después, de título provisional, Lo extraño, aunque finalmente se llamará La luz. Espero a través de esa novela otras respuestas, el regreso de algo. Vine aquí para obtener esa soledad necesaria para construir ese delirio del amor sensual, esa esperanza en la trascendencia de los actos humanos. La espero a ella, en la soledad de esta fría casa de madera que las estufas de aceite no logran nunca calentar en condiciones, agazapado entre una chaqueta de lana gruesa, con los dedos congelados, la mesa de despacho revuelta, llena de libros, la luz tenue, la soledad afilada, capaz de punzar la imaginación. Esos libros que me son ahora necesarios para escribir sobre el deseo: los cuentos de Pavese, El amante y El arrebato de Lol V. Stein de la Duras, De nuevo, el amor, de Doris Lessing, Elisabeth Costello de Coeetze, El artista del mundo flotante de Ishiguro, Las solidaridades misteriosas de Pascal Quignard, Madame Bovary de Flaubert, El origen del mundo de Pierre Michon, Antigua Luz de John Banville, la hermosa y profunda poesía de Antonio Tello.

Afrodita se durmió, sí, y Ares no despertó tampoco. Helios se levantó y vio que ella había roto su promesa a Zeus de regresar antes de que el día llegara. No hizo falta pedirle permiso a Zeus para contarle a Hefesto el adulterio desconocido de su mujer, la visión de esos dos cuerpos desnudos y hermosos sobre el lecho, la belleza de ese acoplamiento intuido, esos pechos y caderas y muslos entrelazados, los dos amantes reposando.

Tengo en la cabeza a ese marido que la retendrá para que no venga. Será como Hefesto tal vez, incapaz del cambio hasta sentir la inminente pérdida. Eso será. Aunque más sutil. Yo no soy Ares, sino otro hombre. El marido no es Hefesto, pero no puedo evitar ensombrecer su imagen. Es el rencor que me produce la torre de cristal construida para ella, que en apariencia ofrece la luminosidad de la libertad al dejar pasar las distintas luces del cielo, porque permite ver el vuelo de los pájaros, la caída de la lluvia o el esplendor de la primavera. Son los hombres tibios los que me enervan, es mi propia tibieza ocasional lo que me subleva. También es esa carne viva que extrae todo lo feliz que puedo tener y que ahora ha desaparecido. ¿Cómo es posible que la piel tenga esa ramificaciones, que extienda su beatitud avariciosa hacia todo? Los labios húmedos, el temblor de las mejillas, el instante del roce.

Ese Hefesto contemporáneo no puede tejer una red a golpe de martillo. No es un Dios ni es fuerte, aunque tejerá otra red sino la tiene ya tejida. Yo espero, tal vez pensando que ella no vendrá, atrapada en ese bronce fino, como un hilo de araña, irrompible, echándole las culpas, tal vez sin razón, a él.

El Hefesto antiguo tejió aquella red y la ató secretamente a los postes y los laterales de su lecho. Fingió, cuando Afrodita regresó por fin aquella mañana feliz del sueño entre los brazos de Ares, arguyendo que había arreglado unos asuntos en Corintia, que necesitaba marcharse unos días a Lemnos, su isla favorita, que estaba cansado de tanto trabajo. Ella lo imaginó inocente y risueño en una taberna cualquiera junto al mar, con esos amigos desconocidos. Su sonrisa reveló todo lo que eso suponía. No le acompañaría dijo, y él, Hefesto, lo sabía.

Al día siguiente el herrero salió de esa casa, y ella hizo llamar inmediatamente a Ares, que no tardó mucho tiempo en entrar en ese dormitorio. Ares, tan infiel y salvaje, pero enamorado de ese cuerpo sublime, de esa diosa que se agitaba sobre su falo y sus caderas, con la que copulaba como sólo pueden hacerlo los Dioses, en un frenético deambular por la pérdida y el desahogo. Afrodita se despojó de su túnica, ofreció su desnudez a esa luna y a esa noche hecha para ellos, pensando que la restricción diurna de Zeus se había acabado después de ser violada, que era un tabú que desobedecía por primera vez, y una vez hecho, nada podría trascender, nada estaría prohibido para gozar de ese amor. Ares comprendió lo ilimitado de ese cuerpo. Ilimitado deseo en esas caderas, en cada una de las partes de la piel. Ella le enseñó cómo hacer el amor a una mujer, cómo gozar hasta la extenuación. Al echarse en la cama hambrientos, jadeantes, no pasó nada extraño. El deseo cobró su ritmo, la dureza y la calma quedaron atrapados en ese amasijo gozoso carne. Duró la noche de nuevo hasta el alba. Duró en medio de sueños y cálidos abrazos, una y otra vez la posesión extendiendo esa trascendencia del amor físico, ese bienestar de la exhibición amorosa apurada, de la palpitación satisfecha del deseo. No se dieron cuenta de buena mañana como la red los envolvió sin rozarlos siquiera, los atrapó desnudos sin posibilidad de escapar. Hefesto regresó a tiempo de sorprenderlos, avergonzados de su desnudez, asustados, pudorosos tal vez de sus sexos saciados, de sus músculos entumecidos y doloridos por el esfuerzo desmedido de la noche y el amor. Y luego Hefesto llamó a todos los dioses para que los vieran allí echados, para que atisbaran la clase de mujer con la que se había casado, y llegó a reprocharle a Zeus tanta humillación.

Pensaré en la vergüenza misteriosa del deseo cuando es expuesto. En el origen de que algo así pueda incluso producir ese pudor, esa culpa hasta en una diosa. Lo haré recordando la obscenidad del sexo. A ella desvestida, agitada como una hiena, a mí mismo roto, lamiendo, horadando en la dicha de ese interior sangrante, delicado como el terciopelo. Trataré de saber porqué las diosas no quisieron contemplar la vergüenza de Afrodita, al hermoso Ares y a la bella diosa envueltos y desnudos, atrapados en el dormitorio de Hefesto. O porqué los dioses, sin embargo, algunos, quisieron ser Ares y tener en su lecho a una mujer como Afrodita, y en silencio la desearon, la contemplaron arrebatados, ufanos y risueños, dispuestos a ser los próximos sin importarles las consecuencias. Los celos de Poseidon ante la constancia de que Ares había tenido entre sus brazos ese cuerpo y había poseído esas caderas e inseminado esa vagina, lo hicieron simpatizar con Hefesto, humillado por Zeus.

Así fue, Zeus iracundo grito a Hefesto, le reprochó haber llegado a ese punto de patética indignidad al airear la infidelidad de su esposa. No deseaba ver a su presunta hija en esa lid y se desatendió del asunto. Condenó a Ares a devolver a Hefesto por su adulterio toda la dote que el herrero dio a Zeus al aceptar el matrimonio con Afrodita. Poseidon se ofreció a hacerlo en caso de que el veleidoso Ares se olvidara de su compromiso. Hefesto no quería el amor ni el deseo de Afrodita, sino que estuviese allí, quieta, encerrada, y ante la imposibilidad de cercenar su pasión, su ímpetu de vida, quiso a cambio una compensación material, sólo pensaba en aquello que podía servirle para su trabajo y su bienestar. Sin dignidad, se lamentaba de su miseria a fin de ser resarcido, utilizaba la vergüenza para trasladar esa culpa a Afrodita. Para retenerla. Entonces comprendí que Hefesto podía ser mezquino y cobarde, que incluso en toda su avaricia, era capaz de renunciar a Afrodita por dinero, pero que al tiempo la amaba, la amaba con la clara confusión de saberse incapaz de retenerla.

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Ella, la que espero, la que no llega en esta noche oscura, ese deseo que es el de todas las mujeres que he conocido, que acude en esta larga vigilia que me hará cruzar al año 2013, no hubiera elegido jamás a un amante como Ares. De eso estoy seguro. Ese Ares que no pagó su deuda con Hefesto, que abandonó a su suerte a Afrodita.

Ella limpió su virginidad en el mar, en la Isla de Palos. Su virginidad tal vez fuera algo similar a la inocencia que atisbo en esa otra Afrodita que he visto surgir del mar. Una vez abiertas las apetencias del cuerpo, la inocencia es una cuestión del amor o de la voluntad.

¿Qué hizo Afrodita una vez renovada su virginidad? ¿Cómo afrontar de nuevo el destino en esa casa, en la herrería de Hefesto? Eso me atormenta, aunque sepa que ella no es una diosa, ni tampoco posee esa crueldad, esa falta de escrúpulos. Los actos planeados y no realizados, este silencio que va alcanzando la madrugada hacia un nuevo año, esa extraña cadencia de las olas nocturnas que bañan la orilla y dejan su rastro de terrible naturaleza en el ambiente, me conducen a Hermes. He escrito una novela para eso, como una confesión del Dios. La literatura tuvo su origen en las metáforas de los dioses, y su esplendor en su transformación en religión, en religión de usos y rituales, de costumbres, tabúes y sacrificios. La literatura fue también la declaración de amor de Hermes. Es esa novela que vive en mi: La luz.

Hefesto nunca fue capaz de saciar a Afrodita. Saciar en el sentido más amplio de la palabra. La quiso tener, pero no supo como hacerla feliz. Veo a Poseidon como un Dios débil y celoso. Pero ella le agradeció que pagase a Hefesto la dote que el herrero antes entregó a Zeus, y fue así como le dejo que la gozase, con frialdad, sin la pasión de Ares, y tuvo con él dos hijos. El amor entre Poseidon y Afrodita es un amor desprovisto de la posesión. Sólo fue el sueño cumplido y estático de un hombre-dios.

A Hermes sí le dio una noche entera. Era la concesión al poeta, la declaración de las palabras, la construcción de un sueño verbal capaz de obtener a cambio la entrega completa de Afrodita. Pero las palabras no son suficientes, se acercan, acarician el sentido, pero lo que buscan es la vida, la anhelan, la quieren cumplir, tal vez por eso aquel exceso, Afrodita deslumbrante extrayendo la furia de Hermes, para concebir más tarde a Hermafrodita, un Dios con dos sexos. El deseo unificaba en un sólo ser su poderosa magia, las palabras podían ser las mismas.

Pero Afrodita fue, como todos los mitos griegos, un compendio de mitos antiguos, prehelénicos, de rituales y herencia con las que se fue conformando la sociedad de aquel tiempo. Su presencia, su historia, fue inventada por hombres, hombres asustados y temerosos de ese poder femenino, de su belleza. Tal vez la Diosa no fue tan ligera como se nos ha presentado, sino que buscó entre las distintas edades del hombre a uno que fuera capaz de llenar todo su origen. Por eso Dionisio y el hijo que tuvieron, Príapo. Pero Dionisio era inconstante y veleidoso, risueño y divertido, jamás alguien de fiar. La confesión de Hermes no pudo durar demasiado tiempo: una noche, no fue ese Dios capaz de embriagarla más días. Tampoco lo fue Ares, que al final no hizo nada más allá de otorgarle la violencia y el placer del cuerpo, para traicionarla después, para ofrecerle más tarde su insaciable virilidad sin contenido ¿A quién buscaba Afrodita en ese proceso? Hefesto no era suficiente tampoco. Ella necesitaba ser adorada primero, pero no una adoración vanidosa pienso ahora, sino una adoración entregada a ella, a su poder de creación, a su llegada a este mundo, y que esa adoración tuviera el deseo y el ímpetu de saciar su vacío y su deseo a un tiempo, su capacidad creadora incesante y maravillosa.

El propio Zeus, feroz y turbado, no podía soportar las tentaciones de Afrodita, su insoportable hermosura, tampoco resistirse a los encantos de ese ceñidor mágico que misteriosamente volvía locos a los hombres y a los dioses. Cómo conseguir esa humillación de la que Hefesto no pudo sacar partido por su mezquino comportamiento.

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Este año no hay uvas ni compañía. Sólo este latido interminable de las palabras que fluyen, que surgen, que acuden frente a la negrura del mar a pocos metros ¿Qué hombre podría cautivar a esa mujer hasta hacerle respirar su aire, hasta conseguir que permanezca a su lado, que se quede, y que lo haga convencida? Ahora estoy seguro de que Afrodita también amó la belleza. Que la torpe telaraña de Hefesto y la interminable historia de su lascivia no fueron más que trampas de lo masculino. Esa mujer aguardaba más de la existencia. Y no hay que olvidar que antes fue una diosa iniciática, antes del reino de los hombres, en otras culturas, antes del patriarcado intolerable, de la dominación de siglos. Por eso la espero. Porque aunque estuviese en esa decadencia que llegará de la vejez y el silencio, necesitaría esa figura surgida del mar. Esa sensualidad inconsciente, hermosa, palpitante de vida incontenible.

Elisabeth Costello acude en mi ayuda en estas sombras. La deseo, o tal vez anhele el deseo que me produce pensar en ella. Porque creo que lo entiende así, en esa disertación que la escritora imaginaria de Coeezte regala a su hermana religiosa. Porque ella es así, incluso Afrodita tal vez lo sea:

Nada nos obliga a hacerlo, ni a mí ni a María (la madre de Cristo). Pero lo hacemos igualmente movidas por el desbordamiento, la efusión de nuestras humanidades: dejamos caer la ropa, nos descubrimos, descubrimos la vida y la belleza con las que estamos bendecidas.

La belleza. Seguramente en Zululandia, donde tienes tanta abundancia de cuerpos desnudos que mirar, debes admitir, Blanche, que no hay nada más humanamente hermoso que los pechos de una mujer. Nada más humanamente hermoso, más humanamente misterioso, que la razón por la cual los hombres quieren acariciar sin cesar, con pinceles, cinceles o manos, estas bolsas de grasa extrañamente curvadas y nada más humanamente atractivo que nuestra complicidad (me refiero a la complicidad de las mujeres) con su obsesión.

Las humanidades nos enseñan humanidad. Tras la noche secular del cristianismo, las humanidades nos devolvieron nuestra belleza, nuestra belleza humana. Eso es lo que nos enseñan los griegos, Blanche, los griegos correctos. Piensa en ello.

Tu hermana.

56

Porque no sabemos. Porque las tinieblas son esa extraña y terrible distancia entre lo interno y lo externo. Porque tal vez esa diosa tenía en sus manos el origen y esa constancia quedó grabada en nosotros de modo inconsciente para fijar su preeminencia. El castigo de Zeus fue de nuevo una lección para nosotros. Ese Dios-hombre quería divertirse, burlarse, y pensó que la mejor manera era hacer que Afrodita se enamorase de una belleza masculina mortal, de Anquises. Podía ser cierto para Afrodita que amar no fuera sólo una trascendencia entre dioses, sino también un gozo seductor y lleno de belleza que celebraban los mortales. Zeus volvió a menospreciarla ignorante. La belleza no sólo era una cualidad asociada intrínsecamente a lo femenino, sino que ella podía ademas apreciarla en los hombres. El deseo quizá tuviera mayor intensidad en aquellos que envejecían y desaparecían.

Ella entró en el palacio del rey Anquises y se hizo pasar por una princesa frigia, llevaba una túnica roja y admiró la hermosura de ese hombre mortal, joven, que no era un dios. Lo hizo desde la carne. Acarició todo su cuerpo, quedó fascinada de su torso, de sus duras curvas, de su vientre endurecido, de su falo enhiesto que supo saciar hasta dejarlo exhausto. Anquises amaba a las mujeres, así que esa noche la amó con todo lo que era. Yacieron en un lecho de pieles de oso y de león, en esa suavidad de la naturaleza domada. Así domaron su deseo, hasta que con las primeras luces del alba, al confesarle Afrodita que ella era una Diosa, Anquises se estremeció y le pidió que le perdonara la vida. Ella se sentía tan agradecida que lo calmó asegurando que no tenía nada que temer. La había hecho feliz. Tan sólo debía guardar el secreto, sólo eso. El secreto de la diosa, de su cuerpo, de su amor.

El año nuevo ha nacido igual de triste y nublado que el anterior, la misma falacia repetida, el sonsonete de la decadencia ofrecido como una pronta recuperación. Tal vez no quiera volver al mundo, sino quedarme aquí, aunque no sé cómo hacerlo, cómo guardar esta casa, esta escritura, esta soledad que espera. Hay demasiadas cosas de allá afuera que ya no puedo soportar. De todas formas no creo que Afrodita fuera tan mezquina, tan celosa, tan cruel. Ella no lo es. No atisbo maldad alguna, sólo el peso de su historia, de su herencia, el miedo a quedar flotando sin rumbo en el aire, un temible pavor a la soledad. No sé qué puedo ofrecerle en este duermevela constante, en este insomnio, con los ojos enrojecidos. Me recuerda a muchos finales de año vividos, a aquel vértigo deslumbrante del deseo y la ebriedad, a aquella esperanza de construir otra existencia tan distinta a la que llevo. Ya no me pregunto por el lugar en el que se esconden los sueños.

¿Qué detalle se me escapa de ella para no retenerla? No la siento capaz de hacer lo que Afrodita le hizo a Esmirna, la hija del rey Thías de Asiria, después de que su padre se jactara de que Esmirna era la mujer más hermosa de la tierra, más bella incluso que ella. La diosa hizo que la hija se enamora de su padre, y que se metiera en su cama una noche en la que su aya le había emborrachado y no se daba cuenta de lo que hacía. Afrodita los castigó con el incesto y esa carnalidad lasciva y perversa de la avaricia sexual, con un incesto que alumbraría a un hijo, y el rey enfurecido la expulsó del palacio y del reino, la quiso matar. Fue Afrodita, por esa extraña solidaridad que tarde o temprano aparece, quien arrepentida de su venganza infantil le salvó la vida transformándola en un árbol de mirra que la espada de su propio padre partió en dos mitades. De ese árbol surgió Adonis, el niño del que Perséfone se enamoró, por el cual litigó frente a Zeus contra Afrodita, que reclamaba tenerlo a su vez. Fue Calíope, la musa, la que decidió que Adonis dividiera el año en tres partes, dos dedicadas cada una de las diosas, y una tercera, destinada a reponerse de la insaciable avidez sexual de sus madres y amantes.

Los dioses son vengativos, crueles, complejos y caprichosos como los hombres. Cuando Anquises cometió la indiscreción de confesar que había copulado con una diosa, Zeus quiso vengarse y le lanzó un rayo mortal. ¿Por qué Afrodita evitó que muriera, amortiguó el efecto de aquella terrible ira? ¿Qué había en Anquises para conmoverla, aunque después de aquello el mortal ya no pudo apenas mantenerse en pie ni por supuesto amar a las mujeres como las había amado antes, y ella terminó por olvidarse de él?

Guardo la esperanza de que el rayo de Zeus no condene mi destino. Que eso que Anquises consiguió de la diosa sea lo que yo consiga de ella.

¿Y por qué Afrodita lo abandonó para siempre cuando él ya no pudo colmar su deseo, entregarle el suyo?

El destino, tal vez otro soplo de dioses con un nombre concreto, decidió que a Afrodita se le asignara un único deber divino: hacer el amor.

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Escribe Coeetze en Elisabeth Costello que el problema del hombre es creer que puede llegar a ser divino cuando en realidad apenas llega a experimentar un simulacro de divinidad posible dos o tres veces en toda una vida, y eso con suerte, y además está condenado a extinguirse, a morir, a desaparecer, a notar la vejez y la podredumbre del cuerpo. Es mortal, condición fundamental que nos diferencia de los dioses. Y sin embargo podemos imaginarlos, eso es, e incluso inventarlos. De hecho estamos convencidos de que a veces nos envidian.

Trato de pensar en esos raros instantes de divinidad. Surge luminosa la paternidad, el crecimiento de algo propio que anhela el mundo, lo investiga, lo cuestiona. Ese desarrollo de una parte de uno mismo que nos reconoce, pero no somos nosotros tampoco. Revivo la sensación que provoca una melodía, un párrafo que sabemos insuperable. Un puñado de palabras que han rescatado un soplo de vida de forma inesperada y perfecta, nos hemos acercado a ello, aunque sea tan sólo por un instante, un hecho incomprensible. Algo del misterio ha sido revelado al leer o al escribir pero no sabemos exactamente qué. Esa es una sensación de divinidad extraña, fugaz. Veo el cuerpo de ella desnuda, estremecido de deseo, el momento preciso en el que los espasmos anticipan ese placer retenido, esa muerte súbita entrelazado a otra carne, ese intento desesperado de ahondar en otro, de alcanzar su esencia aunque sea en la brevedad imposible de ese tiempo dedicado al éxtasis. Hace mucho que ella es ese anhelo de divinidad, como supongo que lo fue Afrodita para Anquises. Es la burla de los dioses. Somos demasiado poco.

Cuando amanezca es posible que haya vivido un nuevo eclipse. No sé cuantos aguantará el corazón, tampoco estas palabras que compulsivamente se acumulan y deben ser escritas. No hay más sentido en todo ello, hacerlo, avanzar en ese recorrido para el cual nací, sin que importe el resultado, el objeto, la repercusión. Siempre esas palabras que tratan de articular aquello que debo rescatar. No tiene sentido la vida de otra manera, al menos para mí. No lograría rescatar el nacimiento de Afrodita si no tuviera la necesidad de escribirlo, y al tiempo, sino hubiese experimentado el esplendor de contemplarla salir del mar, envuelta en el oleaje de la olas, dar un salto hasta la orilla, observarla avanzar en el atardecer rojizo.

Porque ella tal vez no quiso seguir haciendo el amor eternamente como le insistieron las Parcas. Cuando se puso a tejer un telar y Atenea la sorprendió hilando y cosiendo, se enfureció de tal modo que la amenazó con despojarla de su poder, de la influencia de las Parcas. Ella obedeció y no realizó jamás ningún trabajo manual.

¿A qué se debió el enfado de Atenea? Hefesto hubiera preferido a esa hilandera silenciosa que apaciguaba su ansia envuelta en fina lana. La Atenea virgen, generosa, ocupada en la música, en los objetos de alfarería, el arado y el rastrillo. La yunta de los bueyes, la silla de montar, el carro y el barco. Esa Atenea sólo preocupada por la vida práctica, en hacer de la existencia algo mejor, más cómodo, sin deseo. La que enseñaba las artes femeninas y los números. Esa Atenea que produjo la civilización en cierto modo, de espaldas a la sensual Afrodita, llena de misericordia y orden.

Cuando pienso en ella también veo a Atenea, y esa es la diferencia después de tantos años aguardando algo que rompiera la monotonía de la vida. Hefesto se enamoró perdidamente de ella. No era tan inocente como creíamos. Casado con Afrodita quiso alcanzar a la otra diosa porque no temía ni su poder ni a su sensualidad siempre secreta. La Atenea bondadosa era la imagen de la madre todopoderosa, de aquel matriarcado antiguo sumido en el orden femenino. En cierto modo, pienso, Atenea es esa Afrodita saciada que anhela la intimidad del calor, del hogar, la que facilita el trabajo y construye, aunque esa castidad tan empecinada no pueda ser ni natural ni transparente.

A estas alturas de la vida ya no tengo miedo a las construcciones del amor, sólo siento a veces su imposibilidad. El paso de Afrodita a Atenea es un camino largo y tortuoso, que no debería solaparse, ser una sustitución de una por la otra. Las mujeres como Atenea, en verdad, siempre anhelan a esos hombres libres, despreocupados, que abrazan la existencia como un soplo, sin dejar su rastro. En realidad su seducción es la sublimación de su sexualidad expresada en un sueño de redención, de doma. Atenea tuvo que sentir algo cuando Hefesto le hizo un juego de armas exclusivo para ella. Por primera vez, el dios-herrero aceptó como pago el amor. No la temía Hefesto, como ese marido no teme a ella. Los siglos acompañan esa imagen, porque es la que yo retengo de ese hombre que impide que ella venga hasta esta playa.

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Hefesto pide un amor sin sensualidad, para el que cree estar preparado, un amor de orden y contención. No es bueno, los dioses nos lo han dicho. No puede retener a Afrodita y el rencor crece en él, y entonces sabe que Atenea está en la sala contigua a donde él fragua el acero y el hierro, e intenta ser esos otros dioses en su repentina valentía: Ares, Zeus… Lo intenta, y la llama, y cuando ella entra intenta violarla. El trayecto de ese arrebato de violencia va desde la imaginación de los antiguos griegos hasta ese marido que anhela la masturbación y el sosiego en vez de la tormenta del deseo. Se ha borrado esa posibilidad de alcanzarla a ella de otra forma. La eyaculación de Hefesto, infértil, inútil e impotente, se derrama sobre el muslo de la diosa. Atenea desprecia el deseo, también la maternidad por tanto, aunque luego se erigiera diosa de la maternidad. A Atenea le da asco el semen de Hefesto sobre su muslo, coge un trozo de lana y se limpia, lanza el hilo al suelo y la madre tierra fertilizará a Erictonio. Ni siquiera en su feminidad maternal puede haber deseo o placer.

Ha sido con De nuevo, el amor, de Doris Lessing, cuando me doy cuenta de nuevo de esa oportunidad de los libros, de la literatura, de ofrecer su experiencia, su consuelo, su belleza, cuando más lo necesitamos. En un momento de esa hermosa novela, Sarah, la protagonista, se pregunta por la condición de Afrodita y la de Atenea. El viaje del libro es llenar esa especie de punto muerto que separa definitivamente la sensualidad y su relación con la vida, respecto a la vejez y la muerte posterior, intervalo nebuloso en el que se aplaca la sed hasta ese periodo final que es el sueño plácido de Atenea. Aún vivo en el deseo como para acercarme a esa Diosa que, en palabras de Doris Lessing, afirma esa renuncia a la angustia del amor, a la inquietud perpetua del deseo y sus consecuencias.

Interesante imaginar a Afrodita y Atenea discutiendo la pequeña historia de Julie…

…No obstante, si Julie no era una “mujer del amor”, entonces ¿qué era? Había personificado la cualidad, reconocible para cualquier mujer a primera vista, e inmediatamente sentidas por los hombres, de la seductora y descarada feminidad que inmediatamente convierte en irrelevante cualquier argumento basado en la moralidad… Ese sería probablemente el argumento de Afrodita. Pero la mujer que había escrito los diarios (Julie), ¿de cual de las dos era hija?

“De verdad, Julie…”

“…si te permites amar a este hombre, será peor para ti de lo que fue con Paul. Puesto que este no es el guapo muchacho que sólo podía verse a sí mismo cuando se reflejaba en tus ojos. Rémy es un hombre, aunque sea más joven que yo. Con él saldrán a la superficie todas mis posibilidades como mujer, para una vida de mujer”. ¿Y luego, Julie? Un corazón roto es una cosa, y ya has pasado por ello. Pero una vida rota es otra y puedes decir que no. No dijo que no. Y quién era, qué Julie era la que le dijo a la otra: Bien querida, no te imagines que si te decides por el amor no vas a pagar por ello. Puesto que no era la hija de Atenea la que decía: “Compón tu música. Pinta tus cuadros. Pero si es esto lo que eliges, no vivirás como vive una mujer. No puedo soportar esta no vida, no puedo soportar este desierto.

En la novela de Doris Lessing, Julie, esa mezcla de Atenea y Afrodita, se suicida. Su muerte ofrece un espejo a la propia vida de Sarah, aunque sea por oposición. A sus sesenta y algunos años, de la protagonista surge la pregunta acerca de la construcción de lo femenino, también la relación del enamoramiento con la felicidad o la infelicidad, pero no me convence. Me sabe a poco eso que llamamos enamoramiento, una fase estúpida del amor, nebulosa, mitificadora, y la novela, de alguna forma, oscila más alrededor de ese sentimiento que de la palabra amor o deseo. Eso pienso ahora. Y tal vez no me convence porque soy un hombre, mortal, cuya decadencia sobrevendrá despacio en los próximos años, pero el gozoso aleteo, el latido poderoso de aquellos dioses que acuden para burlarse de lo que muere en nosotros, sigue vivo, buscamos esa dominación del cuerpo femenino amado sin darnos cuenta de que nuestra ceguera no deja ver la verdad: nunca será nuestra por completo Afrodita, se nos escapa su complejidad, y nos aferramos a Atenea, tan calma y fiel, tan aburrida en el fondo. Seremos Anquises asustados ante la diosa, seremos ese mortal afortunado que fue castigado por revelar el secreto, o Hefesto tratando de retener lo inasible del deseo.

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¿Y qué sucedería si Afrodita se liberase de todos esos dioses, si se marchara de la casa del dios-herrero, si decidiera liberarse de las ataduras de la herencia e incluso de la imposición de Atenea y de las Parcas que le prohibieron tejer, dedicarse a otra cosa que no fuera el amor?

Siempre atisbo en ella ese punto de rebeldía. Esa especie de aliento que impulsa a Afrodita hacia la felicidad. ¿Que dios se va a atrever a irrumpir en su existencia y situarse a su lado en un equilibrio posible? ¿cómo olvidará su propio pasado, las cadenas del Olimpo, las cuitas y las conspiraciones de los dioses, como superará el dolor, la mezquindad, la dureza del reino divino masculino para ofrecer finalmente una posible alianza, sin perder por ello la pasión, la identidad, sin perecer de ausencia y de nostalgia? ¿o tal vez será un mortal quien ofrezca la sinceridad de su finitud?

Recojo las maletas, los libros, los papeles. El día es avanzado y el sol ilumina la orilla del mar. Vine aquí hace muchos años para descubrir que la sensualidad estaba en este aire y no podía alcanzarla. He buscado cada vez llegar a ese deseo que se me ha escapado hasta comprender algo de Afrodita. La decisión es mía ahora que sé que la torre de marfil se ha derrumbado. Mi pasado pesa. La construcción de toda una vida es una losa que posee fogonazos de felicidad esporádica, muy rara, aquello que resiste el envite del tiempo y dibuja la posibilidad de perdurar. Se puede adorar a Afrodita y a Atenea, ellas son esa fuerza de lo femenino que funda y crea. He encontrado en esa mujer que espero, que ahora me espera, la solidez de ese viaje que puede ser el último.

¿Quién seré yo? ¿Hermes y su verborrea? ¿Poseidon y su vanidad temerosa? ¿Hefesto y su mezquindad hecha de frustración e inmovilidad? ¿Zeus iracundo y fálico? ¿Ares el guerrero salvaje y sensual? ¿o tal vez un mortal como Anquises, que comprende que la única trascendencia es el deseo, y ese deseo está en ella, y de ella nacerá la nueva vida, la sensualidad gozosa de un camino difícil pero lleno de esa antigua alegría?

Ella lo tiene todo. Es esa mujer libre que surgió del mar. Es la diosa del amor que habita en ella, pero también la diosa de la paz que ilumina el día, que bendice la calma. Es el deseo irreprimible de la posesión, pero a su vez la protección de nuestra finitud de hombres. Es Atenea cuando sonríe y Afrodita cuando se despoja de la ropa y extiende los brazos hacia mí.

Debería escribirle.

Sólo si soy capaz de afrontar el destino a tu lado borrando huellas, marcas, trazos y trayectos, expresando el suspiro de sinceridad que todo lo envuelve, abrazando tu sensualidad y tu calor, la fuerza de esa expresión, compartiendo eso que los dioses nos legaron, aquello que era divertido y trascendente, levantando los tejados que nos cubran de la intemperie, cambiando lo cuadros antiguos por nuevos, los pasos ya dados por otros, dejando salir eso que llevo dentro tantos años y que grita por escapar, mereceré tu presente.

Afrodita puede ser ese otro Homero que cientos de años después vague por las tabernas de las islas griegas contando su historia, la historia del amor. Atenea, tal vez, sea capaz un día de dar rienda suelta al instinto sexual que durante siglos cercenó para conceder la paz: una paz frustrante al final, carne de psicoanálisis.

En ti puede darse ese deseo que concede la maternidad y la trascendencia. Eso lo sé. Ten fe. Un día lo sabremos. Si soy capaz de romper el tejido de Hefesto, el castigo de Zeus, la cínica actitud de Poseidon, la palabrería de Hermes, la violencia sexual de Ares.

Tener fe. Como siempre, sólo soy un hombre lleno de cadenas que ha llegado a comprenderlas. Pero he visto a Afrodita naciendo del mar, y es el origen, es el tuyo, es esa extraña felicidad que me inunda cada vez que recuerdo ese momento, es la valentía que intenta construir de las cenizas del tiempo. Atenea nunca será una diosa del amor aunque llegue a escribir sobre ello. Mi castigo, tal vez sea no el rayo de Zeus, sino la infelicidad de cualquier decisión, sea cual sea, aunque toda mi felicidad esté en ella. En esa mujer que no llegó esta noche. En esa mujer que ya destruyó el tiempo heredado para encontrar otro, otra vida que le pertenezca.

Arranco el coche y la casa queda atrás. Es mi destino.

Los dioses tiran los dados.

Copyright Jimarino

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Una historia de la literatura (ensayo sobre la creación literaria)-de James Joyce a Saul Bellow

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(Quiero agradecer a Antoine Ferdinand la posibilidad de haber promovido un texto como éste y pretender su edición teniendo en cuenta su extensión y su complejidad. Especialmente a Sevérine Lavigne por la fatigosa traducción al francés y por sus valiosas apreciaciones que dieron un giro al ensayo y cierta amenidad necesaria. A Daniel Ariño por esas conversaciones nocturnas en la sierra de Gúdar que fueron tan importantes para confrontar la solidez de algunas apreciaciones osadas. Pido disculpas a los posible lectores por la extensión del texto, pero adentrarse en una teoría de la creación literaria con cierto rigor me exigió aunar disciplinas y saberes ajenos a la literatura y entrelazarlos con el espíritu de esta tradición milenaria. Aprovecho para colgar el texto en PDF a fin de que pueda ser leído en otros formatos más cómodos que la pantalla de un ordenador -de momento sólo habrá en breve edición francesa en papel-, tal vez convencido de la necesidad de ofrecer una lectura que permita a cualquier lector adentrarse en un universo fascinante que si bien la literatura siempre reveló, es ahora a través de la ciencia que cobra una relevancia demostrativa e incluso irrenunciable. Tengo la sensación de que el equilibro debería inclinarse a nuestro favor a poco que se instaure la superstición de la medición científica en todos esos saberes de la literatura que los escritores intuyeron desde hace siglos, convencidos de su poder mágico y su aliento espiritual incuestionable. La hegemonía científica debe servirnos por fin para algo. Por último darle las gracias a Antonio Tello por su inconsciente inspiración, por ese aliento que nunca sabré agradecerle. Y por supuesto a Isabel Vila, que junto a Jorge Volpi y su libro El cerebro y el arte de la ficción, despertaron hace algún tiempo este renovado interés por la neurolingüística y su inevitable relación con la historia de la literatura. Y más que a nadie, gracias a Mateo… porque él fue la motivación principal de éste intento de sostener un mundo en el que sigan existiendo las palabras libres de la literatura.)  

 

   

Convegno-aprile-2011Demasiado tiempo lejos de estas páginas, hasta que la vida y la literatura ofrecen extrañas lecciones y uno necesita contarlas.

Porque éste texto iba a tratar sobre la escritura, también sobre la pasión por la lectura, cuando empezó a fraguarse allá por el mes de mayo. Terminaba de pasar un extraordinario fin de semana con Antonio Tello en Sitges y a la vez iniciaba el aliento de una nueva vida sin darme cuenta, justo ese sábado y ese domingo. Los misterios de la poesía, diría Don Antonio, con esa sonrisa irresistible y esa inteligencia viva reflejada en sus ojos. Metáforas del fin y del comienzo, de la extinción y el nacimiento. Conforme me adentraba en ese proceso recurrí a varios libros que pensé reflejaban con mayor precisión lo que deseaba contar. Libros a los que siempre vuelvo. Los procesos de fragua para la vida o la literatura son lentos, pero llegados a un punto surgen de forma abrupta, necesitan ser expulsados, desarrollarse, expresar su intensidad y su sentido. Pero me faltaba algo más, quizá la constancia de un conflicto, y a poder ser un conflicto vital.

Esta es una historia de escribir y leer. Pienso en el sutil latido de este arte. También en la pátina sombría de ciertos efectos acumulados, sus capas superpuestas y sus quejidos existenciales, los que he ido sufriendo a lo largo de todos estos años de lector empedernido, como si en todo lector consciente pudiera revivirse la historia de la literatura. El despertar lento y paulatino cuando sobrevienen las primeras luces del día y el mundo se abre a través de las palabras, y ese particular afán de pronunciar alguna vez que no se es nada más que esa esencia, el latido que construye la frase, el límpio ritmo de la sangre que fluye entre las palabras y las une. Eso era lo que anhelaba.

Que la vida fuera el empeño del verbo por crear la carne de la ficción.

Fue por estas fechas. Julio sofocante y húmedo en Valencia, de una sensualidad excesiva; las gotas de sudor por el cuello y el pecho, el cansino paso del tiempo y la falta de hambre que endurece la piel en apenas semanas. Verano de hace tantos años que me cuesta precisar la fecha: tal vez el año 96 o el 97, cuando la vida era todavía una promesa. Será el 96, por algunas pistas que acuden. Estaba a punto de orientar sin consciencia este mapa a medio recorrido, de darle ese giro irreversible que impide a la vida cambiar radicalmente, que sólo acepte a partir de ese momento pequeños sobresaltos o tibias grandezas, y siempre ese temor al pensar que en vez de ese diminuto progreso llegue el dolor, el auténtico e insoportable dolor.

Un mes después de terminar ese primer esbozo de ensayo, me fui encontrado una y otra vez con referencias que deseaba introducir, hasta que las primeras veinte páginas fueron engordando y construyendo un texto amorfo, demasiado pleno y amplio, a la vez impreciso, excesivo. La historia que quería contar había derivado en tres o cuatro que se entrelazaban. En vez de una argumentación sobre la creación literaria, había iniciado casi una novela cuyos caminos alargaban sus efectos incesantes hasta dejarme una aguda sensación de descontrol y exceso.

Así que comencé a pensar que me había equivocado, y que faltaban algunos elementos que dotaran de cohesión a todo lo que deseaba contar.

Primero afirmé sin pudor que había tenido suerte. También que, de alguna forma, cuando menos importancia pública tiene tal vez, había comprendido algunas esencias de la literatura y unas cuantas, muy pocas, de la vida. O al menos de mi vida, que al fin y al cabo es mi única responsabilidad absoluta.

El transito de Antonio Tello, su poesía, su excepcional ejemplo vital y humano, habían despertado caminos inesperados, largos trayectos que estaban en mí mucho antes, pero que tal vez no se revelaron tan nítidos hasta ese momento. Pensé en los miedos y pánicos inconcebibles que había sufrido, también en esas valentías inesperadas, bellas hazañas cumplidas, en la esperanza que mantenía en vilo mis cuitas e ilusiones. Porque era eso: la ilusión. Esa luz que nos habita, que nos permite aprender, creer y expandirnos, sentir, avanzar conscientes. Lo que también contiene a la sombra oriental, a su elogio de la penumbra rasgada de luz, haces iluminadores de frescura y aire limpio. Mi querido Tanizaki.

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Porque esa luz no es la luz cegadora y extensa, la luz en esa condición del brillo y el color, sino la luz secreta e invisible que habita en todo ser humano, tan a menudo hecha de sombras como de intensa y deslumbrante claridad. Escribí convencido que la existencia había sido soportable, a menudo hermosa, por algo que a veces me aterra: nunca he sentido ese dolor desgarrador que anega toda vida posible.

Tal vez, entre los pliegues de ciertos párrafos del Ulyses de Joyce, una oración en latín se apoderó de mí hace tantos años. La endiablada agitación verbal de Joyce, esa prosa que, al igual que dijera de Dante Umberto Eco, de su Divina Comedia, precedió a la red, la sinuosa reverberación de un objeto que cae al agua y extiende esa onda, ese ligero expandirse circular en la superficie. Joyce provoca esa reverberación con una amplitud enorme, y eso que el tiempo es ya lejano: aquella Irlanda de principios del XX. Esa última gran oración laica, la última fe totalizadora de la literatura para adquirir su decadencia paulatina, el reconocimiento posterior de sus límites y sus siguientes escondites y sombras.

Omphalos de letras en estos templos ruinosos que todavía sostienen el tiempo. Buscaba también eso entonces, que la reverberación de algún texto manuscrito pertrechado en los años anteriores lograra esa extensión que Joyce alcanzó en su arte literario; ese modo de revelar en cada párrafo una onda de significados y referencias capaces de construir un mundo autónomo, real a la vez, rituales de fe verbal que retaran al tiempo lineal. Pero en aquel verano lejano no estaba preparado para ello, tal vez ese fue el error, aunque fuera consciente de lo que deseaba.

Escribiendo este texto, con el que pretendía regresar al blog después de los meses dedicados a corregir y terminar Eclipses y La luz, pensé que el anhelo de aquel estío del año 96 y el que me empujaba a componer estas palabras era el mismo. Adentrarme en esa totalidad mágica, tan dificil de explicar al profano, al que no cree en el espíritu. Ese espíritu que entreví también como una herencia milagrosa, de siglos a nuestra espalda y antepasados punzantes llenos de osadías y culpas. A su vez de intenciones inconscientes que nos hacen ser lo que somos o lo que anhelamos ser. Entonces y ahora, tenía la intuición de que la literatura era el código capaz de descifrar la totalidad del secreto o al menos acercarse a él. Que, en efecto, había otros modos de hacerlo, pero quizá no con esa capacidad globalizadora, completa, extensa y fabulosa, hecha de la materia prima del pensamiento: la palabra. Cada palabra clave, cada aliento hecho de palabras, cada idea que quiere ser expresada. Tal vez quería regresar al lugar en el que los médicos chinos en épocas milenarias antiguas recetaban la música de los versos como remedio curativo y terapia. Eso que supo Marcel Proust de su padre, médico y divulgador de hábitos saludables. No sólo historias o imaginación, sino ese ritmo sanador de la prosa o la poesía elevada que nadie logra explicar con suficiente precisión.

Entonces, en una cena veraniega hace apenas un mes, un viejo amigo lúcido, a veces excesivo, que no lee literatura, me miró a los ojos y me dijo que para comprender la vida había que vivirla.

Uno guarda en su interior muchas cosas, las utiliza cuando puede, esgrime sus espadas y sus afectos, tratando de componer con la historia vivida algo coherente. Cualquiera que escriba siendo consciente del significado de ese acto aunque sea tan sólo por intuición, ese punto sin retorno en el que el ser humano se ve abocado a cumplirlo pase lo que pase o tenga la repercusión que tenga, sabe que lo que alimenta cualquier intento literario es la vida. Lo que enseña a escribir, me refiero a la utilización de un lenguaje preciso o correcto, el aprendizaje de las estructuras y estilos literarios, eso que permite contar de otra manera o de mejor manera, alcanzar la posiblidad de componer un texto digno o una idea acertada o hermosa, es la literatura, pero el verdadero aliento de cualquier escritura es la vida.

Medio ebrio por una botella de Calvados apurada hasta la parte de los ángeles, las palabras de mi amigo provocaron un breve conflicto, siendo sin embargo una perogrullada de haber sido pronunciadas ante alguien como Joyce o Dostoiesvki.

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Tal vez como lector, además del placer estético desmesurado que a partir de cierto momento obtuve de la literatura cuando aprendí a leer, me topé de bruces con la constancia de que una vida es limitada por más que la ampliemos por encima de nuestras posibilidades o nos adentremos en ella a conciencia, aprovechando cada segundo y cada instante, cada oportunidad y cada camino que surge, algo improbable incluso para el más valiente, decidido y hábil de los humanos que pudiéramos imaginar, lo que me empujó a buscar el testimonio de otras experiencias, reflejos sinceros de esas vivencias, variadas y profundas, que me permitieran ser más consciente de mi propia existencia y la del mundo que me rodeaba. La literatura conseguía un diálogo profundo con seres humanos alejados en el tiempo y el espacio, también con contemporáneos, conversaciones humanas dificilmente alcanzables en la vida real, donde apenas profundizamos vagamente en nosotros mismos y desde luego demasiado poco en los demás. Utilizaba a su vez la materia prima de nuestro pensamiento: la palabra. Y poseía la estructura más corriente que tiene a su alcance el ser y los pueblos para expresar su propia esencia: las historias, los ejemplos, las anécdotas, las parábolas, el relato más o menos simbólico de los hechos.

La novela hizo posible que comprendiera aquellos mecanismo emocionales o humanos que no me pertenecen, ponerme en la piel de un hombre poderoso o sentir la miseria de un ser deshecho, marginal y roto en pedazos, sin necesidad de vivir esas vidas, sin posibilidad de hacerlo por factores humanos, suertes o herencias de mis antepasados; entender los condicionantes sociales y biográficos de cualquier hombre, adentrarme en lugares y rincones de la tierra, incluso en épocas muy lejanas, en civilizaciones desconocidas, sentir la pasión desmesurada y el dolor insoportable que todo lo anega, abrumarme con el miedo, asimilar el heroísmo extraño que a veces ocurre, solicitar un grito moral en medio de siglos de historia toda ella condenando a los hombres que la vivieron a la muerte. Era la palabra literaria aquella que esbozaba con su brillo particular, tan raro, tan sólo pleno en algunos autores capaces de construir con las frases un ritmo y una cadencia extraordinarias, de hacer que de la ficción surgiera la turgencia de la carne, la exhuberancia de lo sensible.

Ya sabía entonces de la dificultad de alcanzar esa majestuosidad en la escritura, común tan sólo a ciertos clásicos, esa mezcla inconsciente entre las palabras elegidas, el punto de vista escogido y la profundidad del significado incluso cuando se describe la más anodina de las acciones humanas. Eso que se nota al leer y comparar entre una obra maestra y un texto tan sólo correcto, mutilado de esa magia, de ese latido tan a menudo inexplicable. Leer unas páginas de Saul Bellow frente a cualquier párrafo de Michel Crichton o de Jorge Bucay: esa diferencia. Una inmersión en la señora Dalloway mientras se lanza una mirada escéptica hacia cualquier texto de Lucía Etxebarria o al Diario de Bridget Jones.

Ulyses de nuevo.

Ahí estaba. Cómo un hombre afeitándose en lo alto de una torre -una especie de faro- podía revelar rituales centenarios de la Iglesia católica que dirigieron el mundo durante siglos, acercarse a los griegos con una sola mirada al mar, entrar de lleno en el significado de la muerte, pero no sólo en el significado general de esa extinción, sino su efecto en la identidad y su relación con la aparición edípica para ser y devenir, y encima provocar la sonrisa, la jocosa sensualidad de la luz frente a las olas, el arrebato existencial de unos personajes de ficción construyendo un mundo deslumbrante y vital.

Esa belleza inexplicable que uno llega a sentir ante el latido del lenguaje literario.

A eso me refiero: dos personajes iniciales en el Ulyses, uno que se afeita y otro que mira esa rutinaria actividad, terminan por establecer un eco universal, aunque sea incomprensible para quien no tiene la intención ni la curiosidad de adentrarse en el poder esencial de la literatura. Curiosidad e intención de adentrarse en uno mismo tal vez. Ese miedo a mirarnos en el espejo, como la incomodidad de Dedalus ante el cristal partido que refleja su rostro. Esa es la diferencia entre la historia de la literatura y la infantil narración simple de los hechos. Eso que se ve tan poco, que resulta tan complejo de explicar con estos lenguajes envilecidos, acortados, sesgados, manipulados y balbuceantes.

Siempre entreví en esa literatura perdurable un hálito de libertad.

Eso quise decirle a mi amigo, al que siempre he querido y respetado. Contarle que hay hombres más inclinados que otros a la acción, es verdad, o que tal vez todos somos un compendio necesario de los extremos que a veces desconocemos o que incluso detestamos. Que su afirmación era cierta porque yo mismo, hace mucho, pensé que para escribir era necesario no sólo leer sino vivir. Pero que la amplitud o el complemento que podía suponer la lectura de la gran literatura para un ser humano fuera cual fuese su condición, temperamento, inteligencia o circunstancias, era inmenso. Incluso me hubiera gustado decirle que el placer que los dos sentíamos ante la complejidad de un vino tinto como los que terminábamos de degustar, era similar al deleite estético que a partir de cierto momento lector uno experimenta con la literatura.

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Poco más de siete años antes, en el año 89, como si el ciclo tuviera que alcanzar un cifra impar, alguien dijo de esta prosa entonces balbuceante que lucía pizpireta y sonora, y de aquellos versos entreguardados, con olor a pan viejo y a mantequilla caducada, que valían la pena. Fue una editorial hoy ya desaparecida, evaporada como tantas cosas de la vida, la que alumbró con papel reciclado y tosca portada mi primer libro editado: El espejo salvaje o las formas de no volarte la cabeza.

Hoy en día me arrepiento de aquello sin flagelarme, me refiero a que reniego tozudo de esa edición, tal vez por vanidad o por exigencia quizás, y sólo la constancia de su insignificancia, de su escasa repercusión, me alivian las rojeces en las mejillas en cuanto mis ojos reconocen esos versos. Era un poemario tan malo como otros muchos que se publicaban entonces y se publican ahora, pero para mí era el cúlmen de un proceso vital azaroso y vívido que concluía un periodo y provocaba el aleteo de una mariposa desatando maremotos en los mares del sur, el fragor descarnado de una tempestad y la música ruidosa de un desvirgamiento lozano y prepotente, más tarde tímido y avergonzado. Demasiada vanidad creo, y poco contenido, y eso lo supe ya en esos años más tarde, en el transcurso de ese verano que inicia este relato, cuando me empeñé en convertirme en la letanía sólida del discurso literario, en su balanceo sagrado, en la espesa lateralidad de una música secreta e inaccesible, apenas rozada de uvas a peras con un esfuerzo desmesurado.

Intentar eso era una especie de quimera terrible que sólo podía traerme cierta deformidad, cuando en ese año 96 me dispuse a repasar el fruto de mis antiguas exposiciones editadas en la decada anterior. En esos años había aprendido ya que la literatura era otra cosa que la retahíla intermitente y banal de ciertos regocijos de la autobiografia, que el yo-yo vacilante no daba para más y que El espejo salvaje o las formas de no volarte la cabeza tenía un vuelo demasiado corto para semejante titulo.

¿Y qué elegí?

Porque en la elección está la cuestión esencial, una elección que depende de los años que uno arrastra juntando palabras, pero también en parte de una inexplicable inspiración, o algo que viene de la madurez, o de la interpretación de esa voz interior que todos llevamos dentro y que desea expresarse de la mejor manera posible: entonces aún aguardaba ese imposible destino, llegar a entresacar ese aliento particular que dotaba a las palabras de una música perdurable.

Convencido, en ese día o dos en los que fui preparándome para el encierro, me di cuenta que el poemario de 1989 era mediocre, sin embargo, tal vez recosido y reajustado por el tiempo y el oficio que creía tener en esa época, podría ofrecer el espejo de un tiempo, el lugar de donde venía esa imagen del único poema que salvé con los años y que me acompañó durante décadas: Los perros de la lluvia.

Un puente de piedra ligeramente abombado y de color gris blancuzco, escoltado sino recuerdo mal por cuatro estatuas y al menos cuatro salientes para tomar asiento; los muchachos al amanecer renaciendo; la larga noche en vela, esa niebla de excesos y testosterona alterada, ese gris graduado de variedad cromática pero siempre gris, y esa comparsa adicta cruzando el puente; y yo detrás, fijo en ese deambular incomprensible por un instante, entre las risas, las canciones y los rituales familiares; el amor deslizándose entre mis dedos, la soledad absoluta de ese instante acompañado en que lejos de ser protagonista, era el testigo que a pocos metros miraba y escribía sin tener lápiz ni una hoja en blanco.

Uno escribe siempre si nace con esta maldición.

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Sentí la desilusión de leer esos poemas antes de comenzar su resurrección y encontrar que les faltaba esa sangre, ese ritmo, ese río o esa corriente latiendo. Tratándose de literatura quedaban pocas opciones, como le sucede a la vida tarde o temprano, como si lo predeterminado nos delimitara hasta dejar apenas oportunidades: se escribe para alcanzar la belleza o expresar de forma precisa y profunda la metáfora de una idea, de un sentimiento, de una obsesión. También para superarla.

¿Qué me obsesionaba entonces, en el 89, y después en el 96, y ahora, dicecisete años después?

Ahora creo saberlo, y tengo la sensación de haberlo sabido siempre. Esa frase que, al igual que una formula matemática compleja y exacta, pretende llegar a englobar en su enunciado el orden del mundo. Dan ganas de reír, pero así era. Ese deseo de comprender el orden inalcazable que rige el universo y que nos contiene, que a la vez forma parte con sus designios prefijados de nuestra propia identidad y que es común a cualquier vida incluso a la más osada y estúpida existencia hecha de la ignorancia o de la voluntad.

Así sea. Como ese Mulligan afirmaba en la torre joyceana.

Admiro a quienes desde la ciencia siguen buscando ese orden y se inclinan por el cerebro, por ese misterioso lugar químico en el que aletean todas las ideas y emociones humanas, sus sueños y pesadillas, su imaginación y sus proyecciones, la memoria de la humanidad heredada generación tras generación, paso a paso, biografía a biografía. Esa ciencia adquiere rigor por su inmensa curiosidad intelectual. Me despeja del escepticismo lógico ante la medición, cuyos excesos resuenan tan sombríos en el mundo contemporáneo después de un siglo largo de predominio de la tecnología y la ciencia frente a cualquier otra forma de sabiduría humanas. Y no somos más felices, a lo sumo ligeramente distintos. Tampoco somos mejores, sólo eso, algo diferentes.

El viejo escritor que aparece en Eclipses durante algunas páginas, justo tras su muerte a la orilla de un camino embarrado, fue mi modesto homenaje a una persona que conocí hace mucho. Hay tres cosas de él que no he podido olvidar. La cantidad de cigarrillos que podía fumarse en una hora, también todos y cada uno de los poetas que amaba, cuyos libros fundamentales me fue regalando en el transcurso de los tres años que lo frecuenté, y sobre todo lo que me dijo una vez paseando a la orilla de la playa, un atardecer oscuro de otoño.

-No creo en casi nada, Jimarino, por no decir descaradamente que en nada, pero la verdad es esa. Cualquier parafernalia simplona de usos y rituales para alcanzar la felicidad o los objetivos de la vida agreden mi capacidad intelectual, no sé si me explico bien. No quiero decir por supuesto que yo sea feliz o que me sienta capaz de ofrecer nada de mi existencia que pueda servir a otros. No, nada de eso. Sólo que la vida es lo que es, y no existe ningún manual de uso ni ninguna religión ni doctrina o teoría que me convezca de lo contrario. Eso sí, y te puedo asegurar que le he dado muchas vueltas a ese asunto. Cuando una persona llega a percibir que la literatura recorre a lo largo del tiempo la historia del hombre y contiene su interminable discurso humano, sus anhelos e invenciones, la imaginación y los dolores insoportables esparcidos a lo largo de siglos y siglos de miserias y humanidad hacinada, descubre que tal vez no existe un arte igual, que cualquier forma literaria escrita anhela expresar el modo en que los hombres pensaron y sintieron para diseñar espejos del mundo y del espíritu, y en eso sí creo. No me venden otra cosa que el placer de la lectura y de la comprensión. El manual no existe, pero si el interminable río de vidas y experiencias que nos preceden, a nuestro alcance…

El diálogo lo adapto, ocurrió hace mucho, pero la idea central fue esa: el viejo escritor y amigo que moriría pocos meses después, un hombre íntegro, divertido, ligeramente amargado por el amor y la humanidad, que llevaba más de diez años pretendiendo ocultarse para mirar mejor, habló de todo eso. Luego insistió en que, no en vano, la religión no fue otra cosa que una especie de aplicación práctica de la literatura, cuando la historia de la literatura todavía era un camino corto, comprensible y recién nacido. El relato imaginativo de lo humano, el susurro del hombre frente a los movimientos descomunales de la historia hecho uso. Un anhelo de escritores en el fondo. Que la obra literaria alcanzase en un proceso imparable de repetición y oración, templo de la incertidumbre convertida en carne, en grado de ritual, y que se extendiese entre cientos y cientos de miles de seres humanos. Eso fue la religión, una metafora convertida en templo, en construcción, en norma, rezo y costumbre.

Tiempos oscuros como los nuestros generan eso, mala literatura pretendiendo al fin y al cabo lo mismo, con la inevitable distorsión de la existencia. A veces ni siquiera mala literatura, sino tristes simulacros de sabiduría demasiado corta y con escaso vuelo. Hemos perdido, y los síntomas son claros, lo que no quiere decir que bajemos los brazos.

Mi respuesta ante esa afirmación que el amigo pronunció al fin y al cabo para defenderse de mi excesivo apasionamiento por la literatura debió haber sido otra distinta, parecida a la que trato de argumentar ahora. Frente a las simplonas metáforas anhelando explicar el mundo mediante gestos y actos, la respuesta tenía que ser clara y positiva. Su propio descreímiento era una frase literaria demasiado manida, una sentenecia de usos adheridos a su identidad desde siglos y generaciones.

Eso ya estaba en la literatura expresado, desde hace tiempo, pero no lo miramos, o no queremos hacerlo. Se busca el alivio de una vez y a un grupo de gente cumpliendo el mismo quehacer. Eso tranquiliza. Cualquiera hombre avispado y convencido puede ser un gurú, y los libros de Dostoiesvki o La Divina Comedia de Dante, o ese Ulyses que dia a día me fascina más, huelen a polvo viejo, a estante desvencijado, a olvidada hilera de libros en papel y cartón sustituida por un futuro de flamantes kindle o E-book electrónicos, por una luminosa tablet en la que situamos todo al mismo nivel: el triste solitario de windows y La metamorfosis de Kafka, a punto de la yema erizada, envueltos en una creencia, que casi es superstición, de que allí está todo.

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Pero volviendo al asunto del que no debería desviarme tanto al abrir estos caminos, como si deslizara ventanas informáticas y ecos de google, lo cierto es que decidí justo lo contrario a lo que los pragmáticos postulados del pensamiento limpio, de la programación neurolingüistica, aconsejarían. En vez de programar racionalmente, quise ampliar los espacios mentales, tratar de alcanzar esa parte atávica, secreta, misteriosa, que siempre será la horma de zapato de lo científico por más que expurgue, delimite y diseccione el cerebro o cualquier órgano o expresión de lo humano. No deseaba reunir fuerzas cognitivas para empujar aquellos malos poemas antiguos y convertirlos en algo mejor, siempre controlado por el consciente, sino romper las barreras que separan el pensamiento racional de la expresión onírica, indirecta y determinante al tiempo de cualquier ser. Deseaba despojarme de la razón para alcanzar ese ritmo que había percibido en los grandes maestros de la prosa y la poesía, esa diferencia entre un libro cualquiera y un libro que sirviera para descubrir un hecho esencial del hombre a través de una metáfora hermosa -que no complaciente-, de su latido vivo, de esa sangre hiperbólica y lingüística.

Estaba convencido de que, despojándome de las barreras racionales que ataban el destino del ser humano a su cerebro utilitario, podría encontrar en verdad una voz similar a la de esos escritores que admiraba. Creía empecinado que la inteligencia práctica, la paulatina especialización y la reducción constante de las aptitudes intelectuales humanas hacia tareas o ámbitos concretos, especializados, era contraproducente sino se acompañaba de un movimiento contrario, de una necesidad de comprender y percibir el mundo en su globalidad, unido a su vez a ese intento afanoso de la literatura por ahondar en el secreto de lo humano. Al fin y al cabo, de esa mezcla está compuesta nuestro cerebro. Que el origen de esa grandeza y esa sabiduría, era un misterioso lugar de nuestra identidad que ellos, los grandes escritores, lograban entresacar de modo natural, al violar las ataduras del yo consciente y dejarse llevar por el fragor determinante del inconsciente.

Me fijo mucho en los niños, en el proceso por el cual atrapan el mundo y construyen su identidad. En ellos, la línea entre su esencia interior, la magia humana y el aprendizaje racional de la realidad, está difuminada, se confunde, o mejor, es permeable; lo fantastico y lo imaginario tienen la misma intensidad que los hechos reales o los actos automáticos o aprehendidos maquinalmente de sus mayores, y, sin embargo, distinguen la realidad de la ficción. Además, el niño aprende más de los gestos inconscientes que ve o intuye en los adultos que le rodean que realmente del discurso consciente con el que tratamos de hacer que se defiendan de la vida o esquiven el peligro. Mucho más de lo que escondemos que de esas ideas sobre el mundo que expresamos y nos parecen sólidas a fin de adherirlos a nuestras causas. Lo inconsciente es lo que marca su actitud la mayor parte del tiempo incluso cuando fijan la atención en actividades prácticas o se concentran en habilidades manuales. Miran más allá de la explicación directa o la argumentación racional en la que nos empeñamos los adultos, astiban la emocionalidad, el tono, la importancia inconsciente de nuestros consejos expresada en lo que no es verbal únicamente.

Siempre he creído que para avanzar en la neurolingüística era necesario conocer la historia de la literatura, porque en sus palabras están parte de las claves del proceso. Lo mismo que le sucedió al psicoanálisis hace ahora más de cien años. Al fin y al cabo, cada libro perteneció a un contexto lingüístico, ideológico y social, a una manipulación del lenguaje concreto en todas las épocas en las que la obra literaria pretendió siempre resistir, a un código de palabras clave propias de cada tiempo, siempre como una resistencia del individuo y del lenguaje libre, hecho de tradición y también de presente, contra lo estipulado, insincero o artificial, contra lo dominante o lo impuesto por la fuerza. Y a su vez, cada uno de esos autores sobresalientes quiso trasmitir aquello que creyó común a todos los hombres y en todos los tiempos de la humanidad, para que ahora, tantos siglos después, los griegos se nos aparezcan todavía cercanos, reconocibles e incluso contemporáneos. Las palabras de los griegos; Psique, Ego. Es muy complicado pretender fijar una letanía verbal positiva sin haber atrapado y degustado las grandes palabras de la mayor creación linguística e intelectual inventada por el hombre, representada por un puñado de obras maestras que recorren la vida en la tierra desde hace siglos.

Era inocente todavía, lo reconozco. El largo camino no había hecho más que empezar, y de alguna forma, la fortuna, como sucede hasta hoy, nunca me fue adversa del todo, sí a veces esquiva o cuesta arriba, o empecinada en no dejarse ver, pero nunca adversa por completo, hasta que cruzo los dedos en éste cálido amanecer de agosto, mientras escribo.

Hay que agradecer a lo divino, al orden secreto, semejante concesión, y yo decidí buscar ese agradecimento en mí mismo. El viejo poemario ajado, con olor a naftalina, a mis ojos nublados de entonces. ¿Cómo traspasar esa barrera de la consciencia que el recién llegado mundo adulto convertía en un límite rígido e infranqueable?

Ahora entiendo mejor porqué intenté romper esa artificialidad de ese modo.

¿De dónde viene esa consistencia de la palabra en ciertos textos literarios, la exactitud en la escena o el punto de vista elegidos, su endiablado ritmo que dibuja una realidad que roza lo exacto y lo bello sin saber porqué, sin que las palabras sean necesariamente bellas, sino insertadas en el conjunto de esa forma de sabiduría?

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Sabía, sin pensarlo en profundidad, sin razonarlo, que la literatura llegaba de un lugar secreto y oscuro, cuya fijación quedaba marcada por un factor fundamental, un oculto misterio, un aliento heredado, una facilidad desconocida instalada en el cerebro de todos los genios que hacían del inconsciente una herramienta, y del lugar de la escritura una especie de límite oscilante entre la consciencia y el punto del inconsciente en el que se desarrolla la relación entre lo imaginario, lo atávico y lo onírico, y su contacto inevitable con lo tangible.

Ese punto era la clave de la literatura y de la mayor parte de las cosas extraordinarias del hombre, también el lugar de reposo y escondite de sus monstruos y sus pesadillas más insostenibles. El momento en que la mente consciente se adecua al silbido interior y la prosa cobra vida, tan raro a veces el instante, tan dificil de convocar, tan inexplicable.

¿Por qué ese mismo cerebro es capaz en ocasiones de anhelar esa transcendencia de la escritura que avanza y otras apenas puede esbozar la corrección linguistica o sintáctica para adentrarse en la expresión verbal de algo con levedad?

Era la lectura sí, y también la pericia en la escritura después de horas y horas cumpliendo con los rituales de la palabra, pero era algo más, ese punto de convulsa inspiracion verbal que permite desenrrollar el ovillo, que asocia palabras, imágenes, ideas y objetos, hechos, historias, como si en el cerebro cupiera toda esa infomación atemporal y la trajera a un instante presente que permite el desarrollo de la escritura.

Eso buscaba; hallar esos resquicios, llegar a comprender algo de ese proceso.

Había dos momentos preferidos para la escritura. El amanecer, esa luz pálida que desbroza el día, que despeja de brumas el paisaje e ilumina paulatinamente los objetos, las salas, las habitaciones, las calles, los bosques y las playas. El momento del nacimiento, de la luz que baña el mundo. Ese instante en el que nace el día y todo es posible. El momento en el que se inicia la creación.

Frente al amanecer siempre la creación. Porque en 1996 ya tenía cierta consciencia del hecho de escribir, principalmente por las abundantes lecturas acumuladas en esos años, y aunque sentía el desarrollo de la escritura todavía como un proceso abrupto, verborréico e imperfecto, mucho más que ahora, comprendía la magnitud de ese amanecer que se asemejaba sin remedio al efecto de los signos y las grafias que empiezan a llenar la hoja en blanco. La escritura también en el momento en que el amor y el deseo nacen, también cuando quedan saciados. La punzada de sensualidad retenida que inicia la chispa de esa atracción, y posteriormente el aleteo de lo físico, el ejercicio que endurece y el placer que se derrama. Esa fuerza de la sensualidad inconsciente, de la incendiada respuesta de los músculos y los sexos, e incluso después, cuando he deseado morir sobre el sudor de un cuerpo desnudo, de una musculatura agitada y satisfecha de placer hasta provocar el destello de celebración y alegría que el cerebro necesita para afrontar cualquier creación con optimismo y confianza.

Nacimiento y deseo. Y siempre la literatura en ese intervalo, aunque entonces no pudiera explicarlo.

Era una celebración, una fiesta de los sentidos y la inteligencia, un espejo luminoso en el que lo oscuro queda aclarado, a veces sin poder ser argumentado, simplemente surgido de esa intuición de haber asimilado algo necesario. Lo mismo que la escritura. Como una placentera eyaculación y el abundante retozo amoroso, la dicha de ese placer, y entonces esa pausa extraña en la que la cabeza detiene toda su violencia presente y obliga a saltar de la cama y acercarnos al ordenador y teclear hasta que las palabras expulsadas colmen esa excitación vital.

Algunos párrafos de otros tenían la sinuosa sensualidad de un seno o una cadera de mujer. Siempre sentí que la lectura/escritura eran las expresiones finales de procesos cuyo desarrollo se asemejaba a las fases y aprendizajes de la sensualidad, del erotismo, o que afectaban o movilizaban partes similares del cerebro, algo que seguramente alcanzará a saber el hombre tarde o temprano a través de la neurología. Leer con esa atención, tan similar a acariciar con los dedos los objetos, adivinar las texturas, aproximarse al olfato de las plantas y las flores, sentir la temperatura en la piel, el brillo y la penumbra del mundo visible acariciado por la luz particular de cada momento del día. El mismo impulso sensual de acariciar y ser acariciado y la lectura de ciertos párrafos memorables de la literatura universal. Proust, Tolstoi, Flaubert…

El acto de la escritura y la lectura como un acto sensual, capaz de excitar al cerebro hasta su invisible eyaculación de dichosas neuronas atrapando el universo.

Y qué mejor forma de hacerlo que aferrándose a este espíritu que mi generación apuró no sé si como forma de rebeldía o como única aportación posible al mundo. Era como si intuyeramos desde muy jóvenes que no pintaríamos absolutamente nada, que la teoría/presagio de Ortega y Gasset sobre las generaciones, la referida a que cada quince años aproximadamente una generación tomaba el relevo de la otra, y comenzaba una dura pugna y un conflicto que determinaba la derrota de lo anciano frente a lo nuevo, a veces mediante ruptura, otras por medio de acuerdos, se iba a truncar definitivamente. Tal vez por eso la ebriedad, el santo exceso de Blake que desembocó en los mitos del sexo drogas y rock and roll que tantos cadáveres insatisfechos dejó a su paso. Por que esa era la cuestión, sin valorar la parte de culpa que nos corresponde, sin examinar en profundidad porqué varias generaciones dejaron de tener acceso al poder, siquiera pudieron modificarlo un ápice, convirtiendo la madurez en un extraño camino de insatisfacción perpetua, de aleteos de Peter Pan mundanos y melancólicos, con calvicie y patetismo crónico, y el sueño de aquella gloria en un cementerio de hombres e ilusiones.

Newton

Yo estaba sólo en esa casa y necesitaba hallar todo lo que tenía dentro guardado de las experiencias de esos años, un sentido posible de la existencia que rescatar de las catacumbas del abismo, de las adicciones y los cantos de sirena. Sentía orgullo de estar vivo, tal vez el único orgullo que con discreción podía defender una vez disipada la tormenta y calmado en apariencia el mar tras el naufrágio.

Tenía un poemario imperfecto y rígido cuyas ideas resumían en verdad una época salvaje a punto de desaparecer, pero su escritura era balbuceante, torpe, llena de mitos banales, de referencias erróneas y escasa enjundia literaria e intelectual. Entonces me dije que debíamos creer al viejo Blake de nuevo, dando otra vuelta de tuerca. Era como si necesitara recuperar el viejo espíritu, no traicionar, aunque fuera por última vez, al mundo que dejaba, pero con otra intención y otra profundidad.

Intuía que tal vez buceando en el exceso podría alcanzar la llave que comunicaba el lenguaje racional, controlado y anodino de diario, con el lenguaje secreto que tal vez yo guardaba en mi interior, mi voz, mi ritmo, mi propia expresión vital. Y no era vanidad, puedo asegurarlo. No quería lectores que se asomaran a mis abismos ni a mis paraísos para aplaudirlos, deseaba más bien poder encontrar en cada una de las frases que escribiera mi propio espíritu y su reflejo del mundo, hacia el mundo, que la frase escrita en verdad expresara algo profundamente mío capaz de alcanzar lo común a todos los hombres. Eso estaba dentro, muy adentro de mí, en lo más profundo.

Me sentía como el minero que desciende a las galerias para seguir cavando y cavando en esa roca oscura, incomprensible e inaccesible desde la superficie, justo lo que el mundo había decidido no hacer. Esta tierra y los hombres que la conforman renunciaron hace mucho a ese afán. No quería los signos externos o superficiales, sino el acervo común y la herencia de siglos, las voces que se acumulaban en mí, las palabras que surgieran de lo más esencial, aunque contase la ficción más alejada a mi realidad, pero que tuviera ese eco de la identidad irrenunciable, eso que me pertenecía y era posible ser expresado y comprendido por otros.

Hice un esquema esa primera tarde de soledad, con el día alargado en el mes de julio y el sudor cayendo a goterones por el torso y la espalda. Sentado en el despacho, frente al ventanal que daba al claustrofóbico patio de luces, oyendo la tos del viejo vecino de arriba, que pese al asma y a los problemas respiratorios violaba la prohibición de fumar fijada por los médicos y su mujer, solicitándome con un susurro hasta la amistad un pitillo salvador que era la muerte, un último placer de la adicción aspirando una calada de nicotina y alquitrán. Oí su tos y entonces escribi bajo ese influjo, a punto de llamarme si me oía, este esbozo que encontré hace apenas dos semanas, buscando entre los más de cincuenta cuadernos de escritura comenzados en el año 1990 y alargados hasta hoy mismo.

No he cambiado mucho, sólo soy mas viejo, mas consciente, más cobarde, menos inocente.

-47 poemas y 126 páginas: El espejo salvaje o las forma de no volarte la cabeza

-32 días previstos

-500 pesetas de marihuana

-botella diaria de vino. Total 32 botellas. 3-4 de reserva.

-botella de ginebra: 1 cada tres días

-tónica, 2 botes al día

-1 gramo de polvo cuando el cansancio requiera de un despejarse, de cierto nerviosismo.

-Algún alucinógeno posible una vez por semana

-una tableta de anfetaminas para las noches que puedan alargarse (tal vez 8-10 pastillas a lo sumo)

-Música preparada para sonar durante horas entre los muros del apartamento, musica lisérgica a poder ser y mucha música clásica.

-Algun opiaceo (rastraer los camellos habituales). Nada de agujas, eso es demasiado marginal y estúpido…

Durante esos días, el teléfono quedó sordo, ni una sola respuesta a nadie, quieto en ese encierro de horas, ebrio, sollozante a menudo, mojado por el húmedo verano, altanero frente a los poemas. Cuarenta y siete poemas antiguos de otro tiempo, que no me gustaban, sumido en la irrealidad de intentar inventar un destino nuevo para ellos. Es verdad que cada latido de lo que había escrito respondía a un impulso que fue real y que, en muchos casos, se mantenía en el tiempo. No era nostalgia -no la uso en exceso-, sino más bien recreación de lo vivido con palabras que fueran capaces de recuperar la vibración y el sentid0 y traer esa época de mi existencia al presente.

Para empezar leía el poema. Si me encontraba demasiado sumido en la realidad, intoxicado de ruido presente, de esa niebla con la que caminamos a veces sonámbulos para poder soportar la existencia, empezaba con el vino blanco frío, tal vez con la marihuana si la noche era avanzada y requería de ese estado de concentración particular. La concentración de la sensibilidad que permite la hierba, el éxtasis de los sentidos, cuando las hojas verdes quemándose nos recuerdan que tenemos un cuerpo y unos sentidos extraordinarios para atrapar la riqueza de cuanto nos rodea, para intensificar lo que sentimos. La concentración de la marihuana es sensual, sensorial, y al fin y al cabo, incluso para los positivistas o aquellos que ritualizan el pensamiento, toda idea proviene de una experiencia sensible, incluso las más técnica o científica, de una intuición que llega, de un contraste entre las emociones y las fabulosas conexiones del cerebro humano.

Ha pasado el tiempo y creo que el mundo es un poco peor que entonces, aunque la verdad, suelo dudar a menudo de mis impresiones. Tal vez sea yo el que lo mira de peor forma, no lo sé.

En ese verano creí ser capaz de adivinar otra posibilidad que sólo era personal, seguramente intransferible y dificil de explicar a los otros, sin más pretensión que alcanzar ese ritmo secreto, propio, original, que debía surgir de la inconsciencia para alcanzar otro orden, otro discurso, un latido mejor construido de palabras más duraderas y esenciales.

En esa niebla irreal que viví esos días, creí ser consciente del lugar del que procedía la literatura. Lo percibí de sopetón, como una revelación que quedó entre la lengua y el paladar, que no pude explicar y quedó guardada en mí sin palabras, más bien como una aceptación silenciosa, intuitiva. Porque la renovada música de las frases surgía de un rincón de mi cerebro que oscilaba entre lo consciente y lo inconsciente, conectaba la memoria y el tiempo, la experiencia acumulada y el mundo onírico y simbólico que me habitaba.

A veces, menos de lo que desearía, escribiendo entro en una especie de trance en el que todo mi ser se concentra sin perturbacciones de ninguna índole en un escritura que surge a borbotones incontrolable para quedar fijada en un instante de lucidez y de expectación para mí sublime, aunque los resultados más tarde nunca sean similares al placer y la satisfacción del momento. Y además, todo ese entramado de relaciones, después de los años lectores acumulados, posee una forma novelesca, narrativa o poética, hecha de lenguaje interiorizado. Es en verdad una especie de hipnosis parcial y autoinducida. Cierto que la corrección es siempre racional, necesita de una distancia y de un juicio crítico que relacione lo escrito en esa insconsciencia parcial con todo lo que uno ha digerido y experimentado con la literatura y la vida, afina las imprecisiones de ese lenguaje desde la sintáxis y la consciencia, pero no lo es el impulso que aletea entre mis dedos y me hace apretar las letras del teclado anhelando un relato.

Lo que las teclas marcan en la pantalla blanca son palabras surgidas de un misterioso rincón de nuestra mente, tal vez un nudo de ramificaciones neuronales en el cual todo lo vivido se entremezcla; elementos biográficos, identitarios e inconscientes, herencias impredecibles y proyecciones adquiridas, escenas tan nitidas y a veces inconscientes de todo lo transcurrido; un punto del lenguaje, pero del lenguaje construido con afán esencial y metafórico, incluso onírico, capaz de la ficción, incluso de la falsificación de la memoria a fin de construir una identidad consistente o satisfactoria, sea de la índole que sea, literatura tal vez, pero también eso: el lugar donde construimos la propia ficción que trata de explicar quiénes somos. Tiene algo de divino o de mágico. Un lugar donde se centrifuga y se mezcla la experiencia humana, agrupándose en un mismo orden, en igualdad de condiciones, simplemente juntando variadas piezas de la percepción, con sus elementos tan dispares, para elaborar una historia propia o todas esas que algunos pretendemos contar. Un recorrido que funciona como un hilo enrollado del que se estira y así se desmadeja el ovillo, surgiendo la asociación.

Teniendo en cuenta que todos lo seres humanos sin excepción, manejan, aunque sea a nivel elemental, el don de contar historias o anécdotas, quizás en ese nudo cerebral esté ya la literatura desde el nacimiento. Los niños las cuentan en cuanto se sienten capaces de manejar el lenguaje oral, su sentido, y en función de su desarrollo ejercen su capacidad de generar espejos de la realidad.

Y en ese instante lo supe. Comprobé que la sinuosa perfección verbal de Proust construía su hálito incansable desde el mismo lugar en el que yo podía imaginar la tersura de unos pechos ladeados en un cuerpo suave de mujer o vislumbrar la luz milagrosa y reconfortante que producen los relatos. La sinuosa perfección de un adjetivo, la reminiscencia exacta de la palabra anhelando su sígnificado, la punzante idea capaz de desbrozar las malas hierbas de la conciencia para dar un salto hacia un diálogo más despierto, más sabio; la emoción de deleitarme con esas escenas que Joyce o Tolstoi escribieron, la presunta facilidad de un párrafo de Chejov diseñando en unas cuantas líneas de papel la mayor complejidad del mundo hasta acercarnos a su idea. El cosquilleo de esa constancia, repentino, seductor, que hace esbozar la sonrisa, llegaba de allí, de ese sitio, en cada cual respondiendo a la medida de su talento, de sus posiblidades. Del lugar en el que lo sensual modela el cerebro. Lo sensual referido a los sentidos y a ese punto tangente con la idea o el pensamiento.

Pensamos desde las emociones, incluso en la razón aparentemente más firme y con visos de voluntad férrea que creemos tener, ésta acude desde las emociones experimentadas sobre todo en la infancia. Para algunos, ese proceso comienza desde el vientre materno. Sentimos primero para luego pensar. El placer sobre todo. También el dolor, como concepto opuesto al placer o a la falta del mismo. Toda esa sensualidad de sentir que obra su climax en el tacto, la vista, el oido, el olfato y el gusto hasta ortorgarnos en un complejo proceso la idea del mundo que sostendremos. Comer con los sentidos y leer. Oler el luminoso paisaje de una primavera en la montaña, en la provenza francesa con su perfume de lavanda y mar, o sea el sobrio horizonte erosionado y verde de la sierra de Gúdar, del Teruel ancestral, envuelto en la cálida satisfacción de que todo nace, crece y muere, y leer. El tacto de la gata bien alimentada, cuyo pelo construye en invierno la seda calida de contacto irrepetible y sedoso, y leer. El gusto y el olor y el tacto y el sonido del cuerpo al que uno cubre de rituales sagrados para la ascensión al placer supremo de la sensualidad; olor entre los muslos, en los pechos y en el vientre, y el tacto suave de la nalga, suavidad de mujer, suavidad rocosa de hombre, y de rostro, y los labios y la lengua, y el sabor de esa hendidura sonrosada de humedad donde lamer o de esa hinchazón caliente y tersa que arrebata el hueco carnoso que es llenado, saciado, ese otorgar el placer de excavar suavemente entre los pliegues, de horadar con la extensa y sanguínea corola de hipersensibles ramificaciones neuronales; y leer. Y escribir como un acto de potencia, jamás constante, imposible, pero en ese ruedo, acto de potencia sensual, en el que surge la tentación masculina de la procreación y la luz en medio de la oscuridad estéril de un mundo agotado, y leer.

Y escribir.

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Todas esas cosas quise descubrir en esos treinta y dos días de encierro que comenzaban. No deseaba mirar atrás con la emoción superficial, sino adentrarme en el entramado de ese mundo, en el efecto que había depositado en mí la existencia y sus interminables relaciones, en las asociaciones que conformaban mi identidad, asociaciones complejas, vibrantes, vivas y simbólicas.

Confiaba en las teorías que creía sostener con solemnidad, seguro, no sólo las que comprendí entonces, sino intuyendo las que llegarían después, con los años, con la victoria del silencio y la modulación del carácter orgulloso e inconformista hasta convertir esos arrebatos antiguos, ese sublime incendio de la insanidad y lo oscuro, en una especie de canto silencioso que anhela rincones profundos. Reinventar esos poemas de un tiempo que creí glorioso y que veía reflejado, aunque mal, en esos versos de finales de los ochenta. Cada trago y cada gradación del alcohol quemado, y cada humareda y cada inspiración y expiración húmeda en esa soledad encerrada y bochornosa. Tenía la confianza indirecta de creer que estaba alcanzando esa cima anhelada durante muchos años, sin importarme ni la repercusión ni el final, sólo intentando apurar esa especie de grito que me empujaba a considerar ese acto como algo irrenunciable.

Me daba cuenta de que cada poema no sólo venía del lejano tiempo en el que fue compuesto, de aquella letra fijada y esa emoción antigua, sino que lograba materializarse fragmentariamente en el presente variando su significado, en esa ceremonia incendiaria y delirante de la santa ebriedad y sus oraciones laicas, y su origen resultaba indescifrable y unido a la totalidad del tiempo, un tiempo que se dilataba y se confundía, se entrelazaba al presente, e incluso se contraía en ocasiones, y entonces comprendí que tal vez yo fuera también la eterna insatisfacción de mi padre o las juerguistas pendencias del abuelo correteando por los caminos polvorientos de la sierra en pos de un baile, de mujeres y de esos atardeceres y noches vividos; o tal vez tuviera dentro al otro abuelo represaliado y dolorido, a ese poeta silencioso y grave por obligación que dibujaba puentes, o que incluso la superioridad física del bisabuelo fuera mía, quién sabe -yo ese próspero leñador que tuvo la mala fortuna de caerse de un árbol con apenas cuarenta años-, o la llama jamás saciada de aquella tatarabuela vuida que quiso amar y no pudo, hasta expresar en mí ese deseo sin cortapisas, liberado, capaz de la trascendencia y la levedad a la vez.

Hasta hoy no he perdido ese efecto imposible. El olor del mar que se asemeja al origen de la concha marina fragante y capaz de esconder las olas en su oreja de viento. De proteger el origen del mundo. Los siglos en los que los hombres contemplaron extasiados de dónde venía la vida en ese deleite del sexo femenino.

Nunca olvidaré esos días de verano pretendiendo la absurda anulación de la razón, exagerando las poses y los excesos de la adolescencia y la juventud hasta el ridículo, afilando los dientes en el dolor y la humedad, hasta que la respiración llegaba a entrecortarse y la visión se nublaba, sumido en esos poemas, en esa especie de salto al otro lado morrisoniano. Las puertas de la percepción. Y no crean que me tomaba en serio por completo, no vaya a ser que los graciosos y los cínicos se burlen y con razón. Ninguna pose asegura la escritura, ningún artificio, ningun disfraz. Eso son máscaras para los bailes de carnaval, nada más, aunque el mundo contemporáneo prefiera y consuma lo externo con mayor profusión que lo profundo.

Las palabras provienen de un escondido rincón del hombre que no se puede desentrañar ni con los mitos ni con el empecinamiento moderno acerca de la superioridad de la imagen. Esa escritura no tiene que ver ni con el éxito ni con la admiración de los otros, tampoco con el fracaso o el silencio. Surge en todos los seres humanos que puedan imaginar, hasta en la mirada fiera y avariciosa de un banquero que en medio de su arrebato pecuniario esboza un gesto de poesía, una palabra auténtica que se le escapa sin darse cuenta. Esa liberación del yo y de la voluntad que se retrata en un sentir a veces áspero, lleno de la condolencia y la celebración del universo. Nada que ver con los roles sociales y sus marcados espejos de exclusión.

Eso sucedió, aunque como era de esperar por lo dicho, el resultado de aquellos días lejanos no fuese el esperado.

Porque no bastaba para alcanzar esa literatura anhelada comprender la relación entre la vida y la literatura que entonces quedó fijada y nítida en mi memoria, en mi existencia, entre mis obsesiones. El origen estaba allí, lo que hace de ciertos párrafos un gesto no sólo de la inteligencia o del placer completo, sino actos de salud. La salud del cerebro que avispea en esa seda lingüistica: el verbo que se hace carne -eso era-, verbo vibrante que construye en la mente aquello que debe ser el placer y el reto de la inteligencia, la razón y la emoción confabulándose en ese describir el mundo, en esa profundidad de la visión que los maestros nos dejaron, como el cimbreante y sensual movimiento de dos cuerpos entrelazados por el baile de la cadera y el erótico acomodo de la humedad y la piel en un verano bochornoso como aquel.

Es evidente que no pude aguantar ese régimen 32 días. Mi duende se fatiga en exceso, vaguea, hace su aparición cuando le sale de las narices, se esconde una temporada, resurge ante una emoción inesperada que lo empuja a exigir la escritura, incluso aunque la convoque a menudo sin suerte todos los días del mundo, de buena mañana.

Pero no aguantar fue lo mejor que me pudo pasar. De haber cumplido ese itinerario suicida, mi vida hubiese sido otra cosa, porque aquel fue el final de los excesos, no por completo, pero sí con la medición del sentido común. Una madurez que tuvo su reflejo en el resultado, o que comenzó en ese punto y final. El exceso no podía ser un fin en sí mismo, sólo una limpieza de esa claridad que tanto perjudica a los escritores, que los convierte en castradores, en caricaturas de sí mismos alejadas de lo oscuro. Eso sí: la felicidad -como la desesperación-, nunca fueron buenos críticos literarios. Era imposible pretender alcanzar lo que buscaba en ese estado, el río claro y transparente, ese ritmo de las corrientes subterráneas que debían construir la literatura. Los nervios afilados por la ebriedad y el calor, los dolores musculares que todas las mañanas punzaba mi carne, los calambres intensos que me empujaban a saltar de la cama y pisar el suelo aullando de dolor, me conducían al cansancio perpetuo y a la confusión. Las horas encerrado que fueron modificando mi lenguaje, sin nada que pudiera corregirlo. La falta de sueño perpetuo que las drogas nerviosas provocaban hasta hacer de los días un veloz duermevela continuo, demasiado oscuro, inaccesible y, en cierto modo, tenebroso. Beber y beber en ese zambullirme en las palabras y aguardar el sentido escondido.

Lowry

No podría expresar el valor de esto a nadie que fuese un lector superficial o que no leyera o no escribiera, o que estuviese poco familiarizado con la historia de este arte, de este oficio misterioso que irremediablemente asociaba entonces semejante anhelo con la marginación. La literatura requiere de cierta moda perdida, de algo que la convierta en tema de conversación cotidiano, de una importancia en una sociedad cargada de carísimos y variados ocios que le roban terreno, cuerpo, que le exigen transformaciones, sufrimientos, silencios prolongados, no de excesos incomprensibles para la gente normal si es que hay alguien normal, o mejor para la gente con menos capacidad para comprender las abruptas tempestades de lo humano, esa tendencia a salirnos del tiesto, a retar las normas y vivir de otro modo, que suelen producir juicios solemnes, prejuicios argumentados, miedos inconfesables

¿A quien podía yo entonces contar sinceramente que pensaba pasarme 32 días escribiendo y alcanzando la completa sensualidad de la ebriedad y la soledad, para que esa escritura torpe de años atrás alcanzara el latido interior libre de lo racional y los prejucios, y lograr así una presunta grandeza similar a la de los escritores que adoraba?

Parte de este arte es incomprensible, bastaría corroborarlo con echar un vistazo a muchas de esas vidas que conforman con su mitología la liturgia de los escritores. ¿Por qué ese afán tan lleno de abismos, qué sentido cultivar un arte cuya repercusión, y más ahora, es tan pequeña otorgando tanto de uno mismo a cambio? ¿A qué se deben las horas, los esfuerzos y el empeño por algo tan pequeño en el fondo, tan desmitificado? ¿No resulta grotesco?

Y sin embargo, para mí, entonces, no lo era.

Ni siquiera los sobrios editores, o esos escritores instalados por entonces en el establismenth oficial, que solían dirigir las corrientes en este país en función de sus parcelas de poder, sus adscripciones políticas y sus insostenible entregas con la cabeza gacha, con sus ventas importantes en esa época, con sus apariciones televisivas y su aprovechamiento de los medios, escritores profesionales que en las fotografías parecían expresar ideas fundamentales y acertadas sobre el mundo y sus congéneres, eran una referencia para ese intento, para que aquel hombre a punto de romper con su juventud pretendiera hallar la esencia de este arte en el exceso, a solas, sin importarle nada, o tan sólo ese intento de alcanzar el ritmo, la exactitud, la profundidad. Era tan pretencioso que deseaba diálogar con el pasado. Pretencioso e inocente. Lleno de mitos.

Bien podía ser eso: mitos de la cultura acumulada, por esos autores fetiches de juventud, los que recuperaron la voraz pasión de la niñez por leer aunque luego quedaran demasiado lejos de los que adoro de verdad: Bukoswki, Jack Kerouack, Henry Miller, Anaïs Nïn, William Burroughs, Allen Ginsberg, Poe, Baudelaire y Verlaine, Rimbaud, Blake, Malcom Lowry… escritores destruidos por una intención estética, destrozados muchos de ellos, o viviendo la mitificación del éxito como una constancia de su acierto sin darme cuenta de lo circunstancial de todo. Escritores arrebatados como yo en esos días -y ahora, aunque con mayor mesura y algo de sentido del humor que tanto protege- por la literatura y el dolor, todavía lejos de ese temible dolor que puede enterrarnos en vida, saliendo del huevo para encontrarme con el mundo a través de las palabras libres y despojadas de miedo, y descubrir algo que muy pocos podían llegar a asimilar. Esa era la ambición.crack

El experimento fue un fracaso, pero indirectamente aprendí que ningún arte valía una vida. Que la sensualidad de la literatura tal vez tuviera más que ver con la vitalidad luminosa de una mañana soleada en el monte, a solas bajo un poderoso cielo azul, o con la salud del cuerpo y la chispa vital de una lectura atenta con la cabeza despejada, que con aquellos abismos mitificados y adorados hasta el fanatismo.

Los cadáveres nunca escribieron.

Aquellos días fueron mi línea de la sombra, el cruce inevitable entre los viejos tiempos y los nuevos a través de un poemario que reescribía y que trataba de hallar la esencia de esa época llena de naufragios y despedidas.

Sostenía esa imagen de los muchachos correteando por el puente, profiriendo gritos, rodeados por esas piedras milenarias y esas estatuas que a duras penas habían resistido el paso de los siglos, la ligera inclinación en la acera de granito, una leve ascensión que abombaba el firme a mitad del puente, la luz del día surgiendo para dejar sin sentido a esa vieja comparsa de noctámbulos sin rumbo, a Los Perros de la lluvia que aullarían para siempre en esa visión eterna que convertí en palabras, hasta hacer de esos versos los únicos perdurables del libro, el único poema que no me avergüenza incluso hoy, que se sostiene en esas palabras que valoro precisamente por comparación y por entereza.

LOS PERROS DE LA LLUVIA
(Valencia, 1989)

Ebrios,
cogidos de los hombros.
Sombras.
Una rueda de vértigo e inconsciencia,
un compás alterado.

Por el puente de los perros de la lluvia
la absurda comparsa se desgañita
al antojo de los signos.
¿Qué señales aguardan?

Ahora lo sé.
En el puente de los perros de la lluvia
llueve cuando sale el sol
o al revés.

Copyright Jimarino1989

Pero lo cierto es que comprendí muchas cosas de aquel fiasco, que lejos de durar treinta y dos días, apenas aguantó quince a duras penas, hasta que ese mediodía, al despertar de una siesta mortecina y sudorosa a eso de las cuatro de la tarde e intentar posar un pie en el suelo, noté un agudo dolor en la pierna izquierda -un dolor que todavía me acompaña de vez en cuando para recordarme los caminos que no debo escoger-, e inmediatamente una punzada inesperada en el estómago, un pinchazo virulento, y enseguida comencé a vomitar todo lo que había tragado durante dos semanas y un día, toda esa literatura mediocre que quise transformar en ese latido breve y conciso de la poesía, esa que sé a estas alturas que jamás encontraré en los versos, y que sólo acariciaré a veces en alguna prosa, en algún párrafo iluminado.

Vomité pastillas, humo, alcoholes de distintas gradaciones, comida basura, sudor tragado, desobediencia, memoria, bilis, impotencia, mitos, dolor, hambre y amor, mucho deseo mal dirigido, todo eso. De golpe de una sola vez. Pálido como un muerto, tembloroso y débil, avancé hasta la ducha sin mirar atrás, a punto de caerme varias veces en los dos o tres metros del trayecto. Tenía en los labios eso que ahora sé. Pero entonces, lo que me provocó esa reacción, esa constancia, fue un agudo malestar sin explicación, una sensación irremediable de pérdida de tiempo. No iba a ser capaz de renunciar a la vida por la literatura, sobre todo cuando el resultado podía ser tan pobre como el que obtuve en esos días, y entonces no sabía ni por asomo la bendición que supuso semejante fracaso para mi existencia.

Vivir, por Dios. Vivir por encima de todo. Leer como una forma de vida y escribir lo que se pudiera, cuando me apeteciera o el impulso fuese intenso, cuando me dejaran.

Bajo la ducha empecé a recordar que de 47 poemas había reescrito treinta y cinco, y me dije que los nuevos eran tan malos como los primeros que edité en aquella editorial hoy enterrada y desaparecida. Que mi nombre seguría siendo el mismo, aquel Jimarino que adquirí en los tiempos de ese Madrid de principios de los noventa, cuando Fruta Fresca, cuando El canto de la tripulación y Heterogénea en Valencia o Cavidades en Barcelona. Cuando el chico popular llevaba del brazo a la mujer más hermosa y pensaba que la tierra cobraría forma para adaptarse a mis sueños más luminosos y felices.

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Un personaje de Cormac McCarthy aseguraba en la novela Ciudades de la llanura, que la gente más miserable que había conocido era aquella a la que todo le había salido bien en la vida. Dudo que a alguien le salga todo bien en esta existencia cuyas energías, sin remedio, juegan a un equilibrio entre las partes, pero entendí lo que quiso decir ese personaje de McCarthy. A los triunfadores frecuentes, como a los eternos perdedores, siempre les falta algo. Al fin y al cabo no somos más que un compendio de equilibrios universales como los que sostienen el mundo. A veces nos sobra de una cosa porque seguro nos falta de otra, y así eternamente, como sucede en la tierra, que sigue sobreviviendo a pesar de la maldad, como si la bondad pusiera siempre límites poderosos aunque nunca gane del todo, y no dejara que el horror fuese constante y eterno hasta hacernos sucumbir a todos. En la miseria siempre hay alguien que sonríe, lo mismo que en la exhuberancia y en el placer, en el poder y en la alegria, alguien, siempre, siempre, llora.

En este camino que concluye, me encuentro con Saul Bellow, escritor norteamericano y Premio Nobel de literatura. Con Bellow me ha sucedido como con las señales del misticismo o las supersticiones de la casualidad: siempre aparece cuando más lo necesito. La primera vez que leí Herzog comprendí que la literatura era algo más que aquel exceso aventurero que mi imaginación construyó en la niñez, otro momento clave en el que apareció con su chistera mágica. Algo similar aconteció cuando hace apenas siete años leí Las aventuras de Auggie March, Ravelstein o El diciembre del decano.

Elaborar una teoría de la creación literaria es una tarea árdua para un texto de estas dimensiones. Los avances científicos, la neurolingüistica, los estudios semiológicos o la lingüistica tradicional, excenden mis capacidades, pero actuar como un novelista tiene sus ventajas. La metáfora, o tal vez mejor, la inteligencia asociativa que sostiene la literatura, que surge en el desarrollo de la narrativa, supone un campo amplio si tenemos cierto rigor y sabemos enriquecerla con otras disciplinas de la ciencia o el saber humano. Supongo que por eso releer los cuentos de Bellow, adentrarme en su literatura para continuar este texto.

El prólogo de Janis Bellow sobre su marido, que encabeza la selección de sus relatos en la edición española de bolsillo, alcanzó a revelarme aquellos detalles inesperados que uno halla de bruces en este misterioso arte cuando más los necesita.

Bellow es norteamericano y judío. En apariencia, hasta que no leí Una historia de amor y oscuridad, extraordinario libro de de Amos Oz, no entendí con suficiente profundidad lo que suponía cargar a las espaldas con una herencia tan onerosa, antigua y compleja como la judía. Amos Oz se acercaba al suicidio de su madre rastreando a través de una amplia biografía de su familia expresada mediante la literatura, reconstruyendo una herencia, un presente, y el efecto posterior de semejante acto en él mismo. Es posible que sea uno de esos libros que expresan sin darnos cuenta todo el poder sanador, empático e iluminador de la literatura, sin necesidad de filtros o demasiada argumentación teórica, y al tiempo se insertan con un lenguaje propio y una solidez duradera en el devenir de una tradición que no sólo es literaria sino en este caso participa del desenlace de un pueblo entero.

Si en aquel verano lejano comencé a ser consciente del profundo lugar del cerebro en el que la literatura extrae su sentido, su contenido, tan a menudo su razón de ser, todavía no podía expresar algo coherente al respecto.

Porque Bellow se sentía norteamericano, y sin embargo había nacido envuelto por una vieja cultura europea incrustada en su herencia judía. Su respuesta al pesar de una comunidad religiosa como la judía es distinta al lógico tremendismo europeo tras todas esas persecuciones y horrores que llegaban de una historia terrible y desgraciada. En su caso, se acercó a todo ello con una fina ironía intelectual y humana, unos elementos de lucidez y entusiasmo que poblaban su literatura y eran muy propios de la joven cultura americana, hasta conseguir que en Bellow el drama se conviertiera en una sonrisa que trató de sostener a toda costa en medio del avance vertiginoso y alocado que convirtió a su país en la primera potencia mundial.

Su mujer afirmaba que, mientras escribía, pasara lo que pasase, siempre sostenía un cielo azul luminoso, y en aquel proceso en el que se sumía poseído, fueran cuales fuesen sus circunstancias, parecía manejar bolas luminosas como un prestidigitador que asociaba en sus juegos malabares hechos, historias, leyendas, noticias, la vida propia, hasta conseguir que, elementos y luces dispares, brillos y sombras inesperadas, distintos colores, tonalidades e intensidad, conformaran la gota esencial de sus escritos, como si el escritor fuese un alquimista de lo acumulado en el cerebro, no sólo en la experiencia vital directa, sino en una serie incesante de relaciones mentales, a menudo físicas en ese proceso de composición, espirituales, capaces de generar personajes, acciones y espejos del mundo. Su metafórica descripción no lo parece en su breve introducción.

Eso es lo fascinante, que Janis describiera ese proceso con palabras narrativas, que en realidad lo que nos cuenta sucedía, lo mismo que cuando revela que en la época en que su marido escribía uno de sus relatos más conocidos, un maltrecho Bellow a causa de una caída, un golpe, y ciertos problemas de salud, se quedaba detenido frente a la máquina de escribir durante horas, incluso con la nariz sangrando, la camisa manchada, despojándose paulatinamente de ropa ante la energía que surgía incesante. Era como si fuera capaz de sentir el desplegar constante de la luz alrededor de Saul, que en verdad ella era capaz de observar todo eso a su alrededor, o incluso de examinar los cambios de temperatura, las punzadas neuronales que acompañaban a Bellow en su teclear frenético frente a la máquina de escribir.

Esa introducción entroncaba directamente, de un modo muy sencillo, con los mecanismo de la creación literaria, con la forma en que un escritor extraordinario como Saúl Bellow se adentra en la escritura de ficción, y los resortes que se ponen en marcha en cuanto el folio en blanco comienza a ser rellenado de las palabras que conforman las historias. Janis Bellow indagó en ello con inocencia pero a su vez con exactitud. Ese Bellow alto y flaco, con la nariz sangrante, cubría las hojas de papel con palabras inconscientes, en momentos de absoluta concentración, casi una especie de éxtasis, que le provocaba reacciones físicas -los calores que le acudían y le obligaban a quitarse prendas-, e iba más allá de las meras impresiones superficiales, de los gestos que ella atisbaba en él mientras escribía. Además, al adentrarse en las referencias reales que construyeron la estructura narrativa, los personajes y los hechos de ese famoso relato, podía hallar historias vividas de primera mano por ella y Saúl, junto con noticias de prensa, leyendas familiares y ecos de la genealogía, relatos de otros, de amigos, o de conocidos, referencias librescas, elementos históricos, conversaciones en apariencia anodinas con personas no muy próximas que surgían como nubes en el cielo, que se entremezclaban para construir un mundo imaginario sólido y coherente.

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La colonización cultural americana es inmensa, constante, absolutamente desmedida, pero los ojos literarios de Bellow miran de otro modo: es una norteamerica más erudita, más profunda y sabia. Sus cuentos recogen el eco del ascenso y sus particularidades aventureras. El vertiginoso recorrido de un país grandilocuente, poderoso y joven. De alguna forma su literatura se opuso a la idiosincrasia esencial de la literatura norteamericana por esa extraña herencia que lo habitaba, la que a veces él mismo negaba con su propia nacionalidad reinvicada a pesar de su sentido crítico. Sin embargo, las historias de Bellow llegaban de una larga tradición, no sólo derivada de su adscripción a la historia de la literatura, sino incluso sobrevenida de su pertenencia al pueblo judio, de sus referencias familiares, de los relatos acumulados en su memoria, o el cúmulo de acontecimientos vividos a lo largo de su extensa vida.

Los héroes de Bellow son distintos, jocosos, rídículos a veces, llenos de dignidad otras, a menudo confusos personajes, nada que ver con los valientes adalides de la conquista y la liturgia incesante del individuo sobreponiéndose al destino tan propia de la literatura de los USA. Es además uno de esos autores que sólo hablan a través de su literatura. En su aparente normalidad plena de hechos extraordinarios se erige el sentido. Su mundo de ficción esta compuesto de variadas asociaciones temporales y humanas.

Su inteligencia le permitió escapar casi siempre a esa exageración tan propia de los americanos. Su mirada es judía, irónica, pero jamás cínica. Es aguda, plagada de sutilezas y llena de humanidad. La sonrisa que provocan sus textos es similar a la que Bellow ofrece en sus fotos, alto y elegante, espigado como un junco, esa suave sonrisa afable que sabe pero no quiere que se note. Es una sonrisa amable. No es una literatura de ruido, sino de pausa y silencio. A veces recargada sin embargo, llena de detalles psicólogicos y evoluciones espirituales que no debemos pasar por alto, porque en ocasiones parece que en sus novelas no pasa nada -sus cuentos son más dinámicos, con más acción sin saber el motivo de esa diferencia-.

Sin miedo a equivocarme, Bellow es uno de los grandes escritores del siglo XX norteamericano, con permiso de Fitzgerald, Capote o McCarthy, tal vez por eso que yo buscaba durante aquel verano de exceso programado, por algo inconsciente que conforma en su mente un universo amplio, rico, dotado de capacidades de relación extraordinarias, por hechos inconscientes que acompañan su pasión por contar, por supuesto también derivado de su voluntad de hacerlo, de su sabiduría de historias, por ser judio en parte a su vez y escribir desde una historia y una tradicción, por ser norteamericano y mirar con ojos agudos el presente y lo que acontecía en su existencia, por acumular toda ese bagaje que en él conforma una varita mágica capaz de iluminar la existencia. Nada programado sin duda, a excepción de su curiosidad intelectual y humana, y su evidente voluntad de utilizar la novela y el relato para tratar de acercarse y explicar lo que supo de la vida.

De alguna forma el joven que quiso encerrarse más de un mes en una urna de cristal etílico y alucinógeno, a punto de atravesar la dura traza entre la perpetua adolescencia tan común en nuestra época y en mi generación, y la nueva madurez despiadada que acudía, había comprendido que el lugar de la literatura era de una brevedad dolorosa, un orden de la consciencia detenido para siempre en el sinuoso despertar de un párrafo, y que además debía ganarse al lector, de una u otra manera una tarea titánica, tremenda -cómo hacerlo-, ajena por supuesto al hecho ensimismado del arte, sino más bien unida al brote perpetuo de esa capacidad humana que hace surgir ideas, belleza y emoción.

Bellow escribió un breve epílogo para la primera edición de sus cuentos reunidos, esa maravillosa colección de relatos que recorrían Estados Unidos desde los años treinta hasta el principio de los ochenta, como si a partir de esas fecha, con la vejez instalada, el mundo que le había sobrevenido ya no le interesara. Eso pasa a veces, y estoy seguro de que él hubiera reconocido que a partir de cierto momento todo se le hizo ya dificilmente comprensible.

Esos cuentos, mejor novelas breves, concisas, extraordinarias, tenían como colofón un corto ensayo sobre la brevedad y la precisión del lenguaje. Bellow afirmaba que el escritor se enfrenta a un ruido ensordecedor, a cientos de ocios alternativos, llenos de luces atractivas y deslumbrantes, a la prensa escrita que hoy va perdiendo peso pero entonces había logrado ese lugar de poder necesario, a la publicidad, al mundo de la imagen, televisores y pantallas gigantescas, al cine. Ahora sería a los ordenadores y el sinfín de aparatos tecnológicos que nos subyugan en un costante deambular de la vista, la atención y los dedos. Un mundo abocado a la ceguera por exceso e incontenencia decía él, que hace inevitable una selección, una pausa, un orden capaz de detener esa voragine, sobre todo porque las masas deciden dejarse llevar por ese fragor incansable y determinan el destino con su consumo y sus preferencias, como si nada sólido pudiese quedar atado a la tierra mucho tiempo, y todo quedara al mismo nivel, ese de usar y tirar, y volver a comprar para expulsar, en esa pretendida modernidad de la renovación perpetua, de la juventud resistiendo, una ilusión enfermiza e instisfactoria a todas luces, y regresar una y otra vez a la vida nueva hasta la muerte. Los aparatos que fueron vanguardia tecnológica quedan obsoletos a los pocos años, a veces apenas unos meses después de proclamar su imperiosa necesidad. Lo mismo que los músicos de moda, o los pintores, o las películas más taquilleras que se van transmutando en otras igual de extrañas y malas en cada una de las carteleras de los cines, pero su ruido es constante, ensordece sin criterio, sólo por apabullamiento. Siempre un intento de hacer perdurar la misma infancia adormecida y simplona, que no es infancia de esencias o de cartografías sólidas, bien asentadas, sino simulacros de vida superficial, poco probable.

El sutil argumento de Bellow en ese breve texto era susurrar que la literatura podía englobar en función de la inteligencia y la capidad del escritor todo ese caos, su explicación o al menos un intento de clarificarlo, de graduarlo. Incluso resguardaba en su seno las absurdas teorías que ensayan ahora sus consignas de la felicidad y el comportamiento positivo como si descubrieran un hecho esencial jamás pensado o argumentado a fin de alcanzar la posiblidad de fijar la orientación de la vida, de convertirla en un manual que ofende por su escasa enjundia intelectual y su limitada profundidad vital. Es poco probable que alguna de esa doctrinas en apariencia innovadoras, mezclas chirriantes de ingredientes religiosos, positivismo sin muchas luces y el más básico sentido común, logren aliviar de un plumazo con sus renovadas simplezas el triste lamento del hombre contemporaneo, que parece un lobo atrapado, cuyos gemidos son similares al aullido del lobo arrinconado, anhelando un tiempo en que el espíritu, o la vida profunda, no fue el deshecho mundano que convertimos ahora en carne de psiquiatrico, de forzada espiritualidad o en latido de autoayuda y de gurús sinvergüenzas o inocentes como conejos en el bosque.

Saul Bellow pregonaba la brevedad por una simple razón de supervivencia. Ellos, los norteamericanos, siempre piensa en cómo sobrevivir. Eso sí: sabía que hay gentes más capaces que otras de desbrozar la maraña y hallar un sentido a la pulsión del mundo. Ese deseo era su escritura. Eso que provoca que el lector asegure que leer al escritor valdrá la pena. Ese instante en que un novelista o un narrador fija la existencia a través de las palabras y conmueve e ilumina a un tiempo, sin saber cómo, sin ostentaciones ni intervenciones innecesarias, porque al fin y al cabo, lo que hace es eso, sólo eso: escribir. Escribir con rigor. Nada más y nada menos.

Bellow sabía perfectamente que detrás de este oficio había una magia; se puede observar en sus historias, en sus personajes. También un destino, mezcla de humildad por ser tan poco en una tradición de siglos, y de ligera vanidad o confianza en uno mismo para poder seguir alimentando el espejo y la historia con minúsculas del mundo. Pero el destino debía ser longevo y la escritura concisa. Era consciente de que las personas menos educadas se saturan con enorme facilidad con las nubes de gas tóxico de la opinión, la creencia o la mentira. Se trataba de mantener y sostener el orden interno en una escritura que no tuviese vanidad -o que no se note- ni ecos de manipulación, ni titubeos innecesarios, ni afirmaciones redundantes o de corto recorrido.

Bellow-Williams

Después de esa ducha volví al dormitorio. Ese dolor del exceso es productivo si se sabe reposar, si se logra detener a tiempo las veleidades adictas del cuerpo. Me eché sobre la cama con temblores y fiebres. No llamé a nadie, ni siquiera a mi hermano o a mi madre. En esa época confiaba en mi salud, en la regeneración de las células, en la reacción del cuerpo ante el avance tóxico. A nadie.

Dormí durante dos días seguidos, con algún intervalo breve de insomnio extasiado. Pesadillas, calenturas hasta la aparición de pupas en los labios. A veces me despertaba entre las brumas de aquel calor gaseoso e infernal que me hacía sudar y toser, que dificultaba la respiración y me estremecía de frío sin embargo, cuando aquella humedad se enfriaba y se apoderaba de la piel. Abría un ojo unos segundos, silbaba, pronunciaba mi nombre para saber que estaba vivo, y volvía a dormirme. En los sueños se entremezclaron los mitos de la literatura más arraigados en mí, sus argumentos y símbolos, con el paisaje onírico entrescado de mi propia existencia. Asi ha sido desde hace mucho, hasta el punto de que, años después, en una mudanza, mientras prepaba las casi veinte cajas de libros que tuve que trasladar, fui capaz de asociar la mayor parte de las novelas que depositaba despacio en los embalajes con periodos concretos de mi existencia, con amigos de cada época, con amores y lugares geográficos en los que viví, e incluso con estados anímicos muy marcados. La vida y la literatura se unieron en algún momento de mi devenir y quedaron igualadas en un largo diálogo consciente y a un tiempo inconsciente.

Al tercer día desperté. Un creador escuálido que no llegó al séptimo, que esbozó una mueca de fatiga y decidió regresar al mundo y abandonar la absurda idea de reconstruir el pasado mediante el lenguaje.

Cuando una semana después de aquel sueño reparador me decidí, recuperado físicamente y lleno de temor, a leer lo que había escrito, me di cuenta de que el poemario no sólo no era mejor que el original editado, sino que probablemente podía considerarse peor. La soledad y la ebriedad habían generado un híbrido monstruoso en el que casi ningún verso podía sostenerse ante la verdadera luz del día.

La búsqueda de mi voz, a pesar de los mitos y la juventud contenida en aquella nube gaseosa que surgió de la nada para deshacerse en un simulacro a todas luces infructuoso, debía cambiar de orientación. No puse en duda que mi verdadera vocación, ese sentido que siempre aletea en todos nosotros y que trata de apoderarse de todas las demás prioridades de la existencia, sean ilusiones interiores o actos externos que prolongan nuestra presencia, era la escritura. La esencia de cualquier cosa que veía y vivía, que oía o veía con mis propios ojos, no era otra que acumular el acervo de experiencia suficiente para conquistar esos símbolos que, tal vez de origen, quizá en en ese proceso de la infancia en el que la personalidad queda delimitada, me pertenecían, y era posible que pudieran ser expresados e incluso transcritos tarde o temprano para alcanzar algún rango de universalidad capaz de provocar que alguien tuviese interés en leerme.

Todo escritor termina por regresar a su infancia tarde o temprano, ese único momento del hombre en el que la literatura, el relato, la historia, el cuento, se entrelazan en igualdad con la experiencia. Pero entonces apenas había empezado a leerme con atención. Al final, tal vez leerse a sí mismo sea lo único importante de este oficio; encontrar el mundo ficticio propio capaz de establecer un diálogo con nuestra esencia, hallar ese espíritu que es capaz de trasmutarse en historia, de revelar sus interioriedades más abruptas o su biografía secreta incluso en la ficción más ajena a la realidad de su autor que puedan imaginar. Un acto de autismo que a partir de cierto aprendizaje logra ser inteligible para los demás, a poco que muestren interés por leernos.

La literatura permite ese entrar y salir del inconsciente en la racionalidad del lenguaje, y a su vez rastrear en esos espejos complejos que las palabras ofrecen para la comprensión profunda de la realidad. Tal vez entendí ese proceso entre lo consciente y lo onírico en el hecho de escribir, no sólo como lector en las aventuras literarias de otros sino en la recurrente emoción que acontecía al poco tiempo de componer un cuento o un poema o una narración larga, o incluso alguno de estos ensayos híbridos que tantas alegrías me han dado y con los que tanto disfruto: estos revelaban en sus profundidades una verdad que estaba ya en mí o que era importante para mí, pero que no había podido ser desvelada de otro modo consciente ni quedar desentrañada por completo con la pálida razón.

Siempre recordaré la frase de Goya: los sueños de la razón producen monstruos.

No se trataba de posibilitar la pulverización de los limites racionales para llegar a los símbolos, sino un proceso que exigía precisamente de ambas expresiones de la personalidad, por tanto necesaria la lucidez y la consciencia tanto como los símbolos, la herencia o la capacidad metafórica que alberga la experiencia.

Leer literatura es en el fondo extraer las metáforas simbólicas, poéticas y esenciales, que cualquier acto humano, hecho real o gesto entrevisto, cualquier idea argumentada, anécdota o vivencia, conllevan en su interior, al ser una respuesta humana, y al estar el hombre conformado por territorios oscuros que pueblan hasta la mayor de sus claridades, ocultos entre las emociones y por supuesto en el lenguaje. En el fondo anhelaba comprender el orden del mundo, esa era la cuestión, escribir y leer para acercarnos a ese orden que tal vez es matemático, pero que sólo podía revelarse a mis ojos a través de esas piezas delicadas entresacadas de la vida con las que los escritores juegan para saber, para entender, para acercase al sentido. Tenía claro que la delicada estructura que conforma la identidad humana, es la misma que la que define al mundo.

Había comprendido que la búsqueda de mi voz no estaba en ese aleteo oscuro por los delirios del abuso y el exceso, aunque estuviese hecho también de todo ello. Pero era algo más. Que tal vez en la luz dispar de la mañana en la que el viejo ávido de cigarrillos que vivía arriba, aun amenazado por la muerte, solicitaba un pitillo más como si llamara al barquero que nos conduce por el último lago, fuera en el fondo el recodo en el que debía estar el escritor para alcanzar alguna de esas palabras concisas de Bellow capaces de ordenar por un instante el caos y la confusión. También que lo esencial de cualquier literatura respondía en el fondo a una madurez no sólo estilística o sintáctica, sino humana. Las buenas novelas, los mejores cuentos, la literatura más perdurable que parece siempre seguir hablándonos, es aquella escrita desde la madurez, lo que no quiere decir desde la vejez. Esa madurez puede ser espontánea, innata, indescifrable. Siempre hubo jóvenes, no muchos es verdad, que desde la inconsciencia o la intuición, por un talento inexplicable, lograban ese efecto, desenterraban las corrientes de la vida antes, y eran capaces a su vez de comunicar esos hallazagos con palabras.

Este héroe sollozante de entonces, alcohólico y volcánico, que había despreciado de un plumazo la madurez por considerarla una renuncia, entendió que esa palabra significaba algo distinto a lo que dictaba a gritos la sociedad, eso que parecía un simulacro de vida insulsa como tantos de los que contemplaba a diario.

Mi hermano, con esa vida tan particular y al tiempo intensa, suele burlarse en las reuniones de sus viejos amigos de los consejos que le dan. Treintañeros a punto de inclinarse hacia la cuarentena que esbozan sus torpes balbuceos sobre la existencia, le dan consejos, le piden una claudicación y la toman por madurez, y a él no le hace falta. Mira esas vidas extenuadas, machacadas, fatigadas, y se ríe. Él no soporta esas fatigas, soporta otras mucho más onerosas, pero esas que piden que acepte no.

La madurez no tiene que ver con la seriedad, ni siquiera con tomarse a sí mismo en serio, o alardear de las responsabilidades o considerar cualquier acto que se haga con la vanidad imbécil de la importancia. La madurez que despreciaba tenía mucho de esa seriedad empecinada de ciertos niños, con sus pedantes intentos de copiar las expresiones de los adultos sin comprenderlas. La madurez que había descubierto, sin embargo, se hallaba en todas las obras maestras de la literatura que admiraba.

Fue en ese instante cuando decidí vivir de nuevo para poder escribir. Vivir de verdad. Nada que fuera un ideario concreto, o un itinerario marcado a fuego, sin resquicios, que diseñara el camino. No era eso. Se trataba a mi juicio de mantener los sentidos despiertos, impregnarse de las cosas hermosas de la vida, también comprender emocionalmente los abismos y el dolor, sin recrearse en ellos. Vivir es estar despierto, sentir que todo puede ser susceptible de enseñar algo, que cualquier persona guarda en su seno metáforas capaces de hacer la existencia más plena. Vivir así para seguir descubriendo. Al fin y al cabo, escribir no era más que licuar con palabras y simbolos el líquido escaso, transparente y límpido, que se extrae gota a gota de la existencia. Ese goteo intermitente y esporádico, tan irregular a veces o tan constante otras, que mana del hecho de existir.

Intentar aprender.

Tuve la sensación de que tal vez no importa darle a la teclas cada vez que alguna emoción desmedida o una idea intensa y veraz surge, que todo tiene un poso y el peso de esas vivencia es ordenado desde el interior, de modo inconsciente. La literatura, esa destilación de la gota a través del lenguaje y los códigos de la ficción, respondía a un proceso imprevisible y fascinante, a una elección constante de las emociones y los actos.

Tras esa debilidad de varios días, cuando decidí de verdad despertarme, pegarme una ducha que me quitara el sudor impregnado en el cuerpo, vestirme y salir a la calle al encuentro de la luz del sol, comprendí que áun debía aprender muchas cosas.

Aún veo la sonrisa irónica de Bellow, burlándose de su heredero, incluso de sus pedantes hijos literarios, bajo esa ducha que no me despertó todavía, pero que al menos me reveló que estaba muy lejos de la frase viva y límpida de esa literatura que deseaba alcanzar, del ritmo sanguíneo de esa prosa curativa que deseaba obtener. Llegar a conseguir que mi literatura pudiera sanar, algo que sólo se consigue con salud de espíritu, con esa entereza en la mirada y esa comprensión delicada de la vida. Me faltaba un largo camino y supe que no era un camino sólo literario, o sobrevenido por arte infuso desde el genio. Pero tampoco se trataba de la ebriedad o el exceso en sí mismo, ni siquiera del sexo o la voluntad sin más, sino que estaba muy adentro, mucho, y obtener esa posibilidad requería pasos concisos, pequeños retos de envergadura asumible, una lectura más atenta, una nueva visión, alejada de todo lo que no fuese mi percepción, sin nada que ver con lo exótico o los mitos oscuros, ajeno a la nada ruidosa del mundo luminoso o de la soledad monacal de los últimos monjes de clausura silenciados.

La cartografía de un mundo tenía que empezar, y ya no sería desde la vida de otros, sino desde la propia. La vida que se alimenta de la realidad y la experiencia en la misma medida que de la ilusión, la imaginación y el sueño. La vida que fue siempre la misma aunque a menudo no lo creamos o pensemos que somos los primeros en alcanzar algo, los ilusos descubridores de una nueva realidad. La vida que tuvo en el silencio y el grito la misma extensión devoradora que ahora, esa que a lo largo de los siglos, en un relato discontinuo y disperso a veces, en ocasiones voces perdidas en medio de gigantescos desiertos de espacio y tiempo, solitarias plegarias sin atender, fue contada por los escritores. Ese testimonio, esa impresión verbal que conformó la idea del tiempo transcurrido, la aspereza y el gozo, y cuando los titanes aplastaron a los hombres ese respiro, esa sensualidad de las palabras que esbozan la existencia, hasta rescatar esa dicha de vivir y hallar la suave cadencia de un sentido, de un motivo. Porque a veces, existieron hombres que no pudieron elegir. Tal vez por eso leer, porque tarde o temprano algo similar sucede en cada vida. Por eso la lectura como un alivio y una luz. La escritura como un acto de resistencia que a pesar de su invisibilidad tan a menudo hiriente, siempre nos recordará que somos hombres, hombres con voz, con vida dentro de nosotros -quizá con toda la vida de la humanidad dentro-, capaces de negar la negrura y construir la esperanza.

A veces es necesario la vida para aprehenderla. Pero vivir sin más, a menudo ciega. Y la literatura, tarde o temprano, cuando alcanza ese aliento revelador, siempre, siempre, transforma algo.

Fue entonces cuando le dije a mi buen amigo que se parecía cada vez más a Hemingway, y que al final todo era una cuestión de literatura.

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Tanger (Exilio)

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Tanger huele a especias y a meado de gato. A té de menta y a agua estancada. También, como una ráfaga fresca e inesperada, a jazmín y a azahar, a mar.

No sé a estas alturas por qué vine a aquí y en el fondo me importa un comino. Si lo supe, he deseado inconscientemente olvidarlo todo. Las cosas fueron así y ya está. No hay que darle más vueltas.

Desde entonces la vida ha cambiado mucho.

Soy consciente de que existe una frontera permeable entre mi mundo interior y el exterior, y cuando se resquebraja porosa y blanda, en esos momentos de la ebriedad o la locura, o en esas explosiones emocionales que me embriagan tan a menudo, la realidad queda después impregnada de una niebla, de un manto inconsolable de tristeza e indiferencia, hasta que todo se iguala en intensidad y vivo por inercia, muchas veces por cobardía. He llegado a pensar que esa es en verdad mi propia identidad: una desolada llanura yerma y silenciosa, tan oscura; un paisaje de Cumbres Borrascosas, de la Siberia de La casa de los muertos. No sabría delimitar con exactitud el lugar de esa frontera o incluso su razón de ser, pero a lo largo de mi existencia, en algunos periodos de desilusión y de inmovilidad espiritual, he tenido la sensación de estar viviendo al otro lado, lejos de mí en cierto modo, en esa irrealidad familiar que, en el momento de ser experimentada, ha ido deshaciendo la consistencia de mis pasos, el sentido de lo que hacía o lo que pensaba, dejando un poso, un rastro difuso que sólo el tiempo posterior, la memoria insistente, tramposa, dotó de sentido.

A veces pienso que he vivido una continua falsificación.

En el viejo Riad de dos alturas se ven los tejados de la Kasbha cuando me asomo a las ventanas del piso superior o desde cualquier lugar de terraza.

Todo era demasiado grande para nosotros, para la vida allí, para mis ojos, y sin embargo solía dirigirme fascinado en otro tiempo hacia el enorme laberinto urbano de calles entrelazadas y recovecos invisibles, de puertas pequeñas y oxidadas, y comerciantes ruidosos que no cesaban de parlotear. Aquel fue el Tanger de Paul Bowles, de los Rolling Stones y de la Beat Generation. Eso pienso. Fue un buen motivo para venir aquí tal vez. De repente murmuro esos nombres aunque a estas alturas sea una estupidez reconocer esa inconsistencia. Creo más bien que fueron los pasos de una mujer, sus mitos y sus decisiones. Qué buscaba una mujer aquí. Eso era. El rastro de un mito femenino reflejado en las líneas imposibles de la ciudad, en la posibilidad incluso de ver España desde la costa, en esos viejos edificios esporádicos de nuestro antiguo imperio ya deshechos, ajados, surgiendo como setas inesperadas entre el fragor de las fincas, en ese rastro hispánico en medio de una urbe árabe. Puede que los cuentos de Ángel Vázquez, pues los escribió aquí, cuando había más libertad que al otro lado.

Sé que antes Tanger se organizó en tres protectorados y fue ciudad internacional, ocupada por soldados y elegante personal diplomático. Aquí, el español todavía se habla, aunque nunca pensé que fuera importante para mí ese hecho, o al menos al principio. La verdad es que a veces acompaña, y mucho, oír tu lengua materna, el silbido de la eses y la dureza de las erres y las jotas cuando uno esta largo tiempo lejos de su tierra. El exilio posee esa fuerza extraña que transforma. Esa inercia que siempre abandona una inquietud en los ojos y en el pensamiento, que busca sus particulares refugios y métodos para hallar lo familiar necesario, como si a pesar de que sucedan cosas habituales después de tanto tiempo en la ciudad, uno aún sintiera que no está en este lugar en verdad, sino que es el reverso de la verdadera vida abandonada allá, tanto en la posibilidad de la aventura como en la de la pérdida.

Cuando era más joven, cada viaje era otra nueva vida. Ahora ya no lo sé.

 

En verdad vine aquí por ella, por Helene y sus ojos verdes y sus labios gruesos, por una voz y un cuerpo, por una piel y una sensibilidad. Por esa belleza aprehendida, por sus senos y su sexo, por un olor inolvidable y una inteligencia. Por una mujer y una pasión. Entonces escribía, como si el deseo fuera tan consistente que fuese capaz de sostener la vida y la escritura a la vez. El sonido del mar llegaba hasta las torres en cuanto anochecía y la ciudad descendía su vibración sonora. El mar siempre me es necesario. Esa eternidad similar, sus movimientos constantes, repetidos. Nací en el mediterráneo. Surgió todo de las sombras apacibles, de esas suaves olas, aunque no las frecuentara demasiado o las confundiera con ese exceso de los turistas abotargados y enrojecidos en la playa, con el olor de la fritanga y la vulgaridad masificada. Pero necesitaba el mar, y lo supe cuando viví en ciudades de interior, aunque fuera simplemente en el gesto inconsciente de echar de menos la brisa y la suavidad de los inviernos, y en Tanger eso existía, lo tuve. Como tuve el amor.

Cuando se vive algo así, la vida se expande, pero corre el riesgo de disgregarse tarde o temprano. Nada aguanta la misma intensidad siempre, y ese es uno de los problemas esenciales. Todo se disgrega en esa intensidad. Somos inconstantes y frágiles en la felicidad, y proyectamos el futuro con una ceguera estática y una perfección imposible. Revivimos el pasado sin comprender qué sucedió en realidad, y algo nos impide aceptar el tiempo, sus señales y decadencias.

He tomado tantas decisiones a lo largo de mi existencia que a menudo me sucede que no sé si lo que estoy viviendo es el paso correcto o si realmente no es más que un sueño y en cuanto despierte estaré en otra parte, con otras personas, en otro rincón del mundo. Un sueño o un error. Y tantas veces, de refilón, como un brillo inesperado, esa sensación de cumplir las expectativas de otro, ser heredero de los sueños de mi padre y de mi madre, tal vez de mi abuelo o de algún antepasado aún más lejano e inverosímil; o simplemente del mundo, de sus inercias inabarcables e incomprensibles, de cada corriente y cada línea de fuga expresada antes por millones de seres humanos, que me obligó a decidir, a situarme frente a las circunstancias y una y otra vez elegir. Toda esa libertad ya no me pesa. No es una renuncia, es una comprensión absoluta de lo azaroso de casi todo, de cómo ejercer la voluntad no es más que una consecuencia de un proceso inalcanzable para un hombre, inasible y al tiempo necesario.

A eso me refiero con lo de más allá. Con lo intangible que nos rodea, nos limita y nos empuja. También escribo -o escribía-, y el mundo se bifurcaba en infinitas posibilidades aparentes que, sin embargo, nunca dejaban de salir de mí mismo. En el fondo, a pesar de su presunta irrealidad, las reconocía en mí tarde o temprano. Cada prolongación de mis pasos no fue más que una proyección de mis propios pensamientos, pensamientos por otra parte tantas veces ajenos, adquiridos con una inconsciencia asombrosa, entrechocando con la realidad una y mil veces, hasta conformar el camino.

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A veces me despierto con el sonido de los rezos de la mezquita y me parece estar no en Tánger sino en la Sierra de Gúdar o tal vez en París, a punto de apagar el despertador y sumirme en una vida convencional de verdad. Es inútil. Todo el aleteo que pugna por convocar las sombras y sus luces, y ofrecerme la seguridad de un paso firme sobre el suelo frío, o los sonidos de este Riad que es mío y que parece a estas alturas una tumba, está lleno de todo lo que he vivido, de todo lo que podré vivir, de lo que soy, expresado una y otra vez en sus límites.

Hassan abre la puerta exterior y el sonido de los cerrojos se extiende por toda la amplitud de la casa. El aire es fresco. Cada espacio de estas curiosas construcciones está hecho para evitar el bochorno de afuera, para aislar las dependencias y aligerar el calor hasta dejar esa suave humedad de sombras. Pronto correteará por la planta baja, guardando cacharros y platos, arreglando los desaguisados de mis noches interminables de alcohol, de ese dolor que palpita en mi pecho y que él presiente en cada cosa que ordena, en cada uno de los pasos que lo llevan de una punta a otra de la vivienda. A veces odio su distancia de mis infiernos, su simpleza ante el vacío que contiene mi mirada, aunque sepa que su presencia es esa compañía inesperada e interesada que me recuerda la vida y la posibilidad de aceptarla, e incluso de modificarla despacio.

En ese duermevela el miedo se agudiza. La penumbra convierte el pensamiento en una especie de nebulosa catástrofe que me envuelve. Sólo tengo una vida y es esto. Semejante idea me duele hasta provocar en ocasiones lágrimas. Es como si esa antigua culpa acudiera, como si me sintiera por completo responsable de todas mis decisiones y siempre errado en el tino.

Esta habitación oscura me recuerda a muchos amaneceres, no solo allí, en Tanger, sino a todos los dormitorios que a lo largo de cuarenta años he habitado. También el despertar de cada uno de los personajes que inventé o los que leí, atropellados, imprecisos en ocasiones, como hijos perdidos. Ese duermevela siempre me abruma, siempre lo hizo, a mí y a todas mis invenciones. Se me hace insoportable hasta que salto de la cama. Y ahora más tal vez, porque al extender el brazo y palpar la amplitud del colchón, la frialdad de las sábanas al otro lado no ocupado -yo duermo en la parte izquierda, como una superstición-, me doy cuenta de esta soledad que antes no fue, no existió.

Como tantas veces quiero abrazar esa soledad que ahora duele, y me preguntó por qué ahora sí y antes no. Qué es ese eco que hace trascender otra emoción hasta alcanzar ese estado.

Una vez, un viejo ciego sentado en una mezquita alzó la cabeza bruscamente a mi paso y comenzó a parlotear. Me llamaba acurrucado junto a la puerta y no pude hacer otra cosa que detener mis pasos y acercarme. De esto hace ya mucho tiempo, pero lo sucedido cobra mayor fuerza con los años. Hacía apenas unos meses que nos habíamos instalado en Tánger.

El anciano hablaba en árabe y por entonces yo no entendía ni una sola palabra de ese idioma. Cuando sus ojos se cruzaron con los míos me di cuenta de que carecían de brillo, parecían los de un pez plateado que se ha secado al sol hasta dejar una superficie clara y traslucida, con dorados distintos, cubriendo un arco cromático impreciso, variado. Eran de un gris claro que tendía por momento al azul, y la pupila carecía de movimiento. Sé que vi el futuro en sus ojos pero no por que apareciera una imagen concreta, un rostro del porvenir, ninguna escena que pudiera representar nada coherente. Era sólo una sensación intensa, algo que me produjo una tristeza paulatina, apacible en cierta manera, pero sin perder el vacío inevitable de toda tristeza. Extendió la mano y en un francés imperfecto, sin verbos ni sujeto preciso, habló de la luz que se apaga. La luz se apaga. La lumière sort. Luego volvió a agachar el torso, su cabeza quedó escondida entre sus brazos y pareció que dormía.

El lento deambular de los minutos en la penumbra hace que cobren forma los colores familiares, que surja de repente hasta el calor inolvidable de esos cuerpos que durmieron entrelazados a mí en esta cama y en muchas otras. La luz que se apaga. Un aviso que no entendí frente al viejo.

Mi enfermedad y mi salvación siempre fue la piel. La piel de esa divinidad de carne que reconfortó tantas veces mi dolor, la ausencia prolongada, tan a menudo incomprensible. Una luz que se apaga.

Y entonces no presté atención a esas palabras, me hicieron reír, no significaron nada más allá de esa breve anécdota que conté en uno de mis libros, y luego, más tarde, fue creciendo, ocupando más espacio, fijando en la memoria menos consciente y más profunda todo lo sucedido esa mañana.

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Cuando desciendo las escaleras la sonrisa de Hassan me parece una burla. Son ojos llenos de condescendencia. Es como si la antigua admiración personal y material, la distancia antigua respecto a la vida en aquel Riad con Helene, las visitas de amigos llegados de medio mundo, las largas conversaciones y tertulias celebradas durante años en los salones, se hubiesen reducido ahora, pasado el tiempo, a esa forma de mirarme, no exenta de compasión, desde luego, pero también condescendiente e irónica.

La ironía es un fruto de la inteligencia, y en Hassan, la inteligencia existe de otra forma que en mí, aunque se trata del mismo don, en su caso carente de referencias o de cultura enciclopédica, pero viva en cada uno de sus actos o palabras. Siempre fue una especie de aviso esa constancia, la posibilidad de que, tal vez, la inteligencia sea una cuestión innata y no un proceso de aprendizaje libresco, cultural o científico. Si el antiguo sirviente hubiera poseído la capacidad asociativa que durante décadas yo cultivé a través de los libros, su evidencia hubiese sido dolorosa para mis mitos. Era una especie de acierto en cada elección que tomaba, en cada palabra que decía, también una extraña coherencia entre sus gestos, sus palabras y sus pensamientos. A veces sus expresiones en francés no eran las más adecuadas, y sin embargo su sentido se sostenía en esa sonrisa, en sus ojos, en los movimientos del cuerpo o en la reflexión en apariencia anodina que esbozaba con la intensidad de un filósofo, aunque tratara temas menores entre comillas, o asuntos sin demasiada enjundia intelectual. Pero era inteligente, no podía manipularlo o mentirle sin más, arengarlo con alguna patochada ruidosa o abrumarlo con mis conocimientos. Hassan era a veces hasta vibrante en sus respuestas, agudo, ácido ante mis exabruptos de miedo y tristeza, ante mi vacío. Era como si aquel jovencito al que quise ayudar y enseñar se hubiese dado cuenta de que los conocimientos del maestro no servían para vivir cuando la existencia se había vaciado de sentido. Y tenía razón. Nada podía llenar el imponente hueco que Helene había dejado en mi camino, y eso, había que reconocerlo, era una verdad poco inteligente.

Tengo mareos a menudo, y las resacas son día a día más insostenibles. Lo peor es ver reflejada en sus ojos la compasión. Porque él me vio en otra vida tantas veces, al menos durante los cinco primeros años que viví en esta casa. Sé que al principio fui su salvación, la cercana posibilidad de salir de la pobreza y el silencio. Después, cuando se dio cuenta de qué estaba hecho todo ese ruido, cuando comprendió que admiraba y envidiaba al principio ese esplendor, el cuerpo desnudo y despreocupado de Helene mojando sus cabellos en la jofaina con agua del pozo, esa sensualidad que le hacía achinar los ojos y mirarla con disimulo, excitado como un mono, y que luego quiso poseer todo lo que significaba esa presencia, su carácter cambió, sus ojos se ensombrecieron paulatinamente, la forma de tratarnos se transformó en una fría distancia, en un acecho inquietante, hasta que en mí surgió entonces la desconfianza.

Una vez nos sorprendió haciendo el amor en el amplio sillón del salón, una madrugada de ebriedad en la que llegamos a casa de día, borrachos como cubas, besándonos apasionadamente en cada rincón de la Kasbha, desnudándonos nada más cerrar la puerta tras de sí. Helene se agitaba sobre mí, espléndida en aquel desliz de luces primerizas, con los cabellos revueltos y el rostro extasiado de deseo. Y Hassan abrió la puerta despreocupado como cada mañana, y entonces, al irrumpir en el pequeño pasillo de la entrada, nos vio. Ella empezó a reír a carcajadas y yo también. Hassan se había quedado petrificado al principio bajo el primer arco del pórtico, y tras superar esa impresión desconcertante y sensual de contemplar la desnudez de Helene decidió tal vez lo menos conveniente o lo más difícil, que fue continuar con sus tareas programadas mientras ella se derramaba a gritos.

Aquel antiguo sufrimiento de Hassan es lo que me traslada cuando me recibe con el café caliente recién hecho y mira de reojo, con la distancia condescendiente de sentirse mejor que yo, más feliz.

A Helene le divirtió que alguien la contemplara gozar, es posible que hasta la excitara.

Años después, al encontrarme todos los días con los ojos turbios de Hassan, al comprender su consistencia, su equilibrio, he visto muchas veces el odio, el rencor de haber sido testigo de esa belleza constantemente, de ese desparpajo y esa falta de pudor que la hacía tomar el sol desnuda en la terraza superior del Riad y bajar las escaleras así, sin considerar que Hassan, a parte de empleado, era un hombre. De alguna forma, con esa actitud, Helene lo despojaba de su sexo, parecía querer reducirlo a un eunuco que limpiaba y ordenaba nuestro Riad, sin darse cuenta que la deseaba con locura, que su sexo reaccionaba, que la atracción erótica dio paso a un amor similar al que yo le profesaba a ella.

Pero no puedo despreciar lo vivido como si tal cosa, y de alguna forma toda experiencia debe ser una forma de continuidad de cualquier vida, un paso más hacia alguna parte o un sentido escondido, dispuesto a revelar algo esencial. Tal vez incluso exija, aunque nunca lleguemos a comprender ese orden, de una coherencia, de una línea consistente que una lo que fuimos, cada una de esas etapas, con lo que somos, a pesar de ser poco, o convertirnos al final en lamento, ruina y tristeza, en melancolía, y así debemos seguir, o truncar de raíz todo, cesar alguna vez, cuando las cosas no tengan ya ninguna razón de ser.

Todas esas palabras las murmuro para mí en la cocina, con Hassan recogiendo los platos y los vasos del salón. Se mueve ágil y eficiente por la planta baja del Riad. Hay algo en él que me exaspera y que al tiempo envidio. Esa especie de libertad que le lleva a soltarme sin complejos que tuvo que pegarle a un hombre la noche anterior, cerca de las termas. Su extrañeza ante el mundo es en el fondo mi propia condena. En su aparente simpleza se acumula esa complejidad de lo natural, de lo deseado con inocencia infantil, justo todo lo contrario de lo que sucede en mí, acostumbrado a una artificiosa construcción verbal e intelectual, a una especie de retorcido mundo sentimental, hecho de demasiadas memorias. Y aún así, no puedo distinguir quién tiene razón, si él o yo, cuando me confiesa que lo ha hecho muchas veces, para llamar mi atención, bajar a las termas para ganarse un dinero que no tiene.

En una ocasión me llevó a los baños. Lo recuerdo mientras el café amarga el paladar y deja el rastro dulzón del azúcar impregnado en la lengua. Miro la taza y siento deseos de vomitar.

Hassan me pidió que le acompañara, que necesitaba explicar esas cosas. Tiene ese don de la sinceridad que al principio me fascinaba. Cómo decir siempre la verdad o al menos intentarlo. Quería mostrarme como se ganaba unos dírham nocturnos cuando le hacía falta para alguno de sus caprichos. Me lo pidió por que de alguna forma quiso insistir en que esa vida no le gustaba. Quería demostrarme cuan sórdida podía ser la existencia de la pobreza, la vida de las termas y los extranjeros que pululaban por esa zona al anochecer.

-El tipo quería algo más, señor. Se le metió en la cabeza. Tuve que pegarle. Eso es todo. Hoy me quedaré en casa todo el día si no le importa. Necesito esconderme unos días por si las moscas.

Asiento y alzo la taza. Un ángel de la guarda pequeño, con los dientes grandes y unos ojos negros enormes. Cuando sirve más café recuerdo las fotografías que Helene tomó la primera vez que vimos a Hassan. Cocinero excelente, era por entonces joven y decidido. Nos conquistó con su amable sinceridad, con ese modo de afrontar la vida y esa conmovedora inocencia con la que examinaba el mundo. Pensaba en nuestra riqueza y en Helene, y en el fondo anhelaba algo similar, convencido de que todo ello podía ser eterno o posible.

Los muros del Riad poseen esa eternidad que la fugacidad de la existencia jamás alcanzará, y si no una eternidad, al menos cientos de años que contemplaron y contemplarán sus paredes, la escalera que serpentea hasta la azotea, la terraza superior donde tomo el sol y a veces leo bajo el toldo violeta y azul que ella instaló.

-¿No subirá hoy a tomar el sol?.
-No.

Y esa pregunta siempre es la misma. Subir arriba y ver de frente ese vacío, la ausencia de su cuerpo bronceado, de la cadera poderosa y los pechos oscilantes, el vello púbico enmarañado, los pies estirados sobre la toalla. La literatura en el fondo, aquello que me había traído hasta allí, que me había acercado a ella, no podía celebrarse a solas de igual forma. Como cuando un escritor fumador deja de fumar y su literatura acaba sin saber la razón, o se reduce, o se transforma de una forma imprevista, o cuando un hombre henchido de amor es abandonado y se desinfla en un paulatino descenso a la amargura y al silencio.

Porque yo la amaba. Yo la amo.

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En el café todos me conocen. Son muchos años pasando muchas mañanas y tardes allí, observando el paso acelerado y nervioso de los turistas primerizos, conociendo a los rateros de poca monta, a los pequeños traficantes de hachís, a los chaperos jóvenes del barrio, a las mujeres que bajan al mercado y al zoco. Todos esos olores de la ciudad que surgen sentado en esa mesa -la que suelo llamar mi mesa-, sobre el estrado de piedra, en medio de la plazoleta, están tan dentro de mí que no soy capaz de marcharme, hasta repetir sin razón, una y otra vez, los mismos gestos y hábitos, a fin de que mi presencia disipe la extrañeza en medio de la ciudad árabe. Podría volver si quisiera. Podría hacerlo y dejar todo esto, pero el café del día, y luego ese otro nocturno tan a menudo, a la orilla del barranco, en un local que aparece en todas las guías lleno de referencias e historia, conforman una realidad sólida, terrible, como si mi propia soledad no pudiera adquirir otra forma, otra posibilidad. Se lo digo a Hassan muchas veces pero ni siquiera me mira. O no me entiende o tal vez no quiere hacerlo.

Las conversaciones suelen ser las mismas. El té de menta huele igual día tras día. Esa pátina dulzona e insistente en el aire, a veces hasta la nausea al mezclarse con la gasolina llena de impurezas. Lo único que se transforma son los rostros, también el mío. Una delgadez endurecida pugna por evitar las antiguas redondeces del cuerpo. Eso me predispone para el sexo, aunque la fatiga y el alcohol muchas veces me sometan a una lánguida impotencia que ahonda en esas grietas anímicas crecientes. Todo es barato todavía aquí. Es curioso que la vida en estos lugares sea la misma que en cualquier otra parte -y tan distinta-, y que el precio que hay que pagar por ello sea sin embargo menor en casi todo. No entiendo entonces la exactitud del mercado pese a ser economista de formación. El precio es el capricho de quien lo fija y la actitud de quien quiere adquirir algo y establece lo que está dispuesto a pagar por ello a menudo de forma irracional.

A veces pienso que si ella estuviese lo tendría todo. Si ella se moviera agitada por la casa, me ofreciera su deseo, la sensualidad que durante algún tiempo fue un elixir de vida, de juventud, tal vez no dudaría de todo como ahora. El espejismo fue pensar en esa eternidad improbable que nunca alcanzaremos.

Los rezos se extienden por la llanura. No quiero parecerme a Jules Michel, que todavía vaga por las callejuelas del viejo zoco, como ha hecho más de diez años, buscando a su mujer, envejecido, roto en pedazos, solicitando limosnas a los turistas, a los extranjeros que vivimos en esta ciudad, porque ya no tiene nada. Está vacío, roto, con un Riad deshecho y a menudo con hambre, hasta que su cara parece una especie de dibujo enmarañado, prescindible, que se olvida al instante. Sólo sus ojos, si se miran con atención, fríos en esa azulada desesperación, brillan de vez en cuando.

-Se vengó de mí. Es normal.- Suele decir sin darse importancia, sin acritud ni temblores, como si contara algo ajeno, lejano.- Se vengó de mí.- Repite una y otra vez.
Jules Michel fue ingeniero en Lyon, muchos años atrás. No dudaba de sí mismo entonces. Ganaba mucho dinero y su vida social era intensa. Tuvo varias amantes. Su soltería afilaba el rostro y agudizaba los sentidos, desafiando de alguna forma al tiempo venidero.

-Eso le pasa a muchos hombres. Que no miden su energía y además pierden la suerte. No es fácil medir lo dura que puede ser la realidad.

A lo largo de todos estos años en Tanger, esa historia se apoderó de mí hasta provocarme esa falta de aire al encontrarme con él. Incluso cuando volvía a oírla al menos una vez a la semana, me provocaba el mismo estremecimiento a pesar de su falta de novedad. El ángel turbio y alcohólico, monsieur Jules Michel, haraposo y barbudo, pedigüeño y fatídico, se inclinaba en el suelo, o se echaba directamente sobre el césped del pequeño jardín de la plazoleta y miraba al cielo mientras los turistas se decían qué demonios hacía allí tumbado ese europeo desharrapado y flaco, con los brazos extendidos sobre la hierba, farfullando palabras ininteligibles, y que de vez en cuando gritaba un nombre de mujer.

Una vez me contó que su nombre y apellidos salían en una conocida guía norteamericana. Su sonrisa beatífica me provocó ternura. Se había convertido en un mito, en otro reclamo turístico de Tanger. Era un reto encontrar a Jules Michel vagando por el zoco.

Creo que siempre he sido consciente de que en toda vida hay un momento en el que no se puede volver atrás. A veces es simplemente la consciencia del tiempo que ha llegado, que ha cubierto la ilusión, la ha embadurnado de su negrura hasta dejarnos indefensos sin espacio posible ni salida. Todo es una larga caminata hacia adelante, hacia la muerte futura.

Él se enamoró de esa mujer pero fue incapaz de ofrecerle esa paz necesaria para que la existencia común mantuviera algún equilibrio, o quizá fue ella la que no pudo. Nunca podré saberlo.

¿Cómo hacerlo? ¿Él, que había aleteado como las mariposas de flor en flor, medido cientos de veces su potencia, seducido, como un cazador ante su presa, a todas esas mujeres que conoció y se sintieron atraídas por su alma?

-Ella poseía esa consistencia del empecinamiento. Debí verlo. Estaba desvalida y sola, herida de muerte ya por otro amor u otra vida de la que no supe. Y no lo vi. Y ese es el peligro, amigo…-.

Eso decía a veces en sus representaciones. Porque después de oírle repetir con exactitud una y otra vez las mismas frases, la misma historia, uno tenía la sensación de que actuaba, de que cumplía el papel adquirido, con el aliento impregnado de whisky y el pitillo de liar humeando arrugado entre los labios. El gran showman. La historia viviente que era una leyenda.

-Debí haberla matado.

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En el Riad, la luz al mediodía es la más intensa del día. Desde la torre, en el segundo piso, los ventanales dejan entrar los rayos del sol y la claridad provoca una especie de alumbramiento, de intensa luz primigenia.

Sé que no podré revivir nada de lo existido y el deseo se ha ido evaporando. A veces el corazón deja de reaccionar ante la posibilidad de la ilusión o el amor. Todo fruto del deseo se ha extinguido y la postración es terrible. La repetición de la imposibilidad abandona incluso esa punzada de la impotencia, de la desolación y la renuncia. Es como tensar la cuerda tanto que ya no vuelve a su sitio, sino que alcanza otra forma, otra maleabilidad mayor sin tensión. No es posible apurar la vida sin que deje rastros en el alma, en ese lugar misterioso donde se aglutina nuestra identidad humana. Se sabe poco de ese latido extraño donde acumulamos eso que nos define incluso aunque intentemos ocultarlo, negarlo. Esa trascendencia es peligrosa. Ser consciente de todo ello, permitir que todo lo que sucede alrededor resbale sobre nosotros sin dejar huella, es iniciar inmediatamente el periodo de declive.

Hassan, que prepara un zumo de naranja mientras los primeros vasos de vino blanco y fresco mojan mi garganta, habla siempre de la inmovilidad del duende, una especie de guiño flamenco destinado a hombres como yo. Hombres que ya no desean, que parecen sólo fluir con el viento sin más, sin esperanza ni anhelos.

¿Qué le sucedió a ese hombre, al antiguo cónsul honorario francés de esta ciudad ante esa mujer?

Hassan no se cree esa historia. Esos dos años encerrado en un cuarto bajo llave.

-¿Nadie conocía entonces a Jules Michel en esta ciudad para no echarlo de menos tanto tiempo?.- Se pregunta. -¿No había nadie que no supiera donde estaba, que no se cuestionase las razones de su desaparición? ¿Nadie que no preguntase por él, que no lo echara de menos?

Todo ese tiempo, decía el hombre, lo pasó desnudo en esa habitación con una sola ventana cerrada desde el otro lado.

-¿Por qué no grito? ¿Por qué no salió de allí?

La mirada de Hassan siempre es el testimonio inexorable de lo cotidiano, una especie de notario del sentido común y lo práctico, el efecto sobre la trascendencia de aquello que no posee esa dimensión, como si Sancho Panza hubiese comprendido que la locura del Quijote no lleva a ninguna parte, no sólo que percibiera el absurdo de sus pasos, sino incluso que no creyera absolutamente nada de ese afán de perdurar, y no cumpliera sus huidas y sus proverbios desde el miedo o la ignorancia, desde la inocencia, sino más bien desde un lugar anodino en el que la vida cobra una realidad distinta, amable y plácida.

Amar es creer que se es especial porque la persona amada lo es también. Es creer en lo extraordinario. Hassan nunca lo ha creído. El amor sensual es para él una cuestión de francos suizos o dólares; un desahogo del cuerpo, una polución nocturna como las que cumple en las termas. Una utilización del otro por parte del que menos ama. Su aparente simpleza trasmite sin embargo ese sentido común popular que tanto me exaspera, porque tengo a veces la extravagante sensación de que en el fondo, muchas veces, tal vez tenga razón.

Pero yo no puedo concebir que alguien logre vivir una vida entera sin haber conocido ese fulgor, sin haber sido de alguna manera Jules Michel. No me refiero a los detalles morbosos de su historia, a la obscenidad de muchas de sus anécdotas, sino a esa dependencia que rodea en ocasiones al amor, a ese desvalimiento, a esa totalidad de amar. El francés estuvo encerrado casi dos años en un cuarto sin luz, sometido a vejaciones y carencias, obligado a escuchar las salvajes y despiadadas exhibiciones sexuales de la mujer que amaba, los ensordecedores orgasmos de su esposa en brazos de otros, los gruñidos masculinos cambiantes, repetidos noche tras noche, tan sólo para verla una vez al día, a veces a lo sumo un rato cada dos días. Aguantar todo eso para ser bendecido por esa felicidad de contemplarla pasear desnuda por la sala para él. Toda esa humillación a causa de esa posibilidad para Jules Michel milagrosa de admirar apenas unos minutos la belleza de su mujer.

A veces, ella gozaba de tal manera frente a esa patética postración, ante esos ojos absolutamente desposeídos de voluntad, disfrutaba de tal modo ante la entrega fascinada que le regalaba esa mirada, que reía y se dejaba llevar por ese vértigo de la adoración. Le pedía que lo hiciera. Que la adorase. Le insultaba mientras seguía allí, danzando sobre la alfombra, provocando a ese deshecho humano, escuálido y enfermo, que abría los ojos enrojecidos por la oscuridad de su celda tan sólo para verla. La excitación de la mujer crecía en esa servidumbre. Se abría de piernas sobre una silla sin dejar de reír. Le contaba como sus amantes la hacían gozar. Describía la fortaleza de un falo y unos testículos que la llevaban a derramarse una y otra vez. Llegaba a tal punto de delirio, que ella se acercaba a la luz y le ofrecía todo su cuerpo a la vista para que él pudiera desearla hasta el dolor, hasta extinguirse, para amarla tan incondicionalmente que fuera capaz de renunciar a su identidad, a su alma. Agachado a sus pies como un perro, encorvado y dolorido, sumido en ese éxtasis de la entrega completa que conduce a ese gozo de la humillación y la renuncia. Cuántas veces la orina sobre su cara. Cuántas la masturbación de esa diosa inalcanzable que llenaba la esperanza de Jules Michel de un terrible deseo que no sería correspondido jamás.

Cuando trato de justificar alguna razón para aceptar eso, surge inmediatamente una pregunta. Si tal vez yo hubiese hecho lo mismo de poder elegir que Helene se quedara a mi lado. Si el corazón de Helene no sólo dejase de amarme sino que hubiera querido vengar las antiguas afrentas, las infidelidades, el dolor infringido, como la esposa de Jules Michel hizo con el antiguo cónsul. Sin saber por qué, y es algo que hablé alguna vez, en aquella época en la que todavía tenía ganas de hablar con algún turista, encontraba algo excitante en esa actitud de absoluta entrega. Estoy seguro de que la historia de Jules Michel provocó en más de una persona un estremecimiento sensual.

-Voluptuosa humillación poder contemplar atado a la pared, tras unas cortinas verdes con ligeros agujerillos, como mi mujer copulaba con un hombre velludo, desconocido, grande, ante mis ojos, para ofrecerme una pasión desconocida para mí hasta entonces. Porque, queridos amigos, a pesar de todo, pude por fin contemplar la inmensidad su deseo, la locura de su placer….

Y el cónsul sonreía satisfecho, aunque supiese que ese deseo que ella le ofreció fue el insulso arrebato de la carne sin más, tan distinto a su propia pasión, a su anhelo de verla, de contemplarla, de tenerla, tocarla y poseerla. De amarla.

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Fue él, Hassan, quien un día me dijo que las mujeres como  Helene no eran para un hombre sólo. No creo que fuera un comentario malicioso, ni siquiera un aviso, sino más bien una consciencia de su propia imposibilidad de llegar a amarla pese a hacerlo con toda su alma. Tal vez la amó incluso más que yo y nunca lo dijo. Sabía que era inútil siquiera pensarlo. Reconoció el amor, lo irrealizable del mismo, y salvo alguna visión esporádica y breve, erradicada al instante, no llegó nunca a proyectar sueño alguno ilusorio más allá del anhelo constante de poder mirarla, de sentir su presencia. Contemplarla -como hacía Jules Michel con su mujer- deslizarse delicada y armónica por el Riad. Sufrir esa sensualidad espontánea. Quedar atado sin remedio a esas caderas anchas y esos muslos bajando las escaleras centrales, los pechos oscilantes a cada paso, la fascinación del vello púbico escaso anunciando la vagina, la humedad. Vivir para esos gestos despreocupados de mi mujer echada en el sillón con las piernas extendidas leyendo sin otra esperanza que esa mirada fugaz.

-No es mujer para un sólo hombre.

Y lo dijo muchas veces. Lo dice todavía. Ahora, el muchacho aquel que Helene y yo conocimos con apenas diecinueve años, ha crecido. Ha engordado ligeramente y en sus ojos vive una tristeza lánguida, delicada pero constante. Incluso la atisbo cuando algunos sábados decide ir a las termas y cumplir una noche salvaje hasta la madrugada. A pesar del guiño que me invita a ir con él, a vivir la noche de Tanger y conocer mujeres, sigo percibiendo su tristeza. La siento cuando me adormezco en el sillón muchos días después de comer y me mira conmovido. Adivino incluso su impotencia, su lástima, y al tiempo su desprecio ante mi forma de bajar los brazos y dejarme caer. No soporta ese deterioro en un ser humano al que vio fuerte y feliz apenas un lustro antes. Sabe que mi pena ensucia el Riad, tiñe las paredes de esa negrura, me invita a una borrachera perpetua que lo único que consigue es abrir más las heridas, hacerlas más profundas.

Me habla de mujeres hermosas. Me invita a menudo, casi siempre, a no ser que tenga un plan ya fijado de antemano. Insiste. Quiere mujeres, como yo, mujeres que puedan al menos hacernos olvidar a Helene aunque sea por un rato, y a pesar de que el dinero cada vez escasea más le pido que las busque. Él sabe donde encontrarlas. Conoce la ciudad de arriba a abajo. Cada rincón del Zoco. Quiere lo mismo que yo, que lo femenino vuelva a traer la vida a este viejo Riad que huele a humedad y a tierra. Él sabe donde acudir para que a eso de las diez de la noche un murmullo devuelva la alegría a la calle de la Kasbha, para que el olor y el aire marino de afuera cruce el umbral y se impregne en los muros. Porque aunque sean casi siempre prostitutas del barrio elegante, siguen oliendo a mujer. Él nunca participa. Nunca hemos hablado del asunto aunque siempre le pido que traiga dos mujeres. Hassan sólo sonríe, nos sirve las bebidas y la comida, y luego se sienta en una silla y sigue observando incesante mi declive, mis borracheras descomunales y constantes que me postran en el dormitorio, con las persianas y las cortinas selladas para que no entre ni una sola mancha de luz durante dos o tres días, los problemas de erección que comienzan a ser demasiado frecuentes. Se sume en esas consciencias entumecidas y tristes que revelan el punto de deterioro al que llegan los hombres sin amor. Porque sabe que por más que lo intente nada es como Helene. No basta con esa ebriedad incesante que al menos una vez cada dos semanas se celebra en las salas del Riad, en los dormitorios del piso superior. Él vigila que las invitadas no se lleven nada, que todo quede en su sitio cuando termina la velada y el amanecer inunda con su luz el patio central de la casa. Y en esos duermevelas que duran días, con la cabeza a punto de estallar y la boca perpetuamente seca, me pregunto una y otra vez por qué sigo aquí, por qué dejo que Hassan sea testigo de mi paulatino hundimiento. Me lo pregunto a veces sin cesar. Por qué continuo en esta especie de guarida de lobo herido, en esta inmovilidad, en Tanger, donde me quedo impasible esperando la muerte lenta y futura sin expectación, inmóvil, sin verdadero deseo, sin escribir una sola palabra.

Hassan tiene miedo de que un día me rebele contra esa muerte lenta. Se opone a cualquier cambio aunque verme sumido en esos abismos acongoje su corazón. El miedo es superior al afecto que pueda tenerme. Miedo a volver a las calles, a vivir la vida de muchos de sus antiguos compañeros del barrio. Hay temporadas que me parece que envenena mis comidas e incluso manipula el hachís para que no pueda moverme durante días. Sé que no es capaz, pero en mis delirios llega a obsesionarme esa idea. En muchos sueños lo veo reír. Aparece a menudo con forma de duende diminuto que insiste en protegerme encerrándome allí, en sus dominios. Y en el fondo es dependencia, eso es. Dependencia en ambos sentidos aunque contenga toda esa inmensa tristeza. Su sonrisa inesperada en ocasiones, cuando lo sorprendo cuidando con esmero las plantas del pequeño jardín trasero, me estremece. La insistencia de su mirada me hace pensar que un día, si me viera hacer las maletas, me mataría. Lleno de amor tal vez, y sobre todo de miedo, pero lo haría.

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Cuando pienso en los años que lleva en el Riad, desde aquella lejana primavera en la que llegué con Helene, y lo que cambió la vida de Hassan en todos los aspectos, comprendo su temor. Se ha acostumbrado a una vida de ropas de marca, de comida abundante, de dinero en los bolsillos, de apacible consistencia. Ayuda a su familia. Dispone de tiempo incluso para visitar las termas y los locales del barranco muchos sábados. En su caso, comprendo en mayor medida de qué está hecho ese sentimiento terrible que es como un amor desolado y dependiente.

Hassan sonríe cuando le amenazo con la idea de que un día me marcharé de aquí. No dice nada pero sé que piensa en mi imposibilidad de abrazar la vida de nuevo, de levantarme y caminar otra vez. En su mirada veo esa ironía, esa constancia que lo reconforta. Mi desgracia puede que le duela, pero es mucho más fuerte su instinto de conservación.

-No diga tonterías, señor ¿Dónde va a estar usted mejor que aquí?

Ya no pienso en el amor, no queda espacio en el cuerpo ni en el corazón ni en ninguna parte de mi alma para ese sentimiento. Los años se extinguen y ya no escribo. Tal vez no quede ni deseo, sólo esa memoria. Esa extraña memoria de tardes bochornosas y húmedas, de aire estancado. El lugar exacto del Riad donde Helene fijaba su hamaca de esparto acolchada en verano y desnuda por completo se pasaba horas leyendo sus libros, asegurando que ese era el rincón más fresco de la casa. El recuerdo obsesivo de su cuerpo pegado al mío. Del amor queda poco, la verdad. No me acuerdo de lo que es ser amado, sólo tengo la constancia del deseo que me atormenta a menudo y me obliga buscar lo que ya no encontraré. Quedan imágenes, momentos muy concretos a lo sumo. También un deseo que sólo es lascivia, ímpetu, anhelo de regreso impotente y anónimo. Otro deseo distinto al que me unía a Helene, tan cercano a la máxima felicidad que he podido concebir.

Por qué se evaporó la escritura es algo que ya no me pregunto. No está en mí ese afán, como si la realidad hubiese engullido para siempre esa ilusión del papel en blanco y sus figuras irreales, construidas de mimbres esporádicos e inaccesibles, de experiencias perdidas y sensaciones acumuladas sin orden ni concierto, sombras que cobran forma en la ficción con una coherencia que me fascinaba entonces, llena de ecos y reminiscencias de lo inconsciente. Hilos, ramificaciones neuronales, estremeciéndose y estirándose de repente, abriendo espacios nebulosos de la memoria para convocar la narración. No sé vivir sin ello, y aunque se lo he contado mil veces a Hassan, él no lo entiende. No comprende que esos garabatos en los papeles, esa lucha antigua que me sumía durante horas y horas en un silencio autista, distante, algo que Helene no soportó, como si tuviera celos de ese espacio interior, ha sido durante décadas mi vida, el equilibrio necesario de todo lo demás. Helene no debió arrancarme también éste deseo. No puedo echarle la culpa de semejante vacío, de tal ausencia de sentido directamente, pero su huida me despojó de esa fe que requieren las empresas esenciales de una existencia. Ella debió comprender que podía marcharse, abandonarme, dejarme en este islote de tiempo detenido, en estas calles inamovibles, aspiradas sin cesar por su agresividad exótica, pero no arrancarme la literatura. Lo peor es que no puedo traspasar la responsabilidad de esa dejadez ni a ella ni a Hassan. Sólo los trazos de su pubis afeitado, o tal vez el leve temblor de un pecho al darse la vuelta en la cama, los cabellos revueltos y húmedos después del amor, el olor de su piel excitada, generan imágenes obsesivas y recurrentes de cierta belleza, algunos versos esporádicos que repito una y otra vez con ligeras variaciones, como un eco insistente e inconsciente, limitado por mi lamentable estado, lleno de amor frustrado, roto. Lleno de todo aquello que se fue.

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A menudo se toman decisiones a ciegas, con motivaciones secretas, escondidas en cierta incapacidad, disimuladas por la voluntad esgrimida o cacareada, sin que nos demos cuenta. Decisiones cuyo significado se comprende tiempo después, cuando empezamos a valorar eso que se llama popularmente escuchar al corazón y atisbamos las consecuencias, o nos sumimos en ese otro remordimiento de comprobar que en aquello que tanto valoramos realmente no había nada auténtico, íntimo, nada fértil para nosotros.

Casi siempre a ciegas.

Una de tantas mañanas Hassan irrumpió en la cocina algo más temprano que de costumbre, malhumorado. Pensé enseguida en algún contratiempo desagradable sucedido en las termas la noche anterior. Había llegado muy tarde, de madrugada, con el día clareando, pasadas las seis de la mañana. Ojeroso y taciturno lo vi dejar sobre la mesa, sin mediar palabra, la taza de café.

Cuando está así no le pregunto nada, absolutamente nada. Comprendo su distancia inaccesible. Conozco ese desdén por todo lo que le rodea, especialmente su indiferencia hacia mí, el dolor que de vez en cuando siente por aquello que lo ata y lo alimenta.

Si yo a veces, supongo que en otras épocas incluso aún más, cuando Helene ejercía de anfitriona en esta casa, y los invitados reían y hablaban por los codos sumidos en ese ambiente que solo ella era capaz de generar, percibía cómo Hassan la miraba de reojo, como si fuera una diosa a la que se teme y se odia, y ante sus estados de somnolienta distancia nunca hice nada, nunca intenté mediar o preguntar a qué se debían esas ausencias, ahora, en nuestra soledad, lo hago menos aún.

No será por ella, tal vez pensé, y por eso buscaba justificaciones a su malestar que me dejaran la conciencia tranquila, asuntos de las termas o de dinero, algún disgusto de la familia o cualquier incidente con los comerciantes del zoco. No quería saber más del mundo interior de Hassan, en la medida en que despreciaba mi propio interior, agujerado, vacío, insostenible en esa desolación. En el rostro desganado y taciturno que en silencio recogía platos y vasos, fregaba la cocina, o regaba las plantas del patio y la terraza superior, sólo era capaz de encontrar líos amoroso en los baños, sórdidos encuentros sexuales, esporádicos y sucios, una especie de transformación de la admiración hacia ella que lo llevaba a querer sentirse poseído como ella podía ser poseída, como yo la poseí tantas veces.

Estaba convencido de que su malestar tenía que ver con la imperiosa necesidad de desear convertirse en ella.

La única vez que lo eché de casa fue hace unos seis meses. Le conté que mi editor venía a Tanger en un viaje de placer con su familia y me habían invitado a comer en el Riad donde se alojaban. Llevaba más de tres años sin enviar un sólo texto a la editorial, sin escribir absolutamente nada en ninguna parte, pero un extraño arrojo me empujó a aceptar la invitación. Tal vez sentirme querido, percibir que alguien esperaba algún escrito mío, adquirir un compromiso en firme, podría animarme a volver. Supongo que en voz alta le dije a Hassan que llegaría tarde.

Lo cierto es que la comida fue agradable, pero a eso de las cuatro de la tarde, después de mucho vino ingerido y de dos gin tonic finiquitados en un abrir y cerrar de ojos, comencé a sentirme muy cansado. Me despedí sin dar pie siquiera a una breve conversación profesional con el editor, de forma brusca. Temí de repente verme obligado a volver a escribir. Caminé muy despacio al salir del restaurante por las callejas de la ciudad, sumido en un desasosiego molesto, hasta llegar a la muralla. No eran siquiera las cinco de la tarde cuando entre jadeante en el Riad. Quería echarme un rato en la cama, dormir profundamente y arrancarme esa intranquilidad, esa fatiga desoladora y triste que me dominaba. Me sentía culpable de mi desmotivación, de no haber intentado nada, ni siquiera pedir un adelanto por algo, adquirir alguna fecha, algún compromiso, nada.

Cuando entré en el dormitorio Hassan estaba mirándose en el espejo, con polvos de maquillaje en el rostro y uno de los vestidos de verano más hermosos de Helene puesto. Los labios pintados y los tacones dispuestos en sus piececillos. Me resultó grotesco, patético. Aquello me pareció un sacrilegio, una burla. Mis gritos debieron oírse en los Riad cercanos. Le empujé. Le arranqué la ropa. Llevaba puestas hasta las bragas y el sujetador de Helene. Le desgarré la ropa interior y le abofeteé la cara dos veces. Se zafó de mí a duras penas y mostrando aquel sexo infantil rasurado, acoplado entre sus pequeños testículos, salió de la habitación llorando desconsolado. Desde la barandilla del primer piso le grité que no volviera jamás a esta casa, que tenía dos horas para recoger sus cosas y marcharse para siempre.

Sólo mucho tiempo después comprendí algo de su actitud, de su relación con mi mujer. Hassan guardaba en su interior un sentimiento amoroso complejo y vivo, una emoción que se había vuelto perversa e inaccesible.

Me pidió de rodillas volver al día siguiente y acepté.

Hace ya mucho tiempo que no sé quien depende más de quien. Las cosas no podían ser de otro modo. Él se ha erigido como testigo de mi propia decadencia. Lo necesito tanto como él necesita el Riad y mi dinero.

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Hace apenas unas semanas, al bajar al café de la plazoleta, percibí cierto revuelo entre las mesas. Falhur, el camarero, se asomó a la terraza visiblemente nervioso y al verme mostró un gesto preocupado.

-Han detenido a Jules Michel….
-¿Por qué iban a detenerlo?

Ashadulla, el comerciante de cuero, surgió de entre las sombras de las estrechas callejas a paso ligero. Se sentó en la mesa contigua a la mía, me miró con los ojos abiertos como platos y confirmó la noticia de Falhur.

-Detuvieron a Jules Michel.

El rumor se fue extendiendo por la plaza y el zoco. Los turistas eran ajenos a ese hecho imperceptible que en nada modificaría sus recorridos dirigidos por los guías o sus libros de viajes. En todo viajero hay una resistencia a la inercia que pretende descubrir una esencia particular en medio de un paisaje desconocido, algo que revele la necesidad de ese viaje, pero en los turistas no, la inercia es una energía de lugares comunes e itinerarios prefijados que hacen del visitante una cámara de fotos y no un viajero. Para cualquiera de esos pánfilos japones, ingleses o alemanes, esa detención incluso tal vez fuese algo exótico que en su estancia en los lugares míticos de Tanger les sucediera. Una sorpresa para recordar que a su regreso pudieran contar a cualquiera de sus amigos o conocidos. El misterioso Jules Michel, el cónsul que aparecía en varias guías de viajes retratado como uno más de los atractivos de la ciudad no había aparecido en su recorrido porque fue detenido precisamente cuando ellos estaban allí.

Pienso en Jules una vez más, en su locura, en su exilio interior. También en su Riad decadente, en las hierbas altas del jardín, en el silencio que suele impregnar el alma cuando uno atraviesa la estrecha calle y se detiene frente a esa puerta nada más descender desde la plaza de la muralla.

-Siempre se oye el tintineo de botellas.- Llegó a decir Henry con una sonrisa irónica. Henry, el millonario americano al que le gustan los jovencitos. No los niños, sino los adolescentes de entre dieciséis y veinte años. Habló de ese tintineo constante de la botella escanciando el elixir de la soledad y olvido.

Antes no fue así. Jules era un hombre apuesto, de ojos azules muy claros, al que consultaban numerosos comerciantes y ciudadanos franceses sobre negocios y adquisiciones de inmuebles en la ciudad. Un hombre elegante, algo mundano incluso, y risueño. Buen conversador, muy lúcido y amable.

¿De qué estará hecha toda esa energía dilapidada? ¿Adónde fue esa vida que apenas surge entre la ruina del pobre Jules, ahora detenido?

 

Por la tarde, al despertar de la siesta, me sobreviene una erección gozosa. Cuando toco mi cuerpo en la cama, como si necesitara acompañar el grosor inesperado del sexo con esa sensación de estar vivo, comprendo que estoy hecho de carne y hueso, y que tengo hambre de carne, siento deseos de fornicar, de ser acariciado, de sumirme en el placer. El sucedáneo de las prostitutas no puede llenar a alguien como yo mucho tiempo. En otro tiempo supe lo que era la seducción, la pasión amorosa, el amor. Las mujeres que de dos en dos Hassan trae hasta aquí, no son más que un sucedáneo de ese sentimiento que conocí y que sin esperanza intento revivir. Un simple pasatiempo para llenar los días. Nunca se hace el amor con una puta o con una amante surgida de la voracidad de la noche como con una mujer enamorada. Es el castigo de lo femenino, y así se lo he dicho muchas veces a Hassan, tal vez con la intención de herirle. El pequeño marroquí se ríe y afirma que yo he tenido suerte de poder buscar y hallar ese amor. Que él no entiende de ese amor. De otros tipos de amor sí, pero de ese no. El día y la noche. El eco de lo entregado con la libertad y el deseo frente aquello que sólo es contrapartida de un pago. Siempre la insinceridad que surge de la convención, de lo estipulado en un imaginario e irrompible contrato mercantil. El dominio frente al intercambio. Nada que ver, pero aún así, a veces, una diminuta chispa de ese deseo me ilumina, hace que salga de mí mismo.

Cuando me incorporo en el borde de la cama las sombras del dormitorio cobran una fuerza terrible. Es como si el olor antiguo estuviese aquí, detenido en el cuarto, y tal vez por eso me he despertado con la verga henchida y esa sensualidad tan poco habitual. Oscila la ligera gasa de la cortina impulsada por la rendija de aire que se cuela por el ventanal entreabierto. El ambiente es fresco y cada una de las cosas que conformaron hace muchos años esa habitación está en su sitio. No llego a sentir deseos de escribir, pero mientras me visto me acude alguna idea. Jules y su pérdida inconsolable. Jules y esa mujer que lo encerró durante tanto tiempo en una diminuta habitación sin ventanas, ofreciéndole a cambio tan sólo una sensualidad amarga, ajena, la posibilidad de atisbar su deseo en otros.

¿Cómo se soporta esa tortura cuando uno ama?

Reflexioné otras muchas veces sobre las razones de ella. En el origen de su despiadada venganza. Ofrecerle el deseo a ese hombre pero a través de otros hombres, de cópulas de sucia entrega indiferente y cruel de las que Jules Michel fue testigo.

¿Qué le hizo el francés a esa mujer para que ella le dedicara esa refinada forma de extinción durante dos o tres años hasta su partida definitiva?

Le costaba imaginar esa maldad en un ser humano cuerdo. Ver ese rostro enrojecido y esa agitación de todo el cuerpo frente a las exhibiciones de la mujer con otros amantes y jamás con uno mismo.

La figura de Helene cobra frente a esa mujer una dimensión noble, o al menos piadosa, a pesar de abandonarme. Lo sano es marcharse cuando el desamor llega. Entonces atisbo la idea de que tal vez, en el caso de Jules Michel, fuera una solicitud de él ante el desamor de su mujer. Una concesión del amor a pesar de su crudeza.

¿Y si fue un juego consentido, solicitado?

Hassan dirá que no poco después, mientras tomo un té de menta sobre el sofá del salón y él pasa el aspirador en la sala de estar. Me mira y parece guardar algo que yo no sé. La luz declina ahora en noviembre demasiado pronto, adquiere una pátina rojiza a menudo, un ligero aire de decadencia.

No sé si Hassan es capaz de comprender esa palabra. Consentido.

Muchas veces me dijo que para nosotros la existencia tuvo libertad, y que la malgastamos sin ton ni son. Que fuimos caprichosos e inconscientes. Esas frases duelen. Asiento digiriendo esa punzada.

Él no eligió, afirma. No pudo. Tuvo suerte en algunas cosas, en muchas otras no, pero no eligió más allá de un puñado de insignificancias.

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El principal periódico de Tanger publicó al día siguiente la noticia en primera plana. Durante semanas no se habló de otra cosa en todo el zoco. La señora Sara F. fue asesinada en su casa del norte de Tanger, junto a la playa. Fue violada en varias ocasiones y posteriormente golpeada brutalmente hasta la muerte.

-Sara…- Me dije hojeando el artículo de prensa.

Hassan curioseaba sin disimulo detrás de mi hombro leyendo el artículo. Jules Michel detenido.

A él siempre le han fascinado esos detalles escabrosos, las infidelidades publicas, los asuntos de honor, el eco de los enamorados fijados entre las líneas de cualquier periódico o revista, el morbo del detalle. Encima se trataba de Jules Michel, con el que se había cruzado cientos de veces entre las callejuelas del barrio antiguo, en el mercado, en la plazoleta de los cafés. 

La mujer fue golpeada probablemente con las manos y los puños al principio. Luego, sangrante y magullada, penetrada con una agresividad terrible. Encontraron rastros de semen abundante en la vagina, según el forense de varias eyaculaciones. En la reconstrucción de los hechos llevada a cabo por la policía se hablaba de veinticuatro horas al menos de tormento. Violada cada vez que surgía alguna erección. Tardó siete horas en morir. Los golpes fatídicos se realizaron después con un objeto contundente, duro, tal vez una lámpara de noche de metal o quizá con un objeto metálico de peso.

Más violaciones incluso con el cuerpo inerte, en coma, sin respuesta posible.

En voz alta le dije a Hassan que todo eso me parecía una salvajada y dudaba de que el pobre Jules hubiese matado a esa mujer.

-¿Y por qué lo detienen entonces?.

Los ojos maliciosos de Hassan brillaron de repente en la apacible quietud del salón.

Hay algo en él que siempre me ha resultado inasible. Una expresión que lo separa de mí y me hace incapaz de acceder con precisión a su identidad. No cambia con el tiempo. Jamás modifica un ápice su actitud o su pensamiento más allá de sus enfurruñamientos y sus pequeños disgustos y alegrías. Es como un disco rallado que repite una y otra vez las mismas cosas, a veces tópicos fatigosos, otras esas ideas que surgen espontáneas, al amparo de cualquier hecho externo que atraiga su atención. También un punto de fría inhumanidad que hace que le brillen los ojos ante la desgracia ajena, incluso sonreír en ocasiones. Nada de lo que dice o hace parece surgir de verdad de dentro. Esa antigua ficción tan europea, tan occidental, de la conciencia, la piedad e incluso la empatía, se deshace en él a menudo. No quiero decir que no sea capaz de conmoverse por algo, o que esté desposeído de afectos verdaderos, sino más bien que, ciertas circunstancias lo llevan a un lugar distante y cínico, en el que da por hecho saberlo todo y se ríe de ello. Hay pocas cosas que traspasen esa piel bronceada, que puedan hacerle reflexionar sobre sí mismo más allá de la descripción superficial de las cosas que acontecen a su alrededor o que afectan a sus actos cotidianos, al contacto superficial que diariamente tiene con el exterior.

-Pero tenía motivos para hacerlo.-Dijo de repente.
-Muchos.
-¿Y usted?

Uno cede a la tentación del sueño, a esas proyecciones que el ser humano cumple sin rechistar, sometido a esa presión incesante de la mente que dibuja el diseño del porvenir y lo anticipa, casi siempre con sus angustias y sus miedos impregnados en el alma.

Cuando él preguntó eso me estaba inquiriendo por la posibilidad de que yo guardase el odio suficiente como para matar a Helene. Aún reconociendo que ese pensamiento ha surgido muchas veces a la largo de todo este tiempo, que tal vez era mejor negar o aplastar una existencia que aceptarla lejos de uno sin nuestro consentimiento, lejos de nuestras propias proyecciones, del sueño deshilvanado y deshinchado que quedó como una burla del destino, como una carcajada terrible, creo que nunca hubiese sido capaz de hacerlo. Como tampoco creí en ese instante que Jules Michel cometiera ese crimen a pesar de la humillación y el dolor constante que la existencia de su mujer provocó en su desventurada existencia.

Tal vez en otra vida, o en esos sueños que le queden al antiguo cónsul, la matará una y mil veces, y yo tendré que acostumbrarme a que Helene no exista, a pensar que no existirá nunca más en mi vida. Ese duelo que expresó Hassan tantas veces lo acoge sin sentido y entrecierra los ojos. A llegado el momento de marcharme cuando le oigo susurrar.

-Yo la habría matado…

Y en ese instante mi voz se entrelaza a la suya. Lo hago sin darme cuenta, como si afrontara para siempre mi destino y hubiese decidido regresar para olvidar. No se puede dilapidar una vida por un amor frustrado. Se puede parar dos veces, tres o cuatro, tal vez diez a lo largo de una vida, pero no malgastarla por completo.

-Me voy. Dentro de unos días me voy.

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Y no veo en los ojos llorosos de Hassan la percepción de lo que suponen esas frases en la soledad del Riad. Aquí se puede uno morir sin que nadie se entere durante meses. Es difícil destruir los sueños de otro, romperlos en pedazos, erradicar esa concepción del futuro eterno arraigada en el corazón de otro ser humano por la voluntad propia.

 -Usted no se va.

Pero hay un mundo más allá, una expresión de la existencia que somos capaces de afrontar y vislumbrar, hasta dejar la vida en otro lugar tras un largo proceso de asimilación. Basta con que ese lugar nos pertenezca, posea algo propio, para que esos pasos que uno da, obvien de un plumazo aquello que nos ata al presente y a una vida concreta que se percibe como extinguida. Eso es un esfuerzo, pero a veces hay que hacerlo para hacer rodar los engranajes del orden secreto de la existencia, del mundo.

Se oye un viejo reloj de pared marcar los segundos. Me incorporo en la sala de estar y me preparo para hacer las maletas esa misma tarde. Hassan volverá a decir que no es posible que me vaya y no le escucharé. Tal vez me he despojado de mi última culpa. Noto el latido de mi maltrecho corazón mientras subo las escaleras. La incoherencia constante de la vida parece haber cesado aunque el miedo me acongoje. Tengo pánico a la muerte, a la soledad, a la decadencia y a la renuncia. Terror que tira de mí y me empuja a decirle a Hassan que todo es una broma, que ese Riad me pertenece como una segunda piel, como Tanger. Ese miedo detiene cientos de voluntades. También evita derrotas desoladas, aventuras quijotescas sin destino y muchos cantos de sirena. Uno debe sentir el latido para discernir esa tensión. La supervivencia solitaria, la fuerza que llega desde las entrañas y la carne para anunciar la continuidad de la vida y nuestro papel en ese escenario, y esa felicidad de saber que no se pisa en falso aunque no sirva para nada, aunque ciegue ese diminuto e inesperado fulgor de la existencia. Ese miedo que nos anuncia el placer de no decidir, de no asumir. La tranquilidad de no arriesgar más que lo justo, tal vez lo esencial. Ese miedo es tan poderoso como el grito que me empuja a sobrevivir, el que me sostendrá. Hassan corre hacia el cajón de la cubertería y tras buscar unos segundos empuña el cuchillo del pan. Es el mismo miedo, pero tal vez sostenido con insistencia por la vida. Para él es más terrorífico quizás, pero el vértigo es similar.

Me detengo y veo la tumbona en la que Helene se sentaba muchas tardes. En las perchas del último piso quedan todavía algunos sombreros. Sé que debo ayudarle y haré todo lo posible para que siga allí. Le diré que tiene que dar un salto. Si no me entiende le hablaré en ese castellano popular: no hay mal que por bien no venga. Explicaré la dimensión vital y verdadera de esa frase en una vida que a menudo jamás podrá medirse en términos morales por completo. La sirena hizo pagar su melodía. Butes se lanzaba al mar después de tocar su arpa. Yo me marchaba de Tánger. Hassan merecía otra vida.

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EPILOGO

La veré muchas veces atravesar el paso de cebra en el Boulevard Saint-Michel, avanzar apresurada hacía la conocida librería con el mismo pelo y la misma forma de andar. No sabré si es ella o una jugada del inconsciente. Algo la hace permanecer. Renace de nuevo de vez en cuando. Me dice de donde vengo y explica una parte de lo que soy fundamental. Comprendo la grandeza de la existencia mientras imagino que Hassan ha logrado alguno de aquellos antiguos sueños secretos. Que piensa en mí con cariño al menos. Sé que algo fundamental para la vida humana está agazapado en todo eso; en las apariciones frecuentes de Helene en Paris y en la necesidad de imaginar a Hassan feliz. También en la continuidad de la existencia que sobrevive cumpliendo otros deseos. Es algo del amor. Es una esencia que no se puede olvidar, que revive una y otra vez esos momentos fugaces. Y esa felicidad esporádica puede continuar a intervalos, de vez en cuando.

Doy un paso y supero el último peldaño. La vida se sostuvo en ese segundo en el que mi pie subió ese escalón.

Hassan no me matará. Debe intuir que ese es su destino.

 

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Fernando del Paso-Palinuro de Mexico- La vida sexual (II)

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Hacíamos el amor compulsivamente. Lo hacíamos deliberadamente. Lo hacíamos espontáneamente. Pero sobre todo, hacíamos el amor diariamente. O en otras palabras, los lunes, los martes y los miércoles, hacíamos el amor invariablemente. Los jueves, los viernes y los sábados, hacíamos el amor igualmente. Por últimos los domingos hacíamos el amor religiosamente.

O bien hacíamos el amor por compatibilidad de caracteres, por favor, por supuesto, por teléfono, de primera intención y en última instancia, por no dejar y por si acaso, como primera medida y como último recurso. Hicimos también el amor por ósmosis y por simbiosis: a eso le llamábamos hacer el amor científicamente. Pero también hicimos el amor yo a ella y ella a mí: es decir, recíprocamente. Y cuando ella se quedaba a la mitad de un orgasmo y yo, con el miembro convertido en un músculo flácido no podía llenarla, entonces hacíamos el amor lastimosamente.

Lo cual no tiene nada que ver con las veces en que yo me imaginaba que no iba a poder, y no podía, y ella pensaba que no iba a sentir, y no sentía. (…) Para envidia de nuestros amigos y enemigos, hacíamos el amor ilimitadamente, magistralmente, legendariamente. Para honra de nuestros padres, hacíamos el amor moralmente. Para escándalo de la sociedad, hacíamos el amor ilegalmente.

Para alegría de los psiquiatras, hacíamos el amor sintomáticamente. Y, sobre todo, hacíamos el amor físicamente.

También lo hicimos de pie y cantando, de rodillas y rezando, acostados y soñando. Y sobre todo, y por simple razón de que yo lo quería así y ella también, hacíamos el amor voluntariamente”.

 Palinuro de México. Fernando del Paso

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Thomas Bernhard (Europa-Ungenach)-Una historia de la disolución

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         Los perros, el deseo y la muerte. El título es de Boris Vian, pero este texto no trata de Vian, de su modernidad narrativa o de ese cuento firmado como Vernon Sullivan que construía un sólido puente, tal vez uno de los más decisivos de mediados del siglo XX, entre la literatura norteamericana y la europea. El ensayo trata de Thomas Bernhard y de una época oscura que ocurrió hace mucho tiempo. Y empiezo por Vian porque su estética siempre me pareció contemporánea, y además pensé que era un tipo lleno de esperanza. La hermosa locutora que susurraba al micrófono y miraba con sus profundos ojos azules la noche a través del enorme ventanal de la emisora, la que sonreía como una Circe sofisticada, y por supuesto yo mismo, ya no la teníamos. Demasiado pagado de mí mismo por entonces, todavía busco la luz de esas madrugradas sin nostalgia, mantengo los ojos abiertos, aleteo en la música de Vian, revivo la espesura cálida de ese cuerpo radiofónico y rezo con Bernhard. Los perros de la lluvia fue un poema escrito y publicado allá por 1989, después un fallido poemario para olvidar.

            La locutora me avisó, hace ya tantos años. Me lo dijo así, sin más. No leas a Bernhard. Supongo que yo era muy joven y esos límites me traían sin cuidado. Amparo se acordará de una noche de tormenta y de aquella extraña mujer algo mayor que nosotros que se coló en su casa, alcohólica, probablemente adicta a la heroína, que malvivía por el Carmen entonces, que me rogaba cada vez que nos veíamos que no abriera jamás La nausea de Sartre, que acabaría como ella. No sé por qué tanto afán en ponerme sobre aviso acerca de la lucidez. Tal vez se había asomado a abismos que yo apenas intuía, y en esos autores halló el reflejo de sus propios infiernos .

        Ahora sé que esas dos mujeres maduras entonces se equivocaban, los infiernos de cada cual no se comparten en verdad, y tanto Thomas Bernhard como Sartre no destruyeron mi vida ni las suyas. Si estuve a punto de hacerlo fui yo sólo, con mis propias manos, mis oscuras ideas sobre el arte y su precio, y el aroma humeante y seductor de la autodestrucción. La mitología del exceso ha dado pie ahora a la cultura Decathlon, aburrida, naif y superficial como un chicle de fresa. Pero nunca se puede afirmar de este agua no beberé. Los caminos del exceso, como los del señor, son largos y áridos, variantes e imprevisibles, y cualquier bache o pozo, una desgracia inesperada, esas cosas que suceden, a veces trastocan cualquier recorrido, lo desvían, obligan a despertar antiguos alivios, a aprovechar otros recién llegados. La nausea me produce ahora -eso se lo diría a aquella extraña vagabunda que había vivido en Australia ocho años acompañando a un padre avaricioso y competente que la abandonó a su suerte- un jocoso deleite. Thomas Bernhard, sin saber por qué, convoca dos efectos que tal vez permiten ver su grandeza: la gravedad de sus diagnósticos esboza una de las literaturas más originales del fin de siglo, me hace adentrarme en la tremebunda herencia que carga Europa a sus espaldas, y al mismo tiempo me recuerda a todo aquello que ha sido la esencia de la existencia, lo sensual que posee vivir, la belleza, tan difícil de encontrar a veces, del mundo, la enorme fortaleza del odio y el amor, la inevitable decadencia que amarillea las fotos y transforma los escenarios, y la risa como antídoto, y todo eso desde la depresión y el declive, desde la intensa marginalidad de su mundo literario y sus desolados paisajes.

             Menos mal que en aquellos años lejanos todo me daba igual. El mundo se avecinaba gozoso e intenso. La vida debía convertirse en el recorrido que trazaba en los mapas para guiarme, itinerarios solemnes y vitales, aleteos de heroica conquista entre las sombras del cansancio europeo.

            ¿Qué podía a mí importarme Thomas Bernhard, a quien apenas había leído con aquellos viente recién cumplidos, si por entonces celebraba malsonantes entrevistas de radio y esa mujer de unos treinta años, de cabellos negros y largos, con los hombros desnudos, los pechos generosos y los labios carnosos sin pintar, me atravesaba con sus ojos de gata de arriba a abajo? Thomas Bernhard; ¿quién demonios era ese tipo? ¿alemán? ¿austriaco? Recuerdo la noche fresca y perfumada. El aire particular de ese tiempo. Muchos rostros desdibujados y una extraña expectación. El nombre del escritor surgiendo de los labios carnosos de la locutora, la sensación de sensualidad e intimidad en la cabina y ese eco de antiguas seducciones que conformarían todos los espejismos.

             Pero faltaba el lenguaje, ahora me doy cuenta.

       No he podido escribir sobre esas noches ni sobre Thomas Bernhard hasta comprender que las palabras tardan en ser aprendidas, que la literatura es un oficio de largo recorrido, y que la familiaridad con el estilo literario llega cuando llega si lo hace, se asoma a las fauces de la vida y alcanza esa suave condescendencia, esa empatía, en la que nos asentamos para poder escribir.

              En el caso de Bernhard, el peso fue mayor. Su afán de perfección le jugó una mala pasada. Primero porque vivió la segunda mitad del siglo XX, esa aparatosa disolución definitiva de la cultura europea, el fin de su supremacía, de la dilatada y extensa herencia cultural del continente, empeñada en convertir la palabra paz y la palabra prosperidad en una serie de débiles eufemismos y en lobos con piel de oveja que tarde o temprano se desvanecerían dejando al descubierto la decadencia y la incapacidad. Segundo porque Thomas Bernhard comprendió antes que nadie -tal vez la Duras también- que la extinción se propagaría por el lenguaje, que serían las palabras las que certificarían la desaparición de la totalidad. Logró convertir en narración la propia disgregación y sus efectos demoledores en el lenguaje, sumido en un proceso de deterioro, imprecisión y silencio.

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          Ahora me gustaría susurrarle al oído a la locutora de radio, esa misma noche que no volverá a ser, que Ungenach me fascinó. Seguramente la mujer, cuyo nombre ya olvidé, de la que me quedó eterno aquel aviso y su voz en algún momento de esa larga noche, no había leído por entonces esa novela corta, ese descenso prolongado hacia la nada, la disolución de la herencia en ese vasto territorio imaginario de Bernhard, la extrañeza de esas frases entrecortadas, sesgadas a menudo, la decadencia que no era otra que la de la propia Europa y su literatura, una Europa que tal como él predijo es hoy lugar de tenderos alemanes y sonrosados granjeros austriacos, de mercaderes holandeses de raza, también de multinacionales suizas y de ajustes incomprensibles. Bernhard ya sabía de todo eso. Lo escribió en todas sus obras, a cual más lúgubre y obsesiva, en esos textos mayúsculos de la disolución europea, de la renuncia a su cultura, de la pérdida de su preeminencia; una extinción hecha además de las miserias de siglo XIX acumuladas, de las carnicerías humanas del siglo XX, de la mentira construida en torno a un continente que, si durante años se erigió como defensor de los estados de bienestar y de la paz, ahora no es más que un chiste negro que dio el poder a tecnócratas sin pasión cumpliendo ese viejo sueño inexplicable de la apacible sociedad burguesa, más avariciosa e insolidaria si cabe que antes, hasta convertirse en un órgano ajustador de cuentas.

           Era verdad que tal vez hubiera sido mejor no leer a Bernhard. Un aguafiestas, en aquella década de los setenta y los ochenta. Más que nada, porque no ha tenido sucesores, eso es cierto. Su pesimismo extremo, su afán por alcanzar una profundidad narrativa que además fuera acorde con la imposibilidad de los tiempos y su sombrío futuro, lo llevó a escribir Ungenach con el latido de cada frase transpirando obsesión, enfermedad, incertidumbre y ocaso.

                Ungenach es de alguna manera la historia del ocaso de un territorio imaginario. Se sabe que es Europa por el origen y sus circunstancias y características. Una extensión de tierra gigantesca, llena de vaquerías y fábricas y viejos edificios, y bosques frondosos, y minerales ancestrales. Una herencia que tiene al menos tres siglos. Familias antiguas protegiendo el espacio, su patrimonio individual, su terruño, generando a su paso neurosis, depresiones, durezas emocionales despiadadas. Las mismas que cumplieron aquellos incestos, los adulterios sórdidos, la extravagancia y la obscenidad que la riqueza sobrada, el ocio y el poder, generan a su paso. Los excesos de aquellos hombres colmaron la extinción del sueño cultural europeo que anunció Thomas Mann en La montaña mágica y en Doktor Faustus. Me faltó en los Cinco itineriarios publicados hace ya tres años un sexto ensayo, justo detrás del premio nobel germano, Thomas Bernhard. No lo hice por la falta de continuidad, por la dificultad de adentrarme en ese lenguaje reiterativo y obsesivo que recuerda -y lo sé por experiencia cercana- al de los enfermos mentales. Frases retorcidas, ausentes, cortadas de raíz sin decir nada y sin embargo llenas de sentido.

              ¿Cuál es el lenguaje del siglo XXI?

               Ese precisamente, aunque no se lea, no se escriba, no se vea. Es curioso que un escritor sin verdaderos discípulos, sólo avispados lectores que lo reconsideran cada cierto tiempo, haya recreado tan extraordinariamente bien las limitaciones del lenguaje venidero. El problema de su literatura es que llegó tan lejos, que a menudo se encontró sumida en un callejón sin salida, sin continuidad. Dar un paso más en los textos de Thomas Bernhard es acercarse a lo inteligible, a las palabras sin sentido, a lo que carece ya de significación. Y yo me preguntó por qué. O se lo preguntaría a esa treintañera feliz y triunfadora, guapa y seductora, plena de confianza en sí misma, que me miraba con cierta condescendencia, a la que hacían gracia mis exabruptos radiofónicos, mi seguridad en la ignorancia, aquel desdén por el mundo hecho de pose y esa suficiencia que luego concluiría en un malogrado llanto de adicciones intoxicadoras y balbuceos irritantes sin importancia.

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            Al comienzo de la novela corta Ungenach, el narrador menciona sin demasiada precisión la existencia de una herencia desmesurada, de un territorio del que apenas tenemos referencias geográficas o detalles precisos. Una herencia que sólo pertenece al narrador y a su hermano, asesinado no hace mucho tiempo. El narrador nos exaspera con su falta de lógica, con su incapacidad para asimilar de manera racional el significado de la palabra herencia, por como confunde el conjunto de bienes que pasan de generación en generación familiar con su identidad misma, como si aceptar ese listado de inmuebles y tierras y fábricas y lugares conocidos y poseídos tantos años, fuera a intoxicar definitivamente un alma, una identidad por otra parte ya fragmentada, enfermiza, chirriante, irritante a menudo, inhumana demasiadas veces, sesgada e ilusoria. No nos parece que ese hombre sea más sabio que aquello que desprecia. Entendemos el proceso por el cual la disolución de una herencia, de un patrimonio familiar resguardado en la vieja Europa durante siglos, es un síntoma de una decadencia. Eso sí. La disolución es fruto de la malformación de una generación tras otra que ha ido agujerando el pasado, pudriendo el presente y extinguiendo el futuro. Lo oculto se revela. Lo oculto de esa vida en apariencia luminosa y próspera, transparente y clara, no es mas que la imagen real de la perversidad, la mezquindad, el odio, la envidia y la fiereza del hombre para el hombre. Y el lenguaje de ese narrador nos lo dice constantemente. Hasta las palabras parecen trasmutadas en hilos verbales limitados, repetidos, a menudo obscenos, alguna vez incomprensibles más allá de su explicación en el contexto.

           En Ungenach, cuando el notario va a leer la herencia -una notaría que se erige como testigo y juez de esta historia de disolución- sus palabras tampoco son solidas, sino más bien discretas, efímeras, ofrecen sugerencias y malestar, pequeñas dosis de esa negrura que adivinamos en el narrador.

…”Queremos seguir efectivamente como consecuencia, aunque sabemos que nada merece el esfuerzo, la desesperación, el disimulo de la vida como locura, comprende usted, como su señor tutor lo expresaba siempre, y así vamos con una cabeza que se dirige hacia los miles de millones y se mete en los miles de millones, hacia una cabeza sospechosamente creciente, o bien, como el ir con esa cabeza que se ha vuelto sospechosa, aquí y allá, de vez en cuando, no nos parece ya oportuno, sencillamente no nos parece ya posible, no nos es ya posible, durante largos periodos sin cabeza…”

…épocas históricas enteras atraviesan sencillamente con rapidez, llegado el caso, como vemos, medios siglos enteros, incluso siglos enteros sin cabeza… somos fanáticos de la velocidad, y con ello creadores… laboramos con fiebre de velocidad, comprende, lo que no quiere decir que estemos con, lo que o quiere decir que estemos sin cabeza… no sabemos si estamos sin cabeza o no…”

         En esa intervención de Moro, el notario, surge la originalidad de Thomas Bernhard, su propia relación con la enfermedad y la locura, su esfuerzo literario, su modo de impregnarse de la realidad y descubrirla en su particular universo de ficción. Un notario cuyo discurso nos sorprende primero aunque esté justificado por la cercanía a la familia, nos seduce después, nos desconcierta con esas frases que no hacen referencia a nada concreto, que se dilatan y se cortan de forma abrupta, que apenas nos permiten relacionar las impresiones del narrador con la lectura de una herencia que será despreciada. Pero no sabemos por qué exactamente. Intuimos que tras cada muro y cada árbol y construcción, están los siglos de explotación de las sociedades europeas, los privilegios de la élite burguesa en el espacio del capitalismo, las masacres de las contiendas mundiales, los excesos de la ley de los poderosos, la sangre exprimida, derramada, las manos ensuciadas de mugre, la usurpación, las obsesiones enfermizas del poder y la ambición. El narrador todavía no revela quien es. Sólo reproduce la larga perorata del notario, los primeros comentarios sobre el muerto, en esos momentos en los que se encuentran en la notaria -el narrador y el notario-, mientras su padre es enterrado, sin que el narrador, único heredero tras el asesinato del hermano, asista. No hay ningún sentimentalismo en esa muerte, sino todo lo contrario, es percibida como el momento en que el narrador pretende la donación de esa monstruosidad que es Ungenach, monstruosidad de bienes, riqueza y tiempo acumulado. Esa vergüenza del narrador inicialmente es percibida en un sentido ambiguo, parece como si no quisiera saber nada de cómo se fundó ese imperio. Es vergüenza por su propia frialdad: no asiste al entierro, apenas parpadea cuando el señor Moro habla de su padre. No desea nada de lo que llega de sus antepasados, quiere donarlo todo, despojarse de ese peso insostenible para él. Quiere ser un hombre nuevo tal vez, o quizá simplemente olvidar de dónde viene, porque se está construyendo otro hombre que rompe de raíz con el pasado de esas generaciones europeas que cometieron la barbarie, el asesinato, la explotación, como síntoma de vida para perdurar. Todavía no sabemos mucho. Sólo que quiere donar todo lo que le corresponda en ese testamento.

… una donación gigantesca…

…algo único, totalmente unical… en lo que, sin embargo, todo tiende a la aniquilación, a la aniquilación de las viejas condiciones de vida, a la investigación de las nuevas… Usted debe saber que las novedades llevan ya listas unos cuantos milenios antes de nosotros… Forjadores de la Historia, estafadores de la Historia, como lo expresaba siempre su señor tutor, afirmamos, decimos siempre de cuando en cuando con la voz del derecho, del derecho humano, estimado señor Robert, que todo debe ser aniquilado…

Cafe-Bräunerhof-1984-©-Sepp-Dreissingerok

          Me gustaría saber que ha sido de la periodista que me entrevistó esa noche en el rascacielos de aquella emisora de radio, que me preguntó entonces por esos cuentos de los muchachos, por el mío, por las posibilidades que se abrían con ese libro antiguo, con esos premios recién llegados. No he vuelto a oírla en años, y eso que por aquella época, solía hacerlo por las noches, cuando me acordaba de su voz, de esa agradable velada. Tal vez le pasó como a mí, que prometía mucho y al final las cosas se diluyeron, quedaron exhaustas, me fatigaron o se fatigaron de mí, hasta dejar tan sólo estas esporádicas ganas de rellenar alguna página, de comentar alguna lectura que me fascina. Supongo que el no poseer una herencia como la que el narrador de Ungenach debe aceptar o rehusar, permite una construcción nueva más libre, pero también dificulta el itinerario, pone piedras en el camino, se convierte en una improbable invención completa. Pero aún así me gustaría saber que pensaría ahora de Thomas Bernhard, viente años después, en esta España, en este periodo de extinción de la democracia, de su proceso de deslegitimación con alternativas aún más sombrías, que acompaña a la reducción del lenguaje, a ese languidecer de las palabras de la literatura, tan ajenas a la profundidad experimental del discurso de Bernhard, sin su osadía ni su búsqueda. Preguntarle como la Historia o los estafadores de la Historia siguen encaramándose hacia el mismo lugar que entonces, o de qué modo imposible podemos truncar en verdad ese proceso, porque tal vez, lo que deseaba Bernhard, o la locutora de radio, o yo mismo tantas veces, es la aniquilación de todo lo insano y artificial y corrupto y falso, la falsa tolerancia de un sistema que nos engulle con discreción pero de la misma forma que cualquier otro, la renuncia definitiva a ese periodo europeo de la historia cuyo mayor pecado fue no examinar las raíces de la decadencia, no ajustar cuentas con el tiempo, dejar que los tenderos y los comerciantes distorsionaran la norma del olvido y no la profundidad de la historia con minúsculas, sobre todo ahora, que después de cinco o seis décadas de prosperidad y bienestar europeo, atisbamos las barbas del diablo ardiendo, el rostro verdadero de lo que es la Unión Europea.

             Pero Bernhard iría más lejos. Él tenía que hacer las cosas a su gusto, cumplir su particular estética. En Ungenach llega a definirnos. Diría de repente que albergar esa aniquilación desde lo antieuropeo sería un suicidio. Debía mantener aquellas famosas tres casas que fueron tema de discusión infinidad de veces con su editor, como puede apreciarse en su correspondencia recientemente editada. A Bernhard le preocupaba la herencia, por supuesto, y su aniquilación era más literaria que real. La percibía como algo inevitable, pero no quería decir que la defendiera sin sentido critico, sin fisuras. Porque alguien que enarbole un discurso que ponga en duda el sentido de la Unión Europea puede ser un fanático lepeniano francés, o quizá un nazi alemán o húngaro apaleando turcos y sirios, o un populista de izquierdas sin dos dedos de frente y sin ninguna conexión con la compleja realidad económica del mundo, o un griego que alza la voz a gritos y recuerda que ellos fueron los orígenes de la civilización occidental y no Alemania, o esos grupos católicos intolerantes que pusieron contra las cuerdas la ley de matrimonios homosexuales y de adopción emprendida por el gobierno de Hollande o el de Zapatero. Ese es el problema. Como sucede en los libros de Bernhard; el discurso es fragmentario y eso conlleva malinterpretaciones, queda asociado a un reducto y no a la amplitud de ese examen crítico que desmenuza el lenguaje para que defina de otra manera lo que parecía fijado interesadamente de una sola forma.

            Moro habla de su propia infancia, inevitable. La gigantesca donación es excesiva para sus entendederas de notario burgués, de hombre que vio con sus propios ojos la riqueza de la región crecer desde que comenzó a ejercer, que firmó esos títulos de propiedad, ratificó esos créditos, cumplió esos testamentos. Recuerda que antes de la Primera guerra mundial Ungenach tuvo cientos de sirvientes y empleados. Que su primer recuerdo sea ese periodo anterior a la primera guerra no es algo fortuito o banal para Thomas Bernhard. Es el punto que desea marcar como origen de la decadencia, no porque todo comience ahí, sino porque es a partir de ese momento histórico en el que la decadencia se acelera. Ungenach era tan gigantesco que ni siquiera el padre del narrador sabía exactamente en qué consistía. Era un herencia ya descomunal para él, que en su caso, fue aceptada.

         ¿Cómo se disuelven las cosas, pierden sus partes, se dividen misteriosamente? ¿Cómo acecha el ocaso?

         Lo impresionante en el relato es que el proceso está en el lenguaje del notario y de la narración. Thomas Bernhard recoge el lugar en el que dejó La montaña mágica abierta Thomas Mann y decide continuar el proceso adentrándose en esa percepción de que la decadencia no es sólo cultural, sino que ya afecta al lenguaje y la sintaxis.

           ¿Acaso no vemos en el discurso de Moro el notario la chifladura imprecisa y subjetiva de un loco más?

              Esa noche fue el fin de aquellos buenos tiempos; poco después esa vida se difuminó, paulatinamente dio paso a una prolongada y amarga despedida, a una caída con transformación. Eso nunca lo sabrá la seductora locutora de radio, que esa noche quedó atrapada en una fina línea vital, solventada una encrucijada menos que mermó las posibilidades pero me permitió adentrarme en una identidad más sobria, más capaz de sostenerse, de sobrevivir, de desarrollar su potencial en las décadas venideras si las circunstancias hubiesen sonreído y los caminos hubieran surgido para ser apurados. Por eso las palabras de Moro me resultan impresionantes, las que puso Thomas Bernhard en su boca, hasta verlo como una especie de testigo, de obcecado testigo de la unidad. ¿Dónde está esa unidad? Eso es lo que hubiera querido preguntarle a Bernhard, ahora y hace mucho, cuando leí por primera vez esa novela corta. Ungenach era el fruto de cientos de vidas y percepciones generacionales, lo mismo que el narrador, Robert, de apellido Zoiss, y a partir de cierto momento Austria. Ungenach estaba en Austria, algunos lo dicen, en la cuna de la cultura Centro-Europea. En esos impulsos vitales ya desaparecidos, como dice Moro, en ese desprecio del hombre, de la naturaleza, desprecio hecho de indecisión y de miedo, el notario avistaba el deterioro, y también, como los humanos estropean espacios, lo ensucian todo, lo disgregan cuando la herencia es demasiado turbia y pesada, cuando el peso antiguo que hay que sostener es demasiado oneroso para un sólo hombre. Moro salvaguarda el viejo sentido de la civilización europea, sus jerarquías que parecieron en otro tiempo inamovibles, su sentidos, mientras que el narrador, Robert, ese hombre que se exilió a los Estados Unidos para empezar de cero, que quiere que ese país sea su casa y su lugar, y no Ungenech con todas la generaciones que le preceden a su espalda, refleja su enconado desdén hacia el antiguo orden.

           Me gustó la frase que pronuncia Moro en un pasaje del libro. Me gustaría leérsela a esos mentirosos crónicos que pueblan Bruselas, a los parlamentos de tantos países chupando de las arcas públicas sin razón, a la Comisión Europea y a sus innumerables y desvergonzados lobbies, pronunciarla a gritos frente a la inoperancia de tantos vividores, escupir esas palabras a la cara a los adalides de la austeridad de los otros, a todos esos que utilizan el lenguaje con la misma falsa solemnidad de Moro y de otros como él. Porque su empecinamiento esta hecho de cobardía y mentira, y su defensa o justificación de lo que hacen o cumplen, es como una novela de Bernhard sin metáfora ni calidad, sin verdad ni enjundia; lenguaje corto, reiterativo y obsceno, repeticiones insensatas sin el brillo de la gran literatura, más bien con el hálito del turbio orgullo de los países del norte y la desvergüenza corrupta de los del sur, con el aroma impregnado de intolerancia propio de aquella Alemania insensata que convirtió a Europa en dos ocasiones en un baño de sangre.

“…que Europa ha vuelto a ponerse el gorro de bufón… la porquería tiene que pasar otra vez por encima de todos nosotros… cada viente o veinticinco años, sabe usted, pero en el futuro en una medida inimaginable…“

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             Moro define a los Estados Unidos como basura popular anacrónica. Se enfrenta en un momento a Robert por pretender la donación de Ungenach, por querer despojarse de ese inmenso pedazo de tierra, de todos sus lugares particulares, fábricas, caserones, fuentes, de vida acumulada durante siglos a cambio de una modesta plaza en Stanford de profesor, donde ejerce como docente de química. Le remite a la Naturaleza y a su orden, tan ajeno a la anarquía de lo humano. Quiere que sienta ese latido de lo que no debería disgregarse, disolverse, y se lo afirma: su donación es el fin de Ungenach, de la historia de su familia, de los centenares de años de Historia acumulados allí…

              No cree en la realización, sino en las ideas, y ahí no sé hasta qué punto Thomas Bernhard sintió simpatías por el notario charlatán. La realización es al fin y al cabo la destrucción de la realización, insiste. El mundo contemporáneo desea una practicidad completa de la idea. La idea vale si genera algo tangible, si da réditos, si expresa desarrollo o se convierte en objetivo. La decadencia Europea es aceptar sin más esa idea terrible que elimina a los posible sabios que podrían dirigir Europa, que permite que los neuróticos y los ambiciosos copen el poder, dirijan el mundo, que los avariciosos y los necios den los discursos, confundan con sus escuálidos sofismas, reiteren su beneficio propio. Las ideas, no sólo realizaciones sino ideas. El afán simplificador de nuestro mundo consiste en despreciar cualquier idea que suponga eso solo, una idea, y quedarse con aquellas que puedan ser convertidas en producto.

             Aquella noche lejana, el programa de radio terminó a eso de la una y media de la mañana. La periodista me pidió que la esperase en la sala de reuniones hasta que acabase el programa. No tenía entonces otra cosa mejor que hacer y mi vida se había ido desviando hacia rincones oscuros, en direcciones demasiado marginales como para no aprovechar la invitación a tomar una cerveza de una mujer con un trabajo normal y estable, inteligente y responsable, que había leído para colmo la mayor parte de la obra de Thomas Bernhard. Siempre fue un atractivo añadido para mí que las mujeres leyeran buenos libros, casi al nivel del espanto que me producían ciertas mujeres no lectoras que además se jactaban de la hazaña de no haber leído ni un miserable libro en su vida, o de esas otras que cacareaban a los cuatro vientos cuanto les gustaba leer pero no pasaban de las novelas rosas de la última época de Antonio Gala o de esas abundantes novelas románticas con historia exótica, trasfondo antiguo y misterio simplón que se pondrían tan de moda unos años después. La locutora de radio había leído libros maravillosos, y enseguida me pareció que con mayor provecho que yo. Me expresó además alguna que otra curiosa teoría sobre la democratización de la cultura. Recuerdo buena parte de la charla de esa velada porque durante algún tiempo esas fueron mis ideas a su vez.

          Horas después de la entrevista, entrada la madrugada, ella se levantó de la cama y salió de su habitación. Regresó a los pocos minutos con el sonido de la cisterna del cuarto de baño susurrando sus últimos espasmos, con una botella de agua mineral bajo el brazo y un buen montón de libros en las manos. La luz era escasa, anaranjada, procedente de una lamparilla de sal. El cielo empezaba a clarear aunque todavía era oscuro y el olor de los jazmines se colaba por el ventanal entreabierto. Su paso fue firme, deslizándose ágil por las baldosas de la habitación, haciendo oscilar sus pechos sin dejar de sonreír. Quería demostrarme, o al menos es lo que me dijo, que la República Española pretendió un plan de alfabetización ambicioso para los pueblos de España, que las misiones educativas fueron la política educativa más avanzada de Europa en aquellos lejanos años treinta. Estaba convencida de que los hombres podían mejorar, y aunque ahora esa idea me suene a osada letanía, incluso a una propia y olvidada mirada antigua, considero esa premisa mejor que la indiferencia y el desprecio actual.

            En Thomas Bernhard siempre existe un profundo desprecio a la falsa cordura, al rostro estúpido de las masas, a lo que no es sincero, a lo que queda marcado por las reglas de las sociedades y sus diferentes Estados. Él habla en Ungenach de neveras gigantes y de Estados imbéciles y de devotos de toda índole aparecidos con el rostro más absurdamente imbécil que uno pueda imaginar. Hasta en eso tenía parte de razón. Las mayorías dictaron con su propios gustos los patrones dominantes del grupo. Elegir a nuestros políticos y a nuestros representantes y líderes como lo hacemos en estos tiempos, en cada uno de los países de Europa, fue un gesto más de la certeza de las premoniciones de Thomas Bernhard. Moro carga por impetuoso y verborréico. Robert apenas habla, oye simplemente el aliento incansable del notario empeñado en revelarle a él, al heredero, de donde viene su fortaleza, por que no debería entrar en esa enorme donación que disgrega y aniquila para siempre Ungenach.

…por eso la masa tiene un rostro absolutamente tonto dijo Moro, porque la tonteria que se lleva a miles de millones resulta, como es natural, insoportable… pero la tontería tiene siempre también los medios, como volvemos a ver precisamente ahora, o sea la fuerza, el poder, estimado señor Robert, de borrar, de borrar y aniquilar todo lo que no es tan tonto como ella…

… la tontería y la pobreza son dos conceptos totalmente distintos, conducen sin embargo al mismo objetivo… si juzgamos todos los fundamentos que hoy dominan, tenemos que decir que nunca ha sido todo tan grotesco, aunque sin embargo todas las épocas, una tras otra, hayan sido siempre cada vez más grotescas… indudablemente…

…eso viene a cuento aquí también, como lo expresaba su señor Tutor, es mucho más lamentable, horrible, diré, inútil, aniquilar a los seres más elevados de los hombres, odiados por naturaleza, que se están extinguiendo y que han sido aniquilados casi todos, que utilizar a los viles y bajos, es decir, dirigirlos, adiestrarlos para convertirlos en seres más elevados, posiblemente en los propios seres más elevados, lo que quiere decir movilizarlos de forma que los viles y bajos se conviertan en más elevados, los seres más elevados en seres todavía más elevados, etc… pero los hombres están chiflados por el camino de la fatalidad… …y la democracia, en la que el mayor bobo tiene el mismo peso de voto que el genio es un locura… en sentido el mundo… si es que puede utilizarse siquiera esta expresión, que ha estado siempre acabado, esta hoy ya más que acabado, porque el fin del mundo es un absurdo propio de la pubertad…

Las distancias entre los hombres aumentan, como aumenta el aislamiento del individuo… los hombres, tratan de divertirse y son así historia, tanto en la vida vulgar como también en la elevada, y quien lo comprende no siente mas que asco, y nada hay más verdad que el que alguien diga que siente asco…

            Hasta qué punto a Bernhard le preocupaba la extinción de los hombres elevados es un misterio. Su originalidad, su mirada y su prosa, le permitieron escribir textos como Ungenach, sin ajusticiar moralmente al personaje, sin dejarlo en evidencia o simplemente sin criticarlo o defenderlo de igual manera. ¿Pero acaso no es cierto el olvido que las masas han ido concediendo a la cultura?

               Las democracias europeas confirmaron a lo largo de los años lo mejor y lo peor del ser humano. Entre lo mejor percibo quizá que los estados se articularon en torno a la integración de la mayoría de sus ciudadanos y además sumidos en una relativa paz, pero a costa de absorber su sentido crítico, de dictar la supremacía de las masas, de limar la rebeldía, comprarla o de aniquilar lo que fuera contrario al orden. Existió algo frívolo en todo eso, un reparto sutil del pastel. Un proceso que olvidó de nuevo la educación, o la obligó a embarrarse y a quedar a expensas de la ideología del gobernante de turno. La verdadera pretensión de Thomas Bernhard llega de Dostoievski aunque su literatura no tenga nada que ver en apariencia. En la medida en que occidente, la Europa rica y poderosa de mediados del siglo XIX -y a su vez todos los movimientos que intentaron derrocar esa idea por oposición-, se articuló en torno a lo material como dirección humana, algo por otra parte justo y lógico después de siglos de miseria, tras ver durante centurias cómo aquellos que disponían de los medios de producción o de la sangre noble, de los ejércitos y sus poderosas prebendas, la élite social, vivían mejor que los otros, la única consecuencia fue la más temprana o tardía extinción del régimen que se diera debido a una oposición enconada entre fuerzas que deseaban apoderarse de los privilegios de los otros. Lo humano no puede casar bien única y exclusivamente con los aspectos materiales de la existencia. No estamos hechos tan sólo de economía y bienes, tanto si hablamos desde el punto de vista de un keynesiano convencido, como desde la perspectiva de un marxista económico o de un neoliberal propugnando un imposible mundo de igualdad de oportunidades. Una existencia práctica que se apodera de todo lo relativo a lo humano no puede generar otra cosas que enfermedad mental, la misma que generó a los poderosos que dirigen ahora el mundo, si no lo dirigieron siempre. No se puede conceder la sabiduría si no se valora algo más, esa experiencia que nos hizo grandes alguna vez, a lo largo de la historia, como individuos, pero también como colectivo. Ideas que no sólo son objetos y máquinas, ni ciencia práctica para ser explotada empresarialmente. Palabras que no son discursos políticos ni del poder, ni de las leyes, sino que son palabras libres, construidos sus significados por medio de genealogías de siglos que les han permitido mantener su sentido hasta ahora, hechas para significar en sí mismas, en la mirada de cualquier individuo.

           A Tomas Bernhard le preocupaba la herencia irreal, la espiritual, no tanto esa que simboliza Ungenach hecha de cosas, de bienes, de Historia con mayúsculas, de máquinas, de imparable progreso.

              Debí haberle dicho a la locutora que al menos podía dejarme sentir asco. Que Thomas Bernhard no lograba casar con los tiempos que vivimos ni entonces, ni muchos menos con los de ahora, consecuencia de esos años en los que el austriaco empezó a escribir. Que echamos a perder un tiempo valioso queriendo rebelarnos de igual forma, con los mismos argumentos que utilizaban los que ya mandaban. Que el mundo era un proyección enfermiza de millones de fantasías, sueños, prejuicios, herencias y mezquindad y cobardía acumuladas generación tras generación. Bernhard quería salvar Ungenach aunque fuese en boca de un notario deslenguado y contradictorio, pero hijo de Ungenach. Lo que menos le importaba era la extensión de los terrenos, los edificios allí levantados durante más de cien años, la geografía de los cultivos y las fábricas, aquello que su padre tocó con sus manos y vio con sus ojos en sus paseos, junto al tutor que ha fallecido, junto al padre de Moro rememorado en la lectura de ese testamento.

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           Thomas Bernhard es como ese lenguaje que no cesa, tan a menudo inconexo, a veces incomprensible, que exige una segunda lectura, una pausa, buscar un contexto, ese deslizarse por el terreno como consecuencia histórica, temporal y humana, toda esa manera de hacer que las palabras se entrecorten y se repitan para incrementar el efecto, para provocar esa sensación de desorden, de caos interior, de deslavazado hilo de ideas dispares, que se entrecruzan sin jerarquía y van construyendo el relato, el retrato consciente y terrible de una disolución que es a su vez una extinción de una parte de Europa, o mejor, de una parte de Austria, lugar del que Robert y el otro heredero, su hermano, según las notas que leemos después, segunda parte del relato maravillosa, tienen que escapar. Es necesario salir de allí, truncar ese peso desmedido de la herencia y huir, porque no se puede respirar, no se puede ser individuo allí, con esos antepasados y esa Historia.

                  Moro le cuestiona los lugares. ¿Qué es África para Karl, el hermano, América y la Universidad de Stanfort para Robert? El lugar en el que se alejan de su punto de origen, pero nada más. El sitio donde Robert parece que va a comenzar de cero, y el continente africano para Karl es ese lugar en el que intentar perderse. Tres años después, antes de terminar su contrato con una empresa, se ve obligado a abandonar esa tierra para regresar a Ungenach, donde las raíces son profundas y gruesas, duras, de ramificaciones incansables.

                  El pasaje en el que la herencia queda adjudicada, esos papeles que Moro pone sobre la mesa, esos nombres que directamente, como notario, y por tanto fedatario publico de la propiedad, la base de todo, de ese capitalismo europeo y sus leyes del siglo XIX que siguen campando a su anchas, no sólo menciona con celo profesional y con exactitud el asunto jurídico que tiene entre manos, sino que comienza a describir -igual que un Dios todopoderoso que pudiera contar como son sus criaturas- con juicios de valor, exabruptos a veces, con condescendencia. A esa fiesta se une Robert, que parece saber algo de todos aquellos a los que dona por partes Ungenach. Menciona los nombres y sus profesiones palpitan, son los profesionales del tiempo que viven; los hay leñadores y directivos de empresa, administradores y agricultores, madereros y farmacéuticos, filósofos e incluso hay un escritor; también presidiarios, enfermos mentales, obsesivos representantes de la neurosis y el vacío, solitarios especímenes consumiendo metas, ociosos contempladores de nada. Como ante la vida misma, así se siente uno frente a esa retahíla de herederos que Robert ventila con frialdad y cierta crueldad. Porque la escisión de Ungenach ya está hecha incluso antes de que él vaya a firmar la donación a los distintos receptores. Porque entre los nombres de esos hombres se esconde mucho de la monstruosidad de la familia, desastres acallados, egoísmos desmedidos, antiguas rencillas enquistadas, desprecios sonados y envidias, dolor, odios, enfermerías por doquier. Porque la sensación es que Ungenach -Europa Central-, aquella burguesía capitalista que creció y ensanchó su mundo, lleva mucho tiempo enferma. El mundo está enfermo, eso parece decir Robert, y por eso se va, por eso se quita de encima ese peso que no soporta, aun cuando sabe que en América, en Stanford, no encontrará nada tampoco que sea útil o feliz, y dirá eso que pronuncia Moro, esa lacra de lo banal y lo masivo que reduce la línea de mínimos y dicta hasta el gusto estético, que acorta el sentido crítico de los pueblos, que hace la vida más inconsciente y ciega.

                  Pero en esa época en la que Thomas Bernhard escribe aún colean intelectuales europeos con cierto púlpito y enjundia, esbozan teorías y analizan con repercusión la realidad. Esa grandeza de Bernhard me recuerda de nuevo a Dostoievski y no a Tolstoi. El austriaco no puede fiarse del futuro en la medida en que ha comprendido cómo el lenguaje, el territorio, la naturaleza, el espacio, la mente humana, se disuelve, se estropea, se desvía. Esa vejez de la historia de Europa es como un quiste maligno o un trauma.

                 Y cuando Moro, el notario, le reprocha de nuevo que no sabe por qué América si no es nada para él y su historia, no tiene raíz alguna que lo ate a ese continente lejano, a esa ciudad y su universidad, más allá de su empleo, de repente comprende, él solo, hablando, dialogando sobre esa extensión de tierra que se va a disgregar, de ese espacio centenario que es una catorceava parte de Austria -ahí tenemos la irrupción de ciertas claves que otorgan una realidad geográfica al lugar, a Ungenach-, comprende que cuando uno no puede dormir, no puede uno dormirse en medio de esas comparaciones horribles, y se dice a sí mismo que la patria no es otra cosa que idiotismo ordinario y brutal… hecho de la avaricia de unos y de la miseria explotada de los otros, de desvergüenza… los niños…. los niños juegan y viven totalmente al margen mientras los adultos brutalizan, mueren lentamente, en realidad no están ya allí…

            Como si la vida fuera una renuncia ante semejante peso desde muy jóvenes. Como si crecer fuera morir, porque no queda aire en toda esa historia acumulada y contenida en la enormidad de Ungenach.

              Dentro de las casas de locos está la locura reconocida por todos, dijo su señor tutor, fuera de las casas de locos, la locura ilegal… pero todo no es más que locura.

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           A mucha gente de la que he conocido me gustaría preguntarles ahora, a nuestra edad meridiana, a mitad del camino de la vida, qué ha sido para ellos éste viaje, qué esperan que sea. Si realmente nos hemos dado cuenta de que no fuimos únicos, y que simplemente cumplimos el papel que nuestra generación debía cumplir como tantas otras a lo largo de la historia de la humanidad. También me encantaría preguntarle a la hermosa locutora de la que hace años no oigo hablar si ha valido la pena, qué ha sido de los sueños de aquella noche lejana, si escribió esas novelas que me contó primero apoyada en la barra de un bar y después acurrucada en la cama, sumida en un gesto de ternura inusual para esos amores esporádicos, para esas atracciones fugaces. Qué habrá sido de su idea de Europa, de aquel antiguo itinerario de unión social, económica y política del que Thomas Bernhard, más agudo que nosotros, se hubiera burlado. Porque ella y yo creíamos entonces que Europa era una unidad que aseguraba la paz de sus pueblos y una defensa a ultranza de un modelo económico-social integrador y humano; también una unidad cultural, cohesionada con una historia común de la filosofía, de la literatura y del arte, constantemente entrelazadas desde hacía siglos, en un continuo discurrir de movimientos filosóficos, literarios y artísticos que habían generado esa diferencia fundamental que siempre atisbamos de nuestro continente respecto a los otros. Esa idea de la unidad cultural europea. Qué habrá sido para ella el declive y la debilidad de todo eso me pregunto. O qué pensará ahora de Bernhard, al que entonces calificaba de psicópata genial, y al que personalmente dejé de leer años más tarde con la irritación del optimista frente a los pesimistas crónicos, hasta terminar por disfrutar últimamente de su lúcida ironía, de su despiadado sentido de la verdad.

             La inteligencia humana determina muchas veces la amplitud de la percepción, y por supuesto, al tiempo, esa otra cara, la negrura de la estupidez, la absoluta indefensión del individuo ante el poder de la Historia y el predominio asfixiante de las masas, su disgregación y su aislamiento cada vez mayor, y esa ironía bestial que rasga la superficie blanda de un cuerpo social que no se sostiene, que no produce felicidad, que está lleno de neurosis, que no consigue otra cosa, en épocas como la nuestra, que cubrir las necesidades cotidianas de millones de europeos a costa de otros.

              Bernhard hubiera disparado dardos envenenados ante la Comisión Europea arrodillada, salvo insignificantes exabruptos y ciertas resistencias demasiado frágiles, a los pies de Alemania. Hubiese afilado la pluma para herir a esos germanos orgullosos y aprovechados que sacan partido de la miseria de los otros mientras pregonan una austeridad de dudoso destino, innecesaria y dolorosa para miles de personas en Europa, incluso aun escudándose en una necesidad futura de independencia o de viabilidad de los modelos económico-sociales del continente .

           ¿En qué consiste la disolucion de la herencia Europea llegada desde la posguerra en los años cincuenta?

             Ya lo sabemos.

             Y entonces podemos hacer el listado que Robert hace de los beneficiarios de su herencia. Una descripción de la enfermedad, lo deforme y la rareza.

            El deterioro de Europa tiene que ver desde luego con esas variables que ciertas corrientes de economistas enarbolan con insistencia interesada. Estados con altos niveles de endeudamiento necesarios para mantener los Estados de bienestar, mercados laborales con excesivas rigideces e incapaces de generar el número suficiente de puestos de trabajo para las poblaciones, sistemas impositivos muy onerosos que limitan los incentivos empresariales o profesionales, una legislación laboral que protege los derechos de los trabajadores y dificulta las reestructuraciones empresariales, salarios demasiados elevados en un contexto mundial de competencia con paises que pagan salarios por debajo de la subsistencia con una desregulación casi completa del derecho del trabajo. Pero también con otros factores determinantes que se obvian por puro maniqueísmo e intencionalidad. Las sociedades europeas no han generado suficiente gasto en investigación y desarrollo, no se han preocupado de gestionar nuestro enorme patrimonio cultural e histórico común desde un punto de vista creativo y multidisciplinar. Las legislaciones laborables entre los países difieren en exceso. No hay política fiscal común ni se ha trabajado con suficiente enjundia y medios la idea de Europa, muy desprestigiada tras la crisis reciente. Europa ha generado políticas monetarias más o menos eficaces, pero por desgracia no se han acompañado esas medidas por otras complementarias. La creatividad europea se ha visto mermada por rigideces no sólo laborales y sociales, sino por la incapacidad de las empresas y los gobernantes de abrir caminos y nuevas formas de generar riqueza. Europa ha perdido la iniciativa en la medida en que hemos actuado como simples tenderos guareciendo el mercado, como anodinos economistas equivocándose una y otra vez, y tal vez a estas alturas, ni siquiera con el arrojo de las nuevas ideas y el desarrollo de una cultura de la colaboración y la integración capaz de trabajar todo aquello extraordinario que posee el continente y la amplia y variada formación de sus poblaciones se presagia a corto plazo un renacimiento. Con el declive cultural Europeo que preconizó Thomas Mann en varios de sus libros perdimos nuestra idiosincrasia común, parte del enorme sustrato cultural y técnico que nos diferenciaba del resto del mundo, mucha pujanza creativa, para finalmente parecernos a cualquier sociedad occidental, sin originalidad, abocados a sufrir la iniciativa de otros países y continentes y andar a rebufo de sus invenciones e itinerarios. No ha habido una política energética común, tampoco una política educativa que unificara más allá de cuatro proyectos incompletos y sin verdadera profundidad. La Europa de los burócratas de Bruselas y los nacionalismos reductores no generan más que miedo y parálisis, demasiada insustancia, un coste elevado y poco porvenir.

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          Me sucede a menudo que no tengo ganas de volver a adentrarme en las obras de Thomas Bernhard, que sus libros exigen demasiado, una predisposición mental a sumirse en exceso en el lenguaje y en sus mundos intelectuales, un pesimismo dolorido, crítico, nervioso, al borde de la explosión y la enfermedad. Universos cerrados donde la muerte diseña las oscuridades de la vida. Pienso en Corrección y me estremezco con ese hombre encerrado en la habitación del arquitecto, con la hermana muerta, la familia que lo aloja expectante, las páginas escritas por el amigo, la reiterada obsesión por el Cono hasta que la palabra se convierte en una especie de ritual religioso, en algo sagrado. Semejante agotamiento en Bernhard no es agradable. Su extinción, o sus disoluciones, las renuncias, la biografía desmenuzada, la historia sobre todas las cosas de la existencia, la tendencia a lo mental en vez de a lo físico, cuesta, es necesario leer con cierta predisposición ese ahondamiento. Tal vez por eso ya no le quedan discípulos. Los tuvimos ahí, lo tenemos a él, a Bernhard, como un islote o un aviso.

            La decadencia de la literatura, no como un hecho endógeno, sino como una consecuencia de la pérdida del lenguaje, de los contrastes salvajes de la herencia y la historia de Europa con el presente inestable e imprevisible. Un paso en el itinerario que conduce a una habitación cerrada sin salida. No es sólo el minimalismo de Becket, su acercamiento a los límites del lenguaje para expresar alguna idea válida del mundo, su capacidad simbólica para acercarse a la desesperanza y el absurdo, sino un salto más, técnicamente irreprochable, intelectualmente lúcido, pero sin aire, sin salida. Thomas Bernhard nos ahoga en nuestra propia historia, así que a veces lo leo riendo, o pensando en esa vida mía que se construye de igual manera pero que tal vez, gracias a todo lo divino, al no estar hecha de enfermedad y oscuridad, sino de amor y claridad, anhela un rastro hereditario más positivo, más alegre, menos aniquilador.

             Le diría que el hermanastro Karl es mas humano que Robert, pero quizá lo sea porque es más débil, porque Ungenach está mucho más dentro de Karl, porque ha sido incapaz de inventar un nuevo lugar para alejarse de allí, porque sus recuerdos son más sentimentales, y llegado a un punto ya no puede escapar de esa inmensa extensión de tierra que se va a desmigajar para que jamás sea lo mismo. Karl apegado al padre. El padre como una figura mítica a desentrañar como se ve en sus cartas; Bernhard nos presenta al hermanastro desde una especie de cartas en las que no se especifica si han sido enviadas o no. Pero son cartas de Bernhard. No le importa dar otra voz en el relato al hermano; es él mismo. El tono y el modo de escribir esas epístolas a su hermano, a su madrastra, al doctor Stirner, a él mismo, posee la misma reiteración, similar sintaxis sesgada, a veces partida, entrecortada intencionadamente en un punto, con palabras acordes a las oídas en boca de Moro, pero más sensibles quizás. A Karl le pesa la madrastra, también la podredumbre de Ungenach, sus lugares sombríos y abandonados que el hermano ve pasar sin inmutarse. Él no. Karl es un testigo-víctima. Robert es un testigo que renace aun cuando el lugar o las razones por las que lo haga huelan a naftalina y a pasado como en el caso de su hermano.

                A diferencia de Kafka, los mundos ficticios de Bernhard no poseen excesivas connotaciones oníricas. El peso y el absurdo está incluso en el consciente. El salto entre los personajes fantásticos de Kafka, su sentido del humor, la aguda desesperación de tantos de ellos, se transforma en Bernhard en un retrato de seres saciados en las necesidades básicas pero atormentados por el pasado, siempre de modo inconsciente. Quiero decir, no hay nada nocturno ni en apariencia del subconsciente más allá de lo que revelan las propias palabras, siempre pronunciadas en la realidad, aunque el espacio nunca sea definido por completo o los personajes no tengan rostro físico descrito y lo que nos dejan sea una identidad de palabras repetidas, de lenguaje clave, que dibuja tan sólo una esencia.

             El relato cambia de estructura en cuanto aparece el hermano. Leemos las cartas, muchas no enviadas, que Karl escribe a personas claves de su vida o sobre asuntos que considera fundamentales. El estilo no varia en exceso. Técnicamente podría resulta un incongruencia narrativa, pero la capacidad verbal de Thomas Bernhard, la terrible poesía que emana de las notas de Karl sobre Ungenach, nos sitúa en un nivel de lectura distinto. La veracidad del relato es adentrarnos en la angustia de Karl, en su descenso irremediable, que nos conmueve porque conocemos su destino, su muerte inminente, acompañando a todos esos muertos que en vida recorrieron, construyeron, manipularon y destruyeron Ungenach. La vida como un proceso de demolición en el que no sorprende nada, sino que se produce y se convierte en un aceptado y lento exterminio. Karl llora porque, al contrario que su hermano, no logra construir, o creer construir al menos, ninguna vida nueva. A esas alturas ya sabemos por el propio autor, por Thomas Bernhard, que construir algo nuevo es un imposible, una quimera, un sueño absurdo en medio de toda esa herencia e historia acumulada. Pero en Karl, esa constancia que debería ser aceptada por cualquier vida, se transforma en angustia ante el momento en que la enfermedad y el cansancio le impiden volver a África, único lugar donde percibe la posibilidad de generar algo nuevo y distinto.

            Una vez instalado en Ungenach, temporalmente en los días posteriores a la muerte del padre, se adentra en su infancia, en las personas que fueron clave en los distintos periodos que pasó allí, sobre todo en la figura enigmática del padre, al que “pude recordar hablando pero jamás me acuerdo de lo que hablaba”. Para Karl las figuras esenciales de una vida, el padre, la madre, la extensión de tierra de Ungenach, la madrastra, el hermano, el doctor Stirne, Ungenach mismo, no son más que un vacío que intenta rellenar y explicar. Comprende como la naturaleza domada por el hombre, al ser objeto de la proyección humana, ha perdido su intensidad natural y se ha convertido en una especie de perversa artificialidad que le impide respirar. Cuanto ve es memoria inasible. Describe a ese hombre que aletea en el vacío y su único lugar es reconstruir el pasado que en un elevado porcentaje ha determinado su vida. No tenemos muchos papeles que interpretar al ser tan sólo una ilusión de los antepasados, una imagen del mundo que vivimos, una consecuencia de todos los sueños, ilusiones, pesadillas y ambiciones de los hombres precedentes y de los hombres presentes.

               Dice Karl: La causa de mi muerte está en mí mismo.

           Lo sabe. Tiene claro ese concepto que llega desde la religión occidental. La enfermedad del cuerpo no es más que la enfermedad del alma, o de la mente, o de eso que los hombres poseemos que nos hace distintos al resto de especies animales. Esa posibilidad de otorgar poesía y horror a lo que simplemente es y existe. El hombre adorna y ensombrece todo cuanto mira; eso nos grita Karl, desesperado, errabundo, náufrago en ese inmenso Ungenach que no es más que el mausoleo de todas las vidas que lo determinan. Busca a su padre, una culpa. Lo busca porque sabe que incluso en el silencio del progenitor, en esa figura enigmática que paseaba por Ungenach, distante hacia sus hijos, incomprensible tan a menudo, amante de los teoremas matemáticos y de los enigmas, se halla su propia esencia que no logra determinar, ni siquiera comprender, algo por encima de él mismo, como esa tierra, como ese Ungenach en el que están conformadas las sombras, las luces, los recovecos y las zonas de claridad de su espíritu.

               Thomas Bernhard fue un enfermo crónico casi toda su vida y no vivió demasiados años. Tuvo una infancia marcada por carencias económicas y afectivas que lo llevaron a vivir largas temporadas con sus abuelos, también en distintos sanatorios. Según él, llevaba la enfermedad dentro, la podredumbre de una sociedad burguesas falsamente piadosa, cargada de complejos prejuicios y durísimos castigos. Su valentía literaria fue la expresión positiva de un rencor acumulado, de una rabia guarecida en su interior que intentó aprovechar su debilidad física y su amarga niñez para convertirse en literatura. Escribió por prestigio, porque en el teatro o en la novela halló aquello que lo diferenciaba del resto, el oficio que le permitió romper muchas barreras sociales y económicas hasta convertirse en el escritor austriaco más importante del siglo veinte y uno de los más sobresalientes de la historia literaria de su país. Pese a la complejidad de sus textos, intentó hacernos inteligibles esas fallas que percibió, toda esa mirada ácida a la sociedad de su país. En Ungenach no hay una historia que puede leerse de la A a la Z. Su obra ya había adquirido en ese texto, en general como la mayor parte de su mejor literatura, una estética de la confusión, de la imposibilidad, un lugar en el que nos adentramos como lectores sabedores de que no concluiremos nada, y sin embargo nos produce esa avidez de hallar entre los pliegues de sus párrafos, en las frases abotargadas en el papel, algo que nos revele alguna verdad.

             Karl lo buscará. Afirmar en que consiste su vida.

         “Hablamos algo o bebemos algo o hablamos y bebemos: la depresión como costumbre.

              La infelicidad como costumbre.

          Que teníamos derecho a nuestra vida, porque no sabíamos nada de ella (padre).”

            Porque la búsqueda del padre, de su contenido y su significado, de su esencia inasible y determinante, su inmensa distancia, es para Karl la única razón de vivir a partir de cierto momento. No es un expresión edípica, pero si guarda una intención de alcanzar la figura del padre en toda su amplitud, la esencia de Ungenach que sus personajes no logran comprender por completo. Lo sabemos por la muerte de Karl, también por sus palabras; como todo ha cobrado forma en función de la relación entre su infancia, Ungenach y la familia, la madrastra, Moro y los paseos con Robert. Todo lo que conforma al hermano proviene de la vida adquirida, no de la construida, más si cabe ante la imposibilidad de sostenerla y de continuarla. No lo logra. No lo logrará. Esa constancia acentúa el drama. Esa son las únicas sentencias literarias que Thomas Bernhard concede a la tradición, y sin embargo es un hombre inmerso en ella, hasta el punto de que los protagonistas de Ungenach están enteramente insertos, casi encerrados, en un pasado que además no es vivido. Su vida es el pasado, el futuro y el presente de otros, de otros que incluso ya no están. No es determinismo en Bernhard, es un idea que con la sola fuerza del lenguaje, con la profundidad de su literatura, a menudo sin referencia real concreta, sin espacios definidos más allá de unas cuantas pinceladas ambientales, alcanza a provoca un fulgor fascinante.

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            ¿Cómo serán esas proyecciones en mi propia vida? ¿Qué podré construir al margen de la herencia? ¿Como será ahora para la locutora de radio que me preguntó con los micrófonos abiertos qué pensaba de la literatura contemporánea? ¿Sino estaba de acuerdo con que Thomas Bernhard y Marguerite Duras habían sido los últimos renovadores de la historia de la literatura, padres sin descendencia que los superasen? ¿Sino pensaba que un premio nobel sudafricano reciente era tal vez el único eslabón que ataba la literatura de Bernhard hacia el futuro ofreciendo un paso más, como si el austriaco fuera la referencia del canon, y su preeminencia, y sólo pudiera estar afectada por J.M. Coeetze, uno de los grandes escritores del siglo XXI? Entonces no había leído con la suficiente profundidad a Thomas Bernhard, pero pude contestar algo coherente.

             El itinerario del austríaco es una necesidad para la escritura futura. Como lo fue a principios del siglo XX Proust o Joyce, como Dostoievski, Flaubert, Standhal, Balzac o Tolstoi en el siglo anterior. Es un salto, un espacio de la tradición que se ilumina por su originalidad y su fuerza verbal, con su extraña verdad. Y todo es un relato de la herencia, de una herencia que se disuelve ante los ojos conscientes de Robert, el único heredero, que prefiere despojarse de todo e intentar algo nuevo, aun sabiendo que será imposible. Qué fe sólida y distinta alimenta al hermanastro mayor frente a la debilidad manifiesta del pequeño, que comienza a mencionar las muertes en África o en América del Sur, alrededor de su empresa, muertes violentas, incomprensibles y constantes, todo tan alejado del aparente paisaje apacible de Ungenach, como si el infierno pareciera lo otro y sin embargo tuviese su centro allí. Ungenach revela a Karl la auténtica devastación de su vida, la imposibilidad de romper la herencia y el fracaso de su frágil intento. Eso determina su muerte, la muerte de Karl, y también la fría construcción de Robert, al que llegamos a imaginar vacío y sólo, roto, helado el corazón, en Estados Unidos, en un lugar sin relación con Ungenach, y sin embargo consecuencia inevitable de aquellos años, de los antepasados, diferente y sombrío, pero a la vez pleno en el regreso.

                Thomas Bernhard sabía que a menudo preguntamos y no recibimos respuesta alguna. Buscamos desde el principio una imagen detenida que podamos atrapar, y la más cercana y accesible en apariencia suele ser la de nuestros progenitores y sus razones para traernos al mundo, una imagen posible que intente justificar la dirección y el sentido. La inconsciencia y la perversión del ser humano que ensucia el paisaje con su existencia, que lo convierte en una compleja trama de psicologías enfermizas, neuróticas y obsesivas. La mente de Thomas Bernhard ya no supera la claridad de Tolstoi, tampoco se acerca al intenso dramatismo espiritual de los grandes personajes de Dostoievski. Es como si fuera consciente de que todo esta escrito, y aún así, en ese espacio donde el ser humano se detiene, aun quedasen esas historias, ese pequeño rincón que casi siempre es intelectual o poético, abstracciones e ideas flotando que descubren a ráfagas inconexas, a menudo vacías o sesgadas, la realidad de cada ser humano, de cada personaje. Como en el caso de Beckett o Marguerite Duras, el lugar de Bernhard es la psique. El centro del universo es la mente (el alma) humana, su capacidad de resistencia y su debilidad, sus delirios y obsesiones, la relación entre el mundo interior de cada individuo con el mundo exterior que cualquier ser humano resuelve a duras penas mientras se deja arrastrar por una vida que demasiado a menudo no le pertenece y que por desgracia no conduce a nada más que a raros instantes de breve fulgor.

                   Tal vez la locutora me dijera entonces que el problema de Bernhard era no tocar la vida. Tocar como definición referida a los sentidos. Tal vez tuviera razón. Los sentidos, que alivian ese peso de la mente tratando de encontrar un improbable equilibrio.

              Su concepción de la vida es pesimista, pero no por eso falsa. Tampoco podemos afirmar -y estoy seguro de que la locutora de radio de entonces, que desapareció de mi vida al día siguiente, estaría de acuerdo conmigo- que sea verdadera; seguramente me diría con un guiño espontáneo que tiene algo verdadero. Puede ser, que el valor de la literatura, lo que subyace entre la narración y las historias que propone, posea esa ambigüedad, ese espacio en el que los contrastes pugnan por establecer una imagen más compleja y por ello más verdadera. Puede uno aceptar lo diferente o al menos acercarse a comprenderlo dentro de la ficción. También permite alcanzar una representación consciente del mundo del subconsciente individual y colectivo, tratar de hacer conscientes las corrientes, los itinerarios que el hombre va fraguando y los que ha ido pertrechando por los siglos hasta llegar a nosotros. Por eso cabe todo, sin verdades absolutas, sin terapia o modo de empleo. Si antes Thomas Bernhard me provocaba un agudo malestar, cierta pereza ante su pesimismo crónico y su tendencia a desmenuzar la inteligencia y la sensibilidad humanas, ahora me produce una felicidad enorme saber que, aunque veamos lo mismo que él, aún cuando todo esté marcado por la herencia, somos fruto de otra genealogía y de otros sueños. Celebro que mis antepasados fueran capaces de gozar con el contacto de la tierra, del agua y la comida, que supieran amar, amar a su vez aquello esencial que perteneció al mundo perdido, al mundo que por herencia, continúa vivo en mi. A Bernhard siempre le agradeceré su revelación, la parte útil y enriquecedora que nos legó en su obra. En cuanto alcanzo a ser derrotado, a perder la ilusión, trato de que mis manos acaricien la suavidad de una piel o esparzan la tierra seca, sentir la caricia de algo familiar, de alguien amado, notar ese espacio en el que logramos tan sólo sentir y enterramos la enorme insatisfacción de nuestras vidas a pesar de las sonrisas en las redes sociales y la apariencia feliz colmada de fotografías forzadas en las que se ha convertido nuestra imagen exterior. .

 Se despierta uno y despierta en medio de la bajeza y de la abyección y en la estupidez y en la debilidad de carácter, y empieza uno a pensar y no piensa más que en bajeza, abyección, estupidez, debilidad de carácter. Se oye y se ve y se piensa y se olvida lo que se oye, ve y piensa, y se envejece, cada uno a su modo congénito, en la soledad, incapacidad, desvergüenza. …

… Tenemos que habérnoslas aquí con una monstruosa intolerancia para la creación, que nos deprime y nos amarga cada vez más y finalmente nos mata.

Creemos haber vivido y, en realidad, hemos muerto lentamente. Creemos que todo ha sido una lección, y sin embargo no fue mas que una extravagancia. Miramos y reflexionamos y tenemos que contemplar como todo lo que miramos y lo que reflexionamos se retira, cómo si el mundo, que nos propusimos domar o, por lo menos, cambiar, se nos retira, como el pasado y el futuro se nos retiran, como retiramos nosotros y cómo, con el tiempo, todo nos resulta imposible. Existimos todos en un ambiente de catástrofe. Nuestra disposición es una disposición que tiende a la anarquía. Todo lo que hay en nosotros está continuamente bajo sospecha. Donde está la debilidad mental, donde no está, esta la insoportabilidad. En el fondo, el mundo, donde quiera que lo miremos, se compone de insoportabilidad. El mundo nos resulta cada vez más insoportable. El que soportemos lo insoportable es la capacidad para el tormento y el dolor, durante toda la vida, de cada uno, hay en ello algunos elementos irónicos, un idiotismo irracional, y todo lo demás es calumina.

          No sé por qué, pero sigo creyendo en el mito romántico del artista como artífice de diagnósticos espirituales. A pesar de Berhnard, tal vez gracias a él. El breixit británico es una herencia que mueve una rueda. Alguien percibió hace mucho la decadencia a pesar de algún tímido intento de resurgimiento. La Europa de los tenderos se desvanece. El problema es que se ha ido dilapidando y destruyendo la Europa que guarecía el acervo común, la Europa que consiguió la paz y pretendió la prosperidad y la integración.

          Ungenach se deshace en pequeños herederos insoportables y alguien gira la vista hacia otro lado y se aleja. La disolución de la vida guarda relación con la vejez y el tiempo. Este texto no tenía nada que ver con el cuento de Boris Vian, Los perros, el deseo y la muerte, aunque sí con su título. Hace treinta años escribí un poema, Los perros de la lluvia, cuando todo un mundo pleno llegaba a su cenit y comenzaba un lento proceso de extinción. Diez años después alguien hizo una canción con esa letra, y una locutora de radio pensó que eran versos muy dignos. El tiempo disuelve los recuerdos, pero quedaron unas sábanas húmedas, una sonrisa mañanera, un café en una cocina iluminada por el sol y Thomas Bernhard como una letanía del todo aquello que no resistiría el curso de los años. Mantengo los perros y el deseo a duras penas, y aunque resulte lejano, nunca olvido la muerte. Tampoco a Thomas Bernhard.

A estas alturas, Ungenach significa ya demasiados lugares para mí.

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Copyright Jimarino. Formentera, junio 2016


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La vida sexual (III)-Las casas

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        Todos los veranos una casa para alquilar o prestada por algún amigo. Siempre casa de otros. Los verano cálidos, a menudo bochornosos, incluso aquel año en que vivieron una semana en la casa-barco de Berna. Siempre una casa que ocupar, buscando la señal que les indicase que ese era el lugar. A principios de los años noventa empezaron a viajar juntos con cierta frecuencia, disponían de dinero y aprovechaban las vacaciones a conciencia, la mayor parte de las veces los dos solos. El resto del año podía ser para compartir con los amigos y la familia pero ese periodo de tres semanas estivales era de ellos. Nada de hoteles, sólo casas, fuera el país que fuese al que se desplazaban querían una casa, un espacio que tuviera esencia de hogar. En Marraquesch cambiaron el lujoso Riad que habían alquilado desde Francia por la sencilla razón de que era un alojamiento sin personalidad para turistas no una casa. Deseaban ocupar hogares, viviendas que pocos meses antes al menos hubiesen sido habitadas por sus propietarios o inquilinos.

          Cuando en internet descubrieron páginas de intercambio de alojamientos para el verano se inscribieron convencidos. Era la perfección dejar tu casa a otros que te prestaban a miles de kilómetros la suya. Ese era uno de los mayores placeres de cualquier viaje y solían decirlo. El amplio piso de doscientos metros cuadrados en Praga. La hermosa casa con viñedos y campos de lavanda cerca de Aix en Provence. El pequeño palacete en las afueras de Florencia. La acogedora casita de pescadores en Creta. Eran viviendas de otros, donde quedaban objetos, enseres, cubiertos y mantelerías, colgaban cuadros en las paredes, había libros, cajones con secretos, manchas en el suelo que recordaban la vida que allí existió, olores, recuerdos de otros, fotografías y películas. Habitar esas casas por un tiempo, lo suficiente como para aprender algo de esas vidas con las que se cruzaban. Adentrarse en esa intimidad que les permitía imaginar cómo vivían el resto del año esas gentes, sus posibilidades económicas, su vida cotidiana, la sexual, la existencia corriente.

          No podría explicar cuando empezó todo, por qué ese imperioso deseo de adentrarse en las casas de los demás ha perdurado hasta ahora. Un verano más, y ya van veinte si no falla la cuenta: otra casa les aguarda. Ahora viene el pequeño Julien y la perra Duna, pero el impulso es el mismo.

            Él quiere que algo de aquellas primeras veces regrese. La unión es mayor si cabe: el niño que sonríe, el niño de rostro hermoso, que posee los labios de ella, los ojos de él, unas facciones propias que recuerdan a ambos, a la hermana de él y a su madre, al padre de ella y a ella mismo. Esa carita con hoyuelos que se agita con la sonrisa, que expresa todo cuanto es en su alegría.

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            La noche anterior trasnochó. En verano suele ser así. Algunas visitas que alargan el periodo estival y sus veladas calurosas e insomnes. El vino tinto, cierta distensión y el alivio del trabajo constante. Los años transcurren veloces, no es como en aquel cuento que él escribió hace mucho, ese de una pareja que conforme avanzaba en su relación y se adentraba en las obligaciones de la vida adulta dejaba de verse, y tan sólo lograba comunicarse a través de mensajes, post-it fijados en el blanco lechoso de la nevera, migajas en la mesa del salón, en la cocina, pero el tiempo pasa demasiado veloz, crece como el niño, como Julien, que mira con curiosidad a sus padres, los examina, vislumbra en los pasos inconscientes de la existencia quiénes son.

         Sabe que van a otra casa. A él le gusta eso, dormir en sitios distintos, en habitaciones desconocidas. Se acostumbró desde bebé. A los seis meses había subido en avión, antes de cumplir un año en barco y en tren. Cuando le preguntan cuántas casas tiene, Julien responde con su vocecita que muchas. Enumera la casa de la sierra de Madrid, la de los abuelos paternos; la casa de Frejus de los abuelos maternos, la de Lyon, donde viven todo el año; el piso en Madrid, la casita de la montaña que compraron hace ya unos años; también viviendas de amigos a los que visitan de vez en cuando: Manuel y Sara, en el pueblo, junto a los lagos, el piso de Eduardo en Almansa, que tanto le gusta por la funda de leopardo que tiene el sillón y por Luna, la perra del viejo amigo de la familia. Recuerda alguno de los lugares en los que en los últimos cinco años, desde que nació, pasaron al menos una semana. Habla de la piscina en Denia, donde se alojaron hace un par de años, un agradable mes de agosto, en compañía de dos familias francesas, amistades de mamá, con cinco niños algo mayores que él, con Junot, a quien admiró desde el primer día por sus chapuzones osados en la piscina, por sus bravatas de niño a punto de adentrarse en la adolescencia. Ha heredado ese mismo gusto por las casas de otros, así que esa mañana en la que bajan los trastos por las escaleras, las maletas y los bolsos, esta contento. Sus padres se lo han dicho.

               -Julien, cambiamos de casa tres semanas.

           Tres exactamente. Una nueva casa que en las fotos carece de brillo pero tiene piscina. En la región vive Silena, una niña de su edad a la que ha visto desde que nació al menos cuatro o cinco veces al año. Mira todo lo que le rodea de un modo conmovedor el pequeño. Siente esa alegría del viaje, ese adentrarse en la existencia de otra forma.

         -Papa no trabaja hoy ni mañana.-Afirma feliz. Sabe que estará disponible a todas horas, incluso aunque se ponga a escribir por la mañana él caminará hasta el rincón que elija y conseguirá que le haga caso.

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            Él piensa que no puede vivir una nueva decepción. Necesita de la sensualidad de esa existencia, comprende que no puede ser igual que antes, pero en silencio, mientras arranca el coche para ponerse en camino, piensa con insistencia en ello, en recuperar algo de esa antigua vida, tal vez no lo externo o lo superficial, sino esa ilusión de la sensualidad, de la existencia física, de la expectación nocturna y en cierto modo exhibicionista. Unos días atrás le reprochó que buscase vacaciones llenas de compañía cercana y no la antigua soledad de sus viajes.

         -Tienes miedo de mí…

      -No digas tonterías.- Respondió ella.- Pienso en Julien, en que se divierta con otros niños… al fin y al cabo no quisiste tener más, por lo menos hagamos feliz a este…

        Pero falta ese brillo, esa interacción con el deseo que alimenta la durabilidad de cualquier pareja. A veces piensa que algo ha muerto en él. Y ella hace tiempo que aprovecha el tiempo sin contar con su presencia. Mira de reojo a su marido girar el volante hacia la izquierda para enfilar la avenida. Todavía es un hombre atractivo, puede que más que antes, pero ella necesita esa dureza de lo masculino, no su suave feminidad que a simple vista pudiera resultar adecuada para cualquier mujer pero no sacia su ansia de ser poseída, porque al final ella pronuncia a solas esa condición, ser poseída, con un estremecimiento en los labios y ese particular brillo delator en los ojos.

           No hace ni tres días tuvo entre sus manos el sexo endurecido de otro hombre. Sostuvo la polla enhiesta y gruesa y dejó escapar un gemido de gozo. Sintió ese sexo que había acariciado dentro. Sabe elegir a sus amantes. Reconoce en los rostros masculinos esa fiereza que hace apasionante el sexo, como lo fue con él al principio. Cierra los ojos mientras Julien pide agua. Ella no contesta. Esta extasiada sintiendo en su piel la aspereza de unas manos masculinas. Casi siente por un instante como el falo tratar de horadar su vagina.

              -En marcha.

              -En marcha.- Repite el pequeño.- Quiero agua mamá…

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          Este año han elegido un pueblo a unos trescientos cincuenta kilómetros de la ciudad en la que viven. Tal vez una casa menos aislada que la de los últimos veranos, sin saber exactamente la razón. Se pusieron de acuerdo desde el principio con el lugar, una vez quedó descartada la idea de alquilar el mismo chalet que unos seis años atrás disfrutaron en las Alpujarras. Ella comprendió que tal vez esa fue la última vez en la que de verdad trataron de salvar el matrimonio sin necesidad del pequeño Julien ni de la inercia de la existencia, sino como una apuesta convencida para intentar recuperar aquello que habían perdido. Ni siquiera imaginaban por entonces que tendrían un niño. Él había comenzado a escribir textos por encargo. Por primer vez en casi diez años volvía a aceptar hacer pública su literatura. Tenía que leer Nuestro hogar es Auschwitz de Tadeus Borowski. Eran sus dos prioridades, escribir sobre ese libro y tratar de recuperar esa parte del deseo machacado por los años de convivencia, las separaciones dolorosas y la vida en sordina.

            Pero fue imposible volver a Granada. La casa que alquilaron había triplicado el precio que pagaron seis años antes, y las temperaturas del mes de agosto -la otra vez llegaron a finales de junio- podían alcanzar en esa zona los cuarenta grados casi todos los días. Tuvieron que cambiar los planes. Ella tal vez no deseaba volver a ese lugar, como si su vida posterior hubiese borrado definitivamente todo aquello y no quisiera revivirlo, ni siquiera intentarlo.

             Este año algo se ha transformado en ella. Desea una sensualidad ajena a el. No es sólo evitarlo, o alejarse de su cuerpo cuando se aproxima, aferrándose con todas sus fuerzas al pequeño Julien, sino realmente arrancarlo de su propia sensualidad. Ha descubierto de nuevo el placer y la violencia de la masculinidad desconocida, anónima. La belleza de los cuerpos que no se aman y que solo se exprimen. La gozosa obscenidad de entregar su sexo sin miramientos a cualquier hombre que le atraiga sexualmente, que le parezca capaz de permitirle imaginar que será lo suficientemente osado para desearla y poseerla.

                Él no le hace falta para eso, en su marido busca otra cosa, y se lo ha dicho a sí misma muchas veces, conforme el remordimiento sufrido tras los primeros encuentros sexuales esporádicos fue desapareciendo. No busca amor, eso lo tiene con el pequeño Julien, incluso con el marido a pesar de la distancia que de alguna forma él ha comenzado a establecer entre ambos, una distancia física, profundamente física, pero que alarga sus efectos hacia la totalidad de la relación.

         Ella busca que el deseo surja animal y desnudo, que sea compartido. No quiere otra inteligencia que la del amante apasionado y hambriento. Que la deseen por su cuerpo y el placer que puede dar ese cuerpo única y exclusivamente, y no por otra razón. Y luego no saber nada, salir de ese hotel, de ese dormitorio, y olvidar el rostro y el nombre si es que se ha pronunciado, quedarse con las imágenes de la sexualidad. Su cuerpo que comienza a envejecer pero mantiene todavía un estado envidiable, delgado y afilado, las nalgas endurecidas por el ejercicio, los pechos más grandes desde que pariera, los muslos firmes y la piel suave.

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           Si durante años mantuvo una cierta asexualidad consciente, sin hacer el amor más que tres o cuatro veces en trescientos sesenta y cinco días, sin masturbaciones escondidas ni deseos turbios, en los últimos ocho meses algo se ha despertado en ella de un modo ansioso, terrible. Le recuerda a ese instante en que todo su ser le exigió procrear, quedarse embarazada, una llamada intensa y poderosa que amplió sus caderas, hizo más acogedor su sexo, la empujó sin remedio a buscar que su marido la colmara de semen para dar la vida. A sus cuarenta y dos años una nueva etapa que le recuerda a lejanos días de su juventud, cuando estudiaba en la Sorbona de Paris, la obliga a buscar ser saciada. No termina de entender el porqué. La razón de asumir ese riesgo, siendo madre, esposa, mujer ejemplar, por qué aferrarse a esa caza tan masculina, y sólo contempla una especie de venganza, no contra el marido ni contra nadie en concreto, sino un grito de rabia, de siglos de mujeres a su espalda mutiladas psicológicamente e incapacitadas para el placer. También el goce la empuja, el goce que anticipa y la conmueve y la estremece. El goce entre los brazos de un hombre.

           No podría explicar la transformación racionalmente, ni su premura, a lo sumo ha contado impresiones superficiales a su vieja amiga Carla, le ha dicho que necesitaba otra cosa antes de envejecer, pero tampoco cree que sea eso, que esa actitud es más bien cosa de hombres, hombres que se asoman a la decadencia y atisban la posibilidad de seguir inseminando para siempre mujeres. No puede sostener que su afán responda a ese aproximarse a la vida de nuevo antes de que la decrepitud invada sus células y arruine la carne.

          Ha tomado a Carla como testigo y como coartada. Salidas nocturnas que siempre justifica su vieja amiga del instituto. Muchas veces, las dos juntas, como si estuviesen poseídas por el mismo deseo, intercambiaban horas con otros hombres. Se protegían, se cubrían en toda circunstancia. Él no puede sospechar ni por asomo de esa relación alargada en el tiempo, esa amistad que conoce y sabe sólida y frecuente. Las dos, en esa cuarentena que casi parece masculina, no quieren amor.

           Eso le habría sorprendido caso de saberlo. Mujeres que ya no quieren amor; en el caso de su mujer tal vez porque lo tiene a él; en el de Carla, quizás una batalla contra la soledad empecinada que desde su divorcio dos años atrás planea entre la alegría de la liberación. Más vale sola que mal acompañada, suele decir a menudo. Mujeres sin amor y, sin embargo, embriagadas de deseo, de sexualidad. Pero mientras conduce, él no puede saber hasta qué punto su mujer se adentra en esa realidad perversa. Ni siquiera lo ha imaginado un sólo segundo en esos veinte años juntos. Imposible hacerlo, él, que dice conocer de lleno la identidad femenina, y habla de una sexualidad sentimental en todas ellas, como un dogma de fe. Ante su mujer lo afirma. Delante de esa Sophie fría que no puede consentir hacer el amor sin sentirse al final saciada, saciada de placer, de orgasmos. Placer para eso: tener orgasmos, uno tras otro, hasta quedar exhausta y colmada. A veces, mientras le lame el clítoris ella lo sujeta con fuerza de los cabellos para que no se desvíe y la estremezca de placer más tiempo.

         Desde que comenzaran sus salidas sexuales ha descubierto que aquella antigua pasión por el clítoris, esa obsesión que tiñó las dos relaciones más largas de su vida, con Simón primero casi siete años, y posteriormente con Malic, ha desaparecido sin saber por qué. Ahora necesita más bien ser llenada, de otro modo. Sí busca esa explosión de placer final, esos espasmos que la hacen gritar de gozo y agarrar las sábanas con los dedos crispados y estirar el cuello, pero es algo secundario. Su pasión es desde hace un tiempo una afirmación de poder, una seducción que la lleva a querer ser empotrada contra la cama, aplastada por un cuerpo masculino horadando en su interior, sentir una polla gruesa abriendo su carne con la pericia de un amante experto, con ese modo particular y placentero de penetrar que tienen ciertos hombres maduros.

         A veces, ha pensado que le diría Malic si la viera así, como se ha visto en tantas ocasiones, reteniendo su propia obscenidad y la de sus amantes, abierta y ebria de placer, en ocasiones reflejada su entrega o su poder en un espejo, ella sobre la cadera de un hombre, agitando los pechos y las caderas hasta provocar el gruñido animal del amante; otras con las piernas entrelazadas en la espalda del otro, gozando del roce continuo, de la bestialidad contenida por la vagina y su vientre, igual que si se aferrara a un salvavidas en medio de un terrible naufragio. Qué pensaría él.

           Sophie ha descubierto que adora esa obscenidad, contemplarse así, entregar con la grupa alzada su sexo, sus nalgas, dejarse agasajar, sudar, que los pechos queden después de la agitación embadurnados de saliva, de semen, de esa avaricia masculina, eso le gusta. La vuelven loca los gemidos de placer de cualquier hombre capaz de gozarla, su propio rostro contraído en una mueca dolorosa y rígida que se expande con el placer, con el orgasmo que la quema y la estremece. No sabe desde cuando ama eso por encima de todo, ese delirio de la carne, esa chispa que la lleva a perder la consciencia. A menudo, cuando en un momento apacible piensa en lo que ha hecho, revive esas escenas, siente un ligero rubor, encuentra vergonzoso e inútil semejante esfuerzo físico, hasta que algo la llama, le exige hacerlo, cumplir esos rituales, volver a gozar de esa forma.

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          Mira a su marido en el retrovisor. Un hombre guapo, incluso es posible que más atractivo que antes, cuando lo conoció. El cuello formado, el mentón todavía duro a pesar de sus cuarenta y tres años; los brazos día a día más fuertes sin saber la razón -ni hace deporte ni falta que le hace, deben ser los nervios constantes, la falta de sueño, la agitación que llena sus gestos, su conversación, sus movimientos corrientes-; la piel tersa, joven todavía. Un hombre que sabe darle placer, siempre fue así, y sin embargo, desde hace un tiempo, no es bastante.

         Conduce, sin saber nada, absolutamente nada de lo que ella lleva un tiempo cumpliendo. La infidelidad tácita, el arrojo cornudo que la lleva a esa traición que ella no percibe como tal. Maneja el volante como ha hecho tantas veces, dirigiéndose a una nueva casa, una más de las muchas que han ocupado a lo largo de su vida juntos.

            Lo más característico de esa mirada a la belleza de su marido es que está despojada de todo remordimiento. Podría dudar de si esta enamorada o no, aunque cree que sí, que Malic es el hombre de su vida, pero no cuestiona ni por asomo que tenga esa necesidad de salir con Carla y follar con otros hombres. Algo así como afirmar que a él no le gusta la pizza y una vez por semana ella se va a un restaurante a comer pizza sin su compañía. A Sophie, después de darle vueltas al hecho los primeros meses, le resulta algo parecido, aunque el origen sea el silencio acumulado entre ambos, la falta de comprensión después de años viviendo juntos, la comunicación rota en algún punto que les impidió ahondar en aspectos de su vida poco esclarecidos, la ausencia de ese vértigo que enardece a los amantes y los empuja a la osadía, a la ilusión de encontrarse, a la hondura del deseo aprovechado en cualquier parte.

         Veinte años de relación son muchos años, demasiadas posibilidades para el rencor, la desilusión y la decadencia, aunque sean personas alegres, lúcidas, capaces de comprender sus emociones, las cosas que suceden a su alrededor. Sophie piensa en esas traiciones sospechadas de años atrás, en los silencios de Malic que tanto daño le hicieron. No quiere odiarlo, borra de un plumazo ese malestar antiguo hasta hacerlo ahora insignificante. No es una venganza sino una vehemencia, una pulsión que palpita en ella y la motiva. Piensa que en algún momento fue necesario ampliar la distancia, alargar la cuerda que les ata a la casa, jugar, divertirse lejos de esos abismos que no son capaces de colmarse uno al otro. También el cansancio y el olvido, nada más y nada menos.

          Por un momento quiere afirmar que sí él hubiese llegado a entrar en ese juego tan necesario ahora, si lo hubieran compartido cuando estaban a tiempo, las cosas serían de otro modo. Pero no puede saberlo, es imposible. Tal vez el amor no de para más. Está hecho de la imposibilidad de atrapar al otro por completo, de imágenes falsas acerca de una felicidad estática que nunca tiene en cuenta la oscuridad del ser humano, sus caprichos y veleidades, el paso del tiempo. Ella quiere gritar de repente que todo en el amor está sobrevalorado, que así es como nos engañamos unos a otros, hasta que la realidad rompe el cuento de hadas, pero las cosas no deberían ser así. Sigue queriendo estar con él, compartir una nueva casa, cuidar de Julien a su lado.

                Él sí. Malic quiso muchas veces volver a enamorarse otra vez. Primero siempre de ella, recuperar ese deseo por ella y evitar la experiencia de la frustración, la repetida insistencia de la negación y la distancia. Eso quiso y quiere: enamorarse de nuevo. Volver a desear intensamente a alguien de quien está enamorado. Volver a sentir ese vértigo, la distancia entre un roce y un gesto que conduce a la carne, la admiración recibida y la entrega con sólo mirar al otro, la contención y el deseo expulsado. Quiere el amor, todo lo que lo conforma. Amor de pareja, sensual, sexual, afectivo, cómplice, tierno y salvaje a un tiempo. Malic necesita eso. Está convencido desde hace muchos años que entre él y Sophie ha muerto algo, y es ahora, a su edad, cuando comienza a comprender que tal vez es el momento de marcharse.

             Aprender a terminar.

            Siente desilusión y frustación. Una confianza que se resquebraja cada vez que sueña. Espera un espontáneo recibimiento y al final todo le parecen migajas que ella le entrega para mantenerlo a su lado. Que ella no siente deseo por él, que hace mucho que es así. Quiere comparar como él la mira, y se lo dice, y como ella no le mira. No sabe cuánto la ama, o de qué modo. Hace tiempo que el contacto físico carece de intensidad, que consiste en una repetición y un desahogo. Piensa que les falta la sensualidad del deseo que une a dos amantes, y tampoco se siente con fuerzas para volver a las andadas; salir de caza y llevarse a la boca cualquier presa incauta, follar sin amor y abrazar la antigua y absurda pulsión de la promiscuidad.

             Y a veces, muy pocas, ese brillo con ella. Esa noche perturbadora en la que atisba la humedad del sexo de Sophie, que siente como la penetra y el hielo se deshace, y cuando oye sus gemidos piensa que estarán allí para siempre, hasta que suceda precisamente lo habitual al día siguiente, que sea otra frustración, que no haya continuidad. Quiere volver a amar con todo lo que esa palabra significa en la convivencia de una pareja, con todo lo que produce y empuja hacia la vida. Y a poder ser, amar a su mujer.

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          Piensa mucho en el pequeño Julien y en la imagen que le producirán sus silencios, su extraño sopor, su continua tristeza. La disimula como puede, pero tiene la sensación de que no es bastante. Los niños perciben todo ese lenguaje inconsciente, y aunque no lo comprendan siempre lo perciben y lo asimilan. Él no quiere ser un hombre triste.

                Nota en ese instante, mientras sale de la autopista y guarda cola frente a los peajes, como ella lo mira. Su amor. La mujer con la que decidió arrastrar sus huesos media vida. Le viene a la cabeza demasiado a menudo la escena a la orilla del desierto que leyó hace mucho en El cielo protector. Esa pareja trágica hecha a partes iguales de amor y de secretos inconfesables.

              El verano empieza triste. Tiene mal sabor de boca, el niño duerme y aunque Sophie lo mira con suma atención apenas a dicho nada en todo el camino.

           Se pierden en dos ocasiones al llegar a las inmediaciones del pueblo. Sophie le dice a Malic que aparque mientras en ese instante el pequeño Julius abre los ojos y se despierta de su largo sueño. El sol intenso, mediodía luminoso y deslumbrante en esta región. El calor es bochornoso, de una humedad insufrible. De las axilas de Sophie brotan dos ligeras manchas de humedad que oscurecen la tela de su camiseta roja. Malic suda en abundancia. Las gotas de sudor le brillan en la frente en cuanto sale del coche y se aleja del aire acondicionado tres pasos.

                Mira las montañas que envuelven al pueblo. Escucha de refilón, sin perder detalle, la breve conversación telefónica de Sophie con la dueña de la casa. Su mujer repite las instrucciones que le da la otra. Se mueve en círculo, chupando con avaricia un cigarrillo de liar que ha preparado en un santiamén pocos segundos antes de que Malic detuviera el coche. Una hora y media sin nicotina provoca ese afán de los dos por fumar. Malic un Camel y ella tabaco natural.

        -Un semáforo a la derecha… gira y coge la carretera que bordea el pueblo hasta llegar al supermercado… se ve… de acuerdo… pasado el supermercado una pequeña ruta en dirección a V., perfecto… el camino de la piscina ahh… está señalizado… una subida, apenas cincuenta metros, sí, y ahí está… muy bien…

           A apenas cuatro o cinco minutos del lugar en el que se encuentran.

              El pueblo se alza sobre la ladera de la montaña. El núcleo urbano no es demasiado grande pero las urbanizaciones de veraneo surgen como setas a lo largo y ancho del pequeño valle. Malic imagina por un instante cómo debió ser antes el lugar, y como las hileras de hermosos chalets de paredes blancas y cúpulas azuladas fueron ocupando el espacio de los árboles centenarios y los refugios de los animales. Aún así se percibe cierto respeto por el ecosistema. La masificación ha sido comedida, al contrario que en otros lugares. Se percibe la flora mediterránea. Los edificios son bajos, apenas sobresalen de las copas de los árboles y de las rocas que los envuelven como si pretendieran que nadie olvidase el origen, que durante siglos aquella extensión abrupta fue tierra de acogida, de cuevas, con alta vegetación mediterránea, hasta que un grupo de colonos fundaron la población junto al barranco por el que antiguamente debió brotar el agua en abundancia.

            Al girar por un camino estrecho de asfalto irregular se encuentran con la portuezuela cerrada y el número indicado en el correo electrónico. Un hombre y una mujer les hacen señales desde el otro lado de la valla. Son una pareja antigua.

          -Una nueva casa.- Se dice Sophie mientras sale del coche y observa como se acercan.

Copyright Jimarino

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Juan Goytisolo-El origen de la escritura

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El escritor y el espejo. Copyright Jimarino.

         Tal día de julio como hoy, hace exactamente quince años, salí corriendo de la plaza de Yamaa el Fna mareado a causa del hachís, embriagado por un extraño té de menta perfumado de especias que me había preparado un anciano cuenta cuentos. La plaza estaba abarrotada de turistas y mi carrera despavorida provocó un cierto revuelo, algún pisotón y muchos empujones. Hassan me había dicho a la cara que la escritura, al contrario que la narración oral, exigía desnudarse por completo, transformar el latido, la intuición profunda, la carne, la emoción y el pensamiento, en signos gráficos que representaran esa totalidad imposible que somos. Cada palabra, un esfuerzo por fijar su significado.

         Después de la espantada, me adentré en la Kasbha con la intención de hallar la casa en la que vivía Juan Goytisolo. Tenía entonces mi Monique Lange particular, toda la esperanza intacta y muchas ganas de comerme el mundo. Quizá fueran el cannabis y las especias que espolvoreó el cuenta cuentos, pero lo cierto es que sus palabras me habían inquietado.

         -Tendrás que ver el sol cara a cara. Es posible que te quedes ciego. Hay un espejo y una Diosa que baila sobre las olas y te llama. Ella es el origen de todo. Debes tener en cuenta que cuando la Diosa detenga ese movimiento las palabras habrán terminado. Por eso cuento historias en esta plaza, porque renuncié a ese esfuerzo cuando dejé de ver.

       No encontré a Juan Goytisolo. Durante casi una hora caminé por las callejuelas empapado en sudor. Me había perdido y ya era de noche. Marraquesh me sirvió de mucho.

       Hace unos días leí unas declaraciones de Goytisolo en las que aseguraba que desaparecida la libido y con ella la escritura, se dio cuenta de que había dicho todo lo que tenía que decir. Su cuerpo no daba para más.

         Llevo demasiados años intentando encontrar sentido a este oficio maldito. Esta mañana tenía tiempo y aire, el calor húmedo sofocaba, la luz era intensa. Un escritor que utiliza la libido para escribir, que escribe gracias a la libido. El placer de la lectura que surge ante algunos textos se asemeja a la excitación sexual. Recuerdo las imágenes de Bolaño. El pasillo es un campo de batalla. Las frases se derriten bajo el calor sofocante del mediterráneo, quizá me esperan las palabras que busco, el destino que anhelo. Me he levantado envuelto en una pátina de delicioso placer sensual y sudor fresco.

          Es posible que los escritores tengan que desnudarse para llegar al alma de otro ser humano y así generar el interés suficiente que lleve a leer sus textos. También es cierto en este siglo XXI que demasiado a menudo las mitificaciones se generan por banalidades, reiteración y malentendidos. Es un grito sordo y una necesidad de que las palabras resuenen; apenas se oyen en el ruido ensordecedor del mundo presente. La desdicha cotidiana nubla esos caminos luminosos que la literatura y la libido suelen conceder. El pasillo se me hace eterno en este naufragio de fuego. Hay una relación entre el sexo del escritor y su escritura, entre el sexo de la escritora y su escritura. Quizá seamos pervertidos, lascivos, adoradores de Dioniso y Baco, o queremos serlo. Una escritora a la que admiro me concedió una respuesta divina a una de las cartas que le envié.

                 Escribo con el coño. Escribe con la polla.

                          F.J .

          Quedan pocos segundos para que me siente delante de mi escritorio y comience a llenar una hoja en blanco. Es posible que acuda la misma frustración frecuente, pero esta vez avanzo por el pasillo convencido de que la escritura está dentro de mi cuerpo, camina plena en ese delirio sensual de la literatura.

         Hoy no debo contar una historia, sino adentrarme en la vida. El collar me protege con su semilla de la tierra, lo mismo que el espejo vela mis pasos. Tan insignificante que un hombre cualquiera, un escritor por ejemplo, vaya a rellenar de grafías una hoja en blanco, y sin embargo, cuánta tradición milenaria a la espalda, cuántos siglos de libido y literatura.

       Le expresé en una carta a la escritora que su literatura me parecía muy erótica sin serlo. No había escenas sexuales explícitas en sus novelas. Ella volvió a fascinarme con su respuesta. Lo llamó el origen de todo. Era una imagen de su coño. El coño de la escritora. Espero que me perdone y nadie llegue a reconocerla.

         Al cuenta cuentos ciego de la plaza de Yamaa el Fna y a la escritora salvaje les debo acercarme al origen de mi escritura. Tal vez entendí mal eso de desnudarme. De todas formas ya lo dijo Juan Goytisolo: desaparecida la libido se evapora la escritura.

         Señora F.J., a su estilo, y acompañando su deliciosa y aniñada vagina literaria, le muestro con humildad y mucha vergüenza el origen de mi escritura.

(Copyright Jimarino2017)

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El origen del mundo. Copyright Jimarino

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 El origen de mi escritura. Copyright Jimarino 


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Nieve (Cuaderno I)- Conrad, Vértigo, La Gran Belleza y yo.

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       Me he preguntado muchas veces que significaba aquella expresión del Marlow en El corazón de las tinieblas. ¡El horror! Esa expresión significaba en el fondo una elipsis necesaria, una especie de incapacidad o de limitación, o mejor aún, un conocimiento de las propias limitaciones, para dejar en el aire algo que acercara al lector a un horror indescriptible, demasiado atroz como para ser expresado en la literatura, y con ello, Conrad se adentraba, tal vez antes que nadie, en la modernidad literaria. Cumplía, a pesar sí mismo, el inicio del declive.

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      El vértigo que aparece. No es miedo a las alturas, sino excesiva atracción por ellas. Te atrae el vacío de caer y eso te provoca un miedo insoportable. La respuesta posterior es en la piel. En los ojos. En las manos. En los gestos. Uno descubre que no cae sino que se agarra, se resiste a caer. El vértigo es una engañifa.

       Y tal vez ese dejarse llevar que oscila insistente con ese otro empeño que se concentra en cada cosa que se hace. Esa mezcla sugiere algo, de repente mucho. La felicidad de poner los cinco sentidos en lo que se está haciendo, y al tiempo el placer desmesurado de librarse de esa concentración, de distender los músculos y desperezarse, de librarse de esa atadura de la trascendencia. Y tal vez sea ese equilibrio, ese deslizarse y mezclarse a partes iguales….

       Hoy he pensado en la belleza. No mucho tiempo, la verdad. Apenas lo hago de uvas a peras. Si lo examino con frialdad, es difícil recibir belleza si no se la espera. Puede acudir ese ligero malestar que sienten algunas personas cuando oyen hablar de algo que anhelaron con toda su alma y no alcanzaron, cuando alguien comprende que no revivirá jamás aquello que fue feliz. La belleza refleja a veces, con crueldad, nuestra propia incapacidad.

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       La felicidad de estar vivo sin dejar de ser yo. Parece fácil. No lo es.

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CARTOGRAFÍAS-COSAS QUE NUNCA DIJISTE QUE LLEGARÍAN

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     A veces me imagino huyendo por una de esas carreteras retorcidas y estrechas que llevan a la Sierra, escoltado por los bosques de pinos y el aire fresco de las montañas. Tras mis pasos, a escasos metros, mi gato Quevedo, blanco y negro angelical de tupidos bigotes y enormes ojos verdes. Una mochila a cuestas, un tallo de trigo colgando del labio y las manos ocupadas con ramas de romero y manzanilla. Entonces elevo la vista hacia el cielo liberado que luce en su seno el brillo deslumbrante de un sol veraniego, y entre las rocas que sirven de horizonte me parece ver al abuelo saludándome, tan grandón y entrañable, con su gorra de marinero negra calada en el cráneo pelado y la pipa humeante que expulsa el humo blanco del tabaco quemado.
    A veces me imagino escalando el pico de una montaña, oteando el horizonte verde e inmenso con la mano puesta sobre los ojos para evitar el sol; entonces soy feliz observando el vuelo de un águila, el perfil desmesurado de una cabra montesa, oyendo el aullido sobrecogedor y desesperado de un lobo acorralado buscando la salvación.
     Eso es lo que queda, abuelo, un poco de esperanza y demasiada resignación.
    A veces necesito soñar que vives, para seguir imaginando y extrayendo sueños de una realidad hostil que no ofrece resquicio a la libertad y a la justicia. Supongo que la consciencia es el pago de saber y sentir, y como dijo no se quien, la inteligencia es facultad de la bondad. Pero se le olvidó añadir que la bondad tiene su origen en la sensibilidad y la empatia, y por tanto en el dolor incesante que lleva consigo el hecho de ser consciente de la amargura de la existencia humana.
      En ocasiones, la pesadilla ensucia las partituras de la sabiduría, y a mis cuarenta y cuatro años, las llaves que el abuelo abrió para mi disfrute y desarrollo, se tornan imposibles, tapiadas a conciencia por la mediocridad y el mal gusto, por la suciedad del asfalto y el espíritu negruzco de tantos hombres. Por eso huir, y por eso utilizar la imaginación para verme caminar entre los recovecos del sendero, pisando la tierra que vio nacer a mis orígenes, y las piedras que fueron surgiendo en el camino, mostrando sus lustrosos costados, flanqueado por los árboles rectos que desafían la gravedad subiendo hacia las nubes, observado por los picos medio nevados que ceden al empuje del buen tiempo y generan arroyos de agua cristalina.
       Como tú dijiste, abuelo, la paz no existe; y en medio del caós que alberga en su seno escasa lucidez, uno sólo puede aferrarse a un absurdo si comprende, y éste es desde luego el inicio del diario y de la historia que a continuación contaré para ti.
       Probablemente no soy tan puro como era, y seguro que jamás de los jamases llegaré a gozar de un sólo gramo de tus cualidades y tu claridad. Ya no puedo ser claro, y de repente, cuando más te admiro, cuando más recuerdo y observo tu perfil regio, cuando oigo tus palabras sabias expresadas con naturalidad y veo tus ojos azules que contienen la visión demoledora del siglo, pienso en un hijo, el mío, futuro, y me planteo la dolorosa e intolerable cuestión de si lo educaría para que fuera un hombre justo, en la sabiduría y el amor a la vida, en la naturaleza y en la imaginación, o si tal vez lo mejor fuera convertirlo en un hombre para la sociedad, con sus mediocridades y cortas medidas, para hacerlo al menos más feliz y a la vez más inconsciente.
     Hasta qué punto he llegado, abuelo, para que me escuches decir esto, y si bien yo no me arrepiento, y nunca lo haré, de haber aprendido de ti lo esencial, la verdad más ambigua y hermosa, la belleza, el sueño y el deseo, la poesía, la realidad de mí mismo, el contenido real y sin límites de una existencia, a veces me planteo crudamente el dilema anterior frente a la posible vida de una descendencia posterior. No se ven los grandes hombres, abuelo, o no los veo o es que han desaparecido, y como puedes comprobar, yo sólo soy uno más, y de heroico debo tener el corazón que siente y la razón que palpita a lo sumo, todo lo que tú fuiste.
      A veces me imagino escalando el pico de una montaña, oteando el horizonte verde e inmenso con la mano puesta sobre los ojos para evitar el sol, entonces soy feliz observando el vuelo de un águila, el perfil desmesurado de una cabra montesa, escuchando el aullido sobrecogedor y desesperado de un lobo acorralado buscando compañía.
       Eso es lo que queda abuelo, un poco de esperanza y demasiada resignación…

 

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Ricardo Piglia no murió de enfermedad

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      En realidad Ricardo Piglia no murió de esa larga enfermedad que le atormentó los últimos años de su vida, aquella que si no recuerdo mal le hizo reclamar ayuda económica a causa del elevado coste de las medicinas del tratamiento. No hace mucho, poco después de la muerte de Juan Goytisolo, leí un texto muy triste sobre sus padecimientos económicos finales, su afán por asegurar la vida de aquellos que lo cuidaron en esos años terminales y mantener la dignidad. Revisando el documental que La 2 de televisión Española emitió en Imprescindibles, me hirió la vejez y la pobreza de las ropas con las que se vistió para recoger el Premio Cervantes, esa corbata mal anudada sacada de un museo de los años setenta u ochenta, esa camisa verdosa descolorida, la chaqueta antigua, demasiado grande para los hombros de un anciano, esos pantalones de al menos dos o tres tallas por encima de lo conveniente, que caían como un saco sobre sus zapatos sin lustre. Los escritores nunca se hicieron ricos con la literatura, salvo algunas raras excepciones y por motivos poco o nada literarios, pero esa austeridad de Goytisolo me resultó excesiva, no por él, sino por el boato de la ceremonia y el lujo de todo cuanto le rodeaba. Todos esos Ministros y Subsecretarios de Estado, grandes personalidades, el Rey de España y la Reina, y los académicos, y la plana mayor de la Cultura Oficial, se habían puesto sus mejores galas, lucía el blanco reluciente entre los fracs y los elegantes trajes a medida, brillaba el oro de las casacas y las fajas, los botones, el mármol del recinto, y el agasajado caminaba hacia su sitio después de cumplir un hermoso discurso, profundo y lleno de ideas originales, con aires de decaído vagabundo, de anciano fatigado aparecido en la plaza vacía de un pueblo de montaña perdido. Siendo muy joven me acuerdo de cuanto me afectó que al poeta Gabriel Celaya el Estado tuviera que pagarle los gastos médicos y concederle una pensión asistencial porque no tenía dinero para comer ni abonar el alquiler de su piso. La nueva Ley de Pensiones de Montoro, salvo que haya habido algún cambio reciente, obliga a los potentados escritores a elegir cobrar derechos de autor o pensión, algo increíble en un mundo en el que tanta gente adinerada se jubila con ingresos variados y abundantes procedentes de diferentes pagadores sin tapujos ni vergüenza. La miseria de los escritores, una vez transcurrió ese periodo de mitificación que me hizo asociar por culpa del bromista de Flaubert a la literatura con un sacerdocio, siempre me dejó frió y confundido. La locura patética de Leopoldo María Panero. El hígado de Bolaño frente a 2666. El alcoholismo de Lowry, Faulkner o Fitzgerald. El anonimato de Kafka. La hipocondría de Proust. El parche en el ojo del glucémico Joyce y la ceguera de Borges. Toda esa miseria y con qué entusiasmo hemos sostenido y trasmitido esta tradición. 

    A pesar de todo, antes, creía en esa mística, me sentía capaz de protegerla.

    Ricardo Piglia contrajo esa enfermedad porque empezaba a sentirse muy sólo. Murió de soledad. La enfermedad más común de todos los escritores que todavía creen en la magia y no la encuentran a su alrededor.

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