Uno imagina ese surgir inesperado. Debe ser mirando la playa vacía al atardecer. La luz declina en una suave cadencia. Esas mismas playas medio desiertas en las que vi pasar las horas contemplando un cuerpo femenino, bronceado de horas y ocio, de amor y aprendizaje. De esos instantes adivino la imagen.
Hay un ligero viento y las olas se arremolinan en la orilla, ascienden un metro, a veces dos, y lanzan su dentellada espumosa contra la arena. Sentado sobre la toalla, a solas, espero, así quiero verlo. Cierro los ojos e imagino ese mundo de caos y desorden, oscuro, habitado por materia inerte y vida lenta.
La Diosa del deseo tiene que brotar desnuda de la espuma burbujeante del mar. Me cuesta vislumbrar esa concha en la que debe ir montada, pero no su cuerpo, los pechos henchidos, luminosos, los pezones ligeramente violetas, anchos sobre la cima, el vello oscuro, enmarañado, los muslos blanquísimos, la linea de los hombros huesudos sosteniendo frágiles el peso de la suavidad materna. No veo la concha marina, es imposible, y sí sus pies. Tampoco esas representaciones pictóricas del mundo posterior, timoratas, ligeramente aniñadas, sino una figura mucho más sensual, segura de sí misma, de cabellos oscuros y frondosos deslizándose hasta el final de la espalda, los gestos nada recatados, obviando esa ridícula visión estática, púdica y mística.
Ella, que nace del mar, es sensual, sexual, carnal como la espuma que le acaricia repentinamente los pies cuando pisa la arena.
No abro los ojos todavía, porque sé que ella quiere para vivir una isla grande y hermosa, no la pequeña Citera. Su nacimiento es un delirio, una danza ambiciosa y física, un juego de deseo, de afilado deseo que expresa en cada uno de sus movimientos. Busca el origen de algo, como su antecesora, Eurínome. Cada vez que pisa, esa sensualidad construye, por lo menos en los momentos de su génesis. Surgen la hierba y las flores conforme avanza desnuda hacia el interior de la duna. Entonces abro los ojos y ya no está. Ha desaparecido. El día se difumina y la luna vigila el destino de las cosechas y la oscuridad.
Cuando camino hacia la pequeña casa de madera, a apenas treinta metros de la orilla, los pies me pesan. Esta soledad pesa incesante aunque sea elegida o así lo crea en el espejismo de voluntad de haber escogido este reducto, esta espera. El rumor del mar se ha ensordecido. Se aguarda la magia, pero es difícil que acuda a esta playa, y sin embargo es un lugar ideal para ello. Espero a esa mujer. Después de tantos meses de hacerlo, sin moverme, quieto, escribiendo sobre ello, tratando de erradicar lo otro, todo lo demás. Esperarla porque ese es el destino que deseo.
Pienso en Afrodita de nuevo. En lo que no sé, ese periodo entre su salida del mar desnuda, inocente todavía, hermosa y llena de esa sensualidad espontánea, ajena a su poder, y la otra, la que en el Olimpo de los Dioses, entre las diosas más sensuales y hermosas, posee el ceñidor mágico que complementa su belleza.
¿Que es un ceñidor? ¿Cómo complementar la belleza para hacerla aún más irresistible?
Es una Diosa todavía joven pero ya no posee la inocencia. No la tiene en ese lugar de intrigas y deseos exacerbados. Sabe lo que es el placer y los espasmos de la creación: de esa violencia nace la vida. Los dioses enarbolan caprichosos sus falos y violan. El matriarcado cedió. Ella es la protegida del Dios terrible. Su poder da miedo hasta al propio Zeus, su padre. Porque aunque yo la vi salir del mar, los dioses masculinos se disputaban su parentesco tal vez para asirla y protegerla, para hacerla suya o simplemente disponer de su belleza; estos dioses sin alma, acostumbrados al incesto. Otros dijeron que nació de un sexo seccionado en plena eyaculación, del semen de Urano.
Una fascinación engendró a esa belleza. Cronos lanzó el sexo de su revuelta al mar. En esa espuma que acarició los pies de Afrodita. Pero también se habla de su padre, Zeus, o él quiere que sea así, no va a aceptar que el origen del mundo sea femenino, que Eurínome, que la propia Afrodita, surja del mar sin su mediación todopoderosa, que luego sea inseminada por un baile, por un baile y una serpiente ansiosa de poseer. Así que habló de Dione, hija de Oceáno y de Tetis, hermosa ninfa marina. También pude ver esa avaricia masculina.
Uno imagina a Zeus cuarentón, fornido y ancho de espaldas, nervudo, de piernas musculadas y vello pálido, abriendo esos muslos, adhiriéndose a esa humedad del sexo, expulsando a gritos su placer para engendrar a esa Diosa. Los hombres prefirieron esa imagen. Otro sometimiento más, aunque hermoso.
En enero hace frío aquí. El mar está agitado y su rumor es inalcanzable, casi vuelve loco, como el del viento. Esta soledad es propicia para los mitos. Porque yo espero a esa diosa que tiene otro nombre. Y como la otra, es de carne y hueso, de piel y músculos. Pero tengo que pensar en otra cosa, en esta escritura lenta que me aproxima al fin de año, al invierno, a los nuevos 365 días que llegan. Tengo que esperar a que esa torre en la que vive se desmorone. Que el suelo ceda bajo sus pies, que el deseo rompa los cerrojos y la haga volar hasta aquí, o salir del mar de repente.
Ella no es como Afrodita pero posee el mismo poder inconscientemente. Pienso en su cuerpo, en su placer, en su belleza. En sus ojos y sus labios. Esta Afrodita mantiene todavía algo de inocencia. Me siento como un fauno atisbando la orilla a la espera de las ninfas. Tal vez por eso, porque Zeus hizo lo que hizo; entregar a Afrodita, su presunta hija, a Hefesto, un dios herrero y cojo. Un Dios mediocre pero laborioso. Silencioso y obstinado, concentrado en su nada cotidiana. Esos son buenos esbirros, jamas creadores de nada que agite o inquiete. Por eso él para la deliciosa Afrodita, pensó Zeus, para contener el poder de ese ceñidor mágico indescriptible, para someter esa furia salvaje, ese recuerdo de aquel día en que yo la vi surgir del mar en un remolino poderoso y posar los pies sobre la arena húmeda y traer la vida.
Pienso en la propia espera. Anochece y desde la ventana se atisba la negrura inquietante del mar, el tenue brillo lunar en la superficie metálica, la soledad azulada de este paisaje. Pienso en Hefesto cuidando de los tres hijos de Afrodita. Ese hombre apagado, sin brío, sumido en el hollín de la herrería, impregnado del sabor a óxido y ceniza de las virutas y las chispas, el cuerpo fornido ennegrecido de fuego, frío en su sueño y en su despertar. ¿Cómo iba a soportar Afrodita a un hombre así?
Zeus y Hefesto se equivocaron. Aplastar la rebeldía no era más que una forma de despertarla, sobre todo para una diosa como ella. Esconder la sensualidad de ese cuerpo lo puso de realce, la hizo abrazar el viento, alcanzar el oleaje de nuevo, anhelar aquella antigua posesión. Esos hijos, dicen, son de Ares, un Dios impetuoso, borracho y pendenciero, dios de la guerra, de cuerpo ancho y musculado, saturado de heridas. Veo al mismísimo Zeus reflejado en ese cuerpo de hombre, y a ella, Afrodita, deseándolo incansable en la tardes aburridas de lluvia.
¿Cuánto duró? ¿Cuánto tiempo transcurrió así ella, gozando cuando Hefesto se ausentaba, atravesando el bosque y llegando hasta la orilla del mar para revivir su propio nacimiento entre sus brazos?
Esa fascinación. Ella lo dijo: un hombre, un hombre que sabe como estrechar mi cuerpo, como estremecerlo, que penetra en mí y me recuerda al soplo que me engendró, con el que luego engendré al mundo, que riega de semilla todo lo que soy, que se deja engullir por mi sexo y recibe toda esa humedad en éxtasis, que adrede extiendo sobre su piel, abierta de piernas acaricio todo su cuerpo con mi vagina, impregno su vientre, su torso, sus nalgas, su espalda, su pelo y su cara…
A estas horas de la noche el silencio me devora. ¿Por qué buscar esta soledad en esta playa invernal para que transcurra el fin de año? Aún no lo sé, aunque en el fondo sé que la espero, la espero a ella, pero no sé como va a encontrarme si no dije a nadie a dónde iba, sino sabe en qué consiste todo este viaje. Pienso en el peligro, en dar ese paso por el cual nos adentramos en otra existencia e irremediablemente pasamos a formar parte de ella. Como fue entre Afrodita y Ares.
Una noche, la diosa y el dios de la guerra yacieron durante dos horas, quedaron desnudos y fatigados, entrelazados, y les sorprendió la oscuridad durmiendo. Fue en el palacio de Ares en Tracia. Era hermosa aquella desenfrenada cópula y sus plácidos repliegues hasta la ternura del sueño, la espalda de ella contra el cuerpo cálido de él, la respiración entrecortada y el olor del sexo impregnando el dormitorio.
Alguien los espió, porque su límite siempre fue el día. Como una maldición, Zeus les dejó gozar del secreto y la oscuridad para que se amaran, cuando comprendió que contener la furia de Afrodita era una locura, y lo hizo para que las apariencias dotaran a ese matrimonio con Hefesto de cierta dignidad. Al fin y al cabo era su hija.
Estos dioses masculinos siempre velando por la moralidad femenina, incumpliéndola sin embargo cuando se trata de ellos, de sus posesiones y deseos. Esa moralidad del miedo, esa necesidad de saciar y al tiempo constreñir el poder de la mujer. Hefesto nunca supo nada hasta ese momento. Afrodita cumplió el mandamiento sin titubeos. Las noches, a menudo, eran de Ares, y antes de que surgiera en el cielo la primera claridad, regresaba a su lecho y dormía junto al herrero. Así durante mucho tiempo ¿Por qué romper aquella norma, por qué hacerlo? Tal vez porque el deseo es inasible, incontenible en ciertos estadios, jamás sometido, sólo apaleado, ensordecido, retenido en los cobardes o en los voluntariosos.
Escribo sobre el deseo, en esa trilogía en la que llevo enfrascado desde comienzos del 2011. Terminé Eclipses en octubre de este año. Empecé otra novela una semana después, de título provisional, Lo extraño, aunque finalmente se llamará La luz. Espero a través de esa novela otras respuestas, el regreso de algo. Vine aquí para obtener esa soledad necesaria para construir ese delirio del amor sensual, esa esperanza en la trascendencia de los actos humanos. La espero a ella, en la soledad de esta fría casa de madera que las estufas de aceite no logran nunca calentar en condiciones, agazapado entre una chaqueta de lana gruesa, con los dedos congelados, la mesa de despacho revuelta, llena de libros, la luz tenue, la soledad afilada, capaz de punzar la imaginación. Esos libros que me son ahora necesarios para escribir sobre el deseo: los cuentos de Pavese, El amante y El arrebato de Lol V. Stein de la Duras, De nuevo, el amor, de Doris Lessing, Elisabeth Costello de Coeetze, El artista del mundo flotante de Ishiguro, Las solidaridades misteriosas de Pascal Quignard, Madame Bovary de Flaubert, El origen del mundo de Pierre Michon, Antigua Luz de John Banville, la hermosa y profunda poesía de Antonio Tello.
Afrodita se durmió, sí, y Ares no despertó tampoco. Helios se levantó y vio que ella había roto su promesa a Zeus de regresar antes de que el día llegara. No hizo falta pedirle permiso a Zeus para contarle a Hefesto el adulterio desconocido de su mujer, la visión de esos dos cuerpos desnudos y hermosos sobre el lecho, la belleza de ese acoplamiento intuido, esos pechos y caderas y muslos entrelazados, los dos amantes reposando.
Tengo en la cabeza a ese marido que la retendrá para que no venga. Será como Hefesto tal vez, incapaz del cambio hasta sentir la inminente pérdida. Eso será. Aunque más sutil. Yo no soy Ares, sino otro hombre. El marido no es Hefesto, pero no puedo evitar ensombrecer su imagen. Es el rencor que me produce la torre de cristal construida para ella, que en apariencia ofrece la luminosidad de la libertad al dejar pasar las distintas luces del cielo, porque permite ver el vuelo de los pájaros, la caída de la lluvia o el esplendor de la primavera. Son los hombres tibios los que me enervan, es mi propia tibieza ocasional lo que me subleva. También es esa carne viva que extrae todo lo feliz que puedo tener y que ahora ha desaparecido. ¿Cómo es posible que la piel tenga esa ramificaciones, que extienda su beatitud avariciosa hacia todo? Los labios húmedos, el temblor de las mejillas, el instante del roce.
Ese Hefesto contemporáneo no puede tejer una red a golpe de martillo. No es un Dios ni es fuerte, aunque tejerá otra red sino la tiene ya tejida. Yo espero, tal vez pensando que ella no vendrá, atrapada en ese bronce fino, como un hilo de araña, irrompible, echándole las culpas, tal vez sin razón, a él.
El Hefesto antiguo tejió aquella red y la ató secretamente a los postes y los laterales de su lecho. Fingió, cuando Afrodita regresó por fin aquella mañana feliz del sueño entre los brazos de Ares, arguyendo que había arreglado unos asuntos en Corintia, que necesitaba marcharse unos días a Lemnos, su isla favorita, que estaba cansado de tanto trabajo. Ella lo imaginó inocente y risueño en una taberna cualquiera junto al mar, con esos amigos desconocidos. Su sonrisa reveló todo lo que eso suponía. No le acompañaría dijo, y él, Hefesto, lo sabía.
Al día siguiente el herrero salió de esa casa, y ella hizo llamar inmediatamente a Ares, que no tardó mucho tiempo en entrar en ese dormitorio. Ares, tan infiel y salvaje, pero enamorado de ese cuerpo sublime, de esa diosa que se agitaba sobre su falo y sus caderas, con la que copulaba como sólo pueden hacerlo los Dioses, en un frenético deambular por la pérdida y el desahogo. Afrodita se despojó de su túnica, ofreció su desnudez a esa luna y a esa noche hecha para ellos, pensando que la restricción diurna de Zeus se había acabado después de ser violada, que era un tabú que desobedecía por primera vez, y una vez hecho, nada podría trascender, nada estaría prohibido para gozar de ese amor. Ares comprendió lo ilimitado de ese cuerpo. Ilimitado deseo en esas caderas, en cada una de las partes de la piel. Ella le enseñó cómo hacer el amor a una mujer, cómo gozar hasta la extenuación. Al echarse en la cama hambrientos, jadeantes, no pasó nada extraño. El deseo cobró su ritmo, la dureza y la calma quedaron atrapados en ese amasijo gozoso carne. Duró la noche de nuevo hasta el alba. Duró en medio de sueños y cálidos abrazos, una y otra vez la posesión extendiendo esa trascendencia del amor físico, ese bienestar de la exhibición amorosa apurada, de la palpitación satisfecha del deseo. No se dieron cuenta de buena mañana como la red los envolvió sin rozarlos siquiera, los atrapó desnudos sin posibilidad de escapar. Hefesto regresó a tiempo de sorprenderlos, avergonzados de su desnudez, asustados, pudorosos tal vez de sus sexos saciados, de sus músculos entumecidos y doloridos por el esfuerzo desmedido de la noche y el amor. Y luego Hefesto llamó a todos los dioses para que los vieran allí echados, para que atisbaran la clase de mujer con la que se había casado, y llegó a reprocharle a Zeus tanta humillación.
Pensaré en la vergüenza misteriosa del deseo cuando es expuesto. En el origen de que algo así pueda incluso producir ese pudor, esa culpa hasta en una diosa. Lo haré recordando la obscenidad del sexo. A ella desvestida, agitada como una hiena, a mí mismo roto, lamiendo, horadando en la dicha de ese interior sangrante, delicado como el terciopelo. Trataré de saber porqué las diosas no quisieron contemplar la vergüenza de Afrodita, al hermoso Ares y a la bella diosa envueltos y desnudos, atrapados en el dormitorio de Hefesto. O porqué los dioses, sin embargo, algunos, quisieron ser Ares y tener en su lecho a una mujer como Afrodita, y en silencio la desearon, la contemplaron arrebatados, ufanos y risueños, dispuestos a ser los próximos sin importarles las consecuencias. Los celos de Poseidon ante la constancia de que Ares había tenido entre sus brazos ese cuerpo y había poseído esas caderas e inseminado esa vagina, lo hicieron simpatizar con Hefesto, humillado por Zeus.
Así fue, Zeus iracundo grito a Hefesto, le reprochó haber llegado a ese punto de patética indignidad al airear la infidelidad de su esposa. No deseaba ver a su presunta hija en esa lid y se desatendió del asunto. Condenó a Ares a devolver a Hefesto por su adulterio toda la dote que el herrero dio a Zeus al aceptar el matrimonio con Afrodita. Poseidon se ofreció a hacerlo en caso de que el veleidoso Ares se olvidara de su compromiso. Hefesto no quería el amor ni el deseo de Afrodita, sino que estuviese allí, quieta, encerrada, y ante la imposibilidad de cercenar su pasión, su ímpetu de vida, quiso a cambio una compensación material, sólo pensaba en aquello que podía servirle para su trabajo y su bienestar. Sin dignidad, se lamentaba de su miseria a fin de ser resarcido, utilizaba la vergüenza para trasladar esa culpa a Afrodita. Para retenerla. Entonces comprendí que Hefesto podía ser mezquino y cobarde, que incluso en toda su avaricia, era capaz de renunciar a Afrodita por dinero, pero que al tiempo la amaba, la amaba con la clara confusión de saberse incapaz de retenerla.
Ella, la que espero, la que no llega en esta noche oscura, ese deseo que es el de todas las mujeres que he conocido, que acude en esta larga vigilia que me hará cruzar al año 2013, no hubiera elegido jamás a un amante como Ares. De eso estoy seguro. Ese Ares que no pagó su deuda con Hefesto, que abandonó a su suerte a Afrodita.
Ella limpió su virginidad en el mar, en la Isla de Palos. Su virginidad tal vez fuera algo similar a la inocencia que atisbo en esa otra Afrodita que he visto surgir del mar. Una vez abiertas las apetencias del cuerpo, la inocencia es una cuestión del amor o de la voluntad.
¿Qué hizo Afrodita una vez renovada su virginidad? ¿Cómo afrontar de nuevo el destino en esa casa, en la herrería de Hefesto? Eso me atormenta, aunque sepa que ella no es una diosa, ni tampoco posee esa crueldad, esa falta de escrúpulos. Los actos planeados y no realizados, este silencio que va alcanzando la madrugada hacia un nuevo año, esa extraña cadencia de las olas nocturnas que bañan la orilla y dejan su rastro de terrible naturaleza en el ambiente, me conducen a Hermes. He escrito una novela para eso, como una confesión del Dios. La literatura tuvo su origen en las metáforas de los dioses, y su esplendor en su transformación en religión, en religión de usos y rituales, de costumbres, tabúes y sacrificios. La literatura fue también la declaración de amor de Hermes. Es esa novela que vive en mi: La luz.
Hefesto nunca fue capaz de saciar a Afrodita. Saciar en el sentido más amplio de la palabra. La quiso tener, pero no supo como hacerla feliz. Veo a Poseidon como un Dios débil y celoso. Pero ella le agradeció que pagase a Hefesto la dote que el herrero antes entregó a Zeus, y fue así como le dejo que la gozase, con frialdad, sin la pasión de Ares, y tuvo con él dos hijos. El amor entre Poseidon y Afrodita es un amor desprovisto de la posesión. Sólo fue el sueño cumplido y estático de un hombre-dios.
A Hermes sí le dio una noche entera. Era la concesión al poeta, la declaración de las palabras, la construcción de un sueño verbal capaz de obtener a cambio la entrega completa de Afrodita. Pero las palabras no son suficientes, se acercan, acarician el sentido, pero lo que buscan es la vida, la anhelan, la quieren cumplir, tal vez por eso aquel exceso, Afrodita deslumbrante extrayendo la furia de Hermes, para concebir más tarde a Hermafrodita, un Dios con dos sexos. El deseo unificaba en un sólo ser su poderosa magia, las palabras podían ser las mismas.
Pero Afrodita fue, como todos los mitos griegos, un compendio de mitos antiguos, prehelénicos, de rituales y herencia con las que se fue conformando la sociedad de aquel tiempo. Su presencia, su historia, fue inventada por hombres, hombres asustados y temerosos de ese poder femenino, de su belleza. Tal vez la Diosa no fue tan ligera como se nos ha presentado, sino que buscó entre las distintas edades del hombre a uno que fuera capaz de llenar todo su origen. Por eso Dionisio y el hijo que tuvieron, Príapo. Pero Dionisio era inconstante y veleidoso, risueño y divertido, jamás alguien de fiar. La confesión de Hermes no pudo durar demasiado tiempo: una noche, no fue ese Dios capaz de embriagarla más días. Tampoco lo fue Ares, que al final no hizo nada más allá de otorgarle la violencia y el placer del cuerpo, para traicionarla después, para ofrecerle más tarde su insaciable virilidad sin contenido ¿A quién buscaba Afrodita en ese proceso? Hefesto no era suficiente tampoco. Ella necesitaba ser adorada primero, pero no una adoración vanidosa pienso ahora, sino una adoración entregada a ella, a su poder de creación, a su llegada a este mundo, y que esa adoración tuviera el deseo y el ímpetu de saciar su vacío y su deseo a un tiempo, su capacidad creadora incesante y maravillosa.
El propio Zeus, feroz y turbado, no podía soportar las tentaciones de Afrodita, su insoportable hermosura, tampoco resistirse a los encantos de ese ceñidor mágico que misteriosamente volvía locos a los hombres y a los dioses. Cómo conseguir esa humillación de la que Hefesto no pudo sacar partido por su mezquino comportamiento.
Este año no hay uvas ni compañía. Sólo este latido interminable de las palabras que fluyen, que surgen, que acuden frente a la negrura del mar a pocos metros ¿Qué hombre podría cautivar a esa mujer hasta hacerle respirar su aire, hasta conseguir que permanezca a su lado, que se quede, y que lo haga convencida? Ahora estoy seguro de que Afrodita también amó la belleza. Que la torpe telaraña de Hefesto y la interminable historia de su lascivia no fueron más que trampas de lo masculino. Esa mujer aguardaba más de la existencia. Y no hay que olvidar que antes fue una diosa iniciática, antes del reino de los hombres, en otras culturas, antes del patriarcado intolerable, de la dominación de siglos. Por eso la espero. Porque aunque estuviese en esa decadencia que llegará de la vejez y el silencio, necesitaría esa figura surgida del mar. Esa sensualidad inconsciente, hermosa, palpitante de vida incontenible.
Elisabeth Costello acude en mi ayuda en estas sombras. La deseo, o tal vez anhele el deseo que me produce pensar en ella. Porque creo que lo entiende así, en esa disertación que la escritora imaginaria de Coeezte regala a su hermana religiosa. Porque ella es así, incluso Afrodita tal vez lo sea:
Nada nos obliga a hacerlo, ni a mí ni a María (la madre de Cristo). Pero lo hacemos igualmente movidas por el desbordamiento, la efusión de nuestras humanidades: dejamos caer la ropa, nos descubrimos, descubrimos la vida y la belleza con las que estamos bendecidas.
La belleza. Seguramente en Zululandia, donde tienes tanta abundancia de cuerpos desnudos que mirar, debes admitir, Blanche, que no hay nada más humanamente hermoso que los pechos de una mujer. Nada más humanamente hermoso, más humanamente misterioso, que la razón por la cual los hombres quieren acariciar sin cesar, con pinceles, cinceles o manos, estas bolsas de grasa extrañamente curvadas y nada más humanamente atractivo que nuestra complicidad (me refiero a la complicidad de las mujeres) con su obsesión.
Las humanidades nos enseñan humanidad. Tras la noche secular del cristianismo, las humanidades nos devolvieron nuestra belleza, nuestra belleza humana. Eso es lo que nos enseñan los griegos, Blanche, los griegos correctos. Piensa en ello.
Tu hermana.
Porque no sabemos. Porque las tinieblas son esa extraña y terrible distancia entre lo interno y lo externo. Porque tal vez esa diosa tenía en sus manos el origen y esa constancia quedó grabada en nosotros de modo inconsciente para fijar su preeminencia. El castigo de Zeus fue de nuevo una lección para nosotros. Ese Dios-hombre quería divertirse, burlarse, y pensó que la mejor manera era hacer que Afrodita se enamorase de una belleza masculina mortal, de Anquises. Podía ser cierto para Afrodita que amar no fuera sólo una trascendencia entre dioses, sino también un gozo seductor y lleno de belleza que celebraban los mortales. Zeus volvió a menospreciarla ignorante. La belleza no sólo era una cualidad asociada intrínsecamente a lo femenino, sino que ella podía ademas apreciarla en los hombres. El deseo quizá tuviera mayor intensidad en aquellos que envejecían y desaparecían.
Ella entró en el palacio del rey Anquises y se hizo pasar por una princesa frigia, llevaba una túnica roja y admiró la hermosura de ese hombre mortal, joven, que no era un dios. Lo hizo desde la carne. Acarició todo su cuerpo, quedó fascinada de su torso, de sus duras curvas, de su vientre endurecido, de su falo enhiesto que supo saciar hasta dejarlo exhausto. Anquises amaba a las mujeres, así que esa noche la amó con todo lo que era. Yacieron en un lecho de pieles de oso y de león, en esa suavidad de la naturaleza domada. Así domaron su deseo, hasta que con las primeras luces del alba, al confesarle Afrodita que ella era una Diosa, Anquises se estremeció y le pidió que le perdonara la vida. Ella se sentía tan agradecida que lo calmó asegurando que no tenía nada que temer. La había hecho feliz. Tan sólo debía guardar el secreto, sólo eso. El secreto de la diosa, de su cuerpo, de su amor.
El año nuevo ha nacido igual de triste y nublado que el anterior, la misma falacia repetida, el sonsonete de la decadencia ofrecido como una pronta recuperación. Tal vez no quiera volver al mundo, sino quedarme aquí, aunque no sé cómo hacerlo, cómo guardar esta casa, esta escritura, esta soledad que espera. Hay demasiadas cosas de allá afuera que ya no puedo soportar. De todas formas no creo que Afrodita fuera tan mezquina, tan celosa, tan cruel. Ella no lo es. No atisbo maldad alguna, sólo el peso de su historia, de su herencia, el miedo a quedar flotando sin rumbo en el aire, un temible pavor a la soledad. No sé qué puedo ofrecerle en este duermevela constante, en este insomnio, con los ojos enrojecidos. Me recuerda a muchos finales de año vividos, a aquel vértigo deslumbrante del deseo y la ebriedad, a aquella esperanza de construir otra existencia tan distinta a la que llevo. Ya no me pregunto por el lugar en el que se esconden los sueños.
¿Qué detalle se me escapa de ella para no retenerla? No la siento capaz de hacer lo que Afrodita le hizo a Esmirna, la hija del rey Thías de Asiria, después de que su padre se jactara de que Esmirna era la mujer más hermosa de la tierra, más bella incluso que ella. La diosa hizo que la hija se enamora de su padre, y que se metiera en su cama una noche en la que su aya le había emborrachado y no se daba cuenta de lo que hacía. Afrodita los castigó con el incesto y esa carnalidad lasciva y perversa de la avaricia sexual, con un incesto que alumbraría a un hijo, y el rey enfurecido la expulsó del palacio y del reino, la quiso matar. Fue Afrodita, por esa extraña solidaridad que tarde o temprano aparece, quien arrepentida de su venganza infantil le salvó la vida transformándola en un árbol de mirra que la espada de su propio padre partió en dos mitades. De ese árbol surgió Adonis, el niño del que Perséfone se enamoró, por el cual litigó frente a Zeus contra Afrodita, que reclamaba tenerlo a su vez. Fue Calíope, la musa, la que decidió que Adonis dividiera el año en tres partes, dos dedicadas cada una de las diosas, y una tercera, destinada a reponerse de la insaciable avidez sexual de sus madres y amantes.
Los dioses son vengativos, crueles, complejos y caprichosos como los hombres. Cuando Anquises cometió la indiscreción de confesar que había copulado con una diosa, Zeus quiso vengarse y le lanzó un rayo mortal. ¿Por qué Afrodita evitó que muriera, amortiguó el efecto de aquella terrible ira? ¿Qué había en Anquises para conmoverla, aunque después de aquello el mortal ya no pudo apenas mantenerse en pie ni por supuesto amar a las mujeres como las había amado antes, y ella terminó por olvidarse de él?
Guardo la esperanza de que el rayo de Zeus no condene mi destino. Que eso que Anquises consiguió de la diosa sea lo que yo consiga de ella.
¿Y por qué Afrodita lo abandonó para siempre cuando él ya no pudo colmar su deseo, entregarle el suyo?
El destino, tal vez otro soplo de dioses con un nombre concreto, decidió que a Afrodita se le asignara un único deber divino: hacer el amor.
Escribe Coeetze en Elisabeth Costello que el problema del hombre es creer que puede llegar a ser divino cuando en realidad apenas llega a experimentar un simulacro de divinidad posible dos o tres veces en toda una vida, y eso con suerte, y además está condenado a extinguirse, a morir, a desaparecer, a notar la vejez y la podredumbre del cuerpo. Es mortal, condición fundamental que nos diferencia de los dioses. Y sin embargo podemos imaginarlos, eso es, e incluso inventarlos. De hecho estamos convencidos de que a veces nos envidian.
Trato de pensar en esos raros instantes de divinidad. Surge luminosa la paternidad, el crecimiento de algo propio que anhela el mundo, lo investiga, lo cuestiona. Ese desarrollo de una parte de uno mismo que nos reconoce, pero no somos nosotros tampoco. Revivo la sensación que provoca una melodía, un párrafo que sabemos insuperable. Un puñado de palabras que han rescatado un soplo de vida de forma inesperada y perfecta, nos hemos acercado a ello, aunque sea tan sólo por un instante, un hecho incomprensible. Algo del misterio ha sido revelado al leer o al escribir pero no sabemos exactamente qué. Esa es una sensación de divinidad extraña, fugaz. Veo el cuerpo de ella desnuda, estremecido de deseo, el momento preciso en el que los espasmos anticipan ese placer retenido, esa muerte súbita entrelazado a otra carne, ese intento desesperado de ahondar en otro, de alcanzar su esencia aunque sea en la brevedad imposible de ese tiempo dedicado al éxtasis. Hace mucho que ella es ese anhelo de divinidad, como supongo que lo fue Afrodita para Anquises. Es la burla de los dioses. Somos demasiado poco.
Cuando amanezca es posible que haya vivido un nuevo eclipse. No sé cuantos aguantará el corazón, tampoco estas palabras que compulsivamente se acumulan y deben ser escritas. No hay más sentido en todo ello, hacerlo, avanzar en ese recorrido para el cual nací, sin que importe el resultado, el objeto, la repercusión. Siempre esas palabras que tratan de articular aquello que debo rescatar. No tiene sentido la vida de otra manera, al menos para mí. No lograría rescatar el nacimiento de Afrodita si no tuviera la necesidad de escribirlo, y al tiempo, sino hubiese experimentado el esplendor de contemplarla salir del mar, envuelta en el oleaje de la olas, dar un salto hasta la orilla, observarla avanzar en el atardecer rojizo.
Porque ella tal vez no quiso seguir haciendo el amor eternamente como le insistieron las Parcas. Cuando se puso a tejer un telar y Atenea la sorprendió hilando y cosiendo, se enfureció de tal modo que la amenazó con despojarla de su poder, de la influencia de las Parcas. Ella obedeció y no realizó jamás ningún trabajo manual.
¿A qué se debió el enfado de Atenea? Hefesto hubiera preferido a esa hilandera silenciosa que apaciguaba su ansia envuelta en fina lana. La Atenea virgen, generosa, ocupada en la música, en los objetos de alfarería, el arado y el rastrillo. La yunta de los bueyes, la silla de montar, el carro y el barco. Esa Atenea sólo preocupada por la vida práctica, en hacer de la existencia algo mejor, más cómodo, sin deseo. La que enseñaba las artes femeninas y los números. Esa Atenea que produjo la civilización en cierto modo, de espaldas a la sensual Afrodita, llena de misericordia y orden.
Cuando pienso en ella también veo a Atenea, y esa es la diferencia después de tantos años aguardando algo que rompiera la monotonía de la vida. Hefesto se enamoró perdidamente de ella. No era tan inocente como creíamos. Casado con Afrodita quiso alcanzar a la otra diosa porque no temía ni su poder ni a su sensualidad siempre secreta. La Atenea bondadosa era la imagen de la madre todopoderosa, de aquel matriarcado antiguo sumido en el orden femenino. En cierto modo, pienso, Atenea es esa Afrodita saciada que anhela la intimidad del calor, del hogar, la que facilita el trabajo y construye, aunque esa castidad tan empecinada no pueda ser ni natural ni transparente.
A estas alturas de la vida ya no tengo miedo a las construcciones del amor, sólo siento a veces su imposibilidad. El paso de Afrodita a Atenea es un camino largo y tortuoso, que no debería solaparse, ser una sustitución de una por la otra. Las mujeres como Atenea, en verdad, siempre anhelan a esos hombres libres, despreocupados, que abrazan la existencia como un soplo, sin dejar su rastro. En realidad su seducción es la sublimación de su sexualidad expresada en un sueño de redención, de doma. Atenea tuvo que sentir algo cuando Hefesto le hizo un juego de armas exclusivo para ella. Por primera vez, el dios-herrero aceptó como pago el amor. No la temía Hefesto, como ese marido no teme a ella. Los siglos acompañan esa imagen, porque es la que yo retengo de ese hombre que impide que ella venga hasta esta playa.
Hefesto pide un amor sin sensualidad, para el que cree estar preparado, un amor de orden y contención. No es bueno, los dioses nos lo han dicho. No puede retener a Afrodita y el rencor crece en él, y entonces sabe que Atenea está en la sala contigua a donde él fragua el acero y el hierro, e intenta ser esos otros dioses en su repentina valentía: Ares, Zeus… Lo intenta, y la llama, y cuando ella entra intenta violarla. El trayecto de ese arrebato de violencia va desde la imaginación de los antiguos griegos hasta ese marido que anhela la masturbación y el sosiego en vez de la tormenta del deseo. Se ha borrado esa posibilidad de alcanzarla a ella de otra forma. La eyaculación de Hefesto, infértil, inútil e impotente, se derrama sobre el muslo de la diosa. Atenea desprecia el deseo, también la maternidad por tanto, aunque luego se erigiera diosa de la maternidad. A Atenea le da asco el semen de Hefesto sobre su muslo, coge un trozo de lana y se limpia, lanza el hilo al suelo y la madre tierra fertilizará a Erictonio. Ni siquiera en su feminidad maternal puede haber deseo o placer.
Ha sido con De nuevo, el amor, de Doris Lessing, cuando me doy cuenta de nuevo de esa oportunidad de los libros, de la literatura, de ofrecer su experiencia, su consuelo, su belleza, cuando más lo necesitamos. En un momento de esa hermosa novela, Sarah, la protagonista, se pregunta por la condición de Afrodita y la de Atenea. El viaje del libro es llenar esa especie de punto muerto que separa definitivamente la sensualidad y su relación con la vida, respecto a la vejez y la muerte posterior, intervalo nebuloso en el que se aplaca la sed hasta ese periodo final que es el sueño plácido de Atenea. Aún vivo en el deseo como para acercarme a esa Diosa que, en palabras de Doris Lessing, afirma esa renuncia a la angustia del amor, a la inquietud perpetua del deseo y sus consecuencias.
Interesante imaginar a Afrodita y Atenea discutiendo la pequeña historia de Julie…
…No obstante, si Julie no era una “mujer del amor”, entonces ¿qué era? Había personificado la cualidad, reconocible para cualquier mujer a primera vista, e inmediatamente sentidas por los hombres, de la seductora y descarada feminidad que inmediatamente convierte en irrelevante cualquier argumento basado en la moralidad… Ese sería probablemente el argumento de Afrodita. Pero la mujer que había escrito los diarios (Julie), ¿de cual de las dos era hija?
“De verdad, Julie…”
“…si te permites amar a este hombre, será peor para ti de lo que fue con Paul. Puesto que este no es el guapo muchacho que sólo podía verse a sí mismo cuando se reflejaba en tus ojos. Rémy es un hombre, aunque sea más joven que yo. Con él saldrán a la superficie todas mis posibilidades como mujer, para una vida de mujer”. ¿Y luego, Julie? Un corazón roto es una cosa, y ya has pasado por ello. Pero una vida rota es otra y puedes decir que no. No dijo que no. Y quién era, qué Julie era la que le dijo a la otra: Bien querida, no te imagines que si te decides por el amor no vas a pagar por ello. Puesto que no era la hija de Atenea la que decía: “Compón tu música. Pinta tus cuadros. Pero si es esto lo que eliges, no vivirás como vive una mujer. No puedo soportar esta no vida, no puedo soportar este desierto.
En la novela de Doris Lessing, Julie, esa mezcla de Atenea y Afrodita, se suicida. Su muerte ofrece un espejo a la propia vida de Sarah, aunque sea por oposición. A sus sesenta y algunos años, de la protagonista surge la pregunta acerca de la construcción de lo femenino, también la relación del enamoramiento con la felicidad o la infelicidad, pero no me convence. Me sabe a poco eso que llamamos enamoramiento, una fase estúpida del amor, nebulosa, mitificadora, y la novela, de alguna forma, oscila más alrededor de ese sentimiento que de la palabra amor o deseo. Eso pienso ahora. Y tal vez no me convence porque soy un hombre, mortal, cuya decadencia sobrevendrá despacio en los próximos años, pero el gozoso aleteo, el latido poderoso de aquellos dioses que acuden para burlarse de lo que muere en nosotros, sigue vivo, buscamos esa dominación del cuerpo femenino amado sin darnos cuenta de que nuestra ceguera no deja ver la verdad: nunca será nuestra por completo Afrodita, se nos escapa su complejidad, y nos aferramos a Atenea, tan calma y fiel, tan aburrida en el fondo. Seremos Anquises asustados ante la diosa, seremos ese mortal afortunado que fue castigado por revelar el secreto, o Hefesto tratando de retener lo inasible del deseo.
¿Y qué sucedería si Afrodita se liberase de todos esos dioses, si se marchara de la casa del dios-herrero, si decidiera liberarse de las ataduras de la herencia e incluso de la imposición de Atenea y de las Parcas que le prohibieron tejer, dedicarse a otra cosa que no fuera el amor?
Siempre atisbo en ella ese punto de rebeldía. Esa especie de aliento que impulsa a Afrodita hacia la felicidad. ¿Que dios se va a atrever a irrumpir en su existencia y situarse a su lado en un equilibrio posible? ¿cómo olvidará su propio pasado, las cadenas del Olimpo, las cuitas y las conspiraciones de los dioses, como superará el dolor, la mezquindad, la dureza del reino divino masculino para ofrecer finalmente una posible alianza, sin perder por ello la pasión, la identidad, sin perecer de ausencia y de nostalgia? ¿o tal vez será un mortal quien ofrezca la sinceridad de su finitud?
Recojo las maletas, los libros, los papeles. El día es avanzado y el sol ilumina la orilla del mar. Vine aquí hace muchos años para descubrir que la sensualidad estaba en este aire y no podía alcanzarla. He buscado cada vez llegar a ese deseo que se me ha escapado hasta comprender algo de Afrodita. La decisión es mía ahora que sé que la torre de marfil se ha derrumbado. Mi pasado pesa. La construcción de toda una vida es una losa que posee fogonazos de felicidad esporádica, muy rara, aquello que resiste el envite del tiempo y dibuja la posibilidad de perdurar. Se puede adorar a Afrodita y a Atenea, ellas son esa fuerza de lo femenino que funda y crea. He encontrado en esa mujer que espero, que ahora me espera, la solidez de ese viaje que puede ser el último.
¿Quién seré yo? ¿Hermes y su verborrea? ¿Poseidon y su vanidad temerosa? ¿Hefesto y su mezquindad hecha de frustración e inmovilidad? ¿Zeus iracundo y fálico? ¿Ares el guerrero salvaje y sensual? ¿o tal vez un mortal como Anquises, que comprende que la única trascendencia es el deseo, y ese deseo está en ella, y de ella nacerá la nueva vida, la sensualidad gozosa de un camino difícil pero lleno de esa antigua alegría?
Ella lo tiene todo. Es esa mujer libre que surgió del mar. Es la diosa del amor que habita en ella, pero también la diosa de la paz que ilumina el día, que bendice la calma. Es el deseo irreprimible de la posesión, pero a su vez la protección de nuestra finitud de hombres. Es Atenea cuando sonríe y Afrodita cuando se despoja de la ropa y extiende los brazos hacia mí.
Debería escribirle.
Sólo si soy capaz de afrontar el destino a tu lado borrando huellas, marcas, trazos y trayectos, expresando el suspiro de sinceridad que todo lo envuelve, abrazando tu sensualidad y tu calor, la fuerza de esa expresión, compartiendo eso que los dioses nos legaron, aquello que era divertido y trascendente, levantando los tejados que nos cubran de la intemperie, cambiando lo cuadros antiguos por nuevos, los pasos ya dados por otros, dejando salir eso que llevo dentro tantos años y que grita por escapar, mereceré tu presente.
Afrodita puede ser ese otro Homero que cientos de años después vague por las tabernas de las islas griegas contando su historia, la historia del amor. Atenea, tal vez, sea capaz un día de dar rienda suelta al instinto sexual que durante siglos cercenó para conceder la paz: una paz frustrante al final, carne de psicoanálisis.
En ti puede darse ese deseo que concede la maternidad y la trascendencia. Eso lo sé. Ten fe. Un día lo sabremos. Si soy capaz de romper el tejido de Hefesto, el castigo de Zeus, la cínica actitud de Poseidon, la palabrería de Hermes, la violencia sexual de Ares.
Tener fe. Como siempre, sólo soy un hombre lleno de cadenas que ha llegado a comprenderlas. Pero he visto a Afrodita naciendo del mar, y es el origen, es el tuyo, es esa extraña felicidad que me inunda cada vez que recuerdo ese momento, es la valentía que intenta construir de las cenizas del tiempo. Atenea nunca será una diosa del amor aunque llegue a escribir sobre ello. Mi castigo, tal vez sea no el rayo de Zeus, sino la infelicidad de cualquier decisión, sea cual sea, aunque toda mi felicidad esté en ella. En esa mujer que no llegó esta noche. En esa mujer que ya destruyó el tiempo heredado para encontrar otro, otra vida que le pertenezca.
Arranco el coche y la casa queda atrás. Es mi destino.
Los dioses tiran los dados.
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